Capítulo 5

Mary localizó a los albañiles al dar una vuelta por el recinto de la obra, buscando un puñado de ladrillos y hombres con paletas. Era un método poco eficaz, pero le brindaba la oportunidad de recorrer el lugar y explorar sus rincones. El recinto era estrecho y estaba desordenado, con un gran número de obreros moviéndose torpemente en torno a la gran torre que se alzaba en el centro. La Torre de St. Stephen era el último elemento del Palacio en ser construido. Con las Casas del Parlamento siendo usadas a diario y las calles de los alrededores densamente pobladas, había poco espacio para almacenar materiales y equipos de construcción excepto en la propia zona de trabajo. El Palacio se erguía por encima de los trabajadores, haciendo que cualquier espacio pareciese más pequeño de lo que realmente era.

No obstante, Mary se preguntó si no habría algún modo más eficaz para hacer las cosas. Y al hacerlo sintió el tamaño de su ignorancia. Si hubiera sabido algo más sobre las prácticas a la hora de construir, estaría más capacitada para evaluar la eficiencia de Harkness como encargado. No era la primera vez que, desde que había aceptado la misión, pensó en James Easton. Le hubiera venido muy bien su asesoramiento sobre la obra y el trabajo que debía realizar. Pero aquélla era una tentación completamente teórica: James se encontraba en la India y nunca volvería a verle.

Por fin reparó en un hombre rubio que silbaba mientras removía argamasa.

—Perdone, ¿es usted Mr. Keenan? —Mary pronunció las palabras con poca claridad y falta de entusiasmo. Podía intentar disimular su acento algo más, pero lo cierto era que su error de antes ya la había marcado. Ahora era demasiado tarde para cambiar las cosas.

El hombre levantó la mirada. Su buen humor parecía contradecirse con el aspecto de su cara, que mostraba las señales de una pelea: un ojo hinchado y descolorido y un labio partido.

—¿Qué dices?

—Mr. Harkness me ha enviado para ayudar.

—Ah. Buscas a Keenan. Es el tipo de oscuro de ahí delante —señaló a un hombre alto y grueso que estaba un poco apartado. Tenía el semblante ceñudo pero, incluso sin su expresión áspera, Mary habría reconocido en él al que le había gruñido menos de media hora antes. Suspiró disimuladamente. Lo que le faltaba: el albañil malhumorado era el capataz. Sin embargo, tal vez eso también tuviera alguna relación con la muerte de Wick.

Se acercó a él con desgana, pues se le notaba claramente preocupado.

—Eres terriblemente pequeño —dijo el hombre en respuesta a la explicación de Mary.

—Soy más fuerte de lo que parezco.

—¿Ah, sí? Eso espero —había algo en su forma de hablar que hacía sonar sus palabras como amenazas, incluso cuando eran simples instrucciones. Tampoco era muy generoso en palabras: se limitó a hacer un gesto hacia un poste tirado en el suelo—. Hoy serás el mozo de carga de Reid —luego se alejo sin más.

Mary se esforzó por captar el sentido de aquel artefacto, un gran palo en cuyo extremo había tres tablones de madera que juntos formaban tres lados de una caja. Desafortunadamente, no tenía ni idea de qué hacer con ello, ni a quién pedir consejo. ¿Quizás al tipo alegre que le había señalado a Keenan? Pero cuando miró a su alrededor, había desaparecido con su paleta y argamasa.

Cuando Keenan regresó unos minutos más tarde, su rostro estaba encendido.

—¿Todavía estás perdiendo el tiempo? Te dije que empezaras a trabajar.

—Lo siento. No sé cómo usar esto.

La expresión del capataz se hizo aún más sombría.

—Diablillo inútil. ¿Es que nunca has visto uno antes?

—N…no, señor.

—¿Entonces qué haces trabajando en la construcción?

—Quiero aprender, señor.

Keenan soltó un exabrupto.

—No si yo tengo que ser tu niñera, ni hablar. Tengo un montón de trabajo que hacer —miró a su alrededor un momento y luego bramó: —¡Stubbs!

