II
El horror es ser consciente de la propia necedad
y que le traiga a uno sin cuidado.
Brahim Llob
Estaba yo pensando en lo que me había dicho Lino una tarde en la Cornisa, cuando llamaron a la puerta. Estábamos comiendo algo en un asador. Lino, con la barbilla chorreando de jugo y ambos carrillos llenos, me había hecho esta profunda observación: «La manera más razonable de servir a una causa no consiste en morir por ella, sino en sobrevivirle». En aquella época, daba gusto vivir en el país, el chovinismo me tenía henchido de orgullo, y en mi calidad de defensor emérito de la ley no tenía por costumbre hacer caso de las observaciones de un subalterno. Hoy se me viene encima esta frase como un bumerán y me produce el efecto de una verdad salida de la boca de un niño. Hace horas que la llevo rumiando y no hay manera de digerirla. Es terrible.
Nunca me he enterado del todo de las cosas. Individuo huraño hasta la caricatura, la bajeza ambiental me mantenía constantemente en una especie de arisca megalomanía, cegándome ante unos, ensordeciéndome ante otros, asqueado de ver a todos los que me rodeaban corretear tras una zanahoria de cartón. Ahora lo sé: toda esa grisura que me velaba la cara, toda esa sorda animosidad que me corroía las tripas se debían a que no escuchaba. Sólo oía mi hiel de intocable, sólo percibía mi rechazo brutal de lo que no coincidiera con mi íntima concepción de los valores y los principios. Quizá intentara preservarme de la maldad circundante, o disculparme de las artimañas de los corruptos tan de moda en los centros de decisión, encerrándome en mi cascarón de coartadas. ¡Pura utopía! Una vez más, no me había enterado de nada.
Ciertamente —me consolaba— en todo cubo de basura hay algo intacto. Pero —me desesperaba acto seguido— ¿qué es una cosa intacta dentro de un cubo de basura? Ya la recoja un pordiosero o acabe en un vertedero, su destino sigue siendo el de la basura… Pues es falso, también hay posibilidad de que la reciclen.
Hoy, estoy convencido de que las aguas cenagosas de la laguna no alteran la pureza del nenúfar.
Debía elegir entre dos iniciativas para cumplir con mi compromiso con la sociedad: servirla o hacer que me sirviera. Opté por la que me sigue pareciendo menos abrumadora. Ha sido duro pero no me arrepiento. Todavía me sigo preguntando si debe uno ser del todo consecuente con sus convicciones, o hay que cambiar de chaqueta. ¿Y dónde se encuentra ese todo? ¿En el paredón, en la emboscada o sólo en la mezquita, con los demás ancianos, como corresponde a un buen jubilado?
Lino estaba en lo cierto. Tenía la boca llena, aquella noche en la Cornisa, y no sólo de pinchitos. Morir es el peor favor que se pueda hacer a una causa. Porque impepinablemente siempre habrá, por encima de los escombros y de los sacrificios, una raza de buitres lo suficientemente despabilados para hacerse pasar por aves fénix. Ésos no dudarán un segundo en hacer, con las cenizas de los mártires, abonos para sus jardines edénicos, y sus propios monumentos con las tumbas de los ausentes, y agua para sus molinos con las lágrimas de las viudas. Y eso es algo que no puedo soportar. Quizá por esa razón haya tardado tanto en contestar al timbre.
—¿Se te ha extraviado la trompetilla o qué? —relincha Dine desde el rellano—. Llevo diez minutos llamando.
Al verme con pinta tan siniestra, baja el tono y me propone una sonrisa caballuna. Luego, con su uña amarilla por la nicotina, tamborilea su reloj para darme a entender que vamos a llegar tarde a la cita.
Descuelgo con desgana mi chaqueta proletaria y lo alcanzo al pie de la escalera.
Dine está más excitado que un chaval en día festivo. Se ha puesto su traje de gala, zapatos italianos, y se ha rociado con suficiente colonia como para eclipsar el hedor de un fiambre descompuesto. Para hacer más serio, se ha colocado unas gafas de concha tan voluminosas que le comen la mitad del rostro.
—Escucha, cariño —me dice abriéndome la portezuela—, si piensas seguir con esa cara de perros durante toda la velada, mejor que nos quedemos en casa. Te recuerdo que vamos a visitar a una señora, así que a ver si nos comportamos porque tienes un aspecto absolutamente lúgubre —añade cerrando de un portazo.
No hago un solo comentario durante el trayecto. Me sobra amargura para aguar todas las fiestas del mundo, en primer lugar la de Dine. A él tampoco le apetece seguir haciendo el payaso para arrancarme una sonrisa. Mi execrable humor se le va pegando cual maléfica estampa. He estado a punto de pedirle que aparque y me deje regresar a pie. No para despabilarme y estirar las piernas, sino sencillamente porque el propio Dine está empezando a inflarme los mismísimos. Al fin y al cabo, tengo derecho a quedarme en mi casa haciendo mi limpieza mental y tomando una cierta distancia para saber por dónde voy. ¿Qué sabe Dine de mi soledad? ¿Por qué me lleva a casa de una viuda que no tiene por qué apetecerme ver?
Si a él le interesa, a mí qué me importa.
En cierto modo, Dine me está utilizando.
Hace tiempo que las fiestas han dejado de hacerme gracia. Secuela de una infancia confiscada, luego de una juventud fracasada, no es ahora cuando voy a cambiar.
De muchacho, cualquier alborozo me resultaba ajeno.
En la granja de los Guillaumet donde apencaba como factótum, no me quedaba tiempo para divertirme.
Debiendo multiplicarme para cumplir con las tareas domésticas y con los mandados, me esforzaba en ganarme merecidamente mis cuartos, sobrellevando mis altibajos con filosofía, como hacen las golondrinas, que saben conciliar el blanco de su vientre con el negro de su lomo.
Dios ha hecho a ricos y pobres, me enseñaban.
Así, cuando las guirnaldas engalanaban la vivienda de mis patronos y acudían de todas partes carrozas y automóviles ruidosos, cuando la algazara se extendía por toda la montaña y la risa de las mujeres se elevaba hasta el cielo, me conformaba con una rama de árbol o un cacho de sombra y contemplaba la felicidad ajena a través de un acuario.
En aquella época, siempre era el colono el que tenía algo que celebrar. Así era, había que hacerse a ello. Es la razón por la cual, hasta la fecha, no hay sitio para mí donde reina la alegría.
Llegamos a Hydra con cuarenta minutos de retraso, por culpa de una batalla campal entre polis y una partida de terroristas que nos obligó a dar media vuelta.
La señora Rym vive en una imponente casa que hace esquina con la calle de la Paz, frente a una plaza diseñada como un oasis rodeado de palmeras. El lugar parece tranquilo. No hay coches aparcados en las aceras ni ruidos. Un grupo de adolescentes de tez resplandeciente zanganea bajo una mimosa. Algunos tienen las sienes rapadas, otros una coleta en la nuca; todos exhiben un zarcillo rutilante en la oreja izquierda. En Argel, a esta comunidad de pijos se la conoce por Cofradía Chichi. Tiene la aptitud de pasar por una guerra sin que la guerra pase por ella.
La señora Rym queda muy aliviada al vernos aparecer. Empezaba a perder la esperanza, nos confiesa tomándome por el brazo para presentarnos a sus amigos, aparentemente aclimatados al fasto circundante. Hay muñecas que parecen de porcelana, señoras con pinta de pavo relleno y señores muy distinguidos. En grupo, probablemente para rumiar su enorme fortuna, unas viejas están arrellanadas en sofás con la inmutable alteza de las vacas sagradas, falsamente indiferentes a los encantos de los gigolós prestos a hacerles alguna gracia a cambio de unas monedas. Más allá, la crema de la sociedad. Reconozco, entre otros, a Baha Salah, un industrial sísmico, capaz de producir un siniestro con sólo sonarse los mocos. Amar Buras, un regionalista impenitente que supo nacer en la buena tribu y que aplica al pie de la letra el lema fundamental de los suyos: enriquecerse pronto y reinar largo tiempo. Lidera un partido político mafioso. El doctor Lunes Bendi, erudito legendario y oportunista inveterado que no dudaría en cargarse con lanzallamas a su madre con tal de que se hable de él. Omar Daif, un cineasta venido a menos que suele frecuentar las veladas mundanas para mendigar un mecenazgo, obstinadamente estrábico. El jeque Alem, ferviente adepto de la sedición en el 92, orgulloso de sus seis meses de reclusión, luciendo doctamente su barba subversiva como un erizo sus espinas. Y, claro está, el inevitable Kader Leuf, un periodista recto, objetivo y perspicaz, con tanto carácter como un queso francés.
Pasamos de un nabab a una anciana rentista con la misma soltura que un octogenario se enfrenta a una prueba deportiva. Un señor está tan ocupado hurgándose la nariz que ni siquiera nos puede dedicar un segundo. Con esto pueden hacerse una idea de la seriedad de nuestro periplo. De saludos simuladamente corteses en zalemas furtivas, conseguimos mal que bien dar una vuelta por la feria, al final de la cual nuestra anfitriona nos abandona para atender a otros recién llegados.
—Es asombrosa —exulta Dine comiéndose con los ojos a la señora Rym.
—¿La opulencia?
—La señora, ¡hombre! —farfulla irritado.
Le concedo el beneficio de la duda y doy carpetazo al asunto.
Mostefa Haraj abandona su archipiélago útil y hace tintinear el hielo de su whisky bajo mis narices. Haraj es banquero. Nos conocimos durante un interrogatorio que nunca me perdonará. Achaparrado como un mojón, malencarado y malvado, antes arriesgaría un crédito que sonreír a un desconocido. ¡Sencillamente detestable!
