VI

Los truenos eructan con todas sus fuerzas en la noche. De vez en cuando, las luces deslumbrantes de los rayos rebotan sobre el barrio bajo, poblando las esquinas con visiones de pesadilla. Son las diez de la noche, y no hay un gato con suficientes agallas para aventurarse por las calles.

Desde hace una media hora, de lo alto de un viejo muelle de carga, vigilamos el sector, que parece una corte de los milagros que va dando tumbos hacia el Ued, en una avalancha de tejados hundidos y patios miserables. Aparte de una tienda insomne, la negrura es total. Un viento lúgubre silba por las escotaduras de las murallas, dando tironazos de oreja a las ventanas descuajaringadas cuyos gemidos llenan el silencio de sinfonías psicodélicas.

La casa que nos interesa se encuentra al pie del muelle, cerca de una farola hundida hasta el cuello en un montón de basura. Se trata de una casucha rechoncha, cubierta con harapientas capas de cal, escalofriante.

—Pronto sonará el toque de queda —dice Lino despavorido—. Lo mejor es ir a buscarlo.

—Lo mismo pienso yo —añade Jo desde el asiento trasero—. No tengo la impresión de que vaya a tener visitas esta noche. Hace un rato estaba colocado hasta las patas. Seguro que ya está roncando.

Asiento con la cabeza, me meto en el bolsillo del abrigo una lámpara eléctrica y armo mi 9 mm.

—Ok, vamos allá.

—Hay una salida por detrás —añade Jo—. Da a un descampado. Si se bate en retirada, podremos trincarlo.

Ewegh estremece la puerta del coche y da rápidamente la vuelta a la manzana de chozas para apostarse del lado del descampado.

Le pido a Jo que se quede en el coche y que nos avise en caso de peligro; adelanto a Lino, demasiado entretenido en verificar su cargador. Un perro se pone a ladrar por los alrededores.

El tendero palidece por encima de sus bigotes de escoba, hasta las cejas se le borran al ver mi pistolón. Se levanta lentamente con las manos arriba, como si estuviera levitando, un yu-yu en la garganta. Con la mano Lino le ruega que se vuelva a sentar y que cierre el pico. El pobre diablo vuelve a bajar a cámara lenta y desaparece tras sus botes de chucherías.

Meto la tripa para adentro, me ato los machos y me deslizo hasta el portón, diviso una aldaba y hago uso de ella. Armo tal follón que el perro se achanta de inmediato. Al décimo golpe suena una voz soñolienta:

—¿Quién es?

—Papá Noel —digo.

—Todavía no estamos en diciembre.

—Diciembre es para los cristianos. Para los musulmanes, la Navidad dura todo el año.

La voz tosiquea y regresa, cada vez más contrariada:

—Un momento, voy a buscar mis llaves.

Dos minutos después, el portón chirría horriblemente y aparece Ewegh. Nos explica con el pulgar:

—Ha intentado largarse. Lo he interceptado.

—Espero que no lo hayas matado.

—No lo he comprobado.

Nos lleva a través de un patio surcado de regueros fétidos. Hay una vieja furgoneta en lo que fue hace lustros un garaje. Con los brazos en cruz y la cara en el barro, Alá Tej está tumbado en un huerto cuadriculado por árboles raquíticos. No volverá en sí hasta mucho tiempo después de que lo hayamos transportado a una habitación asquerosa.

Cuando despierta, constata que su mueca ha perdido un diente. Mira su mano ensangrentada y gime:

—¿Con qué me han pegado, joder, con un gato?

Tej es regordete y paticorto. Su melena enmarañada, los pelos que le salen por la camisa, sus brazos velludos y su barba lo hacen parecer a un búfalo que se hubiera desriñonado al intentar encabritarse como un caballo.

—Intentabas escaquearte —le refresco la memoria como a alguien que pierde el hilo en pleno relato.

Se enjuga el labio reventado con un pico de sábana, sacude la cabeza. Su mirada se detiene en las dimensiones del tergui, luego en sus puños. Se oye a Lino fisgonear en la habitación de al lado, desplazando muebles.

Alá se da la vuelta hacia el jaleo:

—¿Hay alguien?

—Sólo Papá Noel —lo tranquilizo—. ¿Por qué pretendías largarte, chaval?

