Capítulo 7

Alguien la estaba mirando. Mary podía sentirlo, como un rayo de luz cálida en la nuca. Pero cuando se giró para ver qué ocurría, no había nadie: solo un hombre alto y delgado saliendo del recinto. Arrugó el entrecejo. A juzgar por su modo de moverse, era muy mayor o sufría alguna clase de invalidez. Aparte de eso, poco le diferenciaba de las docenas de caballeros con traje y sombrero que solían verse por las Casas del Parlamento.

Y sin embargo…

Aún con el ceño fruncido, observó cómo aquel hombre subía a un carruaje. También había algo que se le antojaba familiar en eso, aunque no sabía el qué. El conductor era otro tipo de mediana edad y aspecto ordinario. Pero Mary le había visto antes. Seguía intentando recordar dónde y cuándo mientras el carruaje desapareció entre la corriente del tráfico, dejándola allí mirando.

—¿Has visto a un fantasma o algo? —Pitó una voz en su oído.

Ella dio un respingo y se volvió para descubrir a Jenkins sonriéndole burlón.

—Sí, al fantasma de la torre del reloj.

El otro gruñó.

—Un fantasma no te ayudará con los ladrillos.

Mary suspiró.

—Ya. Es un trabajo pesado.

—¿Llevar ladrillos? Está tirado. ¿Cuántos ladrillos cargas cada vez?

—Tres.

—¡Tres! ¿Qué eres, un nenaza delicado?

—Tú no podrías llevar más —miró a su alrededor pero no había ningún albañil a la vista. Bien. Un minuto más bromeando con Jenkins y esperaba poder dirigirle de nuevo hacia el tema del hombre muerto, Wick.

—¡Mírame! —Apoyó el aparato para transportar ladrillos en un ángulo de cuarenta y cinco grados y lo cargó con cuidado, colocando los ladrillos de modo que su peso quedase bien distribuido—. ¿Listo? —Preguntó cuando estuvo preparado.

—Seis ladrillos son mucho peso —dijo Mary.

—No pesan nada, con este método —dijo, ostentosamente— está tirado, ya te lo he dicho.

—Tú mismo.

Jenkins se colocó debajo del palo y, con un esfuerzo enorme, levantó la caja sobre su hombro. En teoría podría haber funcionado. En la práctica, sin embargo, era demasiado pequeño y débil: la longitud del palo, pensada para un adulto, hacía que la carga de seis ladrillos se balancease sobre su cabeza. Inmediatamente, comenzó a mecerse a un lado y a otro peligrosamente.

Mary estiró los brazos para mantener el palo quieto.

—¡Puedo hacerlo! —Insistió Jenkins, con la cara ya color escarlata por el esfuerzo.

—¡Déjame ayudarte!

—¡Quita! —Apartó sus brazos a manotazos y, en ese momento, perdió el poco control que le quedaba. Mary solo tuvo tiempo de apartarse de un salto cuando los seis ladrillos cayeron con estrépito al suelo.

—¡¿Qué diablos está pasando aquí?! —El bramido vino de una tercera persona, un hombre de semblante lívido a unos cincuenta metros de ellos. Mary se quedó inmóvil, sabiéndose culpable.

Jenkins salió de entre el estropicio e intentó escabullirse, pero Keenan avanzaba rápido hacia ellos. Un instante después cogió a cada uno de ellos por una oreja.

Jenkins soltó un alarido.

Mary inhaló una bocanada de aire, pero no hizo ningún sonido.

—Aguanta a este retaco —gruñó Keenan, arrojando a Jenkins hacia otro hombre. Mary no tuvo oportunidad de ver quién era. Entonces el capataz centró toda su atención en ella, sacudiéndola como si fuera una prenda de ropa lavada que había quedado particularmente mojada y arrugada. Su cabeza se agitó violentamente adelante y atrás y sus ojos empezaron a humedecerse —¿Dónde demonios te crees que estás? ¿En la guardería del pequeño Lord Fauntleroy? —Le gritó Keenan —¡Esto es una obra en construcción, jodido bastardo holgazán! —No parecía esperar una respuesta, ni dejó de sacudirla el tiempo suficiente como para que ella pudiera articular ninguna—. ¡Perdiendo el tiempo con estupideces inútiles! ¡¿Y por qué está ese mocoso de Jenkins aquí, para empezar?! ¡¿Por qué no estás tú cargando con los ladrillos?! ¡¿A qué demonios juegas, Quinn?!

