Capítulo 19

Sábado, 9 de julio

Palace Yard, Westminster

El sábado era un día doblemente especial para los trabajadores por ser solo de media jornada y, además, el día de la paga semanal. A pesar del clima tan opresivo que invadía todo Londres, Mary se sentía emocionada mientras llevaba a cabo sus tareas aquella mañana, consciente de que cuando llegase la hora de la comida, tendría por delante un día y medio libre. Sería libre para pensar. Libre para concentrarse en algunas de las interrogantes que la hostigaban.

A la una en punto notó que una euforia general se extendía por todo el recinto. Los hombres dejaron las herramientas, empaquetaron sus cosas y se dirigieron hacia la oficina en grupos de dos o tres. En vez de ir hacia la salida, formaron una cola zigzagueante, informe, saludándose unos a otros con leves gestos o gruñidos y algún que otro comentario jocoso. Por primera vez desde su llegada, Mary experimentó una sensación de ser parte de una comunidad.

Harkness estaba delante de su oficina, con unos anteojos apoyados sobre el puente de su nariz que le daban a su cara redonda y pálida un aspecto intelectual. Delante de él había una pequeña mesa con una caja metálica ancha y poco profunda encima. Asomando desde su interior se veían varios sobres de papel manila. Según los hombres se acercaban, de uno en uno, Harkness les entregaba un sobre y hacía una marca en una hoja que tenía aparte.

Algunos le hacían un gesto con la cabeza o murmuraban algo cortés antes de llevarse el sobre al bolsillo. Otros se apartaban tan solo unos pasos y, sin ningún disimulo, abrían el sobre para contar el dinero antes de alejarse. Era un proceso lento, pues Harkness comprobaba cada nombre dos veces antes de desprenderse del dinero. Sus gestos sugerían cierta resistencia al acto de entregar la paga, como si dudase de la competencia de los obreros o de su derecho a cobrar. Mary supuso, además, que desde la perspectiva de Harkness, siendo un abstemio, la paga gastada en un pub era peor que el dinero perdido o derrochado de cualquier otro modo. La bebida era un vicio y generaba maldad.

Y, sin ninguna duda, los hombres iban a dirigirse directamente al pub. Había en el aire una especie de zumbido de anticipación de la juerga: se llamaban unos a otros, se daban palmadas en las espaldas. También se mostraban menos hostiles hacia ella. Uno de los canteros incluso se paró a su lado para preguntarle:

—¿Vas a pasarte por el eer?

Mary le miró sin comprender por un momento. Pero cuando ya el tipo iba a darse la vuelta, lo entendió:

—Sí. Quiero decir, gracias.

Eer. Se refería al pub Hare and hounds, claro.

El otro pareció ligeramente desconcertado, pero asintió.

—Bien. Nos vemos allí.

Mary fue la última en recibir su sobre, lo cual era comprensible, pues era la empleada más nueva. Harkness se frotaba los ojos con aire cansado cuando le llegó el turno, pero enseguida le ofreció una sonrisa amistosa.

—¿Qué te ha parecido tu primera semana, Quinn?

—Muy interesante, señor —detrás de Harkness, en la penumbra de la oficina, pudo distinguir a James. Estaba inclinado sobre una mesa cubierta de papeles, examinando un enorme libro azul oscuro. Levantó la mirada, como si pudiera sentir que le observaban y le dedicó una fugaz sonrisa. A Mary le resultó difícil no responder, pero logró despedirse de Harkness como lo haría Mark Quinn antes de guardarse el sobre en el bolsillo de la chaqueta, tal y como habían hecho los demás, y encaminarse hacia el pub.

