Capítulo 32

Caminó a trompicones en dirección oeste, sin prestar atención a dónde se dirigía ni con quién se cruzaba, sin importarle por qué calle avanzaba, ajena al paisaje y a los olores que le salían al paso. De tanto en tanto, cuando el trémulo muro de lágrimas amenazaba con cegarla por completo, se limpiaba con la mano enguantada. Necesitaba un pañuelo. Nunca tenía un pañuelo a mano cuando le hacía falta.

Unos minutos más tarde, se dio cuenta de que alguien caminaba a su lado. A su derecha iba un hombre rubio, con un traje marrón bastante ajado, dejando a la vista un amplio recuadro de tela blanca y limpia. Mary se detuvo y tragó saliva.

—Octavius Jones.

El periodista realizó una reverencia muy elaborada.

—Miss Quinn. ¿Puedo ayudarla en algo? Me causa un gran congoja ver a una señorita sufriendo.

—¿En serio? Debe ver a un montón de ellas, a causa de su tipo de trabajo.

—También es su tipo de trabajo, ¿no es así? —preguntó. La alerta que había en sus ojos desmentía su tono coloquial.

—Tal vez no esté hecha para un trabajo así.

—Seguro que no está llorando de esa forma por haber perdido su puesto como Mark Quinn.

—No —admitió, reanudando la marcha—. No es eso.

—¿Quiere hablarme de ello?

—Desde luego que no. He visto que incumplió su palabra y ha publicado la historia.

El relato del deshonroso final de Harkness había sido la noticia de portada en El Ojo del lunes. ¡Un reportaje en exclusiva de ocho páginas!

—Yo no diría eso —protestó Jones—. Las circunstancias eran muy diferentes. No me dijo que Harkness iba a morir esa noche.

—No.

Mary frenó el ritmo de sus pasos, pensando otra vez en James. No le había preguntado cómo le iba después de la espantosa muerte de Harkness. Debía sentirse atormentado y angustiado al saber que los defectos que habían sospechado que tenía habían resultado ser ciertos, después de todo.

—Alégrese —dijo Jones, levantándole la barbilla para que viese la osada sonrisa que le dirigía—. Quienquiera que sea él, no merece la pena.

—No me toque —le espetó Mary—. No tiene la más remota idea de por qué estoy alterada.

—Oh, casi siempre es la misma cuestión: asuntos del corazón, terribles malentendidos, cosas que ya nunca volverán a ser igual que antes —dijo, con ligereza—. Lo que tiene que hacer es mirar hacia delante. ¡Pensar en lo que aún está por venir!

A Mary le resultaba imposible sentirse miserable ante una muestra de arrogancia tan implacable.

—Eso es. Usted es una joven inteligente y llena de energía. Hay montones de cosas para hacer y para ver. Bueno, aquí es donde yo me desvío —dijo, indicando una bocacalle—. Hasta la próxima, Miss Mark Quinn. Volveremos a vernos.

—Lo dudo.

Jones se giró, ofreciéndole su más encantadora sonrisa.

—Oh, yo no. Ni por un momento.

Un momento más tarde se había desvanecido entre la multitud. Aquel ardid le hizo preguntarse si Jones sería tan solo un periodista de baja calaña, como él mismo proclamaba. Era demasiado sagaz, demasiado astuto. Intentaría averiguarlo, si alguna vez volvían a encontrarse. Aunque, a pesar de la afirmación de Jones, ella no pensaba que fueran a volver a verse. Detestaba a los sabelotodos de ojos brillantes que no hacían más que hablar y nunca escuchaban, y Jones no era una excepción.

El enfado le había devuelto la energía, y recuperó también su paso firme y vivaz. Cuando se aproximaba a Regent's Park, una gota de lluvia le golpeó en el hombro. Otra estalló contra el ala de su sombrero. Y entonces comenzó a caer una lluvia ligera, haciendo que los peatones se dispersasen y los vendedores ambulantes recogiesen sus productos. Mary no llevaba paraguas. Tampoco le importaba. Siguió caminando, de vuelta hacia St. John’s Wood por la ruta más corta. Aquella no era la tormenta que todo el mundo estaba esperando, pero esa también llegaría.

A su debido tiempo.

— FIN —