Podría haber seguido sacudiéndola hasta hacerla desmayarse, pero en un momento dado, en el fragor de aquella tormenta de furia y náusea Mary oyó una voz apaciguadora:

—Eh, Keenan, solo es un niño. Dale una tunda si quieres, pero no le rompas los huesos.

Durante unos segundos horribles no se produjo ningún cambio. Luego las sacudidas fueron perdiendo fuerza con desgana. Al final se terminaron, pero Keenan continuó agarrando a Mary por el pelo. Lentamente, el mundo fue recuperando de nuevo su forma habitual. Los destellos rojos y negros que habían surgido en su visión desaparecieron. Pudo distinguir otra vez los rostros, especialmente los rasgos enfurecidos de Keenan, solo a unos centímetros de su cara.

En lugar de alivio o remordimiento, lo que Mary sentía era una burbujeante sensación de humillación. Quería atacar a Keenan, pegarle patadas, puñetazos y mordiscos hasta que supiera cómo se sentía ella en aquel momento. Pero incluso en aquel embate de ira prevaleció un resquicio de sentido común: Keenan podía hacerla papilla de un solo golpe. Era un hombre grande y fuerte y ella una mujer de poco tamaño. No sería rival para él.

Permaneció tan quieta como pudo, cogiendo aire a grandes bocanadas y mirándole con rabia a través de su flequillo desmañado. Ambos estuvieron en la misma posición durante un buen rato, albañil y ayudante, mirándose y odiándose el uno al otro. Keenan jadeaba por el cansancio de haberla sacudido. Con visible esfuerzo, desvió la mirada hacia los ladrillos caídos: tres estaban mellados, uno se había roto por la mitad. Por suerte Jenkins era de baja estatura, si los ladrillos hubieran caído desde mayor altura podrían haberse echado todos a perder. De esta forma…

—Podemos utilizar los mellados —dijo dócilmente Stubbs, colocándolos con los dos que habían quedado intactos—. Les daremos la vuelta.

Keenan refunfuñó, contemplando todavía el estropicio. Finalmente, su mirada volvió a posarse sobre Mary:

—Eres un afortunado hijo de puta —murmuró—. Acabas de perder cuatro peniques de tu sueldo, por el ladrillo roto.

Se forzó a sí misma a asentir.

—Pero aun así voy a enseñarte una lección —prosiguió Keenan, con sombría satisfacción—. Cuando haya terminado sabrás lo que te conviene hacer en lugar de jugar en una obra. Y eso te incluye a ti —giró sobre sus talones y le clavó un dedo a Jenkins, que colgaba como un pelele del puño de Smith—. ¡Agárrame a este! —Exclamó, arrojando a Mary hacia Reid.

Mary trastabilló antes de ser sujetada firmemente. Las manos de Reid le aferraban por los hombros y de repente ella se sintió agradecida de que la hubiera cogido así. Sus pechos estaban bien cubiertos, por supuesto, pero el vendaje podría notarse si Reid la hubiera cogido de otra manera. Su pulso, que ya estaba acelerado, aumentó el ritmo aún más ante aquella idea. Furiosa como estaba, sintió ahora además la cuchillada de otro sentimiento: el miedo.

Sabía que no valía la pena ofrecer disculpas, y que suplicar era peor aún. En lugar de eso, desafió a Keenan con la mirada mientras se desabrochaba el cinturón. Permaneció muy quieta mientras él doblaba el cinturón alrededor de su mano, sopesando el grosor del cuero y el peso de la hebilla.

—Veamos —dijo el capataz con una voz diferente, suave—. ¿Quién va primero? —Miró alternativamente a Mary y a Jenkins, con una horrible sonrisa dejándose ver en su boca.