—¿Alucino o qué? —grita con su voz purgativa—. Brahim Llob entre la élite, quién lo habría creído.
—Su entusiasmo me alienta.
De seguido se le arruga el belfo.
—No tengo intención de alentarle. Si supiera el asco que me da usted… Desgraciadamente, me faltan palabras.
—No es lo único que le falta.
Su mirada me atraviesa de parte a parte como una estocada. Menea su brebaje con mano altiva y añade:
—Tengo un amigo en París. Le voy a preguntar si ha desaparecido una gárgola de la catedral de Notre-Dame.
—No es necesario que lo moleste, la tengo al alcance de mi escupitajo.
Se estremece de pies a cabeza. Sus venas se espesan horriblemente alrededor de su calvicie. De repente, una impresionante deflagración hace vibrar ventanas y paredes, cortando en seco la conversación. Aprovechando esta intempestiva incongruencia para batirse en retirada, Mostefa Haraj se vuelve a juntar rápidamente con sus congéneres en el mirador. A lo lejos, un gigantesco racimo de humo sitúa el lugar del drama que acaba de fulminar una vez más a la ciudad.
—Setenta y ocho —suelta con risa ahogada el jeque Alem, sin disimular el morboso regocijo que ilumina sus pupilas—. La bomba número setenta y ocho que petardea en Argel.
Me acerco al balcón para ver las llamas flagelar los faldones de la noche. Dentro del silencio crispado, la risita del barbudo alcanza proporciones sepulcrales. Se me va la mano y lo agarro por el cuello de su sotana para apartarlo.
—Permítame…
Intenta fruncir el ceño. Mis dedos se cierran sobre su nuca hasta hacerle daño; se retira vilmente, envuelto en su villanía de charlatán hipócrita y cobarde, y con su retirada se produce una extraña luz, como cuando se conjura una maldición.
Unos minutos después, nos llega el mugido de las sirenas en forma de coral apocalíptica. Una señora pintarrajeada como una actriz japonesa junta sus manos cuajadas de joyas, en melancólica oración, y busca en el cielo un interlocutor lo bastante complaciente para tomarla en serio. Detrás de ella, una joven pareja hace muecas de displicencia, como si temieran que se les fuera a chafar la velada.
—No nos quedemos aquí —reacciona Baha Salah.
—Tienes razón —añade Amar Buras—. No permitamos que una pandilla de piojosos nos amargue la noche.
Algunos invitados siguen al industrial en la sala. Los demás se rezagan en el patio, más o menos atentos a los ruidos lejanos.
El doctor Bendi enciende su pipa con una calma olímpica y, con una mano en el bolsillo y otra sosteniendo su cachimba, contempla la humareda como quien contempla una obra de arte.
—¡Dios! Esta guerra que ocultamos como si fuera una enfermedad vergonzante —suspira Omar Daif—. Me parece que me voy a volver loco.
Aquello no distrae para nada la contemplación del erudito.
El cineasta cierra el puño. Sus ajadas facciones acentúan aún más su desaliento.
—¿Cuándo va a acabar esto, doctor?
—Me he dejado la bola de cristal en el despacho.
Lo dice en tono seco, expeditivo.
Omar Daif se pierde en sus pensamientos y regresa, afligido:
—En cualquier otra parte, toda la nación se moviliza cuando hay una fuga, una bomba, un disparo. El menor acontecimiento requiere al minuto una declaración del presidente. En nuestro país, están violando y decapitando a chiquillas, los críos son despedazados a bombazo limpio, familias enteras masacradas a hachazos todas las noches, y hacemos como si la cosa no fuera con nosotros.
El doctor da una larga chupada a su pipa, suelta el humo en la cara del cineasta y vuelve junto a los nababs en el salón.
Omar Daif engancha a una vieja que está a su lado:
—Es cierto. Mire por ejemplo la tele. Enciéndala y se topará con un programa en las antípodas de nuestra tragedia.
La abuela frunce primero las cejas y mira a sus cortesanos, como si la estuvieran acusando a ella, luego hace un respingo con la nariz y desaparece seguida por su jauría de gigolós.
—No dramaticemos —interviene un Kader Leuf condescendiente agarrando al cineasta por el codo—. Nuestra guerra se enmarca dentro de las mutaciones que se producen en todos los continentes. Todo se produce dentro de un orden y nosotros no estamos excluidos. Están el Zaire, Ruanda, Bosnia, Chechenia, Oriente Medio, Irlanda, Afganistán, Albania… Lo que ocurre en nuestro país es más biológico que otra cosa. Se está descubriendo a sí mismo. Está negociando su pubertad. Se trata de una simple crisis de adolescencia.
Me quedo solo en el mirador, derrumbado sobre la balaustrada, un poco en las nubes. La señora Rym se desliza a mi lado. Su mano se posa con delicadeza sobre la mía.
—¿Por qué me ha invitado usted a esta feria de chalados, señora?
—Es para que sepa por lo que tengo que pasar todas las semanas.
—Nadie la obliga.
—Razón por la cual intento hacer nuevas amistades.
—¿De verdad?
—Por supuesto. En mi mundo sólo se habla de beneficios, de política, de sociedades, y sólo de eso. Estoy cansada. Yo soy una soñadora, señor Llob. Me gusta languidecer a la orilla de un río, cerrar los ojos y creer en los cuentos de hadas, aunque tenga que besar en la boca a un sapo. A veces, me entran ganas de dar un portazo y de ir a soñar tras los matorrales. Soy hija de campesino, señor Llob. Mi padre tenía una cabaña a dos pasos del bosque. Si se mudó fue porque temía que me desvirgaran al pie de un árbol. Lo único que yo sabía hacer era vagar por los bosques.
Ahora los dedos de su mano están entrelazados a los míos. Sus ojos relucen por efecto de las farolas y parecen un par de joyas. Su perfume se impone netamente a los olores del jardín.
—Soy como esas rosas que cuido amorosamente. Ninguno de mis invitados se fija en ellas. Aquí sólo vienen para juerguear. Y cuando se van, de madrugada, las lágrimas que derramo son como el rocío de mis flores.
Me agarra por la cintura, aplasta sensiblemente sus pechos contra mi costado.
—Venga, amigo mío, pasemos al comedor.
La sigo.
—¿Le gustan a usted las flores, señor Llob?
—Entre otras cosas.
—¿Hay alguna variedad que sea de su predilección?
—Digamos que languidezco por aquella que ya nunca volveré a cortar.
—¿Y cuál es?
—La flor de la juventud.
La cena está servida en una sala inmensa cubierta de terciopelo. La mesa tiene al menos una veintena de metros. Hay comida como para alimentar a una tribu durante dos días. Me sientan entre dos señoras crujientes, en el centro del dispositivo, la señora Baha Salah a mi izquierda y la señora Haraj a mi derecha. Para presidir la mesa, nos toca Amar Buras. ¡Sabía que no me iba a librar de él! Como cree que está en un congreso, nos suelta un discurso ininteligible y nos ruega que nos apuntemos masivamente a su movimiento para restablecer la paz y la prosperidad en Argelia. Su buró político lo aplaude. Es la hora de los valientes: las soperas se toman por asalto.
—¿En qué partido milita usted, señor Llob? —me pregunta mi vecina de la derecha.
—Mi familia es mi partido, señora.
—Tiene usted toda la razón. No veo a su mujer.
—La tengo en casa, preparándome el baño.
—¡Ay, pillín! Mientras le prepara el baño, usted buscando motivos para meterse en él.
Una segunda deflagración nos sacude. De inmediato, Baha Salah toma la iniciativa.
—No hagáis caso a esos gilipollas, queridos. Hartémonos hasta reventar.
El aplomo del industrial relaja el ambiente. Emboscado tras una burguesa gordinflona, el jeque Alem me vigila. Cuando vuelvo la cabeza, suelta:
—¡Setenta y nueve!
—No te da vergüenza, Jeque —se indigna el cineasta—. Un Haj como tú, con un pie en la tumba. Te regocijas viendo cómo tu país se convierte en humo…
—La culpa es de los militares —vocifera el barbudo—. No debieron interrumpir el proceso electoral.
—Los militares cumplieron con su deber. Si la casta de los oficiales alemanes hubiera demostrado el mismo valor para pararle los pies a Hitler, habría habido una guerra civil en Alemania, pero el mundo no habría conocido el holocausto, ni las deportaciones masivas, ni los hornos crematorios.
—Jamás hemos incluido en nuestro programa la intención de desatar una guerra mundial —protesta el jeque.
—¿Y la depuración cultural que el FIS anunciaba? ¿Y la horca que prometía a los intelectuales? ¿Y el totalitarismo que preconizaba? Estoy convencido de que si hubiera gobernado, el país habría vivido un genocidio sin precedentes. Afortunadamente cometió la metedura de pata táctica de su desobediencia civil…
Ahí, el doctor Lunes Bendi golpea el borde de su plato con una cuchara para pedir silencio. Muy concentrado, fija su mirada en el jeque y en el cineasta con una sonrisa despectiva.
—Suban el nivel, señores, no estamos en la taberna de la esquina.
Seguro de haber puesto firme a todo el auditorio, posa la cuchara y se retrepa sobre su silla. Toquetea con dos dedos su corbata Lacoste.
A mi lado, la señora Baha Salah se agita como una marrana en celo. Desde que nos hemos sentado no le quita el ojo de encima. Y cada vez que sus miradas se rozan se le estremece el cuerpo.
El doctor respira hondo y truena:
—¿Cómo puede ser que el FIS, que estaba a punto de arrasar en las legislativas, se pusiera fuera de la ley de la noche a la mañana? ¿A qué venía su desobediencia civil? Se había convertido virtualmente en el Parlamento. Entonces, ¿por qué, de repente, lo fastidió todo para acabar en la cárcel?
