Capítulo 4
Lunes, 4 de julio
En el camino hacia el Palacio de Westminster
Solo había una pequeña caminata cruzando el Támesis desde su nuevo alojamiento en Lambeth hasta la obra en Westminster. A pesar de estar nerviosa por ser el primer día de su misión, Mary se esforzó en poner toda su atención en las calles que llegaría a conocer bien. A su alrededor, hombres, mujeres y niños caminaban arrastrando los pies en dirección al trabajo, o tal vez hacia sus casas después del turno nocturno. Los pubs ya estaban en funcionamiento para que los obreros se tomasen la pinta de cerveza del desayuno. De vez en cuando un aroma fresco a pan recién hecho saliendo de la panadería, o a una carretilla cargada de lirios entrando en una floristería, permeaba los ácidos, espesos y terrosos olores de la ciudad. Esquivó una carreta llena hasta los topes de lomos de ternera y sonrió al ver el puñado de perros que iban tras ella, esperanzados.
Su destino, la Torre de St. Stephen, surgía amenazadora por encima de todo aquello. Había sido diseñada para resultar gloriosa e imperial, pero desde su ángulo de visión el efecto quedaba arruinado por la ausencia de manecillas en dos de los relojes. A Mary la torre le resultó simplemente ciega, un paria delgaducho y desvalido varado al borde del río. Al poner sus pies en el puente de Westminster se dio cuenta de que respiraba casi sin coger aire. ¡Era una tontería creer que podría mitigar el hedor del río! Llenó sus pulmones con cuidado y se obligó a calcular la medida del tufo. Sí, seguía siendo intensamente familiar, aunque ligeramente menos desagradable a causa del frío. Después del Gran Hedor del año anterior, los espantados londinenses se habían pasado meses debatiendo la necesidad de limpiar el Támesis. La gente protestó en las calles, los periódicos lanzaron proclamas, los políticos pontificaron. Pero, como la mayoría de los londinenses, Mary solo lo creería una vez que hubiera visto los resultados. Por ahora, se conformaba con que el hedor no fuera peor que el del año anterior.
Ralentizó el ritmo de sus pasos por el puente, examinando detenidamente el Palacio de Westminster. Cualquier niño sabía que aquel era el lugar donde estaba el gobierno, donde se reunían la Cámara de los Lores y la de los Comunes. Aun así ella nunca había prestado especial atención a los edificios en sí, a pesar de lo enormes e imponentes que eran. Llevaban en construcción desde mucho antes de que ella naciera. Ahora, para muchos de los habitantes de Londres, los veinticinco años de reconstrucción del Palacio eran simplemente una broma obvia y sin gracia acerca del propio gobierno y de las clases gobernantes.
No había ningún movimiento en el Palace Yard. Era demasiado temprano para los legisladores, y demasiado tarde para los vigilantes nocturnos. La entrada a la obra estaba aparte, por lo que no había necesidad de entrar en el Palacio: así no se mezclarían peligrosamente los obreros con los demás. Sin embargo, ella dio una vuelta por el Palacio, cautivada ahora por su colosal volumen y por su avasallador detallismo. Fue como una revelación: no era hermoso en el sentido clásico y moderado, pero era feroz y extravagantemente gótico. La complejidad del diseño era hipnótica, sobrecogedora, y Mary pudo notar en la boca de su estómago la arrogancia y la tradición que el Palacio representaba.
Recorrió aturdida la longitud del Palacio y, al girar de vuelta hacia la Torre de St. Stephen, tuvo que detenerse para recordarse a sí misma quién no era. Se tocó la nuca tímidamente. Aunque tenía el aspecto exterior de un chico de doce años, todavía no se sentía como si lo fuera. La sesión de la noche anterior con Felicity, una pinta y un pastel de carne frío en un pub, le había sido de gran ayuda. Pero también había intensificado la sensación de que sabía muy poco del mundo de los hombres. Detrás de la valla de la obra habría enjambres de hombres y muchachos gruñendo, perjurando y haciendo lo que fuera que hacían los obreros al prepararse para trabajar, y todos ellos la examinarían al detalle y se darían cuenta inmediatamente si algo no encajaba. Naturalmente, era demasiado tarde para volverse atrás. Mary respiró profundamente, se limpió las palmas de las manos en sus pantalones y cruzó la estrecha puerta que llevaba al interior de la obra.
Se preparó para sentir un muro de ruido y una audiencia de áspera y desconfiada humanidad. No obstante, en el interior de la obra había más tranquilidad que en la calle. Pequeños grupos de hombres conversaban mientras preparaban sus herramientas, tragaban los últimos bocados de su desayuno o inspeccionaban el trabajo que quedaba por hacer. Ninguno levantó la mirada cuando ella pasó por su lado.