Apareció otro joven, con el pelo rizado y castaño claro y una enorme cantidad de pecas.

—¿Mr. Keenan?

—Enséñale a este mocoso qué es cada cosa.

En cuanto Keenan estuvo a una distancia prudencial, Stubbs miró inquisitivamente a Mary:

—¿Qué es lo que quiere que hagas?

—Ser el mozo de carga de Reid —respondió Mary con cierta indecisión—. ¿Qué es esto? —levantó el palo que terminaba en forma de caja.

Stubbs se echó a reír, emitiendo un único y simple bufido:

—Sí. Lo coges así —con un hábil movimiento balanceó el palo hasta colocarlo sobre su hombro de forma que los tres tablones quedaban detrás de él—. Lo llenas con ladrillos. Dado tu tamaño, no pongas muchos, no más de tres o cuatro, y se lo llevas a tu albañil. ¿Has dicho que era Reid, no? Está por ahí, detrás de esa esquina.

—¿Eso es todo? —le pareció absurdamente fácil.

—Ve a coger todo lo que él te diga. Aquí puedes cargar argamasa y paletas, o cualquier cosa que él vaya a necesitar.

Le tendió el palo y ella probó a levantarlo como había hecho él. No estaba mal, pero…

—¿Por qué no se utiliza una carretilla?

—A veces tienes que escalar por los andamios cargando con ello. —Stubbs sonrió al ver su expresión—. Hoy no, no te preocupes, yo me encargo de las cosas difíciles mientras estemos cortos de personal.

—Ah, ¿falta un mozo de carga? —Mary le siguió hacia un gran montón de ladrillos.

Stubbs la miró arrugando el entrecejo.

—¿Eres nuevo?

Ella asintió:

—He empezado esta misma mañana.

—Ah. Supongo que no te habrás enterado, entonces —hizo una pausa y su cara redonda se ensombreció—. Uno de los nuestros, un albañil, murió la semana pasada. Hasta que Keenan encuentre a uno nuevo, el otro mozo, Smith, está cubriendo el puesto libre. No es un albañil de verdad, ni nada. Pero puede levantar un muro simple mientras Keenan y Reid hacen lo demás.

Mary frunció el ceño. La explicación confundía casi tanto como la situación. Así que los albañiles y los mozos de carga trabajaban en equipos y, por lo que parecía, ahora estaba en un grupo de cinco que se había roto: tres albañiles, Wick, Keenan y Reid, ayudados por los mozos Stubbs y Smith. Con la muerte de Wick, dependía de Keenan encontrar a un nuevo albañil que se uniera a su grupo permanentemente, en lugar de que Harkness contratase a otro albañil que fuera por libre. La situación parecía tan extraña como el aparato con el que cargaban ladrillos, pero cobraba sentido una vez que pensabas en ello. Los miembros del equipo estaban acostumbrados a trabajar juntos y tendrían sus propios hábitos y sistemas. Mary pensó que, si se contrataba a un equipo de albañiles, estos trabajarían conjuntamente desde el principio.

—Aquí —Stubbs se detuvo al lado del montón de ladrillos—. Aguántalo firme ahora —Mary hizo fuerza con los hombros mientras Stubbs colocaba tres ladrillos encima del aparato—. ¿Puedes con esto?

—Puedo llevar otro más.

Stubbs la miró con expresión crítica.

—Mejor no. Más te vale guardar tu fuerza, chaval, porque estarás haciendo esto durante horas.

Era un buen consejo. El aparato en sí no era nada ligero, y con tres ladrillos encima el peso de ambas cosas combinadas era todo lo que Mary podría cargar mientras iba de un lado a otro. Las indicaciones que le dio Stubbs eran solo aproximadas, pero rápidamente consiguió dar con el tipo rubio, que estaba en cuclillas, silbando mientras proseguía con su faena. A pesar de su tendencia a las peleas, parecía tener un humor tan bueno como malo era el de Keenan, y eso hizo que Mary se sintiera agradecida por no trabajar directamente a las órdenes de este último.