Las preguntas del doctor dan la vuelta al banquete sin que nadie las responda.
—Es cierto —gorjea finalmente una señorita miope—, es aberrante. La calle lo aclamaba. Los sondeos le daban una mayoría del ochenta por ciento, con o sin pucherazo.
—Es aún más chocante cuando se piensa detenidamente en ello —confirma un gigoló para llamar la atención.
El doctor comprende que ha puesto el listón demasiado alto y enfatiza su sonrisa.
Dice:
—Esta historia de desobediencia civil no se tiene en pie. Era sólo el principio de la superchería. El FIS ha sido utilizado como caballo de Troya. Todo estaba montado desde hacía años. El FIS no ha venido para reinar, sino para guerrear. La nomenclatura ha actuado contra natura. Su fortuna crapulosa desbordaba ya el socialismo de fachada y amenazaba con delatarla. Temía verse arrastrada por el maremoto de sus abusos, de sus especulaciones. Necesitaba un espacio vital. Urgentemente. Ya estaba harta de cebar los bancos de ultramar, de congelar miles de millones. Quería recuperar su botín, invertir en casa, en su propio país, un auténtico Eldorado en barbecho. Pero había un quid. Cada vez que insinuaba que tal capitoste planeaba lanzar un gran proyecto, el populacho se mosqueaba: «¿De dónde ha sacado su capital?». «Min ayna laqa hada?», se cotorreaba. A la larga hubo que bajarle los humos a esta nación de inmovilistas. ¿Cómo? ¡Con la guerra, por supuesto! Hacía falta una crisis, un jodido pedazo de crisis de mierda, pero una crisis manejable. ¿La carta bereber? El envite era demasiado arriesgado. ¿La carta de la arabización? Los intelectuales son unos pésimos mercenarios. Ahora bien, había que poner el país patas arriba, quemar la tierra, traumatizar la memoria, hacer pasar por el aro a los «inmovilistas», hambrear a este pueblo de subsidiados ingratos y obtusos hasta que tuviera que mendigar el pan de sus hijos, que prostituirse por un trabajo cualquiera. Entonces llegaría la nomenclatura, y diría con cinismo: «Me gustaría invertir, pero y el qué dirán…». «Al carajo el qué dirán. Nos importa poco saber de dónde habéis heredado vuestras fortunas. Tomad las fabricas destrozadas y convertidlas en imperios. Si os repele desescombrar, nosotros barreremos hasta delante de vuestras casas. Lo único que queremos es trabajo». Y asunto resuelto. Así de fácil. Mientras los teóricos van por ahí acosando la quimera, el país entero arde. Los bomberos que se ofrecen para intervenir son los propios pirómanos. Han apostado por el buen caballo: el integrismo. La cofradía estaba disponible, babeante de frustración, belicosa, adoctrinada. Ayer cultivaba el odio. Hoy, divierte. A papá no se le puede enseñar cómo se hacen los hijos. La legalización de los partidos religiosos estaba negociada con el único fin de legitimar la sedición. Han elevado a la movida islamista al rango de profecía, y luego la han abandonado a su suerte. Obviamente, los estafados tomaron las armas. Primero el MIA, el brazo armado del FIS. Luego el GIA, el pulso férreo del Padre. Esta guerra no es sino una cantera que se reparte cordialmente la mafia político-financiera. Cuando por fin estén puestos los cimientos de su imperio, chasqueará los dedos y volverá la calma como por ensalmo. El pobre contribuyente se quedará tan aliviado que nunca jamás querrá volver a polemizar.
Dicho esto, aparta su plato, se levanta en medio de un atronador silencio, saca su pipa y se retira valientemente, sin siquiera mirar a la asistencia.
Durante tres minutos nos quedamos patidifusos, sintiéndonos culpables de haber estado tan poco a la altura de un monumento de inteligencia. A la señora Baha Salah se le han enlechado los nudillos de tanto torcer su servilleta. Enfrente, a Dine le cuesta recuperar el aliento. Todo el mundo se mira sin aventurar una palabra. Finalmente doy la primera señal de vida bebiendo un par de tragos de agua que, en medio del abismal mutismo, resuenan en mi gaznate como las dos bombas de antes.
—¡Fantasía! —lanza Kader desde la otra punta de la mesa.
—¡Ya me dirás! —gruñe Baha Salah—. Se toma por el Nerón de la erudición.
—Goebbels tenía razón. Hay que desenfundar el revólver cada vez que un fulano saca un libro —ríe con sarcasmo Haraj.
—¡Mal rayo parta a esos intelectuales! Se creen los más listos, por eso pretenden siempre impresionar —dice un muchacho cuadrado con una frente de ariete—. Anda, bonito, pásame aquella bandeja de plata.
—No hay más que ver a esos enterados crucificarse en las cadenas de televisión extranjeras. Unos insalvables chivos expiatorios. Tienen miedo, duermen mal, están acosados, ni siquiera pueden ir a buscar su coche al aparcamiento, se los quieren cargar, están solos, luchan en todos los frentes…
—¡Lo que hay que hacer por un miserable permiso de residencia!
—¡Ojo! —observa Amar Buras— A algunos les ha salido redondo. He conocido a un miserable chupatintas que se las veía y se las deseaba para aliñar una sola frase. Pues hoy es una lumbrera. Arrambla con un premio en cada esquina.
—Para mí que los occidentales están un pelín chochos. Basta que les digas que estás condenado a muerte para que se sientan culpables.
—¿Condenado a muerte? ¿Eso qué es, condenado a muerte? ¿Los pobres desgraciados que despedazan en las carreteras, en los aduares, ante sus hijos, estaban condenados a muerte?
—¡Astaghfiru ’Lah! —suspira el jeque Alem con el cuello hundido en los hombros.
—Escuchad, chicos —se irrita Baha Salah a la vez que señala con un gesto amplio los montones de vituallas—. Aquí estamos de fiesta, pero tampoco hay que pasarse. Olvidemos a esos perros, os lo ruego.
—De todos modos, no impedirán que la caravana prosiga su camino —añade Haraj.
Los brazos se abalanzan sobre las bandejas en espontánea coreografía, las bocas se tornan tragaluces, el ruido de los tenedores inunda la sala, pautado por el de las succiones.
—El salmón está súper suculento —cacarea una calentona lamiéndose voluptuosamente los dedos.
—Señora Rym —lanza un guaperas bajo su mechón rubio— permítame que le diga que su crema inglesa es una delicia.
—La reina Isabel en persona me la ha preparado.
Risas, ya se ha pasado página sobre lo del doctor Bendi, las bombas y las miserias del mundo.
La señora Baha Salah aprovecha el alborozo para retirarse de puntillas.
Mi vecina de la derecha busca mi pierna bajo la mesa.
—¿No come usted, señor Llob?
—Vigilo mi obesidad.
Su mano cosquillea mi rodilla, corre por mi muslo, juguetea arriba y abajo. Su temeridad me pilla desprevenido. Su mirada imperturbable me desconcierta. Me pongo tieso. Se lo toma como un consentimiento y prosigue su paseo por una región supuestamente tabú.
—No se moleste en aventurarse más allá, señora. Hace lustros que no me arranca el motor.
—Soy una gran entendida ¿sabe usted? Eso se lo arreglo yo en un momento.
—No lo dudo, pero no es necesario.
Retira su mano y la pone encima de la mesa. Me contempla sin perder la sonrisa y me confiesa:
—Es usted endiabladamente sexy.
—Las apariencias, querida. En realidad, soy algo así como el melón. Voy engordando en detrimento del pedúnculo.
Ahí tiro la toalla y me levanto.
—Tan amigos, señora.
Me hace un guiño, fair play.
Dine me alcanza, me desaprueba:
—Desde luego, eres imposible. ¿Y ahora qué pasa? ¿No puedes quedarte quieto un segundo?
—Quiero volver a mi casa.
—Estoy cerrando un negocio ¡Joder!
—Nadie te lo impide. Voy a tomar un taxi.
—¡Ni hablar! Hemos venido juntos y nos iremos juntos. ¡Compórtate, coño! De todos modos te dará la depre en tu casa. Concédeme sólo una horita.
—Media hora, Dine. No aguantaré un minuto más.
—Muy bien.
—¿No hay un rincón donde lo pueda sobrellevar con paciencia? Me agobia esta gentuza dorada.
—Hay una biblioteca. Toma el pasillo hasta el vestíbulo. Está a la izquierda. Ve a espabilarte un poco. Hay unos libros fabulosos, una tele gigante y un vídeo.
Apruebo con la cabeza y voy hacia el vestíbulo. A la izquierda, una puerta maciza acolchada se abre sobre una habitación grande como un gimnasio, atestada de sofás de cuero, de platería y de interminables estantes repletos de libros. Enciendo un pitillo y empiezo a buscar un autor interesante. Me interpela un gemido justo cuando opto por Naguib Mahfuz. Me doy la vuelta. La habitación está vacía. Un nuevo gemido me orienta hacia una portezuela oculta tras un minibar en la que no me había fijado al entrar. Me acerco, echo una ojeada por la cerradura y veo, sentado en un sillón, con las piernas abiertas a una soberbia erección y los brazos caídos a los lados, al doctor Bendi y, a sus pies, en pleno ataque de frenesí, a la señora Baha Salah desvistiéndose mientras le hace una vertiginosa felación.
No puedo más.
—¿Estás celoso de cómo me lo monto, o qué? —refunfuña Dine mientras conduce como un loco—. Estaba a punto de cerrar el negocio de mi vida.