No parecía haber mucho orden en el lugar, al menos no a ojos de un extraño. Un pequeño cobertizo a su derecha parecía hacer las veces de oficina, por lo menos en su interior se distinguía una mesa cubierta por varios montones de papeles, pero no había ninguna persona. A nadie pareció extrañarle su presencia allí, así que recorrió el recinto lentamente, simplemente observándolo todo.
Se había imaginado que una obra sería un cruce entre una fabrica y un hormiguero: grupos de personas arremolinándose, ocupados haciendo nada hasta que una campana gigante sonaba llamándoles al trabajo, momento en el que todos se alinearían formando una cola. Sin embargo, lo que veía parecía más relajado y acondicionado al ritmo de cada cual. Ya había un par de albañiles que habían empezado a mezclar algo de argamasa, y otros cuantos parecían haber localizado el lugar donde trabajarían ese día. Nadie reparó en ella y sospechó que no se debía a la excelencia de su disfraz masculino.
En el lado sur, un grupo de tal vez media docena de hombres y chicos holgazaneaban a la sombra del Palacio. Al aproximarse, Mary se dio cuenta de que todos revoloteaban alrededor de un hombre. Este debía tener cuarenta y muchos años, con la barba, el bigote y la tripa bien alimentada habituales. También era el único que llevaba alzacuello y corbata, lo que significaba que muy probablemente era el encargado de la obra, Mr. Harkness. El hecho de que tenía aspecto de estar cansado y agobiado lo confirmaba.
—Entiendo —estaba diciendo— que sois pocos de momento. Intentaré encontrar un hombre que te ayude esta semana, pero es tu responsabilidad emplear a un nuevo miembro del grupo.
El obrero al que se dirigía, un tipo alto y corpulento de treinta y tantos años, le miraba con frustración.
—¡Como si no lo supiera! Pero eso lleva su tiempo. Nos hace falta un albañil experto, no un aprendiz inútil.
Bajo el ojo izquierdo de Harkness pareció que un músculo se inflaba.
—Lo sé —dijo con tono apaciguador—. Como ya he dicho, haré lo que pueda.
El capataz se abrió paso a empujones con el rostro ensombrecido por la rabia.
—Haré lo que pueda —dijo burlonamente, imitando el tono de Harkness—. Asqueroso hijo de… —sus ojos descubrieron a Mary y brillaron encolerizados— ¿Qué diablos estás mirando, chico?
Ella desvió la mirada rápidamente y penetró en el interior del grupo. Así que ese hombre había sido colega de Wick. Mary se preguntó si habrían sido amigos.
A Harkness le llevó un buen rato asignar tareas a cada uno de los obreros. Cuando finalmente Mary se presentó ante él, la miró intensamente con los ojos enrojecidos.
—¿Quién?
¿Es que no había hablado con suficiente claridad?
—Mark Quinn, señor. Voy a comenzar hoy como chico de los recados, si le parece bien, por favor.
El tic nervioso se repitió de nuevo y Harkness se llevó con desgana la mano al ojo desobediente.
—¿De chico de los recados?
Mary intento mostrar seguridad.
—Sí, señor.
¿Qué era lo que había fallado? ¿Acaso alguien se había olvidado de organizar su puesto? ¿O es que ella no daba el pego? Su estómago se retorció ante semejante idea. Unos cuantos hombres se habían detenido y la miraban con curiosidad desde que había empezado a hablar con Harkness. Quizás el disfraz saltaba a la vista, de algún modo…
Harkness se frotó bruscamente la cara con una mano.
—¿Y cuántos años tienes…? ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Quinn, señor. Tengo doce.
—Quinn. Doce. Y quieres trabajar como chico de los recados.
—Sí, señor —Mary empezaba a pensar en serio que Harkness era corto de entendederas.
—Hmmm —la miró con gesto especulativo—. Hablas muy bien…
Maldita sea. Se había esforzado en hacer que su voz sonase áspera y esquiva, en conseguir el acento justo, pero había puesto en peligro su papel desde el mismo comienzo al utilizar el vocabulario equivocado. ¿Qué clase de chico diría «si le parece bien, por favor» en lugar de simplemente «por favor»? Cinco segundos haciendo el papel y ya había metido la pata.
Harkness buscó algo en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo un arrugado fajo de papeles:
—Léete esto.
Roja de vergüenza, Mary cogió los papeles y leyó sin mostrar ninguna expresión, como una autómata, desde el principio:
—La refundición de la campana a cargo de la Fundición Whitechapel es solamente la primera… —los papeles fueron arrancados de su mano.
—¡Válgame Dios, sabes leer!