—¡¿Tres ladrillos?! —exclamó cuando vio lo que Mary le traía.

Ella se sonrojó.

—Lo siento, señor. Intentaré traer más la próxima vez.

—No te hagas daño —dijo Reid con tono amistoso—. Pero que el Señor me bendiga si no eres el mozo de carga más pequeñajo que he visto nunca.

—Todavía estoy creciendo, señor —dijo ella entre dientes.

—Si no te haces más grande, dedícate a otra cosa —le aconsejó—. Cristalero, por ejemplo.

Mary asintió y regresó a la montaña de ladrillos. Según avanzaba la mañana, aumentó su maña para cargar ladrillos y transportarlos eficazmente. Algún tiempo más tarde —no podría decir cuánto exactamente, pero eran horas más que minutos— se dio cuenta de que había otro chico observándola. Estaba a unos veinte metros, con las manos en los bolsillos, y la miraba sin ningún disimulo.

Mary detuvo lo que estaba haciendo, barrer el polvo de argamasa y la suciedad de los ladrillos, y le devolvió la mirada. Después de un momento sin que ninguno de los dos hiciera nada, ella asintió con brusquedad a modo de saludo. Pero en lugar de responder, el chico se limitó a continuar mirándola agresivamente. Mary volvió al trabajo.

Unos minutos más tarde, el otro habló por fin:

—Supongo que tú eres Quinn.

Mary alzó nuevamente la mirada. Ahora el otro estaba más cerca, pero su agresividad no había menguado. Mary asintió y siguió barriendo.

—No pareces tan elegante.

Así que su error de antes ya le estaba pasando factura.

—No lo soy.

—Si eres tan elegante, ¿por qué me robas el trabajo?

—¿Qué… este trabajo? —estaba realmente sorprendida—. Sigues teniendo un trabajo, ¿no?

—No seas estúpido, me refiero a ir a por el té.

Ah: la ronda abstemia de té.

—Así que tú eres Jenkins.

—Sip, y tú me has quitado el trabajo.

¿Qué diantres pasaba con las obras y las peleas callejeras? Primero Reid parecía que se había metido en una pelea, y ahora aquel pequeño tonto estaba claramente desesperado por una bronca. Le dio la espalda y continuó barriendo. Él la rodeó y le gritó:

—¿Te crees que eres demasiado importante para hablar conmigo?

—No.

—Bien, ¿y entonces? ¿Qué tienes que decir?

—Nada.

—Nada aparte de mentiras.

Solo había una forma de acabar con aquello. Le miró directamente a los ojos y dijo:

—¿Me estás llamando mentiroso?

—¡Un mentiroso y un ladrón!

Mary gruñó. Si quería pelea, la tendría. Y ella ganaría: sus años en la calle le habían enseñado a pelear, al menos.

—De todos los estúpidos…

—¡No me llames estúpido! —lleno de ira, se abalanzó hacia ella. Era un chico pequeño, no más alto que ella y además exageradamente delgado, y parecía enormemente ridículo, como un gallo defendiendo su territorio. Mary apostaría su dinero a que Jenkins nunca había ganado una pelea en su vida. Aun así, cargó contra ella, moviendo los brazos furiosamente como aspas de molino.

Mary esquivó su puño con un simple giro a la izquierda y le arreó firmemente en la barbilla, haciéndole trastabillar.

Se detuvo a punto de caer, dio la vuelta y atacó otra vez.

Ella se hizo a un lado y el otro cayó por su propio ímpetu.

Gritando de rabia, se incorporó y regresó a por más.

No era un combate. Mary ni siquiera estaba luchando, simplemente se defendía y lo mantenía a raya, esperando a que se cansara por sí mismo. Su control no hacía otra cosa que enfurecer más a Jenkins. Luchó con pasión, energía y una absoluta falta de técnica, y semejante combinación hizo que lo que debía resultar cómico fuese, en cambio, trágico. Si Mary hubiera querido, podría haber terminado con él en medio minuto. Pero al no hacerlo, la pelea continuó y atrajo la atención de un grupo de obreros que formaron un círculo a su alrededor y les abucheaban, gritando insultos y consejos a partes iguales.

