Capítulo 29
Fue un ascenso lento y tortuoso, mucho peor que la vez anterior. Aunque ahora James no mostraba reparos en apoyarse en ella, tenían que parar a descansar a cada veinte escalones, después a cada docena y, más tarde, cada dos por tres. A James le faltaba el aire, estaba temblando y su palidez no podía achacarse enteramente a la luz amarillenta de las luces de gas. Cuando alcanzaron el primer tercio del recorrido, sus piernas se vencieron y cayó al suelo, y se quedó allí, incapaz de moverse durante varios minutos.
—James.
—Solo un momento —se palpó el pecho y sacó del bolsillo un sobre apergaminado. Echó la cabeza hacia atrás y vertió el contenido, una especie de polvillo en su boca, se lo tragó y puso una mueca de desagrado—. Agh. De acuerdo. ¿Qué?
Mary miraba el sobre fijamente.
—¿Qué… qué diablos era eso?
—Polvo de corteza de sauce, por supuesto. ¿Qué creías? —una expresión divertida asomó en su rostro cansado—. ¿Algún tipo de veneno peligroso que he traído de mis viajes a Oriente? —Sonrió ante el gesto avergonzado de Mary—. ¿Opio en polvo? ¿El mal que está destruyendo mi juventud y mi belleza?
—Escucha —dijo ella, con un tono más severo del necesario—, estamos perdiendo tiempo. Voy a adelantarme para ver qué está pasando.
James negó con la cabeza.
—Vamos juntos.
—Nos llevaría otra hora, o dos incluso. No podemos esperar tanto. Keenan ya está en el campanario y no quiero encontrarme con él cuando baje.
James se puso laboriosamente en pie, algo inestable pero dando la impresión de tener más energías que cuando se había apeado de su carruaje.
—No nos llevará tanto. Me siento mucho mejor.
Mary examinó su rostro con desconfianza.
—No pareces tan cadavérico, eso es cierto.
—Se te sigue dando mal lo de hacer piropos.
—La corteza de sauce no tendría esa clase de efecto. Especialmente no uno tan inmediato. Todo lo que hace es aliviar el dolor y la fiebre.
James se encogió de hombros.
—Vale, no era solo corteza de sauce. Pero no perdamos tiempo discutiendo. Vamos.
Ante eso no podía discutir. Reanudaron el ascenso por los tramos cada vez más estrechos de escaleras, girando y subiendo, internándose en el aire brumoso, el ocaso, la noche que se desplegaba rápidamente, aunque los muros de la torre les impedían ver nada de eso. Las fuerzas de James parecían ahora aumentar a medida que subían. Su mano se apoyaba más suavemente en el hombro de Mary, su respiración se volvía más acompasada, sus pasos más firmes.
—¿Qué había exactamente en ese polvo, James?
—Es Mr. Easton para ti, Mark Quinn.
—Deja de esquivar la pregunta.
James suspiró.
—Principalmente era polvo de corteza de sauce, como ya te he dicho. Y algo que un amigo mío cogió en Alemania, un estimulante suave derivado de una planta tropical. Nada de lo que preocuparse.
—A mí no me parece muy suave. ¿Cuánto has tomado?
—Suenas como una abuelita regañona. He tomado lo suficiente para que me haga efecto.
—Y después de eso, supongo que tendré que limpiar tus restos del suelo.
—Descuida, para eso está Barker.
Subieron en silencio hasta llegar al último tramo, y entonces James cogió a Mary por el brazo.
—Tendríamos que pensar un plan.
—Ni siquiera sabemos qué vamos a encontrarnos. Necesitaríamos saber eso antes de hacer un plan.
—Bueno, esta es mi teoría: Harkness y Keenan están ahí arriba. Me gustaría saber si Harkness está de verdad involucrado en los robos y hasta qué punto. Acerquémonos y escuchemos todo lo que podamos antes de que tengamos que pasar a la acción.
—Por supuesto. Pero cuando llegue el momento, ¿qué pretendes hacer?
—Retenerle hasta que llegue la policía.
—¿Retener a Keenan? Buena suerte.
—Nosotros dos juntos, o tal vez seamos tres…
Mary le miró. Los ojos de James brillaban, incluso bajo la escasa luz. Quizás fuera por la fiebre o, más posiblemente, por los efectos del estimulante. Estaba vibrando por la impaciencia y la excitación, algo extraño en él. De repente Mary se preguntó si James sería el aliado calmado e inteligente que había pensado y luego apartó de su cabeza sus dudas. Simplemente, no había tiempo para dudar. Ocurriese lo que ocurriese, hiciera James lo que hiciera, ella tendría que improvisar y cruzar los dedos.