Lo dejo bramar hasta que se harte. Mis pensamientos aprovechan mi exasperación para ensanchar el abismo que se empeña en tragarme inexorablemente hasta el fondo de las tinieblas. Ya no siento necesidad de agarrarme; peor aún, me dejo hundir en una especie de paz interior, pues todo me parece feo en la vida. ¿Para qué he tenido que ir a casa de la señora Rym? ¿A qué venía toda esta grosera mascarada, escandalosamente cretina? ¿Debo hacerme definitivamente a la idea de que nada se resiste al dinero, de que todo se compra y se vende, absolutamente todo?
Estoy horrorizado.
El tercer pitillo en un cuarto de hora no consigue acabar de asfixiarme.
Dine se salta un stop y toma una curva cerrada que hace chirriar exasperantemente los neumáticos. Está furioso. Su puño martillea el volante, golpea la palanca de cambio. Su numerito no me impresiona. El coche se bambolea al pillar un bache en otra curva, y doy de cabeza contra la ventanilla. Dine ni se entera. Como le ha sentado fatal mi precipitada salida de casa de la viuda más bella del todo Argel, intenta exteriorizar su cólera dándole que te pego al acelerador.
—Cariño, con esa cara de entierro no hay quien consiga seducir al destino —bufa con furor—. Hazte cuanto antes la cirugía estética. Eres desesperante.
Más bien desesperado. Desesperado de ver cómo mi mundo se marchita en el hálito de las quimeras; desesperado de constatar, a mi avanzada edad, que ya nada queda de las esperanzas que me esforzaba en mantener frente a la adversidad, frente a las hordas de oportunistas y a la bulimia de los arribistas. ¡Ah, Dine! ¿Dónde fueron a parar aquellos años de gallardía en que improvisabas increíbles acrobacias para llegar a final de mes? ¿Dónde fue a parar aquel soberbio hombretón cuyo salario de miseria no alteraba para nada la rectitud? Los cebos eran sin embargo tentadores. Era fácil hacer como todo el mundo, buscarse un propio lugar bajo el sol, hacer uso de su influencia para beneficiarse de una renta consistente; estaba tan al alcance de cualquier bolsillo, pues así estaba el país de enmohecido. Pero algunos eligieron no renunciar al juramento de los justos, no trocar sus principios por privilegios falaces. Conservaron el honor por encima de las fortunas; se mantuvieron en pie en medio de las tinieblas.
Mi cuarto pitillo me devuelve veintisiete años atrás, en una pequeña comisaría de El Hamri, un barrio pobre de Orán. Allí me planté una mañana de abril, con mi maleta en una mano y en la otra un documento. Llovía a cántaros aquel día, el cielo estaba tremendo. Yo estaba cumpliendo una misión en destierro. Descubría una ciudad que no conocía. Tras una mesa de despacho caduca se encontraba un hombre jovial. No sabía hablar sin apoyar sus frases con carcajadas. Su sola sonrisa alegraba la tormenta allí fuera. Se llamaba Dine. Nos hicimos amigos apenas nos dimos la mano, y hemos seguido siéndolo durante años, a pesar de las peripecias de una vida profesional de perros. Pero, por lo visto, hay fachadas robustas que se derrumban de repente con sólo tocarlas.
Llegamos ante mi casa. La avenida está desierta. Las escasas y raquíticas farolas alineadas recuerdan espectros reducidos a la mendicidad. Una luz paliducha aureola sus remates con un nimbo de consternación. Éstos son otros tiempos. Los golfos que armaban jaleo en los patios han desaparecido. Los tenderos bajan sus persianas al anochecer. La calle queda entonces en manos de la angustiosa incertidumbre, de las ventolinas ociosas y de los perros callejeros.
—Menea tu culo —me gruñe Dine—. La vida es elección: o lo dejas o doblas la apuesta.
—En tu opinión, ¿en cuánto se ponen veintisiete años de amistad sin impuestos?
Mi tono oscuro lo pilla de sorpresa, literalmente lo descabalga. Empieza soltando el volante, se pega a la portezuela para mirarme de frente. Se le estremece el bigote.
—¿Perdona?
—¿A qué estás jugando? —le suelto a quemarropa.
No comprende, pero percibe netamente el olor a chamusquina.
—¿De qué va ese galimatías, Brahim?
—¿A qué estás jugando?
Se traga la saliva.
—No te sigo.
—¡Ya me dirás! ¡Si soy yo el que anda correteando detrás de ti como un perrito!
Mira de frente, parece interesarse por un gato que está destripando metódicamente una bolsa de basura. Intenta recuperar el aliento, poner orden en sus ideas. Se vuelve por fin hacia mí. Ahora son sus ojos los que no siguen.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —farfulla.
—Más que seguro. En cambio, no creo que acabe en algo positivo.
—¡Vaya por Dios! A mí me parece que estás flirteando con la paranoia.
Con mis dos manos abiertas, le ruego que no anticipe.
—Mira, Dine. Es verdad que me han dado un palo de cuidado, pero de ahí a que me sueltes que me he vuelto majara, tampoco está bien… En primer lugar, me raptas de mi casa para llevarme manu militari al restaurante más prestigioso de la ciudad. Como por casualidad, la señora Rym había reservado la mesa de al lado.
—Pura coincidencia.
—Pongamos. Luego, esta noche vas directo a su casa como si la conocieras perfectamente.
—La llamé por teléfono por la mañana para preguntárselo.
—¿Por teléfono?
—No es ninguna extraterrestre. Su número aparece en la guía.
Asiento con la cabeza, perfectamente relajado.
—Hasta aquí te las estás apañando bien. Veamos ahora si tienes respuesta para todo… ¿Me quieres dar a entender que jamás habías puesto los pies en su casa?
Intrigado, activa su microchip para ocultar toda posible anomalía en sus planes. Se le juntan las cejas. Al no detectar nada comprometedor, me vuelve a plantar cara con cierta agresividad.
—Así es.
—¿Jamás habías pisado su casa antes de esta noche?
De nuevo, la duda le vela la mirada pero se repone de inmediato y truena:
—¡Jamás!
—Entonces, ¿cómo sabes que la biblioteca se encuentra al final del pasillo, a la izquierda de la entrada, y que dentro hay libros fabulosos, una tele gigantesca y un vídeo?
Un detalle ínfimo, despreciable, fútil… Dine se pone lívido, parece como si de repente se hubiera deshidratado. Le tiembla la boca, incapaz de encontrar palabra, y se le atraganta la nuez.
Le hago ¡pum! con el índice y el pulgar y salgo del coche.
No lo oigo arrancar hasta que he alcanzado el descansillo del tercer piso.
Alguien ha venido a hacerme una visita mientras me encontraba en casa de la señora Rym. Se le ha olvidado apagar. Mi salón parece una leonera: sillones volcados, pantalla de lámpara dislocada, edredones destripados. Mi pequeña biblioteca está desperdigada por el suelo, los libros descuajeringados y los cajones dispersos. En mi dormitorio, se han meado en las sábanas y han dibujado guarradas en las paredes. Me han dejado un mensaje bilingüe con lápiz de labios. En árabe, se me conmina a contratar cuanto antes a un sepulturero. En francés, me llaman hijo de puta y mala hierba.
Una sombra invade mi vestíbulo mientras compruebo los daños. Saco la pistola y salto al pasillo con el dedo en el gatillo.
—No dispares, tito Brahim.
Es Furulú, un chaval huérfano de padre que vive con su madre en el sexto. Levanta las manos, pálido de espanto ante el cañón de mi arma.
—Hay que llamar antes de entrar. Podía haberte matado.
Asiente con la cabeza y baja las manos.
Furulú es el golfillo del barrio. Dicen que jamás duerme. Con diecisiete años ya es un hombre amargado. Demasiado mayor para el colegio, demasiado joven para trabajar, está siempre disponible para hacer cualquier barrabasada. Solía venir por casa para proponer al más pequeño de mis hijos todo tipo de astucias lucrativas, negocios disparatados. Desde hace un tiempo se ha convertido en vendedor ambulante de pitillos. Ha convertido una carreta en mini quiosco en la esquina de la calle. Se queda clavado en su taburete de sol a sol, con el casete a toda pastilla, metiéndose con las chicas y fiando a los parados de la zona.
Me guardo la pistola en la cintura.
—¿Estabas aquí?
Se hurga la pelambre pelirroja y asiente.
—¿Qué hora era?
—¡Qué sé yo!
Cierro la puerta con llave para que no nos molesten y le señalo una silla de la cocina para que se siente. Se sirve un vaso de agua, se lo bebe de un trago y se limpia con la muñeca. Está un poco tocado. Espero que se tranquilice antes de preguntarle:
—¿Cuántos eran?
—Cuatro… Entraron tres, el otro se quedó abajo haciendo guardia.
—¿Dónde estabas tú?
—Yo estaba haciendo mis cuentas del día, en el quinto. Han venido a pie porque no he oído ruido de coche, ni al llegar ni al salir. No se han tirado mucho tiempo en el rellano. Tenían llaves. Pensé avisar a los vecinos pero es que estaban armados.
—¿Me los puedes describir?
—Llevaban disfraces.
—¿Cómo?
—Unas narices enormes, con bigotes como manillares de bicicleta, pestañas postizas y boinas. Uno de ellos se quitó la peluca para rascarse la cabeza. Pero eran unos cachas. El que menos pesaba más de cien kilos. Estuvieron por lo menos diez minutos dentro, y luego salieron con una bolsa. No tenían la menor prisa.
—¿Dijeron algo?
—Realmente no.
—¿Qué armas llevaban?
—Fu…
Se para en seco, con la garganta agarrotada, se sirve otro vaso de agua y se lo bebe de una tacada. El sudor le brota por las sienes y corre por las mejillas, converge hacia la barbilla estrecha y alargada como un embudo.
—No puedo identificarlas, tito Brahim. No tengo ninguna idea de armas.
—No pasa nada.