Finalmente, una nueva voz se abrió paso entre el clamor:

—¡¿QUÉ está pasando aquí?! ¡Quietos, ya!

Mary miró en la dirección de la que venía la voz: Harkness, el encargado de la obra. En ese preciso instante Jenkins acertó por única vez, un golpe extraño y más bien accidental que le provocó una hemorragia en la nariz. Mary jadeó por la sorpresa y sintió una cuchillada de ira. Las peleas callejeras no tenían normas, por supuesto, pero aquello había sido un auténtico golpe a traición. Se giró, cogió al otro por el hombro y le arreó un puñetazo sólido que hizo que le dolieran los nudillos y, sin duda, a Jenkins la cabeza.

—¡Parad, AHORA!

Un par de hombres se adelantaron finalmente hacia los contrincantes, ofreciéndose sin mucho entusiasmo a sujetarlos. Pero ahora era ya innecesario. Mary estaba completamente inmóvil, dejando que la sangre cayese sobre los guijarros del suelo sin inmutarse. Jenkins se contorsionaba en silencio, frotando un lado de su cara.

—¿Qué demonios es lo que pasa aquí? —Harkness desafió con la mirada primero a Jenkins, luego a Mary y otra vez a Jenkins.

Ninguno respondió.

—¡Quinn! ¡Explícate!

¿Qué podía decir en realidad?

—Jenkins y yo estábamos peleando, señor.

Desde el grupo que había jaleado la pelea brotó un estruendo de carcajadas.

La cabeza de Harkness se volvió rosácea por el enfado.

—¡Todos vosotros, volved al trabajo! —Mientras los hombres retrocedían, aún riéndose, Harkness volvió a centrar su atención en Mary— ¿POR QUÉ estabais peleando?

—Él me llamó mentiroso y ladrón, señor. Yo le llamé estúpido.

—Ya veo. ¿Y cuál de los dos comenzó esta niñería?

Mary miró a Jenkins. Seguía frotándose la cara y parecía estar haciendo un esfuerzo por retener las lágrimas. Al final consiguió balbucear:

—Yo, señor.

Harkness les miró durante un largo minuto, con aquel músculo debajo de su ojo vibrando repetidamente.

—Estoy muy decepcionado con vosotros dos. Esperaba algo mejor de ti, Jenkins, porque ya has trabajado en esta obra durante casi dos años. Y esperaba, especialmente, algo mejor de ti, Quinn, porque…

Mientras empezaban las frases hechas, Mary se preguntó si Harkness intentaría averiguar la razón de la pelea. ¿Qué había de especial en ir a por el té? ¿Por qué Jenkins estaba dispuesto a pelear por ello? También estaba enfadada por su incapacidad de adaptarse y acoplarse en una obra. En sus primeros cinco minutos había estado a punto de echar por tierra su tapadera, dos veces. Ahora, había atraído la atención de prácticamente todo el mundo al tomar parte en una pelea.

—… ¿Me he expresado con claridad?

Mary asintió.

—Sí, señor.

Jenkins, aún sujetándose la cara, emitió un ruido que podría ser también sí, señor.

—Entonces daos la mano como hombres.

Cuando Jenkins apartó la mano de su cara para ofrecerle la mano, Mary vio que realmente estaba llorando. Aun así, entre lágrimas, murmuró:

—Sin resentimientos.

Le miró a los ojos, sobrecogida y cauta:

—Lo mismo digo.

—No quiero oír nada sobre nuevas peleas a puñetazos, ni cualquier otro tipo de altercado, entre vosotros dos.

Mary se limpió la nariz con la manga. La hemorragia parecía empezar a parar.

—Oh, por Dios Santo —un gran pañuelo de tela fue lanzado hacia su rostro.

—Gracias, señor —dijo al recogerlo. Olía a colonia, de la discreta y cara.

—Ahora regresad al trabajo, los dos.