Al subir los últimos escalones, Mary se alegró de haber estado ya antes allí. El sol estaría bajo en el horizonte y no estaba segura de la iluminación que podría haber en el campanario. Si no hubiera tenido una ligera idea de las dimensiones y el diseño, no sabría lo que estaba viendo y no tendría opción de que no la vieran a ella. Era una ventaja muy pequeña, pero suficiente para reconfortarla.
—¿Mary? —James estaba tan cerca de ella que su susurro le hizo cosquillas en la oreja.
—¿Sí?
—Mi médico me aconsejó que no me excitase de ningún modo.
Ella casi se echó a reír.
—Cállate, James.
—¿Ves algo?
—¡No, y tampoco puedo oír nada!
Pero, de pronto, sí pudo oír algo. Voces masculinas, claras y cercanas.
—¿Vas a pagar o no? No tengo toda la noche.
—Tampoco yo, Keenan —Harkness sonaba extrañamente calmado—. Tampoco yo.
Las voces se oían tan próximas que Mary se echó instintivamente hacia atrás, resguardándose en el calor corporal de James. Él puso una mano en su hombro. Si bien la intención era tranquilizarla, el resultado fue el contrario: sus dedos temblaban, de forma sutil y rápida, y Mary volvió a preguntarse si sería por el polvo que había ingerido. Nunca antes había notado que le temblasen las manos; al revés, le había maravillado lo quietas que estaban bajo presión. Pero esta noche temblaban.
—Entonces, ¿qué?
—Oh, tendrás lo que te mereces, Keenan. Me aseguraré de ello.
—No me amenaces, Harkness. No te tengo miedo.
—Ah, pero aquí viene ahora lo interesante: yo tampoco te tengo miedo a ti. Ya no.
Hubo una pausa.
—¿No pensaste en eso, verdad? ¿Qué pasa cuando el tonto del viejo Harkness ya no te tiene miedo?
Otro pausa.
—¿No se te ocurre una de tus réplicas inteligentes, Keenan? Siempre tienes una.
—Déjate de idioteces, ¿vas a pagar o no?
—No —Harkness respiró hondo, y Mary pudo oír la sonrisa en su voz—. ¿Me has oído? No voy a seguir pagándote, maldito chantajista.
James contuvo la respiración. Mary se puso rígida, pero Keenan y Harkness continuaron, absortos por completo en su discusión.
—He estado haciendo unas cuantas sumas antes —dijo Harkness, en tono coloquial—. ¿Sabes cuánto me sangraste, Keenan? ¿El total de lo que os he pagado a ti y a Wick en estos últimos diez meses? —No esperó a que el otro respondiera—. Al principio parecía manejable, una libra a la semana. Después dos. Incluso cinco. Podía tolerar cinco, aunque espero que los dividierais entre vosotros tres, así que después de un tiempo ya no parecía algo tan espléndido. Pasaron a ser diez libras, ¡diez libras a la semana! Eso me hizo pedazos. En realidad es una suma insignificante: un par de vestidos nuevos para mis hijas, el coste de una fiesta organizada por mi esposa. Pero todo sumado vino a convertirse en más de doscientas libras.
»Y aquí viene lo que me gustaría saber: puedo ver cómo me lo habría gastado. Tengo una mujer y una familia. Las hijas salen caras y los hijos más aún. Y supongo que Wick también tenía a su familia, los pobres desgraciados. Pero ¿qué hiciste tú con tus ochenta libras, Keenan? Eso es lo que no puedo entender.
—Vete al infierno —le espetó Keenan—. Si no pagas, sabes lo que te va a pasar.
—Lo del infierno está en las manos del Todopoderoso. Pero a estas alturas ya podrías haber entendido, Keenan, que ya no tengo miedo de lo que puedas hacerme. De hecho, casi estoy deseando que lo hagas.
