Capítulo 23

Domingo, 10 de julio

Gordon Square, Bloomsbury

Estaba enfadada con él: como poco, eso estaba claro. Pero James no podía recordar qué había hecho, qué había dicho o qué era lo que ella había esperado por su parte. Tampoco podía ver su cara, únicamente su espalda esbelta conforme ella se alejaba caminando. Estaban en algún parque o en un prado, tal vez, no estaba seguro, no tenía idea de dónde, y la noche se les venía encima. Intentó mantener su paso, hablarle, pero no importaba lo rápido que corriese, ella continuaba sacándole ventaja. ¿Cómo podía moverse a tal velocidad?

La llamó pero ella no le oía. Y continuó persiguiéndola, y tropezando. Ahora le faltaba el aire y cada bocanada era como una puñalada en sus pulmones; a su alrededor el aire estaba caliente y pegajoso, como el sofocante y envolvente calor de Calcuta. Oyó el zumbido de un mosquito en su oreja y luego otro, y en Inglaterra hacía demasiado frío para que hubiera mosquitos, lo sabía, así que Mary debía estar en la India, lo que significaba que él, también estaba otra vez allí…

Los mosquitos siguieron zumbando, cercándole y lanzándose en picado sobre él. No tenía una red. Era estúpido dormir sin una red. Pero estaba caminando, ¿no? No estaba durmiendo. Estaba cubierto de sudor y tenía la camisa pegada a la piel de su espalda, los pulmones le dolían por el esfuerzo y ya no veía a Mary, el prado había desaparecido y aquellos condenados mosquitos empezaron a cacarear, a reírse histéricos, cada vez más alto, incluso cuando se tapó los oídos seguía oyéndoles. Si al menos ese ruido parase…

—Mr. James.

¿Por qué no podía alguien, quien fuera, hacer que se callasen?

—¡Señorito James!

¿Alguien, fuese quien fuese?

—¡Jamie! ¡Chico, Jamie!

Notó unas manos ásperas en su cabeza. Intentó apartarlas a manotazos, pero seguían allí, haciendo algo en su cabeza, apretándole. Y aquella voz continuaba repitiendo su nombre, su apodo de la infancia.

Luchó contra todo ello.

—¡Para! ¡Déjame!

—Pararé —dijo una voz fría y clara—, en cuanto te despiertes.

Con un escalofrío y boqueando en busca de aire, se despertó de repente, parpadeando ante el pálido resplandor de la luz del día londinense. Miró a su alrededor. Estaba en su dormitorio, por supuesto. Hacía frío. Y dos pares de ojos le miraban desde arriba: Mrs. Vine y George.

—¿Quién me ha llamado así? —Exigió saber. Tenía un sabor agrio en la boca.

—¿Qué, Jamie? He sido yo —dijo George.

—Oddio que me llam-m-men Jamie. Nnno vuelvas a hacerlo —sus dientes no paraban de castañetear. ¿Por qué no habían encendido la chimenea, si hacía tanto frío?

—Sí, diría que ha vuelto en sí otra vez —le dijo George a Mrs. Vine. Soltó un gran suspiro—. ¡Qué lástima!

—Estaba delirando, Mr. James —Mrs. Vine puso la palma de su mano sobre la frente de James—. Fiebre. Lo sabía.

—N-n-no tengo fiebre. M-me estoy congelando.

—Escalofríos —sentenció la mujer, pasando ahora la mano por las sábanas—. Y sudores, también.

—Oh, Dios mío. Es una recaída, ¿verdad? —dijo George, empezando a dar vueltas por la habitación—. Enviaré a por el doctor. Te lo advirtió, James.

—N-no seas esttúpido. N-no estoy ten-niendo una recaída. Solo necesito un fuego.

—Estamos en julio, no en noviembre.

—Aun así estoy conggelado. En-ncienda el fuego, p-por favor, Mrs. Vine.

El ama de llaves sacudió la cabeza en un gesto de gravedad.

—No con esa fiebre, Mr. James. Ya está demasiado caliente.

James apartó las sábanas en un impulso que sabía patético e infantil.

—Entonces lo encenderé yo mismo. —Le flojeaban las piernas y cada una de ellas le parecían pesada como si estuviera hecha de plomo. Bajo sus pies desnudos la alfombra le picaba y le quemaba, y cuando intentó levantarse, los músculos le fallaron—. Maldita sea.