Cuando Harkness desapareció en el interior de su oficina, Mary y Jenkins permanecieron donde estaban, rígidos y sin saber muy bien qué hacer.

—Supongo que será mejor que empecemos a ir a por el té.

Mary alzó la mirada algo sorprendida. Uno de los relojes que sí funcionaban mostraba las diez y cuarto.

—¿Ahora? Es un poco temprano, ¿no?

Él le dirigió una mirada precavida.

—Hay mucho que hacer. Vamos.

Tal vez era cosa de chicos: las chicas podían sentir rencor eternamente, pero parecía que Jenkins ya había olvidado la pelea. Mientras recorrían el perímetro de la obra la fue interrogando:

—¿Vas a la iglesia de Harky?

—No.

—¿Cómo conseguiste el trabajo, entonces?

Mary encogió los hombros.

—Dije que lo necesitaba.

Jenkins entrecerró los ojos para examinarla.

—Hmm.

—¿Cómo lo conseguiste ?. —¿Y por qué simplemente pedirlo resultaba tan extraño?

—La mayoría de los chicos de aquí hemos entrado igual: a través de nuestros viejos.

—¿Cuántos años tienes?

—¿Cuántos crees tú que tengo?

Mary le miró detenidamente. Era un crío delgaducho y lleno de pecas, un niño de ocho años con ojos de viejo.

—Trece.

Jenkins pareció contento.

—Haré trece el mes que viene. ¿Cuántos tienes tú?

—Doce.

—Entonces este no es tu primer trabajo.

—El primero en una obra —dijo Mary, siendo bastante sincera. Dirigió un vistazo a su alrededor—. ¿Adónde vamos?

Una mirada maliciosa cruzó la cara hinchada de Jenkins.

—¿Seguro que no eres de los que van a la iglesia?

—Ya te he dicho que no.

—¿Ni tampoco abstemio?

—¿Abstemio? —Aquella era una palabra extraña para que la usara un chico como Jenkins.

—Uno de esos que piensa que un trago de cerveza es como el veneno.

—No, no lo soy.

—Entonces ¿cómo es que eres la mascota de Harky?

—¿Cómo voy a ser su mascota si acabo de empezar hoy mismo? —Aquello era exactamente lo que había querido evitar, pero la respuesta de Jenkins la sorprendió:

—Eres el encargado del té. A mí me llevó un año y medio, y aquí llegas tú, en tu primer día, quitándome el puesto.

Mary estaba desconcertada.

—No sé por qué ha pasado. Y, de todos modos, ¿qué hay tan especial en ser el encargado de ir a por el té?

Jenkins la miró receloso.

—Si te lo digo, tienes que compartir el beneficio.

¿Beneficio? Mary creyó comprender repentinamente de qué podía tratarse todo aquello: la ausencia de alcohol añadida al consumo de té podía suponer una pequeña ganancia económica.

—No estoy seguro de a qué te refieres, pero no me importa repartir. ¿De qué se trata?

—Iremos a partes iguales —insistió Jenkins.

—¿Partes iguales de qué?

Jenkins estaba empezando otra vez a envalentonarse y el ritmo de sus pasos se aceleró. A estas alturas, ya habían dado dos veces la vuelta entera al recinto.

—No puedes contárselo a Harky.

—De acuerdo —aceptó Mary.

—¡Promételo!

—Prometido.

—¿Lo juras por la vida de tu madre?

—Está muerta.

—¡Entonces júralo sobre su tumba! —Insistió el otro.

—Lo juro. Ahora, dime, ¿de qué va todo esto?

Jenkins sonrió y luego le guiñó un ojo. En su mejilla ya se había formado un cardenal.

—Te lo enseñaré.

Comenzaron por los ensambladores, que recibieron a Jenkins con una mezcla de alivio y protestas. ¿Por qué llegaba tan tarde? Ya habían perdido la esperanza. ¿Quién era el otro chiquillo? El nuevo chico del té. Ah. ¿Cuánto querían? Vaya unos salteadores de caminos estáis hechos… Y finalmente rebuscaron en sus bolsillos, extrajeron un par de monedas y se las tiraron a Jenkins con un gruñido de satisfacción.