A continuación hubo un largo silencio, durante el cual Mary se inclinó con sigilo por el hueco de la puerta que había al final de las escaleras. James hizo lo mismo. Los dos hombres estaban, como Mary había imaginado, en el rincón más alejado del campanario. Harkness apoyaba las manos en la baranda, como si estuviera admirando los efectos del ocaso sobre las calles de Londres. Su postura pretendía ser de normalidad, pero la posición de sus hombros, rígidos y encorvados, revelaban una tensión subterránea. Como contraste, Keenan estaba de cara a él, ligeramente hacia delante, como dispuesto para la lucha. Sin embargo, había una curiosa inmovilidad en su postura, como si no supiera cómo manejar la situación a la que se enfrentaba. La desesperada serenidad de Harkness le privaba de su arma más efectiva: la amenaza de recurrir a la violencia.
—Entonces, ¿por qué me has hecho venir? —Gruñó Keenan. Cerró los puños y volvió a abrirlos como si pudiera sentir el cuello de Harkness ente sus dedos.
—Para contarte mi decisión, por supuesto.
—¿Aquí arriba? ¿Por qué no en la oficina?
Harkness sonrió y miró hacia fuera, hacia la ciudad.
—Es una tarde preciosa. Quería disfrutar de la vista.
—Me importa una mierda la vista.
—Pues debería, si piensas en lo que el futuro tiene preparado para ti.
—¿Y qué es lo que me tiene preparado, eh?
—Romper piedras, como poco.
Por un efímero instante, Keenan parpadeó por la sorpresa. Después, soltó una carcajada repentina.
—Ahí te has pasado de listo, Harky. ¿No sabes que si yo voy a la cárcel, tú también? Sería capaz de delatarme a mí mismo con tal de ver que tú pasas más tiempo entre rejas que yo.
Harkness también estaba sonriendo, sus labios formaban una curiosa mueca que tenía tan poco que ver con el buen humor como la carcajada de Keenan.
—No eres tan listo como había imaginado, Keenan. Confieso que estoy un poco decepcionado. ¿Sabes? —Dijo en tono coloquial. Se irguió y se apoyó contra el borde del campanario—, tienes una cierta maña para hacer trapicheos, lo cual es bastante común en los de tu clase. Pero tu problema, Keenan, es que te falta imaginación. No puedes imaginarte lo que estoy pensando o sintiendo ahora mismo. Y eso significará tu ruina.
—Bobadas —bramó Keenan, meciéndose de un lado a otro—. Todo son bobadas. ¿Cómo demonios vas a meterme en problemas y cubrirte a ti al mismo tiempo? Te llevaste la mitad de los beneficios, falsificaste los malditos libros.
La mirada de Harkness, fija en el brillo del horizonte, no se desvió en ningún momento. Esa serenidad transformaba toda su cara, devolviéndole un color un poco más juvenil. Y entonces Mary percibió la mayor diferencia con respecto a su aspecto habitual: el tic había desaparecido. La mejilla izquierda de Harkness estaba completamente quieta y suave.
—No tengo ningún interés en encubrir mi propia culpa. Muy al contrario: he dejado una carta detallando toda la jugada —se giró para mirar la cara de sorpresa de Keenan—. Sí, todo desde el momento en que te cogí robando. He dejado escrito por qué acepté mirar a otro lado e incluso falsificar las cuentas, a cambio de la mitad de los beneficios. También cómo tu amigo Wick descubrió nuestro plan y comenzó a chantajearme. Me llevó un tiempo darme cuenta de que tú estabas detrás de esa trampa, ¿sabes? Tú le dijiste que lo hiciera. Nunca antes había visto semejante nivel de ruindad.
—Querrás decir en otros, pero sí en ti —se burló Keenan.
—Correcto —el tono que utilizaba Harkness era austero, de maestro de escuela—. Me he equivocado, y mucho. Y voy a enmendarlo.
—¿Cómo? —Keenan empezó a desconfiar—. ¿Qué es esa carta, y dónde está?
—Ah: el viejo instinto de supervivencia, saliendo de nuevo a la superficie. No hace falta decir que la carta está en lugar seguro. No la encontrarás. Pero las autoridades sí lo harán, puedes apostar por ello, y sabrán con toda claridad qué ocurrió.
—De acuerdo. Supongamos que la carta existe y, supongamos que algún policía la encuentra y supongamos que se cree toda la porquería que has escrito en ella. ¿Quién dice que me encontrará a mí? Es una ciudad gran… es Londres. Suponiendo que me quede aquí —miró a Harkness, que permanecía inmóvil, contemplando las calles cada vez más oscuras—. ¿Eh? ¿Suponemos todo eso?
