XII
Acaban de asesinar al humorista Ait Mezián. Dejaba a su hija en el colegio cuando dos individuos armados le dispararon tres balas en la nuca… Un ruido de parásitos, y el locutor añade algo que no capto.
La noticia me pilla de sorpresa.
Me quedo agachado sobre los cordones de mis zapatos, incapaz de acabar de vestirme.
En mi cabeza coronada de espinas fulguran destellos de memoria: un patio de colegio donde, de niño, la víctima se iniciaba a las payasadas; una esquina de aula donde el maestro lo tocaba con una corona de papel rematada por dos orejas de burro; las tablas de un escenario rudimentario sobre las que se disponía a conquistar el corazón de la gente, y luego la sala del Central donde fue para partirme el mío.
—¡La leche!
Mina baja el volumen de la radio. Sabe lo mucho que Ait representaba para mí. Sus ojos se empañan. Se adosa a la pared y cierra los puños con rabia.
Sin decir nada, me sigo atando los cordones, me incorporo, me pongo la chaqueta y entro en la cocina. Sin decir ni mú, echo un par de terrones de azúcar en mi café, mermelada en mi tostada y desayuno contemplando la desconchadura de un azulejo.
Tres bocinazos me anuncian la llegada de Lino.
Sin decir nada, me limpio la boca con un trapo y me meto en la cabina del ascensor sin acordarme de cerrar la puerta.
El sol acosa a las últimas bolsas de resistencia de la noche atrincheradas en el fondo de las puertas cocheras. Sus luces galvanizadas rebotan sobre los cristales, estallan sobre la carrocería de los coches, se desparraman en una multitud de fuegos fatuos sobre las aceras lubrificadas por el rocío, pero no hay una sola llamita capaz de dar brillo a los ojos de los transeúntes.
La gente se cruza con un roce inaudible, la mente en otra parte y con paso de sonámbulo. Algo en sus andares delata una profunda renuncia. Tienen esa actitud de aquellos que pasan del Mesías. Guardan el silencio de aquellos que ya no se oyen.
Lino abre la portezuela. No me saluda. Sabe que sé.
Sin decir palabra, nos abrimos camino por entre la niebla.
En el despacho, me entero por Serdj de que uno de los dos asesinos de Ait Mezián ha sido detenido. Enseguida me lo imagino comiéndomelo crudo.
Al meterme en la celda donde está detenido, me rajo.
Ahí está, acurrucado en una esquina, lívido y muerto de frío. Un adolescente apenas más alto que un fusil, visiblemente sobrepasado por el cariz que han tomado las cosas. Su mirada de pájaro pillado en la trampa se debate azorada sin rozar la mía.
Temblequea, las manos entre los muslos, con unos mocos pringosos colgando sobre los labios.
Comprendo de inmediato que con líderes como él, nos queda un trecho para salir del túnel.
Empieza negándolo todo a trompicones. Cede al cabo de media hora: trabaja como aprendiz de mecánico en la plaza de la Estación. Al principio, le confiaban una chapuza por aquí, un mensaje por allá. Luego le encargaron dar la alarma cada vez que un taghut del barrio regresaba a su casa. Debía colgar su chaqueta sobre la hoja de la puerta.
—Didi es el que dispara. Yo le señalo el objetivo y vigilo. Tras el golpe, oculto el arma en el taller. Por la tarde alguien viene a recuperarla.
Lo reclutaron al día siguiente de una redada en la ciudad, hace cinco meses. Volvía de los baños. Unos polis lo metieron a empellones en una lechera. Tres horas en comisaría. No lo maltrataron, pero tomaron su filiación y sus señas. Para Didi es la lista negra. «¡Estás listo!», le aulló Didi. «Un día de estos, cuando ya no tengan a nadie a quien meter mano, irán en busca tuya».
—No sabía que me la estaba pegando —gimotea—. Didi me prometió ocuparse de mí. Me daba pasta y me llevaba al fútbol. Me decía que éramos hermanos y que Dios bendecía nuestras actividades. Hacía que le guardara bolsas en mi casa. Luego fue una pistola. Y justo después le tocó a un vecino, un jubilado de la tele.
—¿En cuántos atentados has participado?
—Sólo en tres, lo juro. Ni uno más. Didi era el que se los cargaba. Ni siquiera sé meter una bala en un tambor.
—¿Quién fue la segunda víctima?
—Jamal Armad. Didi hablaba muy mal de él. Decía que ese tipo era Satanás, que escribía obscenidades y que pervertía a la juventud.
—¿Dónde está Didi?
—Lo ignoro. Nunca me ha dicho dónde vive. Cuando tiene un trabajito para mí, pasa por delante del taller. Me junto con él en un café, a doscientos metros. Me cuenta de qué va la cosa y me da una cita. Luego, él toma una dirección y yo otra.
Por la tarde, Serdj me muestra un retrato-robot.
¿Recuerdan ustedes al cachas que montaba guardia en la entrada del Limbos Rojos?… Pues ése es el Didi de marras.