Para su satisfacción, el Hare and Hounds no se parecía en nada al Blue Bell. No era ni mucho menos elegante, pero su ambiente era de alborozo en lugar de desesperación. Mirando a su alrededor, podía entender por qué a los hombres y mujeres que trabajaban les encantaba la institución do los pubs. El Hare tenía mesas y bancos anchos y desgastados, iluminación adecuada, conversaciones y, lo más importante, buena cerveza. Esto último era evidente por el número de pintas de cerveza que vio en las mesas, mientras que las de ginebra eran muchas menos. Le pareció que era un lugar mucho más agradable que los hogares de muchos trabajadores y también ofrecía un poco de compañía.

Sus colegas, aunque le resultaba extraño pensar en ellos de esa forma, ya ocupaban una mesa en un rincón, dando cuenta de su primera ronda. Formaban un grupo numeroso y estaban todos apretujados, por lo que pocos de ellos se percataron de la llegada de Mary. Los que lo hicieron apenas le dedicaron una mirada, desafiante y al mismo tiempo apática. Tal vez fuese lógico que estuviese más asustada aquí que en la obra, donde estaba centrada en realizar su trabajo. Pero estar aquí seguía siendo parte de su trabajo, se recordó a sí misma. Ese pensamiento le dio valor.

—¿Qué estás bebiendo? —Le preguntó a los que tenía más cerca.

El tipo sentado en la esquina de la mesa se giró al oírle. Había estado de espaldas a ella, con la cara apoyada en la mano, y ahora ella se dio cuenta, cuando las miradas de ambos coincidieron, de que era Reid. Sintió que la atravesaba un flechazo de pánico, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Se obligó a sí misma a mostrarse cohibida.

Reid estaba visiblemente sorprendido de verla, pero después de un momento, dijo:

—La mía es una Landlord’s Finest.

Por lo que parecía, lo que era bueno para Reid era bueno para los demás. Mary hizo varios viajes de ida y vuelta a la barra y en el último, los que ocupaban uno de los bancos le hicieron hueco para que se sentase. Pagar una ronda era la forma más rápida de que a uno le aceptasen en el grupo. Deseó haberlo pensado cinco días antes.

Meter la nariz en una jarra era una buena forma de observar a la gente y desde su asiento se descubrió aprendiendo más cosas sobre las relaciones entre los trabajadores en diez minutos de lo que había aprendido durante el resto de la semana. Aunque solían reunirse en el mismo rincón del pub, seguían agrupándose por oficios. Los canteros se sentaban juntos, al lado de los carpinteros, que intercambiaban comentarios con los cristaleros. Los albañiles eran la excepción, representados solamente por Reid, Smith y Stubbs, aunque era mejor así, pues si Keenan hubiera estado presente nadie habría disfrutado igual. Estando juntos, todos se mostraban amigables y la cerveza hacía el resto. Los carpinteros, como Mary había esperado, eran los que más alboroto montaban, expandiendo rumores y contando a gritos chistes cada vez más groseros, con el propósito de hacer que el chico nuevo se sonrojase.

Al avanzar la tarde, a Mary le resultaba difícil imaginar un momento en el que se hubiera sentido incómoda con aquellos hombres. Era tan improbable como que ellos sospechasen de ella. Allí en el pub, todos eran colegas. Buenos colegas. Como si lo hubieran sido durante años. Bromeaban sobre la hora del almuerzo sin alcohol, se quejaban de Harkness, sobre la lentitud del progreso del trabajo, incluso sobre el nuevo ingeniero.

—Tú —dijo Reid, casi tumbándose sobre la mesa y dirigiéndole una mirada intensa, aunque ligeramente acuosa—. Tú lo sabes todo sobre el nuevo. Es un tío elegante, ¿eh?

La última pinta que se había tomado se agitó en el estómago de Mary.

—No tanto —respondió lentamente, mientras su cerebro aturdido por la cerveza peleaba por continuar la conversación—. Solo como Harky.

Reid sacudió la cabeza con convicción.

—Es más finolis que el viejo Harky, el tío ese. Lo sé.

—¿Qué es lo que sabes? —Preguntó el tipo sentado al lado de Mary.

