Capítulo 16

Su última parada aquella tarde fue el sótano de Peter Jenkins. Mientras avanzaba por entre los hediondos pozos negros de Bermondsey, el aire se volvió más denso y más húmedo, llenándole la garganta de polvo. Esa noche la puerta, deteriorada por la intemperie, estaba ligeramente abierta, y nadie respondió a su llamada. Repitió los golpes, y luego empujó la puerta.

—¿Hola?

No hubo respuesta. El interior estaba en silencio, pegajoso y fétido. Esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra antes de entrar. Seguía sin aparecer nadie. Llegó hasta la entrada al sótano, intentando contener la respiración. Estaba también abierta, así que se asomó a la profundidad tenebrosa:

—¿Jenkins? ¿Estás ahí?

Tampoco ahora hubo respuesta. Soltando un suspiro, se hizo a la idea de bajar la escalera podrida. Con algo de suerte, sería la última vez que tuviera que hacerlo. La Academia seguramente ayudaría al padre de Jenkins a encontrar la forma de conseguir un alojamiento más limpio y seguro. Su pie estaba en el primer peldaño cuando alguien chilló en su oído:

—¡Sal de mi casa!

—¡Ahh! —Mary dio un respingo y a punto estuvo de caer escaleras abajo. Algo le dio en la cara, algo sucio y lleno de púas, y lo apartó de un manotazo, escupiendo a causa del asco. Era el cepillo de una escoba.

Al apartarla de su cara, haciendo que cayese con estrépito al suelo, pudo ver a la mujer jorobada que la otra vez le había abierto la puerta. Estaba claramente aterrorizada y se lanzó sobre Mary con las manos como garras intentando arrancarle los ojos.

—¡Fuera! ¡fuera!

—¡He llamado! —Gritó Mary, apartándose de aquellos dedos fríos y torcidos—. ¡He venido a ver a Jenkins!

—¡Largo! ¡No tengo nada que puedas robarme!

—¡No estoy aquí para robar nada! ¡Nadie respondió cuando llamé a la puerta!

Finalmente, la mujer detuvo su poco convincente ataque, exhausta.

—Chico —graznó, con una terrible expresión de indefensión en su cara—. No tengo nada. Míralo tú mismo. Aquí no hay nada que llevarse.

Mary negó con la cabeza.

—No soy un ladrón —repitió, pronunciando cada palabra con nitidez—. He venido a ver a Peter Jenkins.

—¿Eh?

—¡Peter Jenkins! —Gritó Mary y señaló hacia el sótano: —¡El chico!

Ahora fue el turno de la vieja de negar con la cabeza.

—Nadie vive ahí abajo, chico.

—Peter Jenkins vive ahí —insistió Mary—, con su familia.

La mujer volvió a repetir el gesto.

—El chico Jenkins se mudó, ayer por la mañana. Se llevó a las pequeñas con él.

—¿Adónde fue?

—A algún lugar mejor, supongo —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. No hay muchos sitios peores que este.

Mary estaba de acuerdo con eso.

—¿No sabe adónde fue? ¿Era por aquí cerca?

—Solo se levantó y se fue. No dijo nada.

Eso no podían ser buenas noticias.

—¿Y qué hay de su padre? ¿También se fue con él?

—¿Su padre? —La mujer miró a Mary, confundida. Pero sus ojos eran los de una persona despierta y en estado de alerta, y desde luego no parecía estar delirando—. El chico no tiene padre.

—Sí que lo tiene. Es un carpintero o algo así, ¿verdad?

La otra volvió a sacudir la cabeza una vez más.

—Su padre no es nada. Jimmy Jenkins lleva dos años muerto.

Viernes, 8 de julio

Coral Street, Lambeth

A pesar de su preocupación por Peter Jenkins, Mary durmió esa noche mejor de lo que lo había hecho desde su llegada a la casa de huéspedes de Miss Phlox. Pensó que se debía a una combinación de agotamiento y experiencia. Ni siquiera los brutales ronquidos de Rogers, que hacían temblar toda la cama, habían incordiado su descanso. Cuando el otro salió de la habitación, Mary estiró las piernas hacia la otra mitad de la cama para desentumecer los músculos. ¿Tenía tiempo para lavarse? Comprobó la cantidad de agua que quedaba en la jarra al lado del lavabo y decidió que sí le daría tiempo, pero en ese preciso momento la puerta se abrió de golpe y alguien entró en la habitación: Winnie, la doncella. Llevaba a rastras un cubo y una fregona.