Mrs. Vine le ayudó a levantarse y volver a la cama como si aún fuera un niño de ocho años.

—Es más inteligente tumbarse, Mr. James. Haré que le suban un té de corteza de sauce.

¿Por qué aquella mujer siempre tenía razón? La miró con rabia mientras el ama de llaves se retiraba y, luego, cuando ya se había marchado, dirigió su atención a George.

—¿Por qué sigues aquí? Creía que ibas a la iglesia con los Ringley.

—Cuando Mrs. Vine te oyó gritar en sueños, pensó que lo mejor era contármelo.

—¿Que yo… qué? —De pronto le pareció que el calor en la habitación era agobiante y apartó de un tirón la colcha— ¿Qué dije?

—Un montón de tonterías sobre vino, cartas falsificadas y hienas —la boca de George se estiró en una sonrisa taimada—. ¿O te referías a hienas que beben vino y son expertas falsificadoras?

Los recuerdos regresaron a su cabeza a una velocidad que le cortó la respiración. O tal vez eso también era un síntoma de una recaída.

—Yo… No me creerías si intentara explicártelo —necesitaba estar solo. Para pensar. Las sienes le palpitaban a causa de un dolor de cabeza insoportable—. Siento que no pudieras ir con los Ringley.

—No te preocupes. Les haré una visita esta tarde. Si para entonces te sientes algo mejor, claro.

—Seguro que sí.

Llegó la bandeja del té y James se bebió con ansia una taza del amargo brebaje.

—¿En realidad no has enviado a nadie a buscar a Newcombe, verdad? Ese hombre es un auténtico charlatán.

—Es un médico excelente —respondió George, con reprobación—. Lo que ocurre es que no te gustan sus consejos.

—Guarda cama todo el día y juega a las cartas. Una guinea, por favor. Siempre dice lo mismo, en todos los casos que atiende. Solo que el resto de sus casos son damas ancianas a las que les parece bien y creen que es un genio.

—Bueno —dijo George, algo cansado—, la malaria no te ha mejorado el carácter, desde luego.

James estaba equivocado con respecto a Mr. Newcombe, quien sí recomendó reposo absoluto, pero cobró una libra y diez chelines por ello, al ser domingo. Aun así, su veredicto complació a George, especialmente porque James no protestó.

—¿Sabes? —Dijo George, asomándose a la habitación de su hermano antes de salir de camino a casa de los Ringley—, me quitas un gran peso de encima, sabiendo que valoras tu salud y quieres cuidarte. Siempre estuve en contra de esa aventura en la India, ya lo sabes, y no nos ha hecho ningún bien como empresa. Pero en cuanto estés completamente recuperado, podemos ponernos en marcha y conseguir mejores y mayores trabajos aquí, en nuestra querida y vieja Inglaterra. ¡Hasta luego!

James le dedicó un sarcástico gesto de despedida, al que George contestó de buen humor. Al cerrarse la puerta del dormitorio tras su hermano, James se recostó sobre las numerosas almohadas que tenía en la cama, a la que le habían cambiado las sábanas por otras frescas y limpias. Bebió dos tazas de corteza de sauce y luego solicitó papel, pluma y tinta, y una pequeña mesa portátil sobre la que pudiera escribir.

Domingo, 10 de julio

Mediodía

Querido Harkness,

Habiendo completado mi evaluación de la seguridad de la obra en la Torre de St. Stephen, quisiera presentarle mis resultados a usted antes de entregárselos mañana al Primer Comisionado de Obras. Me gustaría visitarle hoy lo antes posible.

Cordialmente,

J. Easton

Escribió la carta rápidamente y sin titubeos, e hizo que la entregase un mensajero. Después, cogiendo una segunda hoja de papel, mojó su pluma en tinta y la dejó suspendida sobre la página durante un buen rato. Realizó varias tentativas, sin que la punta llegase a tocar el papel. Luego frunció el ceño. Bajó la pluma y la alzó de nuevo. Todavía cambió de opinión una vez más. Pasaron diez minutos y después veinte. Finalmente, con un gruñido de frustración, guardó la hoja. No tenía sentido. Ciertas cosas no podían escribirse.