Su cara pecosa se pone roja del todo. Casi se levanta para decirme:
—Si yo tuviera una pipa en mi casa seguro que les habría agujereado la panza. Me daba vergüenza estar de brazos cruzados mientras lo ponían todo patas arriba. Ni siquiera tengo teléfono; si no, habría avisado a la policía.
Le acaricio la mejilla para demostrarle que no se lo tengo en cuenta.
—No tienes nada que reprocharte, muchacho. Estos tíos no eran vulgares tironeros. La sirena de la pasma no les impresiona. Eran matones. Máquinas de matar implacables que no entienden de edades o de sexo. No habrían dudado en romperte la cabeza si hubieras aparecido. Has obrado con sabiduría y te felicito por ello. Ahora vuelve junto con tu madre y no abras la boca.
—Los he seguido ¿sabes? —insiste como si estuviera empeñado en hacerse perdonar—. Los esperaba una furgoneta detrás de la pasarela. Una Renault J-5 de color crema. Apunté el número de la matrícula.
Los expertos de la policía invaden mi guarida por la mañana temprano. No he tocado nada. Para no molestar me meto en la cocina y hago como si no estuviera.
Llega Lino con cara de abatimiento.
Le afectan mis contrariedades en cadena pero no se atreve a comentarme nada. Teme mi reacción.
Se sienta a horcajadas sobre una silla, apoya la barbilla en el respaldo e intenta amansar mi mirada.
Noto su pena. No hay duda de que padece mi puesta en cuarentena como si fuera una amputación.
¿Cuántos años hace que estamos juntos, diez, doce? ¿Cuántos pesares hemos compartido, cuántas alegrías? Una vida no bastaría para recontarlos. Se ha acostumbrado a mis voces, a mis fulgurantes cambios, a mis ocurrencias y a mi temperamento de hombre frustrado, no siempre razonable pero recto e inflexible. Es cierto que era mi cabeza de turco, que cada vez que las cosas se me iban de las manos la pagaba con él; es cierto que para mí era como morralla y que me negaba a reconocerle el menor mérito sólo porque tampoco se me reconocía a mí, pero lo quiero muchísimo y él lo sabe.
El abismo generacional, los eternos conflictos resultantes, mi educación de campesino opuesta a la desenvoltura del niñato de ciudad, en fin, el conjunto de todas esas incompatibilidades de humor y de mentalidad, lejos de dividirnos cruelmente, acabó por acercarnos hasta confundirnos. Ciertamente, yo era su jefe pero antes que nada era su viejo amigo, su «comi», con lo que ello conlleva de familiaridad y de intimidad, y mi mal carácter, más que fastidiarlo, lo enternecía.
Hay historias de hombres que alcanzan la leyenda en su esencialidad. La nuestra es esencial porque es sencilla. Es la historia de una amistad en bruto, que se implica tanto como lo hace la complicidad, igual de testaruda que el amor; un tejido de ternura enrollado en un asta de solidaridad y que, cuando hay tormenta, se despliega automáticamente en el cielo y ondea como si fuera un estandarte sagrado. Os juro que se consigue sobrellevar los peores contratiempos con sólo oírlo flamear por encima de nuestras cabezas.
Cuando, en el trapacero silencio nocturno, me sorprendo haciendo balance de mi perra vida sin toparme con la menor parcela satisfactoria; cuando no tengo más remedio que reconocer el amplio abanico de mis culpas y errores —yo, que era experto en el arte de las complicaciones—, sólo me queda la excusa de esta amistad gracias a la cual no pierdo del todo la cara pues no hay peor suerte, ni estropicio más completo, ni infortunio más lastimoso que tener todos los enemigos del mundo y ni un solo amigo.
—¿Tienes alguna idea sobre la identidad de los espíritus malignos que te acosan?
Hago una mueca de displicencia.
—Son un montón.
—Quizá fueran simples ladrones…
—¿Armados hasta los dientes?
—Es la moda actual.
Niego con la cabeza.
—No eran ladrones.
—Entonces intentaban matarte.
—Sabían que yo estaba fuera.
Balancea la barbilla, como quien no entiende nada.
—¿Qué se han llevado?
—Un manuscrito en el que andaba metido.
—¿Magog?
—Entre otros. También mi diario de poli, y dos cuadernillos trufados de notas, y mis fotos de familia, algunos recortes de prensa con reseñas de libros…
—¿Joyas?
—Mina se las ha llevado todas.
—¿Pasta?
—Sí, mis ahorros. Poca cosa. Se la han llevado más para despistar que para forrarse. ¿Te has fijado en los dibujos obscenos en las paredes?
—He pedido que hagan unas fotografías. El mensaje no lleva firma. ¿Crees que se trata de un «emir»?
—Puede ser. Molesto, saco a relucir la mierda. Puede ser cualquiera: la mafia, los políticos, los integristas, los chupópteros de la revolución, los guardianes del templo, incluso los defensores de la identidad nacional para quienes la única manera de promocionar la lengua árabe es cargarse al francófono. Soy escritor, Lino, el enemigo común número uno.
Lino se levanta, va y viene por la habitación, con la frente surcada de arrugas y dándose puñetazos sordos en la palma de la mano.
Se detiene delante de la ventana, observa distraídamente la calle.
—¡Me cago en la leche! ¿En qué país vivimos?
—Eso no viene al caso.
Un poli viene a comunicarnos que la furgoneta Renault J-5 de color crema ha sido localizada, abandonada cerca del puerto. Le doy las gracias con un gesto de la cabeza. Saluda con torpeza y se eclipsa.
—No veo a Ewegh —digo.
—Se ha quedado abajo.
—¿Por qué?
—¿Y yo qué sé? Es un bloque de granito. No hay quien pueda adivinar lo que está tramando. Me parece que esa manera de quitarte del medio lo ha dejado trastornado. No habla de ello pero está muy raro desde entonces.
Hadi Salem me ha pedido que pase a verlo por su despacho. No he dado botes de alegría. No es el tipo de energúmeno que apetece encontrar por la mañana si tienes algo que hacer durante el día. Pero tiene el privilegio de ser muy amigo de Sliman Hubel.
Su sultanato se ubica en la esquina de la calle de los Tres Relojes, en el ático de un edificio austero, cerca de un zoco muy concurrido. Como el ascensor está reservado para los ciudadanos importantes, me chupo los ciento diez escalones del cadalso sin poner morros.
Una especie de carcelero con hijab y tetas como airbags me intercepta en el pasillo, comprueba mis papeles y me lleva a empellones hasta el secretario. Este guarda subrepticiamente algo en su cajón al verme llegar. Su afilado rostro se calma cuando se da cuenta por mi look de que no soy un pez gordo. Despacha al carcelero con un gesto y me intima a sentarme sobre una silla metálica colocada allí para uso exclusivo de los don nadie que vienen de paso.
—Llega usted tarde, señor Llob.
—A imagen y semejanza de la nación.
No aprecia el símil y finge garabatear su cuaderno para hacerme creer que está currando en plan serio.
Saco mi paquete de tabaco. Me señala de inmediato un cartel en que se prohíbe fumar. Asiento y envaino mi contaminación.
El fulano deja de garabatear, se echa hacia atrás para contemplar su caligrafía gatuna. Se vuelve a inclinar con satisfacción sobre su cuadernillo y se enreda en otra inextricable redacción, sacando la punta de la lengua cada vez que se topa con una mayúscula.
Como se me está empezando a hacer largo el tiempo, me fijo en el mobiliario. Hay una caja de caudales en un rincón, un sofá desgastado al lado de una puerta vidriera sin cortina, un cenicero chino sobre una mesa baja y, en la pared, un cuadro polvoriento, un bodegón con melones: retrato de familia, supongo.
—¿El señor Salem está atendiendo a gente?
Sin levantar la cabeza, me señala el reloj de pared con la punta de su lápiz. Es la una y media de la tarde.
—¿Aún no ha llegado?
Su lápiz bifurca y me señala una bombilla roja encendida encima de la puerta acolchada, a la izquierda.
—¿Le importaría sacarme de duda?
Posa su lápiz con gesto de crispación y se digna mirarme.
—Es la hora del Dohr, señor Llob. El señor Salem está rezando.
Mi indiscreción le ha cortado la inspiración. Relee su obra, no consigue recuperar su fuerza imaginativa, arranca la hoja, la arruga y la lanza a una papelera extrañamente vacía.
Se instala entre ambos un silencio cargado de enemistad. Dos minutos después se acuerda de su cajón, saca una taza de café que se pone delante y encuentra dentro una cucaracha. Sin cortarse, mete los dedos en su brebaje para acudir en ayuda del bicho y, de un papirotazo, lo manda volando a través de la habitación.
La bombilla roja se pone verde.
Con mucha tranquilidad, el secretario aprieta un botón y me anuncia por un parlófono.
—¡Dígale que pase!
Hadi Salem está sentado a la turca sobre su estera para la oración, igual que un sapo sobre su hoja verde. Para sus adentros de falso devoto, me quiere dar a entender que lo pillo en plena ascesis. Para los míos, no entiendo cómo ha hecho para llegar hasta su mesa, darle al botón de la luz verde y contestar por el parlófono sin abandonar su prosternación.
Aún debo esperar hasta que haya acabado de mascullar.
—Te voy a dar un tironazo de nariz que se te van a meter las orejas dentro de la cabeza —me dice levantándose.
Y se me echa encima con un aluvión de abrazos espectaculares.
—¡Jodido capullo! —exulta— Siempre metiendo el hocico donde no debes. Menudo pedazo de porculero eres. No hay manera de que te paren los pies.
Me aparta sin soltarme para poder contemplarme, me atrae contra su pecho de luchador y me llena la cara de saliva. Tengo la impresión de estar dando vueltas en medio de un ciclón.