Silencio. Mary no miró a Jenkins, no miró a ningún sitio que no fuera la cara colorada y brutal de Keenan. Le odiaba con todo su ser y no se molestó en tratar de disimularlo. En aquel momento todos sus sentidos se agudizaron. Pudo oír el tráfico, tanto en el río como en las calles al otro lado de los muros que rodeaban la obra, sintió la pesadez malsana y húmeda del aire en su frente y la aspereza de la tela de su camisa en su cuello, notó el sabor amargo de la cólera en su boca y, entre la mezcolanza de olores de la ciudad, percibió algo nuevo y cortante y cálido. Algo similar al amoníaco…

Junto a ella, Jenkins gimoteó quedamente y, de repente, Mary comprendió lo que había ocurrido. Una rápida mirada se lo confirmó: en los pantalones del chico había una mancha oscura que se extendía hacia la pierna y en torno a su pie derecho se estaba formando un pequeño charco de orina.

Keenan también lo había visto. Su boca se torció en una burla sádica y miró a Jenkins, examinándole detenidamente como si inspeccionase una herramienta defectuosa.

—Pequeño bastardo. ¿Acaso te deja tu madre hacer eso en casa?

Jenkins emitió un sonido entrecortado, de carraspeo, con su garganta.

—¿Qué dices?

Mary miró a Jenkins, deseando que consiguiera reunir ánimos. Cuanto más miedo mostrase, menos control tendría sobre su cuerpo y su voz, y más disfrutaría Keenan con todo ello y más energía pondría en lo que pensaba hacer. Pero Jenkins estaba totalmente asustado. No podía controlar su vejiga ni su voz, del mismo modo que Mary no podía controlar el clima.

—¿No contestas? —La voz de Keenan seguía siendo inquietantemente suave.

Ahora Jenkins temblaba, estremeciéndose tan violentamente que sus dientes comenzaron a castañetear.

—Qué desagradable —dijo Keenan—. Tráemelo aquí, Smith.

Con un gesto veloz, Keenan agarró a Jenkins y le bajó los mojados pantalones hasta los tobillos. Toda la pena que Mary había sentido por el chico se consumió ahora cubierta por su propio brote de pánico. Aquello había terminado. En unos minutos quedaría pública y literalmente expuesta. Un ligero temblor comenzó en su garganta, extendiéndose después a sus extremidades. Luchó contra él desesperadamente, pero no lo suficientemente bien. Sus pulmones se estrechaban. No lograba coger aire.

—Tranquilo —murmuró Reid entre dientes, mientras la sujetaba con firmeza por los hombros—. Tranquilo, chico.

Parece que esté hablándole a un caballo, pensó ella histéricamente.

El cinturón realmente silbó cortando el aire, no era una simple frase hecha. Al golpear las nalgas pálidas y flacas de Jenkins hizo un sonido carnoso y audible, un zuock que resonó con nitidez por todo el recinto. Todo el mundo había dejado sus herramientas, todos estaban atentos a la escena. Aparte del rítmico zumbido del cinturón —zzzzzuOCK, zzzzzuOCK,— los únicos otros sonidos eran los gritos medio ahogados de Jenkins y los gruñidos de esfuerzo que emitía Keenan.

Dos golpes.

Tres.

Con el cuarto, brotó una veta brillante de sangre. Mary se empeñó en mantener fija su mirada y captar los detalles: la perfecta quietud a su alrededor, los hombres casi aguantando la respiración sin interrumpir el espectáculo que les ofrecía Keenan. Nadie hacía nada para detenerle, nadie abrió la boca para mostrar su rechazo. Estaban disfrutándolo, los asquerosos cerdos.

Cinco.

Finos hilillos de sangre resbalaron por las piernas del chico, manchando sus pantalones y el suelo polvoriento.

Seis.

Jenkins dejó de chillar y comenzó simplemente a llorar, un sonido agudo e infantil que se abrió paso entre el pánico contenido de Mary. ¿Qué le haría una paliza tan brutal a un niño tan frágil y pequeño? ¿Sabría Keenan parar antes de provocar un daño permanente, o acaso no le importaba?

Siete.

¿No había nada que ella pudiera hacer? ¿Nada de nada?

Ocho.

Notó el sabor de la sangre. ¿Por qué? Debía haberse mordido el labio inferior.

—Keenan —la voz sonó justo por encima de su cabeza.

ZzzzzuOCK.

ZzzzzuOCK.

—¡Keenan! —Ahora más fuerte. —Es suficiente, hombre.

Hubo una pausa.

—Cállate, Reid.

Los latigazos se reanudaron. ¿Once?