—Se presentó en la casa de Wick una noche, después del trabajo. Le dio a Janey Wick un buen susto, la pobre pensó que Wick seguía causándole problemas, por mucho que esté bien muerto.

—¡Si alguien puede meterse en problemas después de muerto, ese es John Wick! —resopló alguien. Unos cuantos recibieron el comentario con carcajadas, pero la mayoría seguía con atención el relato de Reid.

—Como sea… El caballerete se presenta en casa de Wick, le dice a Janey que le gustaría ver el cadáver, muy educadamente. Y Janey dice: bueno, no está aquí; y le dice también que el forense todavía lo tiene y que no ha dicho cuando lo devolverá y Janey dice que está enfadada por eso, porque el funeral es al día siguiente y tiene que lavar el cuerpo y vestirlo y todo eso, y el tío este, Easton, le dice que no se preocupe y que intentará encargarse de eso. Y Janey se queda pensando: y una porra, todos vosotros decís lo mismo pero no hacéis nada, y por qué no te largas y me dejas en paz, de todas formas. ¡Y que me aspen si a la mañana siguiente no aparece un carruaje enorme, a las nueve en punto de la mañana, y dos tipos traen el cadáver de Wick, muy educados, diciendo sí, Miss Wick, y no, Miss Wick!

Todos parecieron sorprendidos ante aquella revelación.

—¿Dijo cómo lo había hecho? Easton, me refiero —preguntó otra vez el que estaba sentado al lado de Mary.

Reid negó con la cabeza y dio un trago largo.

—No dijo nada, solo le dejó su tarjeta y le pidió que le llamase si necesitaba algo más.

Alguien soltó una risita maliciosa.

—Le ha puesto el ojo encima a la viuda, ¿eh? Apuesto a que ella le está pagando el favor ahora mismo.

Reid le miró indignado.

—Nada de eso. Janey Wick es una buena chica —por las miradas de hilaridad que había alrededor de la mesa, parecía obvio que la atracción de Reid hacia Mrs. Wick era un secreto conocido por todos—. Es por eso por lo que estoy diciendo —insistió —que ese Easton es un tipo muy elegante. ¡Ya me gustaría que Harky hiciera algo así por una pobre viuda, en vez de todo eso de cantar himnos y beber té!

La conversación fue cambiando de tema y los personajes de James Easton y Mrs. Wick solamente cautivaron el interés de pasada. Pero Reid quería seguir hablando y se concentró en Mary:

—No has trabajado antes en la construcción —no era en absoluto una pregunta.

—No —contestó Mary y le ofreció la misma explicación que ya le había dado a Harkness: era huérfano, no tenía dinero para pagarse un aprendizaje y vivía en una casa de huéspedes.

—Pero has ido a la escuela —dijo Reid, arrugando el entrecejo.

Ella asintió con desgana.

—Un poco.

—Porque cuando te vi ayer, mirando por la ventana, ese Mr. Jones, Octavius Jones —pronunció con cuidado el nombre de pila del periodista—, dijo que eras un mocoso muy inteligente y que tuviese ojo cuando estuviese cerca de ti.

La cerveza volvió a Mary más atrevida. En lugar de amilanarse e intentar disimular, colocó en sus labios una amplia sonrisa:

—¿Es que tienes razones para andar con ojo? —Un destello de pánico recorrió el rostro de Reid y Mary se apresuró a añadir: —¿Es que eres tú el fantasma de la torre del reloj, o algo así?

El otro se relajó.

—Yo no, amiguete. Pero ese Mr. Jones, creo que él sí sabe qué es cada cosa.

Estaba claro que intentaba sonsacarle, intentando averiguar qué era lo que ella sabía.

—Supongo que debe saberlo, trabajando para el periódico y eso.

Reid asintió, sin apartar ni un momento la mirada de la cara de Mary.

—Siempre está vigilando la obra.

—Yo no le veo tanto por allí.

—Tienes sus modos de hacerlo.