Jenkins y Mary recorrieron toda la obra, y Mary se dio cuenta, emocionada, de lo perfecta que era aquella tarea para ella. De aquel modo conocería prácticamente a todos los que trabajaban allí. Todos sabrían quién era ella, ella pronto sabría a qué se dedicaba cada uno y tendría una razón para ir a verles con frecuencia y mantener con ellos una pequeña conversación. Pero no podía ser un milagro caído del cielo, Harkness debía estar al corriente de cuál era su verdadera función allí.

—¿Todo el mundo te da dinero? —le preguntó a Jenkins—. ¿Aparte de Harkness?

Jenkins la miró como si fuera boba.

—¡Por supuesto que lo hacen! ¿Quién no lo haría?

Después de visitar a cada uno de los obreros, Jenkins tenía el bolsillo lleno de monedas que tintineaban al caminar junto a Mary hacia un pub cercano. Aparte del nombre, no había nada de fresco o adorable en el Blue Bell. Era un lugar húmedo y oscuro, y el ambiente estaba viciado por efecto de mil noches empapadas de ginebra. También estaba bastante lleno y Mary tuvo la impresión de que la mayoría de la clientela llevaba allí desde la noche anterior.

Jenkins se pavoneó hacia la barra, con una mano en el bolsillo, y se apoyó en ella dándose aires de importancia. La barra le llegaba por el hombro, lo cual echaba un poco a perder el efecto.

—Algo tarde hoy, señorito Jenkins —dijo el camarero. Era gordo y estaba cubierto de sudor.

Jenkins hizo un gesto exagerado encogiendo los hombros.

—Tengo un socio. A mí no me verá más, Mr. Lamb —su voz era aún aguda y fina, y sonaba doblemente chillona en aquel local cavernoso.

Mr. Lamb miró a Mary sin apenas interés.

—¿Lo de siempre?

Mary miró a Jenkins.

—¿Qué es lo de siempre?

—Una pinta de ron —dijo Jenkins con autoridad—. Ron todos los días y whisky los sábados.

Mientras Mr. Lamb llenaba una botella sucia bajo la supervisión de Jenkins, Mary paseó la vista por el pub. Las tablas de madera del suelo estaban pegajosas bajo sus botas. Sombras furtivas que se movían en los rincones de la estancia sugerían la presencia de ratas. Había una pequeña ventana en la pared del fondo, tan sucia que al principio pensó que se trataba de un cuadro cubierto de hollín. Y, repartidos por el local, amenazando el mobiliario putrefacto, había pequeños grupos de hombres y mujeres en avanzado estado de embriaguez. En aquel pub no había nadie animado ni feliz, esa fase había pasado horas antes. En vez de eso, todos miraban a Mary y a Jenkins, y a nada en particular, con ojos vidriosos inyectados en sangre. Solo sus brazos parecían continuar en funcionamiento con monótona regularidad, levantando las jarras hacia sus bocas.

—Gracias —dijo Jenkins, dándole un toque a Mary en las costillas.

Dos pequeños vasos de líquido ambarino habían sido colocados en la barra y los dedos de Jenkins rodeaban uno de ellos. Sus ojos incisivos estaban clavados en su cara y Mary comprendió que la estaba sometiendo a una prueba: tenía que demostrar que, después de todo, no era la mascota abstemia de Harkness.

Cogió el otro vaso.

—Gracias.

Cuando el alcohol golpeó el interior de su garganta, se dio cuenta de que nunca debería haber intentado bebérselo todo de un solo trago. Su garganta se contrajo. Su estómago se revolvió. Sus ojos se humedecieron. Sin embargo, siguió tragando y, mientras el líquido quemaba su gaznate al caer, le entró un tremendo ataque de tos que hizo que ante sus ojos, ya nublados de por sí, apareciesen luces intermitentes.