El letrero luminoso de Los Limbos Rojos colorea la calzada con regueros sanguinolentos. Intermitentemente, por la puerta del local se desparrama un chorreo de música que de inmediato engulle el viento. Una llovizna llora por las bonitas veladas de antaño y los árboles se arrancan los pelos en plena histeria guiñolesca.
Las pandillas de amiguetes que caminaban bromeando bajo la luz de la luna, las calles insomnes, el discurso de los borrachos embroncados con sus propias alucinaciones…, todo eso se acabó.
La calle de los Laureles Rosas ya no es sino un lago de ausencia y de desamparo donde el cabaret reina cual isla maléfica.
Hace apenas unos meses, unos quioscos jalonaban la explanada hasta el corazón mismo del mercado. Los noctámbulos deambulaban apaciblemente, contando las luces del puerto. Los horteras se jactaban de sus hazañas y los flipados soñaban que vivían en Jauja. No era precisamente el paraíso, pero era menos triste que el infierno que ha venido después.
Esta noche, la calle de los Laureles Rosas está que trina. Sus edificios están de guardia. Ni puestos de pinchitos, ni gigolós en busca de un adulterio dorado. La gente está encerrada en su casa con la respiración contenida. Un simple ruido de vajilla rota pone a todo el barrio sobre ascuas.
De cuando en cuando, entre dos patrullas de policía, un coche fantasmal rechina sobre la calzada encharcada y se detiene delante del club nocturno. La puerta del cabaret se cierra y el universo queda nuevamente sumido en los lamentos de la lluvia y las contorsiones de los árboles.
Estamos aparcados en la esquina de la calle, al pie de una farola tuerta. Fumamos sin parar para consumir nuestro disgusto. Dentro del coche, cuyas ventanillas están empañadas de vaho, Lino reprocha a las agujas de su reloj que sigan dando vueltas. Para él, estar encerrado en un cacharro apestoso, sentado de mala manera en un asiento destartalado, con la esperanza de que salga el pajarito, supone un castigo. Me guarda rencor por haberlo movilizado tras el toque de queda y opina que está siendo abusivamente explotado.
Lino se agobia para nada. Cuando una idea se me enrosca en la chola, ya pueden desmocharse los alicates que no hay quien me la saque.
El pajarito sale hacia la una de la mañana. Es una niñata de veinte años, bella como la luz del día, con ojos de cervatillo y esbelta como una voluta. Se contonea con más estilo que una cobra.
Dejamos que se cuele en su Renault y la seguimos hacia el puerto. Tras un cordón policial, cruzamos un barrio bajo menos alegre que un cementerio indio, rodeamos parte de Bab el Ued, donde la plebe fornica a pierna suelta para no pasar frío, y escalamos la carretera sinuosa que lleva a la parte alta de la ciudad. Sin previo aviso se esfuman las casuchas de mala muerte y desembocamos brutalmente en un edén engalanado con villas señoriales, chalés suizos y jardines colgantes.
Lino, que se crió cerca de un vertedero, no se lo llega a creer. Casi se desnuca de tanto mirar a diestra y siniestra, subyugado por las suntuosas mansiones que se despliegan con impudicia a dos pasos de la miseria de los arrabales.
—¡Joder! Chúpate estas fortalezas, comi. Espero que nos haya conseguido unos visados. ¿Dónde leches estamos? Me huelo que le has dado demasiado al acelerador y que hemos cruzado la barrera del sonido.
No digo nada. Intento concentrarme en el Renault para no mirar.
A Lino se le ha atrancado el hocico. ¡Pobrecito! Sigue sin enterarse de que en su querido país todo el mundo se las apaña para construir un palacio para sus retoños y nadie se molesta en construir una patria.
El Renault se sube sobre una acera, se desliza hacia un garaje y apaga las luces.
Confío a Lino:
—Ahora que sabemos donde anida la amiguita de Didi, te toca vigilar la casa las veinticuatro horas del día.
Se le desatranca el hocico y se le descuelga la mandíbula hasta rebotarle en el pecho.
Lo consuelo:
—¡Hombre, siempre será mejor que estar en tu cuartucho!
Lino se ha tirado una semana husmeando en torno a la bailarina sin ver ni por asomo a Didi. Mientras tanto, ha reconocido a un camello que la niñata recibió en dos ocasiones. La primera, al día siguiente del asesinato de Ait Mezián. La segunda, en un Mercedes conducido por un albino.
Tras un rosario de acrobacias, conseguimos localizar la guarida del camello.
Con Lino, Serdj y Chater, decidimos hacerle una visita de cortesía. Serdj y Chater debían cubrirnos desde un café, frente a un callejón sin salida. El gafitas y yo saltamos una tapia y aterrizamos en el patio de un almacén abandonado.
Una pandilla de críos, desde lo alto de unos barriles, concursan para ver quién es el que mea más lejos. Una carcasa de tractor acaba de oxidarse en un rincón, cubierta de polvo y de excrementos. Nos metemos en el hangar. Lino está a punto de partirse la cara contra un escalón.