Era como una partida de cartas con apuestas arriesgadas. Cada uno intentaba empujar al otro a la confesión, al tiempo que pretendía guardar sus propios secretos.

—¿Te refieres a que le paga a alguien para que le cuente cosas?

Reid soltó aire de sus pulmones.

—Sí. Algo así.

—Yo todavía no le he contado nada —dijo Mary, con franqueza—. ¿Paga tan bien como dice?

—Ah, no. No lo sé. Yo no tengo nada que valga la pena contar —pero sin querer, Reid se sonrojó levemente, y en un acto reflejo inconsciente, se llevó una mano al bolsillo del pantalón. Presumiblemente, era allí donde guardaba la pequeña bonificación que le había dado Jones—. No tengo secretos —era la negativa menos convincente que Mary había escuchado en mucho tiempo, tanto que le hizo volver a cuestionarse si Reid podría haber estado involucrado en los asuntos de Wick y Keenan.

—Keenan sí los tiene —se atrevió a decir, vaciando su jarra.

Reid le miró con malicia, o tal vez fuese el corte bajo su ojo lo que le hacía parecer así.

—Puede ser.

—Le habla a Harky como si él fuera el jefe.

—Hmm.

—Y él, tú y Wick, tenéis algo entre manos.

El rostro de Reid se enrojeció, medio avergonzado, medio desafiante.

—No sé de qué hablas.

—Por supuesto que lo sabes —Mary hizo una pausa y se inclinó un poco hacia delante. Los demás no les prestaban atención, era la oportunidad perfecta—. Y te ganas una bonita cantidad de dinero.

El otro le miró boquiabierto, con la piel de las mejillas temblando visiblemente. El pánico hizo que sus ojos pareciesen aún más redondos de lo que ya lo eran.

—¡Eso no es cosa mía! —Aulló, atrayendo la mirada del tipo que tenía sentado a su lado—. Nunca quise que llegara tan lejos —masculló, inclinándose sobre la mesa como ella.

—Pero lo sabes —insistió Mary, envalentonada tanto por la cerveza como por la expresión ingenua que Reid tenía en su cara—. Lo sabes y se lo dijiste a Octavius Jones.

—Tengo que ir a mear —gruñó Reid y se levantó bruscamente. Al sacarse la mano del bolsillo, arrastró un papel arrugado, que cayó al banco y de ahí al suelo. Su estado de ansiedad era tal que no se dio cuenta: un segundo después ya había salido por la puerta trasera que daba a un callejón, que hacía las veces de urinario. Mary recogió el papel y se lo guardó. Y cuando Reid reapareció unos minutos más tarde, aceptó el ofrecimiento de otra pinta.

Como si la mención de su nombre hubiera conjurado su presencia, la puerta del pub se abrió y Keenan entró. Reid, que estaba a medio camino de la barra, palideció y se apoyó en una mesa, quedándose quieto, esperando.

Keenan parecía estar de mal humor, como siempre. Había ido al trabajo esa mañana, aunque se había mostrado inusualmente callado, y Harkness había optado por ignorarle. No le había recriminado su ausencia del día anterior. Ahora su mirada se posó en Reid y, a pesar de que el local estaba débilmente iluminado, entrecerró los ojos. El silencio entre ambos fue acumulando tensión. Finalmente, Keenan le dijo al otro:

—Demos un paseo.

Reid tragó saliva y le miró fijamente. Había estado bebiendo muy rápido, dando cuenta de dos pintas por cada una de Mary, y la cerveza parecía haberle aturdido el cerebro. O tal vez fuera a causa de la expresión que se apreciaba en la cara de Keenan.

El otro le hizo un gesto impaciente.

—Tranquilízate, hombre. No voy a matarte —las palabras no eran las más adecuadas para que Reid se calmara, que, al contrario, pareció palidecer aún más. Sus dedos se tensaron alrededor de la jarra que llevaba en la mano. Entonces, como si de pronto se acordase de ella, se la llevó a los labios y la vació de un trago. Mantenía los ojos alerta y el color sonrosado de sus mejillas daba la impresión de pertenecer a una máscara pintada. Abandonó la jarra en la mesa más próxima y siguió a Keenan al exterior como quien se dirige al patíbulo.