—Pensé que erais los hombres de Bosco.

—¿Quién es ese Bosco, un cazador de yeti?

—Mi proveedor de fondos. Le debo pasta. ¿Qué culpa tengo si los negocios no me van bien? Estamos en crisis. Y el Bosco no quiere oír ni palabra. Tampoco voy a atracar a la gente por la calle para devolvérsela.

—Tienes razón. Al principio se atraca a la gente para saldar las deudas, luego se le pilla el gustito y no hay quien lo deje. Eso no está nada bien.

—Mira lo que he encontrado escondido en su mochila, comi —dice Lino exultante a la vez que esgrime una placa de hachís.

—Eso no es mío —protesta Tej enderezándose.

Ewegh lo agarra por los hombros y lo clava en la silla. Tej sigue protestando. Le levanto la barbilla con un dedo y le digo con cara de asco:

—Escucha bien, gilipollas. Si insinúas que hemos sido nosotros los que hemos metido esa mierda en tu casa para crearte problemas, voy a dejar de creer que eres incapaz de atracar a la gente por la calle. Sabemos que eres un camello, que te has comprado un chalé en Kuba, que esto es sólo un escondrijo donde desguazas los coches robados para proveer al mercado negro de piezas sueltas, que tu hermana está casada con un terrorista notorio y que, a pesar de lo espesa que llevas la barba, tienes tantas posibilidades de ir al paraíso como un diputado…

Tej lee en mis pupilas, descubre en ellas algo que parece tranquilizarlo. Adivina que no le conviene despreciar la oportunidad que estoy dispuesto a darle.

—¿Qué queréis de mí?

—Te voy a proponer un trato.

—Estoy en bancarrota.

Lino lanza la pierna. El búfalo retrocede. Su silla cae hacia atrás y él se estrella contra el somier. Ewegh lo levanta y lo aplasta contra la silla.

—No te lo voy a repetir dos veces —le aviso—. O charlamos, o nos divertimos. No pueden ser las dos cosas a la vez. Tú eliges.

Tej mira de hito en hito a Lino, le disgusta su mandíbula de carnicero. Baja la cabeza para que creamos que es capaz de pensar.

—¿Entonces qué?

—Charlamos.

—Muy bien. Hacemos como si acabaras de nacer. Te absuelvo. A cambio, tú llevas un mensaje a tu cuñado Gaíd Alí.

—No sé dónde está, lo juro. Alí no ha vuelto a aparecer por la casa familiar desde aquel asunto del tren descarrilado.

Me informo ante Lino:

—¿Tú lo crees?

—Realmente no.

—¿Y tú, Ewegh?

Ewegh niega con la cabeza.

Abro los brazos para que entienda que lo lamento:

—Invéntate otra cosa, gilipollas. Si no te interesa mi oferta, se la propondré a otro. Y tú pasarás al desguace, por supuesto con un trato preferente como premio.

Se rasca la nariz. De la comisura de los labios se le descuelga un hilillo rojo de saliva.

—¿De qué va ese trato?

—Gaíd Alí tiene algo en su poder que no le pertenece. Quiero recuperarlo.

—¿Es decir?

—Se trata de un disquete. Lo birló en la plaza de la Caridad, en casa de un amigo que ha perdido por completo la cabeza.

—No tengo ni idea de qué se trata.

—Ni falta que hace. Confórmate con transmitir el mensaje. Tu cuñado comprenderá. Dile que su movida me la trae floja. Sólo quiero el disquete.

—¿Y después del recado puedo volver a mi casa sin teneros pegados al culo?

—No somos supositorios.

Hace como si no estuviera muy convencido. Ewegh lo agarra por el pellejo de la nuca y lo levanta.

—Me llamo Ewegh Seddig. Soy daltónico. No distingo entre un sudario y una bandera blanca, así que no hago presos. Aquí no hay vuelta de hoja, o te enrollas a fondo o acabas en el fondo.

Alá lo calma con las dos manos.

—Tranqui, machacador, que me estás arrugando el cuello de la camisa. Veré lo que puedo hacer.

—Y no intentes quedarte con nosotros —lo amenaza Lino.