Su propio ardor lo deja agotado. Me instala con extremo cuidado en un sillón y da un paso atrás, con los puños sobre las caderas. No consigue creérselo. Permanece de pie, conmovido y contento de constatar que estoy ahí, ante sus ojos, en persona, él que me dedicaba unos informes muy poco elogiosos, que exhortaba enérgicamente a mi director a que me deslomara, que no dudaba lo más mínimo en poner el pulgar hacia abajo cada vez que caía en desgracia.
—¡Menudo cabronazo de mierda de hijo de puta! No puedes imaginarte lo contento que estoy de verte. Hace ya un paquetón de tiempo que no nos vemos, ¿no es así?
Salem y yo somos compañeros de promoción. Hicimos el mismo curso de agente investigador en el 63. Se lo cargaron en todos los módulos y acabaron trasladándolo a la gestión administrativa. Estuvo llevando los Asuntos Sociales de la tropa durante años y erigió, tanto para él como para sus jefes, palacios en todas las ciudades. Ése captó la onda desde el principio. El país estaba dividido en dos zonas francas. Por un lado, el territorio de los chanchulleros, de los lameculos y los zurcidores de voluntades; por el otro, el de los iluminados, los avinagrados y los ogros. Eligió su bando y le sobran motivos para alegrarse. Mientras yo andaba persiguiendo delincuentes él nadaba en aguas turbias. A falta de competencia —madre de todas las molestias—, ha sabido hacerse con cierto arte en la falsificación de facturas y otras corruptelas. Resultado: es rico como Creso, tiene a su disposición un departamento con influencia en la Delegación, y las burradas que suelta son consideradas poco menos que profecías.
Posa medio culo en la esquina de su mesa, cruza sus dedos alrededor de la rodilla y me sigue manifestando su admiración.
—¡Mi querido viejo amigo Brahim, tan testarudo como una mula! ¡De buena gana te empalaba en lo alto de una lanza! ¡No has cambiado nada, cabrón! ¿Recuerdas cuando nos reciclábamos en el centro de la Sumaa? A todo esto, ¿a dónde habrá ido a parar la limpiadora por la que nos pasábamos el día peleando? ¿Cómo se llamaba ya, Wardia? ¿Recuerdas lo buena que estaba? ¡Joder! Con ella no había quien ahorrara un céntimo.
Suelta una risotada gargantuesca y prosigue:
—¿Y el cabo Kada? ¡Por Dios, las putadas que le gastabas! Por tu culpa casi acaba en el loquero… (la voz se le apaga repentinamente): tenías mucha gracia entonces, Brahim. Eras cojonudo. ¿Qué ha podido cruzársete por la cabeza para que des ese giro de 180 grados?
—Es por el viento, Hadi, por el viento.
—El viento cambia, y las veletas también.
—No el viento de los discursos y de las demagogias.
Sus dedos se separan, reptan por sus muslos. Se pone sombrío.
—Brahim, somos buenos amigos, ¿no?
—Tú dirás.
—Precisamente, yo digo. Tengo la mirada limpia. Va mucho más allá que tu charlatanería huera y comprometedora. Es la mirada de un hombre sagaz, que sabe de dónde viene y adónde va, lo que quiere y lo que debe ceder a los demás, lo que puede y lo que no. En cambio, tú te tiras de cabeza al abismo, con esas anteojeras de estúpida inconsciencia… Me da lástima lo que te está ocurriendo. Es verdad, no es que hayas desmerecido, pero sería una desgracia que la policía perdiera un elemento de tu envergadura. Sería un estropicio, Brahim, un auténtico estropicio.
—…
—Hace tres días estuve conversando con Sliman Hubel. Le dio un ataque cuando le hablé de ti. En conciencia, me parece que has ido demasiado lejos con tu libraco de mierda. Tu falta de tacto es absolutamente desconcertante. No digo que no tengas talento. Por el contrario, tu pluma vale su peso en oro.
—¿Y cuánto pesa una pluma?
—No nos salgamos del tema, por favor. Intenta reparar lo que te has cargado. Trata de no comportarte como un ingrato. He necesitado dos monstruosas horas para convencer a Sliman. Habría tardado menos razonando con un mulá, y lo sabes. Por lo último que sé, la carta con tu jubilación anticipada ha sido recuperada, sin que se entere el señor Delegado. No sabes lo que nos hemos arriesgado. No nos decepciones.
Al ver que la cosa no me entusiasma, prosigue:
—Con un poco de suerte, volverás al servicio antes de final de mes. Tus hombres están desmoralizados. Tu teniente ha pedido un cambio de destino. He mandado a un comisario a la Central. Eso se ha convertido en un cementerio. Tu director ha solicitado audiencia para que te reincorpores.
Pido permiso para fumar.
Me lo concede.
—Estoy realmente emocionado —digo soltando el humo en su dirección—. En cambio, se supone que lo merezco.
Se coloca detrás de su mesa. Un momento trascendente. Junta con delicadeza sus manos bajo los labios, concentra su mirada limpia sobre mí. Sigue un silencio profundo, levemente comiscado por los ruidos atenuados del zoco.
—Antes de contestarme, tómate tu tiempo para reflexionar. Como te conozco, impulsivo y susceptible como eres, prefiero esperar una semana si es necesario. Por el amor de Dios, Brahim, no digas nada ahora mismo. Limítate a tomar nota y vuelve a tu casa para meditar sobre ello.
—Estoy listo.
Respira profundamente, se seca nerviosamente la cara con un pañuelo. Cualquiera diría que su carrera, su fortuna, su destino dependen de mi decisión.
—Debes reconocer públicamente que no has estado inspirado, que tu libro es una desgraciada iniciativa, fruto de un momento difícil… Te ruego que no digas nada. Tampoco es cosa del otro mundo. No se te pide nada imposible. Una pequeña declaración a la prensa, sin demasiado bombo. Si quieres, puedes salir en la tele. Nurdin Budali está de acuerdo en recibirte en su programa. Es un fuera de serie. Lo arreglará como a ti te convenga. Basta con un par de palabras, Brahim, dos míseras palabras: Lo siento…
Ahora, el silencio es absoluto. Se podría oír la sangre de Hadi latiendo en sus sienes. Hasta los ecos del zoco se han esfumado. Hadi Salem se ahoga en su sudor. Su pañuelo está empapado hasta la trama.
Aplasto mi cigarrillo en el cenicero, me levanto.
Hadi Salem se agarra a mis labios, desesperado, suplicante.
Le digo:
—Lo único que siento es haber pasado a verte.
Se estremece. Su angustia se convierte instantáneamente en cólera. Sus pupilas, vidriosas un momento antes, se inflaman con un odio abominable. Se apoya sobre su mesa, echa atrás su sillón y me mira intensamente.
—Al menos tendré la conciencia tranquila —me dice.
No necesito más para entender lo que me quiere decir.
Es un coche rojo con los cristales ahumados. Tiene una gran rozadura en el ala derecha. Me parece haberlo visto esta mañana, detenido frente al garaje donde fui a recuperar mi bugati. Había un fulano dentro porque una sombra se movió. No me fijé demasiado. Y ahora vuelve a aparecer, en la esquina de la calle de los Tres Relojes, con dos ruedas sobre la acera y las otras dos en la cuneta.
Entro en el primer café que encuentro.
—¿Tiene teléfono? —pregunto.
—Correos está en la plaza —replica el cafetero.
Hace la limpieza con frenesí.
—¿No se encuentra usted bien?
—No me encuentro mal.
Me mira de reojo:
—Está usted pálido y le tiemblan las manos.
—Quizá un enfriamiento.
—¿Con este calor?
No se fía.
No me extraña, con el síndrome de las bombas artesanales olvidadas aquí y allá, ocultas en cualquier bolsa bajo el mostrador.
Aparece un cachas en el hueco de la puerta. Su hechura de gorila llena la sala de sombra. Parapetado tras sus gafas de sol, gira su cabeza a diestra y siniestra, me mira un rato y se va, liberando un chorro de luz.
—¿Qué le sirvo?
—Agua mineral.
Me la bebo ante la mirada cada vez más intrigada del cafetero, pago y me escabullo.
Fuera, la calle rebosa de gente pero el coche rojo se ha volatilizado.
Lo vuelvo a tener encima dos días después, por el bulevar Mohamed V. Cuando me acerco para ver de qué va, arranca en tromba y desaparece tras una curva.
Este tejemaneje dura una semana. Está claro que pretenden llamar la atención. Un coche rojo, siempre el mismo, aparcado como para hacerse notar… Intentan amedrentarme. Si quisieran quitarme de en medio lo habrían hecho de otra manera.
El octavo día vuelve a caracolear en mi retrovisor. Esta vez se han pasado. Salgo pitando hacia un barrio de las afueras, aparco mi buga en un patio, me meto dentro de un edificio, paso por la terraza y vuelvo a salir por la puerta trasera. Rodeo dos manzanas y llego por detrás.
El coche rojo está agazapado en una callejuela desierta, a doscientos metros del mío. Me acerco de puntillas, pegado a la pared, la mano bajo la chaqueta.
—¡Ni te muevas! —grito arrancando casi la portezuela, pistola en ristre.
El fulano no se mueve.
Está derrumbado sobre el volante, con los brazos caídos y los ojos exorbitados.
Alguien se me ha adelantado para retorcerle el pescuezo.
Esa misma noche, mosqueado por el cariz que van tomando los acontecimientos, me topo en el rellano de mi piso con un joven, sucio y desaliñado, un rostro de fauno erizado por una barba de fugitivo. Jamás lo había visto antes por el barrio. Sin pensármelo dos veces me abalanzo sobre él como un loco y le coloco mi 9 mm en la sien.