Al ver a Mary, sus ojos aumentaron de tamaño y se sonrojó por completo.

—Ppperdón —logró decir después de unos segundos—. Pensé que… No sabía… No sabía que estabas aquí. Llevas dos noches sin venir.

Mary hizo un mohín.

—A veces me quedo con unos amigos.

Winnie asintió. De nuevo miraba a Mary de aquella manera suya tan fija, sin dar ninguna muestra de querer salir de la habitación. Mary comenzó a ponerse las botas. Según parecía, cualquier opción de lavarse tendría que esperar.

—¿Dónde?

—¿Qué quieres decir con dónde?

Ahora Winnie miró la porción de suelo que estaba fregando con golpes vigorosos.

—¿Dónde viven tus amigos? ¿En Limehouse? ¿En Poplar?

No se trataba de un acercamiento muy sutil, pues todo el mundo sabía que en el este de Londres había muchos inmigrantes del sur y del sudeste de Asia. Mary había temido durante toda la semana ese momento. Pero ahora que Winnie había por fin reunido el valor de preguntar, aunque fuera de aquella manera torpe, le pareció una tontería intentar fingir.

—No —dijo—. En St. John’s Wood —el rostro de Winnie, al menos, lo que ella podía ver, permanecía impasible—. No son chinos, aunque mi padre sí lo era.

La doncella levantó la cabeza y Mary vio que en su boca se formaba una sonrisa anhelante. Una batería de preguntas, todas ellas en cantonés, brotaron de sus labios a gran velocidad.

Eso era lo que Mary odiaba y gran parte de la razón por la que siempre evitaba preguntas acerca de su raza.

—Lo siento —dijo, meneando la cabeza—. No te entiendo.

La boca de Winnie se quedó abierta con una mueca de desilusión tan cómica que resultaba difícil no sonreír.

—¿No entiendes tu propio idioma?

—No —respondió Mary, con firmeza. No tenía la menor intención de entrar en explicaciones y disculpas.

—Pero tu padre… ¿no te enseñó?

—Está muerto.

—¿Y tu madre…?

—Muerta. Y era una gwei lo —eso era todo el cantonés que sabía. Y lo había pronunciado mal.

—Ohh… —La pena que transmitía la voz de Winnie era a la vez conmovedora y molesta, y Mary se alegró de tener una razón para marcharse.

Se puso su chaqueta y dijo:

—Puede que no vuelva esta noche —lo último que quería era que Winnie buscase una oportunidad para seguir interrogándola.

Al salir de la casa se sentía amargada. La gente era condenadamente fisgona, y todos se empeñaban obsesivamente en clasificar a los demás en diferentes categorías. Estaba destinada a que le preguntasen siempre sobre el mismo asunto y nunca habría una forma satisfactoria de contestar esas preguntas. Si no decía la verdad, era como renegar de su sangre. Si se enfrentaba a la pregunta abiertamente, se volvía el objeto de la compasión de los otros, o algo peor: miembro de una especie inferior, una mestiza. La única solución razonable era precisamente lo que había estado haciendo durante años: mantener la cabeza gacha, a menudo literalmente, y evitar la cuestión por completo.

Por milésima vez, se preguntó qué habría hecho su padre. Él había sido un hombre valiente, inteligente, apreciado en su pequeña comunidad. El año anterior Mary había descubierto que había muerto intentando desenterrar la verdad, pero lo que no sabía era sobre qué, cuál era aquella verdad. Cuando hizo ese descubrimiento, limitado pero revelador, había sentido confirmada su decisión de trabajar para la Agencia.

Para descubrir verdades.

Para ponerse al servicio de la verdad.

Para vivir una vida que fuese digna de su padre.

En colgante de jade que él le había dejado, la única cosa que había sobrevivido al fuego en el albergue de los marineros y su único recuerdo de la infancia, estaba a salvo en un cajón en la Academia. Era su pertenencia más preciada. Aún quedaba por resolver el problema de cómo conciliar ese colgante, un talismán de su herencia china, con su deseo igualmente poderoso de enterrar por completo la cuestión de su raza. Pero ya tendría tiempo para pensar en ello cuando fuese otra vez Mary, solo Mary, otra vez.