Capítulo 24

Coral Street, Lambeth

Reid. Tenía que encontrarle, y rápido. La noche anterior no había llegado a contarle a James lo del libro de memorándums; se habían enfadado antes de mencionarlo y, de todos modos, no tenía una idea clara de cómo interpretarlo. Pero le había dejado con una sensación de urgencia y con la convicción de que fuera lo que fuese lo que Harkness había previsto que iba a ocurrir, ocurriría hoy. Fuera lo que fuera lo que Harkness y los albañiles estaban haciendo, Reid era la clave. Él era el menos endurecido, el más afectado por los remordimientos, el más maleable. Su amor por Jane Wick significaba que era el que más tenía que perder. La mejor opción para que la Agencia resolviera el caso era conseguir persuadir a Reid de que confesase. En caso contrario, se verían obligadas a confiar en las evidencias que Harkness y Keenan no destruyesen.

Mary salió por la puerta principal, una de las normas de Miss Phlox era que los huéspedes tenían el privilegio de utilizar esa puerta solamente los domingos y se dirigió por el Cut hacia la panadería. Con tantos negocios cerrados, resultaba algo extraño recoger un mensaje de la Agencia en domingo. Pero no era imposible. Había un pequeño callejón detrás de la hilera de locales cerrados y, tras echar una rápida mirada por encima de su hombro, aunque no es que esperase ver a nadie, Mary se metió en él. Alguien había volcado el cubo de la basura de la panadería. Lo que no se vendía se lo quedaba la familia del panadero, pero lo que ellos consideraban incomestible —pedazos rancios, restos que hubieran caído al suelo, harina agusanada— era aún deseable para los muy pobres, que rebuscaban entre la basura en cuanto se hacía de noche. A menudo, Mary había presenciado peleas entre dos o más personas para decidir quién era el primero en registrar un cubo de deshechos. En su lejana infancia ella misma había peleado, más de una vez, por un mísero bollo de pan.

Junto a la puerta trasera, el tercer ladrillo contando desde el suelo estaba suelto. Lo sacó de su sitio y metió los dedos en el hueco que había dejado. Dejó escapar un gruñido. Repitió la búsqueda. Era extraño. Hasta ahora había habido un mensaje cada día. Examinó el ladrillo, luego la pared, y finalmente, poniéndose de rodillas, tanteó la tierra del suelo. Seguía sin encontrar nada. Y no había forma de saber si el mensaje simplemente no había llegado o acaso había sido interceptado. Maldita sea, maldita sea, maldita sea.

De alguna manera, tenía que encontrar a Reid y ahora mismo no le gustaban mucho sus opciones.

No podía contar con James.

Podía volver al Hare and Hounds e intentar rastrear la ruta que Keenan había seguido ayer. Pero, dejando aparte su miedo a Keenan, la idea era absurda por el simple hecho de que las calles de la ciudad cambiaban constantemente y de que cualquiera que aún permaneciese en el pub no estaría en condiciones de recordar nada.

La opción de esperar a la mañana del lunes sin hacer nada era imposible, dado el misterioso plazo de Harkness. Pero, como poco, podía enviar otro mensaje urgente a la Agencia. Para ello empezó a caminar hacia el Pig and Whistle, un pub bastante nuevo a menos de un tercio de kilómetro de Westminster.

Caminó, al principio, a su ritmo de costumbre modificado, por supuesto, para acomodarse al estilo desgarbado de Mark. Pero cuando su irritación fue calmándose, poco a poco fue tomando conciencia de que algo marchaba mal. Alguien la estaba observando. Siguiéndola, incluso. No podía ver a nadie por delante o al otro lado de la calle. Pero…

Al llegar a Baylis Road, ralentizó el paso. Quien la seguía se mantuvo detrás. Continuó paseando sin rumbo, pensando quién podría estar siguiéndola. ¿James? Improbable, dada la manera en que se habían separado la noche antes. Además, hoy tenía que terminar su informe y aclarar sus ideas: suficiente trabajo para un domingo, sin ir también tras sus pasos.

Si no era James, se trataba de Keenan, una idea que le produjo escalofríos. Sus opciones de darle esquinazo eran muy bajas. Estaba en una zona de Londres que solo conocía someramente. Ni llovía ni había demasiada niebla. Y estaba tan agotada que le dolían hasta los huesos. El acostarse tarde, la tensión y un compañero de cama que roncaba con la fuerza suficiente para sacudir los cimientos de la endeble casa de Miss Phlox no componían una buena receta para descansar. Si iba a enfrentarse al que la seguía, razonó, lo mejor era hacerlo en aquella calle llena de gente. Especialmente si era Keenan.

Giró sobre sus talones antes de que pudiera pensárselo mejor. Y al hacerlo descubrió un par de ojos mirándola, a menos de cinco metros de ella. Ojos oscuros. Conocidos. Después de una larga pausa de incredulidad, Mary consiguió al fin hablar:

—¡¿Winnie?! ¿Por qué me estás siguiendo?