Por supuesto que sabía, y al darse cuenta de lo que había hecho sintió náuseas. Mary Quinn leía con fluidez, pero Mark Quinn no sabría leer ni escribir, tendría suerte si era capaz de firmar con su nombre. Y ella, más que nadie, tendría que haberlo sabido. Pero había estado demasiado ocupada lamentándose de su primer error que no se había dado cuenta de que estaba cometiendo ya el segundo, y de que este quizás fuera aún mayor que el anterior. Su pulso cayó de sopetón y sus mejillas empezaron a arder por el sonrojo. Estaba furiosa consigo misma y aterrorizada de realizar un tercer y peor paso en falso. ¿Qué le estaba pasando? No era de extrañar que los obreros más cercanos la mirasen de la forma que lo hacían.
Harkness le dirigió otra mirada perspicaz.
—Te lo pregunto otra vez ¿por qué estás aquí como chico de los recados?
No le quedaba más remedio que adoptar una pose insolente:
—¿Señor?
—No se te da bien hacer el tonto, Quinn.
Tenía razón. Pero, sin embargo, iba a intentarlo. Metió las manos en los bolsillos y bajó la mirada hacia el suelo.
—No puedo hacer otra cosa, señor. No hay dinero para pagar el colegio o para costearme un aprendizaje.
Harkness cruzó los brazos y pareció sentirse interesado por vez primera.
—¿Ni para un chico listo como tú?
—No, señor.
—¿No hay ninguna escuela cristiana dispuesta a darte educación?
—No, señor.
—Hmm.
Hubo una larga pausa durante la cual Mary se concentró en las puntas de sus nuevas-pero-viejas botas. Aquel tipo de interrogatorio personal no podía durar mucho. Lo último que necesitaba era que un encargado se pusiera a indagar sobre ella. Finalmente, alzó la mirada. Su rostro estaba encendido por la tensión, pero Harkness había debido encontrar ya lo que andaba buscando.
—Nunca te avergüences de admitir una necesidad, si no es culpa tuya —dijo con calma.
Mary asintió ligeramente.
—Sí, señor —¿Hacia dónde la llevaba esta conversación?
—Por el momento no tengo nada mejor para ti, Quinn.
Mary frunció el ceño.
—¿Nada mejor…?
—Que un puesto de chico de los recados. Ahora mismo no.
—Eso es todo lo que quiero, señor —balbuceó, intentando salvar el papel—. Solo necesito…
Pero Harkness sacudía su cabeza.
—No sé cuándo habrá disponible algo que se adapte mejor a tus habilidades. Pero hazlo lo mejor que puedas y demuestra lo que vales, y ya veremos. Él proveerá.
—¿Él, señor Harkness?
—El Señor, niño.
—Por supuesto, el Señor —debería haberlo imaginado.
—Trabajarás bajo las órdenes de los albañiles, asistiéndoles con cualquier tarea que te asignen. Su capataz se llama Keenan. También te encargarás de ir a por el té cuando sea el momento de hacer una pausa para reponer fuerzas. Uno de los otros chicos, Jenkins, te enseñará la rutina. La mía es una obra abstemia, Quinn, así que si los hombres te mandan a comprar bebidas alcohólicas, no tienes que hacerles caso. El té caliente es todo lo que se necesita para sostener el espíritu, no lo que se ofrece en los pubs.
Mary asintió. No sabía mucho del espíritu, pero ahora podía hacerse una idea sobre la popularidad de Harkness entre sus empleados.
—Y… eh… ya que estás mejor educado que el típico chico de los recados, Quinn, puedes encontrarte con que… bueno, puede que no te acepten tan rápido como aceptarían a uno de su misma clase. En esa situación, recuerda, chico, ofrecer la otra mejilla, y también que a quien tanto se le concede… —Harkness hizo una pausa para que ella concluyese la frase.
—Mucho se espera —murmuró Mary. La expresión de satisfacción en el rostro de Harkness le resultó familiar. —¿Puedo irme, señor?
Una vez más se repitió el tic nervioso.
—Sí, sí, lárgate.
No podía sentirse más aliviada por alejarse de él. Tres minutos y dos errores colosales. A ese ritmo no duraría ni una hora. Después de todo el esfuerzo, cortarse el pelo, las enseñanzas de Felicity, había fallado a la primera oportunidad. Para sentirse incluso más humillada, el papel de chico pobre trabajador no le era desconocido: después de la muerte de su madre había sido verdaderamente pobre, había estado desesperada y no había gozado de educación. En varias ocasiones no había tenido hogar. Había pasado hambre. Se había hecho pasar por un chico para evitar que la violasen. Pero su lamentable representación de hoy demostraba hasta qué punto había perdido el contacto con aquella parte de su infancia. Eso le provocó una inesperada y profunda conmoción.