Capítulo 17

Palace Yard, Westminster

Era una mañana extraña, perezosa; el aire estaba muy denso pero no parecía que fuera a desatarse la tormenta que tanta falta hacía. Keenan no acudió a trabajar, para sorpresa general y para alivio, mal disimulado, de Reid. No estaba tan claro cómo se tomó Harkness su ausencia. Tendría que estar lívido, exigir una explicación, reprender a un capataz dando semejante ejemplo de haraganería. Pero la forma en que Harkness había tratado a Keenan hasta ahora indicaba que ninguna de esas cosas tenía visos de ocurrir. Además, parecía querer evitar mirar hacia donde se encontraban los albañiles, para ignorar el hecho de que Keenan no estaba presente.

Él mismo daba la impresión de haber pasado una mala noche: su rostro parecía del color de la cera y las media lunas que subrayaban sus ojos eran de un morado oscuro, ya no del habitual verde grisáceo. Tenía la costumbre de pasarse los dedos por la barba cuando estaba algo ansioso, y hoy había veces en las que más parecía estar despiojándose como un mono, por la frecuencia con que se rastrillaba. Y estaba también el tic nervioso. El eterno tic. Sin duda alguna, Harkness estaba sufriendo. Pero la inesperada muerte de un empleado poco popular entre los compañeros no era suficiente explicación para ese grado de ansiedad. No: sus preocupaciones iban más allá de un crimen o de un problema de disciplina en la obra.

Las nuevas Casas del Parlamento estaban marcadas por la mala fortuna. Su brillante diseñador, A. W. N. Pugin, había fallecido relativamente joven unos siete años antes, y del arquitecto original, Sir Charles Barry, se decía que no se encontraba bien, aquejado de una enfermedad causada por la tensión de trabajar en el Palacio. Ahora, con la culpa redirigida hacia el encargado de la obra, Harkness tenía desde luego razones de sobra para no sentirse bien. Una construcción que llevaba veinticinco años de retraso; un presupuesto que se había hinchado varias veces por encima de la cantidad estimada originalmente; un albañil muerto y una evaluación de la seguridad en la obra que podría implicarle como el responsable de todo ello. Si se ponía todo junto, los problemas de Harkness hacían que la fantasiosa maldición del reloj de la torre propagada por El Ojo de Londres pareciera casi razonable.

Mary estaba entre los últimos en salir del Palace Yard a la hora de la comida. Había estado trabajando sin parar con James, anotando datos, tomando medidas y siendo en todos los aspectos un buen chico de los recados. Ahora, uniéndose a la fila de hombres que iban atravesando la puerta del recinto, atrajo su atención el claro cambio en la postura de Reid. Esa misma mañana le había visto tenso y poco entusiasta. Al no aparecer Keenan, se había vuelto vigilante y cauto. Ahora, sin embargo, parecía estar alerta y lleno de determinación. Se movía con gestos de atleta hacia la salida. Y por la expresión de su cara, no estaba pensando precisamente en la comida.

Estaba tan ensimismado que salió sin siquiera lavarse las manos, cuando su obsesión por lavarse era normalmente objeto de ciertas burlas por parte de los demás, ya que lo hacía a conciencia. Cada día, antes de la cena y de irse a su casa, se frotaba bien las manos y los antebrazos en el barril de agua recogida de la lluvia y se las secaba con sumo cuidado en una toalla raída que colgaba de un clavo oxidado. Pero hoy no se había parado a mirar hacia el barril ni tampoco a los compañeros con los que solía irse a comer.

Mary le siguió a una cafetería atiborrada de gente cercana a la Plaza del Parlamento de la que salía un intenso aroma a repostería caliente. Dentro, veinticinco o treinta hombres se apiñaban en una estancia pensada para la mitad de esa cantidad. No obstante, todos parecían satisfechos, inclinados sobre sus platos llenos de comida: empanada con guisantes, empanada con patatas, empanadas y más empanadas… El estómago de Mary rugió con ferocidad.

Ralentizó el paso justo enfrente del local. Las ventanas abiertas vibraban por las ruidosas conversaciones y las carcajadas que se producían en el interior, combinadas con el tintineo de cubiertos y platos. Entre la multitud relajada, la concentración de Reid resultaba demasiado evidente mientras se abría paso entre los demás y desaparecía enseguida, engullido por el grupo.