La chica se tambaleaba de un lado a otro, con las mejillas totalmente sonrosadas.

—Lo… Lo siento —intentaba controlarse, sin mucho éxito—. Yo… Yo solo… Pensé…

—¿Pensaste qué? —Mary hizo la pregunta a gritos, pero después, al ver la expresión de Winnie, bajó la voz—. Lo siento. No quería asustarte —resultaba irónico: la presa disculpándose ante el cazador. Pero Winnie siguió sin responder; únicamente la miraba, tímida y embelesada, mientras el color de sus mejillas pasaba del rosa al rojo—. Me has sorprendido, eso es todo —dijo con el tono más cortés que pudo lograr.

Winnie asintió. Jugueteó con la manga de su camisa, reuniendo el coraje necesario para decir algo. No llevaba puesto su uniforme habitual, una camisola marrón de mangas muy cortas. Hoy llevaba ropas de domingo: una camisa azul brillante que no le sentaba bien.

—¿Vas a ver a tus amigos? —Preguntó, con la voz entrecortada.

—Sí —Mary esperaba que aquel encuentro no se alargase demasiado. Quizás debería representar el papel de crío engreído y cruel. La cortesía podía suponer media hora de retraso.

—¿En St. John’s Wood?

—Puede. Tengo montones de amigos, ¿sabes? —Miró a su alrededor, dando a entender que tenía prisa.

—Supongo que los tienes, sí —pero Winnie parecía tan desamparada que Mary se ablandó.

—No puedes ir por ahí siguiéndome, Winnie. No es seguro.

—¡No estaba siguiéndote! Quería… Iba a preguntarte… —Aquí, respiró profundamente y soltó una retahíla tan repentina que Mary apenas entendió nada. Claramente, había estado ensayando algún tiempo: —¿Te gustaría venir a Poplar conmigo, para cenar, en nuestra casa? Todos los domingos cenamos comida de verdad, comida china, no esa porquería que sirven en la casa de Miss Phlox, y mi madre es una cocinera fabulosa, y mi padre está en casa de permiso, y… creo que te gustaría, un montón. Te recordará… bueno, te recordará a tu casa y todo eso.

Por un momento, Mary creyó estar soñando. O teniendo una pesadilla. La idea de la cena que le ofrecía Winnie —una familia china, una comida china— hizo que su estómago se revolviese con una sensación compleja de miedo, rencor y celos.

La estúpida de Winnie que invitaba a chicos desconocidos a casa de su familia.

La odiosa de Winnie que tenía una familia con la que reunirse.

La presumida de Winnie que creía que su familia era superior al resto.

La afortunada de Winnie que tenía una familia.

Mary miró el rostro sonrosado de la chica, sus ojos tímidos y esperanzados. Y saber lo que le esperaba en Poplar —una madre que era una fabulosa cocinera, un padre que había regresado de alta mar— la hizo volverse fría e insensible.

—No puedo. Tengo cosas que hacer.

Y, sin más, se dio la vuelta y se alejó de ella.

Estaba llorando. Otra vez.

Mary se internó en otro callejón e intentó contener el flujo de lágrimas. A veces le parecía que nunca había dejado de llorar. Pero al estar a solas, aunque fuese en una callejuela apestosa, en lugar de ayudarle a calmarse, parecía agitarla aún más, así que empezó incluso a lloriquear. Haciéndose un ovillo, se aplastó contra una pared sucia y dio rienda suelta a su llanto. Por su madre, que había muerto. Por su padre, que había desaparecido. Y, principalmente, por ella misma. Por Mary Lang, la niña mestiza, hija de un marino chino y una costurera irlandesa. Por la dulzura de su infancia, mientras habían vivido sus padres, y luego por su horror, después de su muerte. Por el hecho de que una vez había tenido una familia y un lugar al que dirigirse y ya nunca lo volvería a tener. Winnie no se había merecido su rudeza, pero tampoco comprendería nunca lo privilegiada que era.

Mary lloró como no lo había hecho en años. Tal vez como nunca lo había hecho antes. Y mientras lo hacía, sabía que no podía seguir así. Aquella era la última vez que se permitía a sí misma hacerlo, una especie de despedida. Porque después de ese momento de debilidad debía distanciarse de su identidad china. La negaría, la protegería, la ocultaría a cualquier coste, porque la realidad era simplemente demasiado dolorosa y demasiado peligrosa. En la sociedad inglesa no había sitio para los mestizos y su elección era sencilla: o renegaba de su sangre china o sufría las limitaciones que acarreaba su existencia. Lo último que quería era ser definida exclusivamente por la raza de su padre y por tanto la sacrificaría.

Era una elección difícil, odiosa. Pero era mejor elegir que ver su futuro destrozado en sus mismas narices. Gradualmente, los sollozos fueron cesando. Las lágrimas se secaron. Se limpió la cara lo mejor que pudo, usando para ello la cara interior de su chaqueta. Luego respiró profundamente, llenando sus pulmones con el olor fétido del río como un modo de concentrarse. Y se puso en marcha de nuevo hacia Westminster.