En la Academia, las señoritas bebían vino con la cena, y Mary había intentado probar alguna vez otro tipo de bebidas, bien diluidas. Pero nunca se había encontrado con alcohol tan puro como aquel. Y Jenkins había hecho bien su tarea, vigilando que Mr. Lamb no diluyera el ron como solía hacer con los clientes que no prestaban atención. Cuando Mary logró recuperar una posición erguida tuvo una acuosa visión de Jenkins y Mr. Lamb mirándola con sendas sonrisas en sus caras. Se frotó los ojos, se secó la frente húmeda e intentó no tener que boquear en busca de aire.

—El ron más fuerte de Londres —anunció Jenkins con orgullo.

Mary se aclaró la garganta.

—No está mal —su voz sonó raspada, pero eso era en realidad una ventaja siendo Mark.

El otro sonrió burlón.

—Supongo que ahora ya no eres abstemio.

Jenkins calculaba el tiempo a la perfección. Para cuando tuvieron preparada una cantidad enorme de verdadero té y vertieron el ron en una tetera aparte, eran ya casi las once. Todavía quedaban unas pocas monedas en su bolsillo, y las sacó con satisfacción.

—Cuatro peniques —contó cuatro monedas de medio penique con sumo cuidado y se los tendió a Mary con poco entusiasmo—. A medias, recuerda. Lo juraste.

—Lo sé —obviamente el dinero tenía más importancia para Jenkins que para ella, pero no encajaría con su papel si no lo aceptase. Los ojos del chico siguieron la mano de Mary mientras se guardaba las monedas en el bolsillo, lo que hizo que Mary se preguntase si continuarían estando allí al final del día, o si el otro intentaría recuperarlas. Decidió creer que no. La pelea había resuelto las diferencias entre ambos.

—Y no vayas a ningún otro sitio que no sea el Blue Bell. Los otros pubs son mucho más caros.

Sonaba en todos los sentidos como un ama de casa ahorrativa dándole instrucciones a un criado. Mary se resistió a sonreír.

—¿No huele Harky el ron? ¿Cómo puede no olerlo?

—No sé. Pero nunca ha dicho nada, y llevo con esto del té durante meses.

No sonó ninguna campana, pero a la hora en punto los obreros dejaron sus herramientas y empezaron a dejarse llevar por la corriente hacia la mesa del té: una gran plancha de madera apoyada en equilibrio sobre dos caballetes de carpintero. Harkness era el primero en la cola, por consentimiento general. Mary aún sentía los efectos del ron, no solo en la garganta, sino en una ligera borrachera que la hacía llamar realmente la atención. Estaba convencida de que sus mejillas estaban enrojecidas y de que apestaba a alcohol. Sin embargo, Harkness no pareció notarlo.

Cuando regresó a su oficina, los demás se agruparon con ansia en torno al té. En sus manos aparecieron, como por arte de magia, pedazos de comida: rebanadas de pan con mantequilla y trozos de carne hervida, además de alguna que otra empanada y sus propias jarras de barro cocido. A pesar de las diferencias en el vestir y en el contexto, Mary no pudo evitar recordar la última vez que había ayudado a servir el té en una reunión social: al lado de Angelica Thorold, en Chelsea. En esta ocasión, se aseguró de sujetar la enorme tetera de manera notoriamente torpe. Verter el té era una técnica femenina, así que al llenar las jarras hasta la mitad con té procuró no dar la impresión de tener mucha práctica. Luego Jenkins las rellenaba con ron.

Estando Harkness lejos, el ánimo general debería haber subido. Después de todo, ¿qué otra cosa podía producir más chismes que la comida, la bebida y un cambio de ritmo? Aun así, la mayoría de los obreros se mantuvo en un silencio solemne. Unos pocos bromearon con ella y con Jenkins: No me pongas mucho de ese té, amigote, ¿no sabes que es la bebida del diablo? Y dirigiéndose a Jenkins: Venga, ponnos un poco más de ron; no seas miserable ahora, hijo. O Vaya una par de dos, tú con tu ojo morado y él con la nariz como una patata. Pero cuando ya habían sido servidos, los hombres retrocedían y formaban grupos según sus especialidades: los cristaleros con los cristaleros, los albañiles con los albañiles. Y bebían su ron ilegal sin demasiadas muestras de estar disfrutándolo.