—¡Deja de pisarme la mano, cegato! —gime un vagabundo bajo un montón de trapos.
Le rogamos que nos disculpe y proseguimos hacia una leonera en estado de putrefacción. Una portezuela oculta bajo una escalera metálica nos conduce a un pasaje tan estrecho que debemos colocarnos uno detrás de otro. Abajo, un cuartucho rumia su infortunio. Dos niños de corta edad juegan con una bombona de gas; un anciano los vigila distraídamente. Un tragaluz, viene en nuestra ayuda y nos lleva hasta un rellano que no le desearía ni a mi editor de Argel. No hay barandilla, no hay luz, sólo unos escalones hundidos, colgados en la oscuridad, listos para lanzarnos al vacío.
La puerta que nos interesa se pudre en el fondo del pasillo. A la izquierda, se oye berrear a un niño. Saco la pipa y hago saltar la cerradura de un patadón.
—¡Policía!
Una mesa que se vuelca, un par de maldiciones, y unos disparos en nuestra dirección.
Me abalanzo de cabeza, disparando a ciegas. Una cortina andrajosa se mueve como saludándonos. El camello se larga por los tejados. No está solo. Un patizambo va dando saltitos tras él, con el culo hacia delante.
—¡Policía, deteneos…!
Un grupo de mujeres suspende la colada y se dispersa dando gritos. El patizambo mete la pata en un cubo, cae y nos suelta una descarga de perdigones. Lino responde y lo alcanza en el hombro.
El camello regresa para echar una mano a su colega, vacila al vernos avanzar, evalúa los pros y los contras. Finalmente, le salta la tapa de los sesos al pata loca y se larga por un lavadero.
—Toma por la escalera —grito a Lino.
El teniente se volatiliza.
Tras el lavadero hay otra terraza. Un edificio horrible, con un enorme hueco de escalera. Las mujeres aúllan tras sus puertas. Desciendo a los infiernos, se me doblan las rodillas.
—Devuélveme a mi hijo —solloza una mujer—. Está enfermo. Déjalo tranquilo.
El camello está atrapado en el callejón, parapetado tras un crío. Lino ya no sabe cómo hacer para poner a la madre a cubierto.
—Suelta al chico —espeto al camello.
—Tú eres el que se va a largar de aquí, culo gordo.
Sus ojos relucen con un extraño júbilo.
—Lo tendrás sobre tu conciencia —me previene—. Yo no tengo nada que perder. Un gesto y le arreglo la carita al querubín.
Suelta una risotada.
Conozco a este tipo de chiflados. Si bajo la pipa me dispara y se larga con el crío. Si le apunto, gano tiempo para pensar.
Lino intenta desviar su atención.
El camello lo disuade con un disparo cruzado.
—¡Ni moverte, saco de mierda!
—Si tocas un solo pelo del chico, te juro que te hago pedazos.
Hurga con rabia la pelambre del crío.
—Has perdido, gordo estúpido. Vas a ayunar durante tres días seguidos. Mientras tanto, échate a un lado y suelta tu juguetito.
Detrás de él asoma su jeta Serdj, en lo alto del muro.
—Vale —digo apartando despacio el brazo—. Suelta al crío…
—¡Tu juguetito al suelo, rápido!
Serdj me hace una señal de que acepte.
Se me retuercen las tripas. Por la espalda me chorrea un sudor pringoso. El camello sigue con la risotada y me acojona su sonrisa fría y cínica.
—¡Venga, poli de los cojones!
La pipa se me cae de la mano. No sé qué ha ocurrido. Como si fuera un sueño, veo al camello empujar al niño hacia Lino para proteger su flanco, alzar el cañón en mi dirección. Un disparo… Espero el momento en que me voy a derrumbar. El camello ni se inmuta. Ríe y ríe, luego se le enrojecen los dientes y un hilo de sangre se le descuelga por la comisura de la boca. Gira a cámara lenta y se desploma sobre el suelo.
Serdj salta del muro, aleja con el pie el arma del camello antes de inclinarse hacia él.
—Todavía respira. Una ambulancia, rápido.
El camello es un tal Sliman Abú. La bala de Serdj le ha atravesado un pulmón sin causar demasiados estragos. Según el médico, hay que tenerlo en observación. Le he prometido no quitarle el ojo de encima.
El registro de su casa nos ha permitido hacernos con un fax, dos escopetas de cañones recortados, munición, una serie de artefactos para fabricar bombas artesanales, manuales para la manipulación de material explosivo, unos panfletos firmados por Abú Kalibs y una lista de veintitrés intelectuales, ocho de ellos marcados con una cruz, entre los cuales están el poeta Jamal Armad, Sisán Milud, de la tele, y el humorista Ait Mezián…
O Abú Kalibs odia mi estilo, o bien no lee novela policíaca, porque no he sido nominado en su festival.