Mary se dispuso a esperar. Cruzó la calle y compró su almuerzo en el puesto callejero que parecía más limpio, o menos sucio: una patata caliente, con piel. No había donde sentarse, por supuesto, pero no le importó. Le agradaba apoyarse en las farolas, arrellanarse contra las paredes, posturas que no debía adquirir una señorita, pero que eran esenciales para un pillo que pasaba la mayor parte del tiempo en la calle. En aquel momento la hora de la comida estaba en su apogeo, con hombres y mujeres almorzando según se lo permitían su presupuesto. Los que más dinero tenían, como Reid, iban a cafeterías, en las que uno podía sentarse y disfrutar de un plato cocinado. Los pubs atraían a los que optaban por gastarse lo que tenían en bebida, trasegando unas cuantas pintas de cerveza acompañadas, quizás, por una rebanada de pan con mantequilla. Estaban también las tahonas, que vendían pasteles y diversos platos para comer en otros lugares, como en la calle, por ejemplo. Los más baratos de todos eran los vendedores callejeros, como la mujer que le había vendido la patata a Mary, con sus puestos que parecían a punto de venirse abajo y sus afónicos gritos de ¡pataaaataas calientes, mu güenas y calientes! Dependiendo del apetito y del presupuesto, uno podía comprar un trozo de pudín hervido, bollos rellenos de sobras o incluso cosas fritas, trozos de pescado, por ejemplo, según el apetito y el presupuesto.

Había también quienes no podían permitirse siquiera los puestos callejeros. Si esperaban hasta el final del día, el dueño generoso de alguna cafetería podría ofrecerles un puñado de sobras, recortes y restos que hubieran caído al suelo de la cocina, cualquier cosa que no pudiera venderse otro día. O podían arreglárselas por sí mismos y, tal y como un viejo amigo de sus días de vagabundeo lo había descrito, poner ellos mismos el precio. No era difícil robar comida, especialmente si se contaba con un socio. Los confiteros lo ponían fácil, pues colocaban los productos del día anterior en mesas en el exterior del local para seducir a los que pasaban por allí. Y los puestos de fruta eran un golpe de fortuna. Pero la comida caliente era más complicada de conseguir, puesto que se guardaba cubierta y Mary nunca superó su anhelo por la comida cocinada. Incluso prefería una patata mal cocinada, quemada por fuera y cruda por dentro, por el simple hecho de estar caliente.

Se terminó la patata y consideró la posibilidad de un segundo plato. Pero la hora de la comida se consumía rápidamente y la cafetería al otro lado de la calle se iba vaciando de clientes. Caminaban hacia la puerta, somnolientos y con el estómago lleno, y salían a la calle con el aire de quien despierta de un sueño placentero. Era el momento de echar otro vistazo.

El primer hombre al que Mary reconoció fue a Octavius Jones, en una mesa en un rincón, sentado confortablemente en una silla de respaldo alto, con un cuaderno delante. Aquella debía ser su cafetería favorita, la colmena de cotilleos que había mencionado en El Ojo. Sentado frente a Jones, de espaldas a la ventana, estaba Reid. Se detuvo y se permitió a sí misma una larga mirada a la escena. Reid estaba inclinado hacia Jones, como si la postura le fuera a ayudar a concentrarse. Se notaba que lo que decía era importante, porque su cuerpo entero prácticamente vibraba sobre su silla. Como contraste, la postura de Jones era relajada. Tenía un lapicero en la mano pero no escribía nada, limitándose a realizar ocasionalmente alguna pregunta. Ninguno de los dos miraba al otro, ambos estaban plenamente concentrados en la historia.

Mary hubiera dado lo que pudiera por saber de qué historia se trataba. Lo sabría al día siguiente, cuando apareciese en la edición de El Ojo, pero para entonces podría ser demasiado tarde. Ya era viernes, Wick estaba enterrado y la investigación judicial solo estaba a la espera del informe de James antes de emitir un veredicto. Sin información más concreta, la Agencia no podría rebatir esa decisión, si resultaba necesario. Fuera como fuera, había visto todo lo que podía ver por el momento.

Cuando empezó a darse la vuelta, ese simple movimiento, por ligero que fuese, atrajo la mirada de Jones. Levantó los ojos y la miró, quedándose inmóvil por una fracción de segundo. Finalmente la reconoció y le sonrió a través del cristal, satisfecho consigo mismo por haberla sorprendido espiando. De hecho, alzó su jarra para ofrecerle un brindis en un gesto burlón. Reid, ya crispado de por sí a causa de la ansiedad, se giró al instante. En sus ojos había una mirada salvaje, de recelo y desconfianza que, al ver a Mary, se volvió incrédula.

Ella se quedó quieta, muda. Lo mejor que podía hacer era irse y suponer que Reid solamente había visto a un crío fisgón. Pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que en aquella mirada de sorpresa había algo más, que Reid había visto algo más. A alguien más. Y no necesariamente a Mrs. Fordham. No tenía por qué ser algo tan específico. Pero le había parecido que Reid la miraba de una manera distinta, nueva, y le preocupaba lo que eso podía significar.