Mary les concedió medio minuto de ventaja antes de levantarse para ir tras ellos. Pero de repente el mundo entero pareció ladearse y los rostros a su alrededor se volvieron borrosos y distorsionados. Le traicionaron las rodillas y necesitó agarrarse a la mesa para no caer. Algo sólido le dio en la mano, haciendo que los nudillos le doliesen. ¿Qué diablos…?

Una mano enorme la cogió por el hombro y ella intentó soltarse. No podía dejar que le tocase. No podía permitir que le descubrieran. Algo le golpeó fuerte el trasero y volvió a luchar para soltarse, sin tener muy claro en qué dirección moverse. ¿Qué le pasaba a sus ojos? Los oídos le zumbaban. Abrió la boca en busca de aire. Sentía que se ahogaba en tierra firme. Porque seguía estando en tierra firme, ¿no? Todo el líquido que tenía en el estómago empezó a agitarse y removerse. Oh, no. Eso no.

Continuaba sintiendo la presión en el trasero, una presión firme, dura e impersonal. No era un hombre. Lentamente, fue tomando conciencia de un estruendo de carcajadas envolviéndola. Gradualmente, el mundo adquirió tonalidades marrones, amarillas y fue finalmente tomando forma. Estaba en el pub, por supuesto, sentada en el mismo banco, rodeada por los mismos hombres de antes.

El zumbido en sus oídos perdió fuerza.

Las náuseas menguaron.

Se descubrió a sí misma temblando y respirando profundamente.

—Pareces a punto de desmayarte —se rió uno de los carpinteros.

El que estaba a su lado soltó al fin su hombro y le sonrió.

—No eres muy bebedor, ¿eh, hijito?

Hijito. Era un alivio oír eso.

—Es el estar sentado lo que te hacer sentir mareado —dijo otro, sabiamente.

—Sí —asintió otro más. Entonces dio comienzo un coro de consejos, que llegaban con unas cuantas pintas de retraso. Por lo que parecía, había cometido dos errores de principiante: no había comido antes de ir al pub y no había sabido que ponerse de pie podía transformar repentinamente la sensación de tranquila felicidad en otra de absoluta embriaguez.

Todos los consejos eran útiles. Y cuando intentó otra vez levantarse, ahora muy despacio, la estancia solo se balanceó un poco, aunque las tablas de madera del suelo parecían llenas de irregularidades y baches. Curioso. No se había dado cuenta de eso antes. Dio un paso adelante con cautela, luego otro y un tercero, y se despidió de sus nuevos amigos. A continuación llegó a la puerta, que se abrió con peligrosa facilidad: trastabilló a la calle, pero era sin duda por culpa de la puerta, que se cerró con estruendo tras ella. Al menos ahora ya estaba en el exterior, donde el olor de las calles de Londres podía ayudarle a aclararse la mente.

¿Qué hora era? Había unos cuantos vendedores callejeros, así que debía ser la hora en la que los más madrugadores cerraban y los siguientes comenzaban a abrir. Media tarde. Había también algo de tráfico, carruajes y demás, avanzando al trote. De hecho, incluso los peatones parecían moverse velozmente: hombres con traje, todavía liados con su trabajo, y obreros, con los pies doloridos y deseando llegar a sus casas. Solamente unas pocas prostitutas vagabundeaban sin dirección concreta y sin poner mucho empeño en conseguir clientela. Una le sopló un beso y le hizo un gesto, para luego echarse a reír de manera desagradable ante su expresión de sorpresa.

Al ir caminando creyó recordar algo. Había algo que tenía que hacer… pero no podía recordar de qué se trataba, por mucho que lo intentase. No importaba. Tenía una larga caminata por delante. Tal vez se acordase durante el camino.