El sudor se le metió en los ojos, pero recibió con agrado el picor para poder dejar de pensar momentáneamente en el temblor que atenazaba sus extremidades y en la opresión que el pánico infligía a sus pulmones. El dolor que causasen los azotes no le importaba, todo lo que deseaba en ese instante era que se descubriera de una vez por todas su disfraz y que todo acabase.

Y entonces se oyó un grito, estridente pero autoritario:

—¡¿Qué narices te crees que estás haciendo?!

¿Acaso no resultaba obvio? Afortunadamente, la risita histérica no logró salir de su garganta, de modo que nadie la oyó.

Keenan golpeó una última vez con el cinturón pero sin apenas entusiasmo, como aceptando que el juego había concluido.

—¿Por qué estáis todos formando un círculo? ¡Volved al trabajo, todos! Excepto tú, Keenan: ¡¿qué significa esto?! —Mr. Harkness se había plantado delante de ellos. Lentamente, los demás fueron retomando sus tareas.

Keenan parecía soliviantado. Le mantuvo la mirada a Harkness durante un largo minuto, mientras su pecho subía y bajaba velozmente.

—¿Qué hay, Mr. Harkness? —Dijo finalmente. Su voz sonaba afelpada y peligrosa—. Qué agradable por su parte mostrar interés por un asunto disciplinario.

En las mejillas y en lo alto de la cabeza calva de Harkness aparecieron brillantes manchas de color rojo.

—He dicho: ¡¿qué significa esto?! —Su voz era estridente y el músculo de su ojo vibraba a toda máquina.

Otro silencio. Lo único que se oía era el llanto de Jenkins. Al final, Keenan dijo:

—El crío tiene que ser castigado.

—¿Por qué motivo?

—Por hacer el tonto. Y romper material.

Harkness cogió aire profundamente y se volvió a Mary.

—¿Es eso cierto?

Por el rabillo del ojo vio el rostro de Keenan retorcerse en un gesto de rabia.

—Sí, señor.

Harkness pareció sorprendido.

—¿Dañaste a propósito las cosas de Keenan?

—A propósito no, señor. Pero entre nosotros, entre Jenkins y yo, rompimos un ladrillo.

—¡Un ladrillo! —Harkness se giró de nuevo hacia Keenan—. ¿Le das una tunda a un par de críos hasta casi matarlos por un ladrillo roto?

—Les doy por hacer el tonto. No tienen que tocar las herramientas. El daño podría haber sido mucho mayor.

La cara de Harkness palideció. Apretando los dientes, dijo:

—A menos que quieras que todo tu equipo sea despedido, a partir de ahora recordarás quién está a cargo de esta obra, Keenan. Quinn ya no os ayudará a ninguno de vosotros. Estarás corto de personal hasta que encuentres a otro albañil, y espero ver el progreso habitual en el trabajo.

La expresión de Keenan se oscureció, pero no contestó.

—¿Me has oído y comprendido? —Bramó Harkness.

—Sí, señor —escupió las palabras como si su sabor fuera amargo—. Y recordaré esto. Señor.

Si a Harkness le preocupaba la amenaza, no dio muestras de ello.

—Venid entonces, chicos —Harkness gesticuló a Mary y a Jenkins para que se le acercasen, y ella se dio cuenta de repente de que llevaba un rato aguantando la respiración. Aunque los demás trabajadores habían hecho como si volvieran a sus puestos, les observaron sin el menor disimulo mientras los tres pasaban de largo: Harkness delante, Jenkins andando con dificultad, Mary ilesa.

Mary podía sentir los ojos de Keenan clavados en sus espaldas. No se parecía en nada a un cálido rayo de luz, sino a una gélida corriente de aire que le taladraba el cráneo. No podía pensar con claridad y sentía las piernas como de goma. Todavía estaba temblando, aunque esta vez era de alivio. Mientras seguía a Harkness y a Jenkins empezó a preguntarse sobre el significado del rescate. Harkness no había intervenido a tiempo de evitarle a Jenkins una paliza salvaje. Pero al salvarle a ella de una situación semejante, Harkness había asegurado su identidad y, por tanto, toda la misión. Tenía que preguntar si sabía la verdad, o parte de ella. Y si era así, qué esperaba obtener a cambio.