Harkness parpadeó y sonrió, como si emergiera de una ensoñación.
—¿Quieres saber qué le pasó a Wick?
Keenan se quedó muy quieto.
—Sé lo que pasó. Se cayó.
—¿Pero cómo? —Insistió Harkness—. ¿Y cuándo y por qué?
—Solo lo hizo, ¿de acuerdo? Los accidentes ocurren. Especialmente aquí, parece.
—Supongo que sí. Pero debes preguntarte por qué estaba aquí arriba.
—No, no me lo pregunto —la voz, fría y dura, sugería también un estremecimiento.
Detrás de ella, Mary podía sentir a James conteniendo la respiración. Si Harkness intentaba incitar a Keenan a que diese una explicación, estaba empleando un método desesperado y absurdo. No podía durar. Lo llamativo era que Keenan no había explotado todavía.
Se echó hacia delante unos centímetros más, buscando un mejor ángulo para ver la cara de Keenan. Ahora estaba casi completamente al descubierto. En el campanario no había dónde esconderse, no había ningún recoveco en el que agazaparse para no ser vista. Y por encima de todos ellos, la gran campana se erguía amenazadora en la cima de la torre. Negra por dentro y con un tamaño monstruoso, colgaba sobre sus cabezas como un Dios sublime que esperaba a que los insignificantes humanos que tenía debajo se decidieran a hacer algo definitivo. A actuar, en vez de hablar.
—Yo te lo diré.
—¡He dicho que no quiero oírlo! —El agudo latigazo de la voz de Keenan reverberó por la pequeña estancia, resonando ligeramente en la gran caverna de la campana.
—Fue sugerencia suya, de Wick, quiero decir, el que nos encontrásemos aquí arriba —dijo Harkness. No podía ignorar el creciente pánico de Keenan. Si acaso, se alegró de detectarlo—. Insistió en ello, de hecho. Yo no quería encontrarme con él, en absoluto. Intenté evitarlo todo el tiempo que pude. Pretendía aumentar sus exigencias, ¿sabes? Por supuesto que lo sabes, probablemente fue idea tuya. ¿O no, Keenan?
El maestro albañil echaba chispas por los ojos, sin moverse.
—No importa. Nos encontramos, a petición de Wick, aquí en el campanario, después de que anocheciera. Serían las diez de la noche. Yo llegué un poco tarde y Wick estaba molesto. Me reprendió de forma muy soez. Y yo… fui cobarde y le permití hacerlo —el tic bajo su ojo izquierdo se puso en acción, solo una vez—. Quizás sea eso lo que más lamento: haber perdido mi posición de caballero —hizo una pequeña pausa, hasta que un ligero movimiento de Keenan le devolvió al presente—. No importa. Wick me exigió un aumento en su tajada: doce libras a la semana, todo por guardar silencio sobre lo de los libros de cuentas.
»Ya te he dicho antes que diez libras por semana me hacía pedazos. Ya para entonces era un hombre destrozado, aunque no me había dado cuenta de ello. Pero sí sabía que no podía pagarle lo que ahora me pedía y se lo dije, al muy sinvergüenza. Tuvo la temeridad de amenazarme con ir a mi esposa y contarle la situación, dijo que quizás ella estuviera dispuesta a vender sus joyas para intentar preservar mi buen nombre. Y… también insinuó que si las joyas no eran suficiente para satisfacerle… Bueno, habló como un auténtico malnacido… —Harkness volvió a hacer una pausa para tragarse su orgullo herido. Cuando habló de nuevo, su voz era fría y distante: —Ningún caballero toleraría ese insulto. Perdí el control y comenzamos a pelear. Estábamos tal y como estamos ahora, Wick aquí, y yo donde tú estás ahora.
Keenan hizo un gesto involuntario, como si se sobresaltara, pero rápidamente lo controló.
—Ya he oído bastante —dijo con una voz gutural. Pero no hizo ademán de marcharse. Al contrario, se acercó un poco más hacia Harkness, hechizado por el relato.
—Wick era mucho más fuerte que yo, por supuesto: por su trabajo. Y, sin embargo, cuando se echó sobre mí, conseguí resistir con una fuerza que no sabía que poseía. Luchamos cuerpo a cuerpo —dijo Harkness, con un tono casi de fascinación—. No sé pelear, la violencia física siempre me ha puesto enfermo, pero en ese momento no tenía miedo. Si acaso, estaba disfrutando.