—Nadie habla —murmuró Jenkins.

Así que la tensión no eran imaginaciones suyas, pensó Mary.

—¿Y eso por qué?

—Dios, ¿tú no te enteras de nada, verdad?

—Cuéntamelo, ya que eres tan listo.

Jenkins echó una mirada furtiva a su alrededor. Ya habían servido a todo el mundo y estaban prácticamente a solas. No obstante, habló en un susurro:

—Uno de los albañiles, un tío llamado Wick, se suicidó la otra noche. Su cuerpo estaba justo ahí.

Un estremecimiento recorrió a Mary de arriba abajo.

—¿Se suicidó?

—Eso es lo que he dicho —siseó Jenkins—. Saltó desde la torre.

—¿Cómo lo sabes?

Jenkins volvió a mirar a su alrededor.

—Está claro. Estaba allí arriba por la noche y la policía no ha hecho nada. Si lo hubieran empujado, el Yard —pronunció el apodo con cierto orgullo —cogería a alguien por ello.

—Podrían estar todavía buscándolo.

Jenkins soltó un bufido de mofa.

—No los de Scotland Yard. Si no han encontrado a nadie, no hay nadie a quien encontrar.

Mary le miró pensativa. Inicialmente había considerado a aquel chico algo corto de luces: ¿por qué, si no, ese empeño en comenzar una pelea en la que no tenía opción de vencer? Pero ahora empezaba a dudar que lo fuera. Era lo bastante espabilado para convertir la ronda del té en un negocio provechoso. Tenía una teoría bien razonada sobre la muerte de Wick. Tendría que observar al chico y observar su propio comportamiento cuando estuviese con él. Podía tener la ingenuidad de confiar plenamente en la policía, pero al mismo tiempo era lo suficientemente inteligente como para descubrir los fallos que ella pudiera cometer al representar el papel de Mark Quinn.

Si Wick se había tirado realmente desde la torre, no había conflicto ni asesino. Pero seguía existiendo la cuestión del motivo. ¿Qué podía empujar a un hombre a cometer suicidio? ¿Desesperación? ¿Deudas? ¿Y por qué había usado aquel método? Muchos suicidas elegían el río, por pura familiaridad, o el veneno, por su veloz pulcritud. Pero saltar desde una torre era un gesto final muy teatral. ¿Pretendía algo con ello? Podría tratarse incluso de un mensaje para sus jefes…

—Hora de limpiar —Jenkins levantó a pulso la tetera de ron y vertió las últimas golas directamente en su boca.

Ella miró a su alrededor. Los obreros se iban dispersando.

—¿Qué tengo que hacer con lo que queda de té?

El otro hizo un gesto sacudiendo el dedo gordo por encima de su hombro.

Mary asintió. En un lugar bien organizado, las hojas de té usadas podían ser utilizadas para limpiar alfombras, o vendidas a algún chatarrero. Aquí, sin embargo, el cercano Támesis servía de fregadero, cloaca, bañera y pozo, todo en uno.

Cuando regresó, Jenkins olisqueaba con cautela el jarrón mellado de leche.

—¿Lo repartimos?

Mary sacudió la cabeza. Probablemente no encajaba con su papel rechazar cualquier tipo de alimento gratis, pero había pequeños grumos de leche solidificada pegados a los bordes del jarrón y el líquido tenía un tono gris azulado. Simplemente no podía animarse a bebérselo.

Él se lo bebió de un trago, tal y como había hecho con el ron, y luego puso una mueca de desagrado.

—Uagh. Estaba algo pasada.

Mary sonrió. Podía recordar una época en la que también ella habría tomado ese tipo de leche.

—Voy a limpiar todo esto. ¿Y después qué?

—Al trabajo, ya que eres tan buen chico.

—¿Y si no lo soy?

—Pues depende de ti, ¿no?