—¡Tito Brahim! —aúlla Furulú bajando al galope la escalera—. Es mi primo. Es un poco retrasado.
No es el único, en mi opinión.
Lo suelto y me refugio rápidamente en mi guarida.
A través del ventanal de un salón de té, observo desde hace una hora la muchedumbre sonámbula que patea los alrededores de la central de Correos, sin toparme con una sola cara conocida. La gente va y viene por oleadas desenfrenadas y tropezando entre sí sin percatarse de ello. No se ve la menor isla en el naufragio de sus miradas. La amenaza que la acecha a la vuelta de la esquina no parece en absoluto indisponerla. La semana pasada, un coche bomba explotó a un centenar de metros de aquí. Hubo que recoger los cuerpos con cucharilla. La vida volvió a imponerse apenas callaron las sirenas de los bomberos, como si no hubiera pasado nada. La muerte, una vez banalizada, se convierte en un elemento más del decorado. En cambio, sí resulta sospechosa la calma que la sigue.
Frente a mí, una señora pintarrajeada me mira con ternura. Agarra su vaso de limonada como quien se agarra a la vida, pero hay en su rostro una arruga que no engaña. Esta mujer está sola, busca compañía. Percibe mi soledad, por eso me compadece.
—¿Tiene usted un cigarrillo?
Sin darme tiempo a llevar mi mano al bolsillo deja su mesa y se sienta en la mía, con su vaso en la mano cual trofeo.
—Espero a alguien —la aviso.
—Todos esperamos a alguien, pero no sabemos a quién.
Coge un cigarrillo del paquete que le tiendo, lo hace rodar distraídamente entre sus dedos descarnados. Su sonrisa es triste.
—Llevo un buen rato observándolo —confiesa.
—Para ser sincero, me di cuenta de inmediato.
—Debió usted creer que estaba intentando ligar.
—Sería mucha presunción por mi parte.
Rebusca en su miserable bolso, saca un mechero no rellenable, enciende el pitillo y echa la cabeza de lado para soltar el humo.
—No soy una puta.
—No he dicho nada.
—Pero lo piensa… Lo parezco, pero no soy un putón, señor Llob. Tengo un oficio que tiene algo que ver con el vicio. Se fuma, a veces no se regresa a casa, pero jamás se hace la carrera.
—¿Nos conocemos?
Traza, con gesto indolente, una especie de mariposa en el aire.
—Nos hemos conocido…
Contempla con mirada absorta la punta rojiza de su cigarrillo.
—Llegamos incluso a trabajar juntos un fin de semana entero.
—¿Es usted poli?
—Sólo en cierto modo: soy periodista… bueno, lo fui.
Intento recuperar un recuerdo en su rostro afligido, la miro intensamente a los ojos. No hay huella de ella en mis archivos.
—Malika —me ayuda, molesta por mi escasa memoria.
Sigo en las mismas. Paso revista a su vestido descolorido, remendado con poca maña en el hombro, sus mejillas hundidas, su boca que ha debido olvidar cómo se sonríe, su pelo revuelto que le da cierto aire endemoniado, y esas tufaradas de desamparo que suelta por los poros…
—El caso del banco 78 —suspira—. Los dos fiambres en la caja fuerte.
Aplasto con sequedad la palma de mi mano contra mi frente.
—¡Malika Sobhi! ¿Cómo he podido olvidar?
—¿Cómo podemos recordar algo con este follón que tenemos a diario? Pues sí, ha pasado mucho tiempo. Era cuando las revoluciones, la caza de brujas y de reaccionarios… Sin embargo, lo he reconocido así —dice chasqueando los dedos—. Cierto, ha ensanchado usted, se le han enharinado las sienes, pero sigue conservando lo esencial.
—Confieso que no he tenido el mismo reflejo visual.
—En mi caso, no es lo mismo. Hasta mi madre dudaría a la primera. Me acosa la enfermedad (se da con el dedo en la cabeza). Dos depresiones, dos años en el loquero. Me ponía en pelotas en la calle. Ha sido duro, muy duro… Perdí a mi marido en un atentado y buena parte de mi razón en la Asociación de Víctimas del Terrorismo, donde sigo militando.
—Lo siento mucho.
—Créame, es usted el único. Si supiera cómo nos tratan. Llegaron a pegarme —añade echándome su pelo encima para enseñarme una cicatriz en la cabeza—. Dijeron que era una agitadora, señor Llob. Intentaron metérmelo en la cabeza a porrazo limpio.
Se acerca un camarero encorbatado, me pide educadamente perdón, agarra con firmeza a la mujer por el brazo y le dice:
—Está usted molestando al caballero. Haga el favor de regresar a su mesa.
—¿Y a usted quién le ha llamado? —le suelto asqueado.
Tartamudea, se traga convulsivamente la saliva para explicarme:
—Esta señora persigue a nuestra clientela, señor.
—Pago mis consumiciones —protesta Malika.
—Su dinero no nos interesa, señora. Esto es un salón de té, no un club nocturno.
Le pido que corte el rollo. Mira con odio a la mujer, mueve la cabeza y se retira sin dar la espalda.
—Gilipollas —masculla Malika—. Cree que estoy chalada. No sospecha que, en nuestro país, cualquiera puede tocar fondo sin previo aviso.
Le tomo las manos para reconfortarla.
—¿Puedo hacer algo por usted?
No era lo que yo pretendía, pero toqué una fibra hipersensible. Abre desmesuradamente los ojos, horrorizada, y se estremece de pies a cabeza. Sus pómulos huesudos se acentúan.
—¿Cómo, qué dice usted?
Rechaza mis manos y se pone de pie estrepitosamente.
—No necesito su cochina piedad, señor Llob. Sólo necesitaba hablar con alguien.
—Le ruego que no se equivoque conmigo. No quería ofenderla.
—¡Todos iguales!
—¡Escuche, Malika!
—¡Manos quietas, asqueroso madero!
En el salón, todo el mundo se queda suspenso para mirarnos. Malika Sobhi se ha convertido en una piltrafa desmelenada, echa espumarajos por la boca, los ojos en blanco. Me tira a la cara el cigarrillo, recoge su bolso y sale corriendo.
Intento alcanzarla.
Se lanza en medio del gentío y desaparece.
—Ya le decía yo que está como una cabra —me susurra en el hueco de la nuca el camarero, contento de salirse con la suya.
He ido a ver cómo riñe el mar con las rocas de la orilla, en medio del alboroto de las gaviotas que sobrevuelan las salpicaduras de un oleaje histérico, que ha obligado a los pescadores a batirse en retirada hacia el viejo muelle. La playa está completamente sumergida y la bahía ruge con angustioso estruendo. No sé cuánto tiempo me he quedado allí, luego he seguido vagando, a merced de mis resentimientos.
No he visto el sol descolgarse, ni la tarde afligirse al anochecer. Ni siquiera sé cómo he llegado hasta el chiringo de Sid Alí.
Sid Alí agita con solemnidad un abanico encima de su barbacoa. Para darse ánimos, olisquea el humo de su parrilla relamiéndose el hocico. Al verme en la entrada marca una pausa, deja su abanico y se limpia las rechonchas manos en el delantal pringado de salsa.
—¿Sigues en este mundo? —exclama rodando hacia mí como una ola.
Lo recibo en plena cara, cedo bajo el peso de su afecto. Su olor a chamuscado me agobia.
—¿Estás de morros conmigo? No hay quien te vea el pelo.
—Mejor así.
Pestañea.
—¿Por qué sueltas esa burrada?
—Dicen que tengo muy mal aspecto.
—¿Y qué pasa? Los amigos no estamos sólo para la juerga.
—Mi padre me recomendaba que compartiera mis alegrías y que me guardara para mí las penas.
—No tenía razón.
Da un paso atrás para echarme una mirada de conjunto y me clava un dedo en la panza.
—Pareces un globo arrugado —constata adelantándome una silla—. ¿Estás de paso o para jalar?
—Para ambas cosas.
—Cierro dentro de menos de una hora. ¿Qué te parece cenar conmigo en casa? Los niños se alegrarán de verte.
—No insistas. No me encuentro bien. Además Lino no va a tardar en plantarse por aquí. Prepárame media docena de merguez en manteca con un chorreón de mostaza y apúntalo en tu pizarra porque estoy tieso.
Va al fondo de la sala a servir a dos clientes y regresa.
—¿Dónde te habías metido?
—¿No estás al corriente?
Echa los labios hacia atrás.
—No.
—Me han retirado la placa de poli.
Se queda un tanto evasivo, se rasca la coronilla y se apiña sobre la silla de al lado.
—¡Ah!…
—No parece sorprenderte.
Esboza un gesto vago con la mano.
—Yo soy figonero, ya sabes que no tengo estudios, pero eso no quiere decir que tenga la cabeza vacía. Al fin y al cabo, de qué les sirve hacer la guerra contra los integristas si de paso no la hacen contra los íntegros. No eres ni el primero ni el último. Si quieres que te sea sincero, prefiero no hablar del tema. He vomitado tanto en estos últimos años que ya ni siquiera tengo ganas de cagar. Además, a tu edad, no podías esperar que también te descolgaran el hábito.
Deja ese tono de sarcasmo y me clava el codo en el flanco.
—Hazme una sonrisita. A ver si conoces éste: ¿Por qué las mujeres nunca son electricistas?
—Porque tardan nueve meses en dar a luz.
Suelta una carcajada de gordinflón que hace palpitar sus michelines.
—¿Lo conocías?
Diez minutos después me pone delante un plato desportillado lleno de pinchitos, rodajas de cebolla, pimientos verdes, pan y una garrafa con una decocción absolutamente nauseabunda, y se planta enfrente con la cara entre las manos para ver cómo me lo zampo todo.
—¿Tienes proyectos?