—¡Maldito! También estás disfrutando esto —Keenan se lanzó sobre Harkness y le atenazó el cuello con las manos. El otro se fue para atrás, cayendo pesadamente contra el murete de piedra. Fue sin duda un golpe doloroso, pues su cuerpo estaba doblado hacia atrás sobre el borde de la baranda, pero no emitió ningún sonido de dolor o miedo, incluso cuando Keenan empezó a estrangularle, gritando ahora con furia: —¡Maldito seas! Le empujaste, ¿verdad? Le engañaste para que viniese aquí y le empujaste para que cayese.
—¡Quieto! —La voz, clara y autoritaria, era la de James, resonando con eco en el interior de Big Ben mientras avanzaba hacia los dos hombres, dejando atrás a Mary. El campanario era pequeño y sus piernas muy largas, con lo que en un par de zancadas ya estaba junto a ellos.
Pero no fue lo bastante rápido. Keenan dio un respingo al escucharle. Debajo de él, Harkness se agitó violentamente. El movimiento de ambos fue suficiente para que el cuerpo de Harkness rebasase el murete. Al verlo, Mary pensó mecánicamente que era una forma curiosa de caer. Debería haber caído de cabeza y, de haber sido así, debería haber arrastrado a Keenan consigo. Sin embargo, el resultado fue otro: Harkness estaba por fuera del campanario y Keenan dentro, haciendo equilibrios con su estómago sobre el borde. Se escuchó un grito agudo, de pánico. Mary no estaba segura de si era de Harkness o de Keenan.
James se lanzó hacia delante y cogió a Keenan por las piernas, aterrizando con un golpe seco. Hubo un jadeo colectivo, y luego solo se oyó el silbido del viento atravesando la cámara abierta.
Keenan permanecía totalmente quieto, aún sujeto por el abrazo de James. La parte superior de su cuerpo colgaba por fuera del campanario y ni siquiera intentaba subirse. Mary, medio paso detrás de James, corrió al murete y miró al otro lado. Allí, agarrado con sus manos grandes y blandas a los antebrazos musculosos de Keenan, estaba Harkness. Sus pies casi tocaban las tejas que había debajo y miraba hacia arriba con una extraña expresión de serenidad.
Al ver la cara de Mary, sin embargo, frunció el ceño.
—¿Quinn? ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Mary tragó saliva y recordó que seguía estando disfrazada.
—Ayudando a Mr. Easton, señor. Aguante y le subiremos —estuvo a punto de añadir no se asuste, pero no parecía muy apropiado en el caso de Harkness: nunca antes le había visto más tranquilo.
La cara de Keenan, por su parte, era de temor y náuseas. Estaba colgando hacia abajo y su rostro se estaba poniendo cada vez más rojo.
—¡Por Dios santo, subidme! —Gritó, con la voz ronca. Para un hombre tan agresivo, la posición en la que se encontraba resultaba particularmente pasiva: si agitaba las piernas se arriesgaba a desplazar a James, que hacía las veces de ancla, sujetándole.
Y Harkness estaba empezando a resbalarse de sus manos.
Este último parecía algo perplejo, como si no pudiera recordar cómo había ido a parar en aquella situación: colgando a casi cien metros de altura por encima de las calles empedradas de Westminster. De pronto, dijo:
—¿Es usted, Easton, el que está evitando que ese malnacido caiga al vacío?
James soltó un jadeo, mezcla a partes iguales de esfuerzo y resignación.
—Sí, Harkness. No tengo el peso necesario para subirles a ambos.
—Bueno, yo no me preocuparía por eso —respondió Harkness, con un tono sorprendentemente coloquial—. Estoy preparado para reunirme con mi Señor y Salvador.
—¿Tan pronto? Seguro que no.
La expresión sombría en el rostro de Keenan reflejó el estupor de Mary.
—¡Esto no es una reunión para tomar té! —Gritó—. ¡Tú, chico! ¡Ayúdale a subirme antes de que se me caigan los brazos!
Mary agarró una de sus piernas y tiró hacia arriba, pero el escaso peso de su cuerpo era insuficiente para que se notase gran diferencia: Harkness y Keenan debían pesar entre ambos alrededor de ciento sesenta kilos, y el peso de James y Mary juntos era considerablemente inferior. Subirles, luchando además contra la fuerza de la gravedad, era imposible si no contaban con algún tipo de ayuda. Y no había tiempo de ir a buscarla.