Parece que lo que no funcionó con el cafetero Ben Hamid sí cuela con Alá Tej. Dos minutos después de que nos fuéramos, el Belcebú salió a echar una llamada desde la tienda. Debieron decirle que lo llamarían pues se sentó sobre el mostrador y ordenó al tendero que se largara.

El teléfono suena tres veces. Alá no rechista. Un minuto después, descuelga tras la primera llamada. Después de la charla regresa a la casucha, se cambia y sale a esperar largo rato ante el portón.

Hacia las once, aparece un Renault con las luces apagadas, da una vuelta a la plazoleta y se detiene para recogerlo. Arrancamos y los seguimos de lejos.

Dos kilómetros más abajo de la colina, el Renault evita un cordón policial y se pierde por un suburbio cuya negrura ha absorbido hasta las enfermizas luces de las farolas. Lo buscamos por una obra erizada de armazones y de grúas y lo acabamos localizando en una urbanización de magníficos palacios recién estrenados.

Alá Tej y su conductor permanecen un buen cuarto de hora en el interior del vehículo, bajo una mimosa, hasta que se deciden a salir de él. Bajan por dos callejuelas y entran sin llamar en un chalé.

Esperamos una eternidad. Como veo que no pasa nada, decido a mi vez ir a ver lo que se nos ofrece. Ewegh se adentra él solito por una calle adyacente. Lino y yo nos dirigimos hacia el chalé. La verja está entreabierta. Un pasillo de mármol nos lleva hasta una puerta de roble macizo, también abierta. Enciendo mi linterna y me aventuro en el interior de la vivienda.

Registramos detenidamente las habitaciones, el cuarto de baño, el lavadero, los armarios. Los dos guripas se han esfumado.

—Hay una piscina en el jardín —me informa Ewegh, que aparece igualmente con las manos vacías—. Han debido de largarse por ahí.

Volvemos sobre nuestros pasos.

En el momento en que alcanzamos la verja, ochenta luces nos dejan clavados y cegados.

—¡Policía! —gritan—. Las manos sobre la cabeza y no se muevan.

—No disparéis —suplica Lino con voz desgarrada—. Somos colegas.

—¡Me cago en la leche! —grita el teniente Chater surgiendo detrás de un furgón celular—. ¿Qué mierda pintáis vosotros aquí? Por poco os agujereamos el pellejo.

—Se me está derritiendo la retina —le suelto literalmente cegado por los proyectores.

El teniente Chater ordena a sus hombres que vuelvan a poner el seguro a sus armas. Como no veo nada, me agarra bajo el brazo y me ayuda a andar.

—Una llamada anónima nos ha avisado de la sospechosa presencia de tres hombres armados en el número 16 de la calle Baya Dahro. Menos mal que Lino ha soltado un berrido, si no os habríamos tomado por terroristas.

Digo a Lino:

—El búfalo ése se ha pasado de listo.

—Yo diría que nos ha toreado bien.

El Renault ha desaparecido.

De Jo, que se había quedado en el coche, sólo encontramos un zapato y un lápiz de labios sobre la calzada.

Al día siguiente, a las ocho en punto, Alá Tej no me da tiempo a soltar el abrigo. Resuena una atronadora carcajada por teléfono:

—¿Quién es el más gilipollas de los dos, Llob? Si te he dejado vivo, ha sido sólo para que lo sepas.

—¿Dónde está Jo?

—¿Quieres decir la puta? Está en el número 16 de la calle Baya Dahro. Exactamente donde tus coleguillas estuvieron a punto de quitaros de en medio, a los tres. Otra cosa, gilipollas: le dirás al tarado de tu dinosaurio que nosotros tampoco nos andamos con chiquitas, ni hacemos presos.

El cielo está de un azul lustral. Tras los chaparrones de la víspera, el verde del follaje resplandece como si estuviera recién pintado. Los pájaros pían en los árboles petrificados. El número 16 de la calle Baya Dahro está sereno. Un auténtico oasis de quietud. Sobre una tumbona al borde de la piscina, bajo una sombrilla que no estaba allí anoche, Jo parece estar soñando… Pero ¿qué se puede soñar cuando se tiene la garganta rebanada de oreja a oreja?

Me agarro a una rama para no venirme abajo.

Ya puede el Diablo jubilarse. No le falta sustituto.