—Superar el cenizo.
—No me seas muermo, por favor. Tampoco se acaba el mundo. En la vida hay algo más que la bofia. ¿No estás harto después de tantos años? Sé bueno, hazle cruz y raya y déjate de quijotadas. Así es el mundo. Ni siquiera el Mesías puede enderezarlo. Prueba de ello es que, cuando regrese, será para ponerlo patas arriba de una vez por todas. No es que no te comprenda, es que adoptas la política del avestruz. No eres el abogado de los pobres, y menos aún el llanero solitario. Eres un funcionario de tres al cuarto. Cumples con tu curro y a la camita, punto y aparte. No digo que haya que pasar de todo y que no haya que menearse algo. Lo que digo es que no debe uno pasarse de listo. Lo más importante es no hacer trampas. ¿Tú has hecho trampas? No has hecho trampas. Si los demás las hacen es asunto de ellos. Mañana, allá arriba, cada cual estará solo frente a su conciencia.
—Sid Alí, por amor de Dios, ¿no ves que estoy comiendo?
—¿Desde cuándo comes con los oídos? ¿Y además cómo quieres que deje de parlotear si no paras de callarte?
Lino se ha cortado la coleta. Se ha pelado las sienes y se ha dejado una caracola en la frente. En cambio, no se ha vuelto a afeitar desde la última vez que nos vimos. Su camisa de flores tropicales, su vaquero pelado en las rodillas y sus deportivas de imitación lo hacen parecer a un golfo recién llegado de su aduar.
Saluda a Sid Alí con un gesto del dedo y me hace señales para que lo siga.
Detrás de él, Ewegh Seddig vigila la calle. Su colosal talla casi oculta el coche. Sólidamente plantado sobre sus piernas, domina la acera, cruzado de brazos, tan impenetrable como sus gafas negras. Una vez le pregunté por qué llevaba de noche las gafas de sol. Me contestó con la punta de la lengua que era para proteger a los demás de su mirada.
Me limpio la boca y los dedos con un trapo y me meto directamente en el coche. Lino conduce. Ewegh escudriña los alrededores antes de ocupar el asiento trasero.
—¿Qué tal te va? —pregunto.
—Hum…
Lino nos conduce al otro lado de Bab El-Ued, llega hasta la plaza del Primero de Mayo y sale disparado por el paseo marítimo.
Calla, con una mano sobre el volante y la otra fuera de la ventanilla. De cuando en cuando, para sobreponerse al silencio, hace como si se fijara en los paseantes, los espía por el retrovisor y los olvida unos metros más allá.
Lino no se encuentra bien.
Llegamos hasta un salón de té inundado de luces, cerca del Maqam. Colina abajo, Argel moviliza su alumbrado para disuadir a las tinieblas de que se instalen definitivamente en las mentalidades.
Nos sentamos en una esquina para no perder de vista la sala ni nuestro coche en el aparcamiento. Un camarero muy aseado se acerca para atendernos. Lino pide por nosotros, tres zumos de naranja y tres bollitos con chocolate.
—¿Por qué no me cuentas ya de qué va esto? —le pregunto exacerbado.
Lino da largas al tema, tomándoselo a coña. Echa el aliento sobre los cristales de sus gafas, los frota con su camisa y se las pega a las cejas.
—No me encuentro bien.
—Yo tampoco.
El camarero viene con su bandeja y nos reparte la merienda, acojonado por las medidas del tergui. Lino lo tranquiliza:
—No muerde.
El camarero no parece convencido y se larga sin reclamar su propina.
Lino me anuncia con cara de asco:
—Hemos identificado al tipo que te seguía. Se llamaba Farhat Nabilu.
—¿Te preocupa su apellido?
—No. Sus antecedentes. Más vírgenes que un discurso oficial. Buscaba yo algún detallito para dar con su filiación. Nada. Farhat Nabilu, nacido el 27 de febrero del 65 en Argel. Chamarilero en El Harrach. Ninguna actividad política. Ni una puta multa. No se junta con nadie. Un solitario perfecto. Hola y adiós, y pare usted de contar. Sus vecinos tampoco saben nada. Cerraba el quiosco todos los días a la misma hora, y al minuto estaba en su casa.
—¿Iba armado?
—Ahí está la cosa. La pistola era la de un cabo asesinado hace dos años en Sidi Musa. Los colegas del laboratorio son categóricos. Se trata del arma con la que se cargaron a tres ciudadanos en Ruiba, a principios de mes.
—¿Por qué razón?
—Estaban hartos de que los extorsionaran.
—¿Has estado en Ruiba?
—Ayer y esta mañana, con Ewegh. Hemos ido de puerta en puerta, y nadie ha reconocido a Nabilu en la foto.
—¿Y el coche?
—Robado en Chlef hace tres semanas. Maquillado, una capa de pintura, matrícula falsa, papeles de estreno, neumáticos nuevos, guardabarros y parachoques pillados por ahí… Un auténtico apalanque para un ciudadano de respeto.
Se traga de una tacada la mitad de su zumo y la misma cantidad de bollito, y añade:
—Debe de ser un nuevo recluta.
—¿Era practicante?
—Jamás aparecía por la mezquita. Pero eso ya no significa nada. Un auténtico callejón sin salida.
Doy vueltas a mi vaso, pensativamente.
Ewegh no ha tocado el suyo. Vigila la calle, más tieso que una cobra al acecho.
—¿Quién le rompió las vértebras cervicales? —suelto de sopetón—. Que yo sepa, los concursos de forzudos acabaron en 1962, así que ¿de dónde cojones ha salido ese cachas?
A Ewegh no se le inmuta una sola fibra.
Lino está como agobiado.
—Apenas tuve tiempo de dar la vuelta a la manzana, no más de cinco o siete minutos, y me lo encuentro derrumbado sobre su volante. Justifique, teniente.
—Sin duda, alguien lo seguía a él también.
Mi dedo señala con brusquedad al tergui.
—Has sido tú.
—Se me rompió el cuello en la mano —reconoce instantáneamente Ewegh como si se tratara de una simple torpeza—. Sólo pretendía que saliera del coche.
Lino suspira.
Cede:
—El dire había encargado a Ewegh que te vigilara. Después de la historia de los espíritus malignos nos llamaron de la Central. Llamada anónima. Un tío dijo que te iban a mandar para el otro barrio. Quizá fuera una broma pero el dire prefirió adelantarse. Se designó a Ewegh para que te protegiera de lejos. El otro día quiso efectivamente detener a ese fulano. Como comprenderás, le habríamos sacado mayor partido vivo que muerto… Fue un accidente.
Ewegh no se inmuta.
Vigila el aparcamiento e ignora lo demás.
Lino cambia bruscamente de tono:
—¿Quieres hacerme un favor, comi? Vete junto a Mina y los críos a Bejaia, regresa a Igidher, ve a Orán a ver si te olvidan, pero deja de dar vueltas por aquí. Estoy muy preocupado. Nadie está tranquilo…
Voy a contarle lo que realmente opino de sus consejos cuando ¡Bum!, el ventanal se hace añicos. Un torbellino me envuelve y me lanza violentamente hacia atrás. La gente grita a mi alrededor. Me cuesta enterarme de lo que ocurre. Estoy tan grogui que ni siquiera intento apartar la mesa que se me ha caído encima. Lino está por el suelo a mi lado, con los ojos desencajados. Ewegh, despatarrado, se quita como puede las sillas amontonadas sobre él.
El salón de té está patas arriba. Los clientes que estaban sentados cerca de la puerta yacen bajo una montaña de escombros. Reconozco al camarero entre los muñecos dislocados. Se da cuenta con horror de que uno de sus brazos se ha dado de baja. Incrédulo, lívido, se niega a admitirlo. Una mujer va dando tumbos en medio de la polvareda, recuerda a uno de esos personajes de película de terror, tiende los brazos hacia delante, la deflagración la ha dejado sin rostro.
—¿Dónde está mi bolso? —grita una joven ensangrentada a la vez que rebusca desesperadamente entre el polvo.
No se fija en el hombre desfigurado que tiene delante de ella, ni en la pierna mutilada que se desangra sobre sus pantorrillas.
—¡Es una bomba! ¡Es una bomba! —delira alguien.
Ewegh se levanta el primero provocando una avalancha de polvo. Aparta la mesa que me está aplastando, me levanta.
—¿Estás bien?
Aparte de los trozos de cristal en el brazo, no tengo la impresión de estar herido.
Lino gime. Tiene un pie horriblemente torcido.
—Me duele el tobillo —jadea.
Un hombre emerge del humo con la cara tiznada, titubea y se derrumba, la espalda calcinada. Sentada sobre una silla, una mujer milagrosamente indemne mira a su alrededor. No entiende nada. Surge una llama tras el mostrador, da un lengüetazo de reptil a una cortina y sube rápidamente hacia el techo. La techumbre cruje, se destripa y se derrumba estrepitosamente.
Fuera, la desbandada es general.
Las sombras se agitan, se entremezclan, corren en medio de un espectáculo alucinante. Su griterío se expande como una crecida torrencial, demencial, ensordecedora.
—¿Dónde está mi hijo? —suplica un padre harapiento agarrándose a la gente—. Estaba aquí, justo al lado. ¿Dónde está?
—¡No puede ser, no puede ser, no puede ser! —repite un anciano meneando la cabeza—. No puede ser, no puede ser…
El fuego alcanza solapadamente el parking, envuelve un coche y los hace saltar por los aires uno tras otro en medio de una cacofonía surrealista. Antorchas humanas se adentran en la noche, como fuegos fatuos, con gestos más estremecedores que sus gritos. En pocos minutos, el mirador se ha convertido en una pesadilla, y el infierno me parece menos inclemente que este purgatorio.