Mary miró a James.
—Hay muchas cuerdas por aquí. Podríamos usarlas.
James asintió, mientras el sudor comenzaba a aparecer en su frente.
—Bien. Te enseñaré los nudos que hay que hacer.
—Hay una solución más simple, chico —les llegó la voz de Harkness, medio ahogada por el viento y la piedra—. Mi idea era llevarme conmigo a Keenan, pero está claro que eso no va a pasar, si le estáis sujetando. Pero una vez que él me suelte a mí, podréis subirle y entregarle a la policía.
Hubo un clamor de protestas generalizadas:
—¡Se ha vuelto loco!
—¿Qué diablos dice, Harkness?
—¿Qué quiere decir con que él le suelte?
—Justo lo que he dicho —insistió Harkness, demencialmente sereno—. Entiendo, Easton, que usted y el chico han oído lo suficiente de nuestra conversación para saber lo que ocurrió.
James asintió con un gruñido.
—Me he quedado sin alternativas, querido amigo. La muerte es lo único que deseo ahora.
—¡Estúpido chiflado! —Exclamó Keenan—. ¡Vamos, le soltaré, si es lo que quiere! Tengo testigos que dirán que quería morir.
—¡No! —Gritó James—. Si le deja caer, Keenan, yo mismo le empujaré a usted. Harkness —continuó, intentando sonar razonable—, lo discutiremos todo una vez que esté usted a salvo en el campanario, no ahora. Quinn, coge esas cuerdas.
Mary gateó hacia el montón de cuerdas más cercano, probablemente dejado allí desde la instalación de la campana. Enrolló una alrededor de los tobillos de Keenan y anudó el otro extremo a unas anillas clavadas en la pared. Y entonces empezó el verdadero rescate.
Con los pies apoyados contra el reborde del respiradero central, James y ella tiraron con todas sus fuerzas. La cuerda era gruesa y fuerte, y no había obstáculos en su camino. Keenan tenía medio cuerpo dentro y Harkness era un peso muerto en el extremo opuesto. Sin embargo, cuando parecía que empezaban a hacer progresos, se produjo una furiosa lucha en el precipicio.
—¡Eh! —Gritó Keenan—. ¡Se me está yendo, se me está yendo!
—¡Sujétele! —Aulló Jame—. Por su propia vida, no le suelte.
—¡Me ha soltado él a mí!
—¡Entonces agárrele más fuerte!
Tiraron de la cuerda hacia arriba, subiéndoles poco a poco. Una pulgada, o incluso solo media. A veces, durante un minuto entero no conseguían hacer ningún progreso, debido al enorme esfuerzo que suponía alzar en vilo a aquellos dos hombres enormes que peleaban entre sí. Con la frente empapada en sudor, Mary pensó que James no podía dar más de sí: a pesar de sus heroicos esfuerzos, estaba empezando a flaquear. El brillo frenético de sus ojos había desaparecido y, por debajo del enrojecimiento de su cara a causa del esfuerzo, su piel parecía demacrada. Su respiración era entrecortada.
James la descubrió mirándole.
—¡Tira más fuerte!
Ella asintió, aunque ya lo estaba haciendo.
De algún modo, lograron que el torso de Keenan subiera unos centímetros, arrastrado por encima del murete. El albañil estaba muy quieto y en absoluto silencio, concentrado en aguantar y esperar. Por fin, sus axilas consiguieron engancharse en la barandilla.
—¡Aguante ahí! —Le gritó James, totalmente exhausto—. Vamos a ayudarle a subir a Harkness.
Solo les llevó un par de segundos llegar al murete. En ese intervalo de tiempo, con un movimiento desafiante, Keenan tiró de sus manos hacia arriba:
—¡Ahí! ¿No es eso lo que querías?
El aullido que cortó el aire fue siniestro, lo suficientemente agudo para producir un eco fantasmal en las campanas. A Mary le dio la impresión de que le perforaba el cerebro. Aunque era ya inútil, se abalanzó hacia el borde. Registró rápidamente con la mirada las hileras de tejas que había debajo del campanario, las tracerías góticas, y luego estiró el cuello hacia el recinto inmerso en sombras. En ese momento el sol desapareció por completo por debajo de la línea del horizonte y una nueva oscuridad, casi tangible, cubrió la ciudad ocultando a la vista el cuerpo que sabía que estaba allí abajo, roto y ensangrentado.
Un instante después, era ella misma quien gritaba por la sorpresa al sentir que una mano la agarraba por el cuello de la camisa y la empujaba hacia afuera, dejándola colgando en el vacío, como antes Harkness, por encima del hermoso tejado de la torre de St. Stephen. La costura del cuello de la camisa le arañó la piel, estrangulándola. Las puntas de sus pies apenas rozaban la piedra del muro del campanario. La mano era de Keenan, por supuesto. Qué estúpida había sido al acercarse a él, una vez que el albañil estaba a salvo.
James corrió hacia ella, pero un gesto imperativo de Keenan le hizo detenerse, por lo que se quedó totalmente inmóvil, con una mueca de horror dibujada en su cara. Solo se movían sus labios, formando la primera sílaba del nombre de Mary.
A pesar de lo asustada que estaba, Mary aún podía pensar con claridad. Sacudió la cabeza en un movimiento de leve negación. James no debía revelar que era una chica, hacerlo únicamente le otorgaría a Keenan un mayor poder, un placer más grande al hacerle algún daño. Miró a James a la cara, intentado hacerle entender el mensaje con los ojos.
—Gracias por subirme —sonrió Keenan—. Lo siento por Harkness.
—Vuelva a meterle dentro —dijo James, con la voz vibrando por la tensión y el agotamiento—. Keenan, no se imagina los problemas que usted mismo se está creando.
—¿Ah, no? Me parece a mí que está usted muy encaprichado con este inútil hijo de puta. Me parece que haría cualquier cosa por él.
—Es un buen chico —James sentía como si su pulso fuera un martillo golpeándole por dentro.
—Su pequeñajo chico especial, ¿eh? —Dijo Keenan, con desprecio—. No parece usted de esos que utilizan la puerta de atrás, pero supongo que no entiendo mucho de eso.
Mary estaba muy cerca. Cada dos segundos, la punta de una de sus botas golpeaba contra el murete. Se concentró en ello, la única esperanza que le quedaba en su situación actual. Era mejor pensar en eso que no en la sensación de ahogo en su garganta, la sangre zumbando en sus oídos, el terror puro que agarrotaba todo su cuerpo. Si pudiera disponer de medio segundo, de tan solo un instante… Si solamente hubiera dónde agarrarse, una columna, un saliente que pudiera utilizar para apoyarse.
—¿Qué quiere?
Keenan sonrió.
—Ahora está hablando con sentido. Lo que quiero, Querido Señor Ingeniero de Seguridad, es que se olvide de que alguna vez ocurrió lo que ha pasado en las dos últimas horas. Usted no ha venido aquí. No ha visto a Harky. Y desde luego no me ha visto a mí.
—Hecho —se apresuró a responder James—. Ahora métale dentro.
—No —bramó Mary. James era un auténtico hombre de palabra. Sin su testimonio, nunca condenarían a Keenan y todos ellos lo sabían.
—¿Es que nadie te ha enseñado a no contradecir a los mayores? —Keenan la alzó aún más y sonrío cruelmente al ver que casi no podía respirar—. Cuanto menos luches, más vivirás.
—Ya he aceptados sus condiciones —dijo James—. Métale dentro.
—Oh, eso no es todo —repuso Keenan—. Va a hacer su informe de manera que, para que quienquiera que pregunte, Wick y yo no tengamos nada que ver con nada. Solo somos dos simples albañiles que solo nos ocupamos de nuestro trabajo, y la muerte de Wick fue un trágico accidente.
—¿Qué más?
Mientras James y Keenan negociaban, los oídos de Mary detectaron un nuevo sonido en el exterior de la torre. Un ruido que se introdujo por encima del remoto murmullo de la ciudad: un silbido largo y agudo y luego las pisadas pesadas de botas sobre el empedrado. Al menos dos personas. Corriendo.
A pesar de lo cerca que se oía, ni James ni Keenan parecían haberse percatado. Y, al estar colgando en el vacío como un gusano en un anzuelo, ella no podía girarse para mirar. Pero cerró los ojos y escuchó, y los ruidos comenzaron a tomar forma en su mente, tan claros que podía visualizarlos. El silbato de la policía. Un par de agentes a la caza. Incluso, tal vez, el ruido de la puerta de la obra al ser abierta. El sonido que producían las botas al correr cambió ahora. Ya no estaban en llano, sino que daban pasos más cortos y rápidos. ¿Cuál podía ser la causa de eso? Creyó saberlo. Y esa idea le hizo abrir de nuevo los ojos y sonreír ampliamente.
—¿De qué te estás riendo? —Le espetó Keenan, acercándola a su rostro para mirarla más de cerca.
Aquella era la oportunidad que necesitaba.
—De esto —dijo, a la vez que le daba una patada en la ingle.
Un bramido de dolor.
Mary recibió un golpe en la mandíbula que casi la dejó inconsciente. Se quedó allí colgando, a ciegas, y tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba pegada al reborde del campanario. Lo que le golpeaba la cara era la cornisa de piedra. Un goteo continuo de sangre lo confirmaba, aunque la tensión no le permitía sentir ningún dolor.
—¡Dios mío, Mary! ¡Aguanta! —James estaba allí, desesperado y con la cara pálida, enlazando sus manos alrededor de los brazos de ella.
—¡Keenan! ¿Dónde está Keenan?
James ni siquiera miró hacia atrás.
—Olvídate de él, ha salido corriendo. ¿Puedes agarrarte a mis muñecas?
Logró hacerlo y un minuto después, seguramente fue menos que eso, aunque pareció mucho más, estaba al otro lado del muro, sintiendo su abrazo. James cayó de espaldas al suelo, estrechándola y apretándola contra su pecho con tanta fuerza que le hacía daño. Su corazón latía desbocado y le estaba clavando la barbilla en la cabeza.
—Dios mío, Mary. Oh, Dios mío. Pensé… Mary —le cubrió el pelo y la cara de besos y, cuando ella le devolvió el abrazo, él gimió y rió al mismo tiempo—. ¡Serás imprudente, osada, cruel y condenadamente tonta! Has estado a punto de morir, por la estúpida satisfacción de darle una patada…
—No —protestó ella, riéndose también—. Calculé mal. Creía que estaba más cerca de lo que lo estaba, por lo que parece.
—Bueno, en ese caso —James la hizo girar y puso encima—. Idiota.
—¿Quién es idiota? Tú estabas a punto de aceptar todas sus condiciones, solo para…
—Para salvarte la vida —asintió él, besándola otra vez, tan fuerte que Mary apenas podía respirar—. Tonto de mí.
—Él nunca hubiera mantenido su palabra. Tú habrías jurado todo eso y aun así él me habría tirado al vacío, por pura diversión.
—Y supongo que ahora me regañarás por dejarle escapar.
Mary estudió detenidamente la cara de James. Tenía los ojos inyectados en sangre, su pulso parecía enloquecido y su piel estaba ardiendo. Resultaba obvio que los efectos de aquel dudoso estimulante que había tomado estaban desapareciendo y enseguida volvería a sentirse enfermo y, como consecuencia, volvería a ser un gruñón. Pero a pesar de ello, no se le ocurría ninguna otra persona con quien quisiera estar, ni ningún otro sitio en el que hubiera preferido estar en ese momento.
—No —dijo, pensativa—, no voy a hacerlo.
James fingió asombrarse.
—Creo que le han cogido. Escucha —se quedaron en silencio y, a través del respirado oyeron los ecos de fuertes pisadas, gruñidos y un alarido desafiante—. La policía está subiendo.
—Hmm.
—¿Hmm? ¿Eso es todo lo que puedes decir?
—Bueno, normalmente estaría muy contento…
—¿Pero ahora no?
James volvió a besarla, con dulzura.
—¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Cinco minutos?
—Menos, creo —sin embargo, según lo decía la abrazaba y la besaba de nuevo.
—Maldita Inglaterra: un policía en cada esquina.
—Hmm. Y si no nos separamos nos arrestarán también a nosotros.
—Solo a mí, creo. Estoy dispuesto a arriesgarme.
Mary se rió, intentando apartarle de encima.
—¿Y qué pasa conmigo y mi inmaculada reputación?
Una nueva voz, cínica a pesar de faltarle el aire, sonó en la estancia:
—Diría que es un poco demasiado tarde para preocuparse por eso, señorita.
Mary cerró los ojos y gruñó. Maldición, maldición, maldición.
James levantó la cabeza al oír la primera sílaba. Entonces, al reconocer al dueño de la voz, una amplia sonrisa apareció en su cara y volvió a dejarse caer al suelo.
—Gracias a Dios —dijo, repentinamente agotado por el esfuerzo—. Llévenos a casa, Barker.