VIII
El director se repone de nuestro último encuentro como si fuera de unas expurgaciones, con la cara más estragada que un trapo sucio. Se ha puesto un traje negro, una corbata gris y gafas oscuras para ocultar lo que se trae a escondidas.
Bliss está a su lado, falsamente servil, casi patético en su papel de políglota en materia de coba.
Invado el despacho con paso firme. No saludo. Me limito a permanecer de pie con las manos en los bolsillos, con tan poco respeto como el que pueda tener un diputado de la República.
Bliss me echa una mirada de reproche por mi actitud. Lo ignoro. Espero con los labios apretados y cortantes.
El dire hace como si leyera un informe, con esa falsa solemnidad que adoptan los jueces corruptos. Seguro que se ha tirado horas puliendo su numerito. Ahora que estoy ahí se hace un lío con las réplicas.
Para desconcentrarlo aún más, aporreo el suelo con un pie.
El dire se baja las gafas sobre la napia. Me pide con el dedo que espere y me señala un sillón. Me parece oportuno esperar un rato antes de sentarme, para que se le meta en esa escupidera que le sirve de sesera que no ejecuto órdenes.
—Comisario, quisiera…
—Dejemos las cosas claras, señor director —le corto en seco—. Si es para devolvernos la pelota, no estoy para bromas.
Le pestañean hasta las narices.
Conserva su sangre fría.
—No te das cuenta de que el señor director está en plan conciliador —interviene Bliss mirándose las uñas.
—No te metas en esto, enano, si no quieres que te encierre en una alcantarilla hasta que las ratas acaben de roerte los huesos.
Bliss retrocede y se achanta. Se le achican los ojos, lo que indica que está reflexionando. Y cuando Bliss reflexiona, hasta el diablo contiene su respiración.
El director está perdiendo la paciencia y nos ordena que nos tranquilicemos. Tras un largo suspiro, anuncia:
—Murad Atti ha sido entregado esta mañana al Observatorio de las oficinas de seguridad.
—No he acabado con él.
—No es grave. Si hay algo que tenga relación con nuestro caso, los chicos del Observatorio me han prometido que nos informarán.
Me levanto.
—¿Puedo retirarme?
—Por supuesto…
Me aliso la chaqueta y me dirijo hacia la puerta. Me suelta:
—Comisario…
Me detengo sin darme la vuelta.
El dire se baja de su trono y llega hasta mí. Su mano bermeja, de esmerada manicura, se posa sobre mi hombro y se retira como bajo el efecto de un electrochoque. Se adelanta hasta la puerta y, acariciando el picaporte, me dice melindroso:
—¿No tienes nada especial que hacer hoy?
—Depende.
—Si no te importa demasiado, intenta dar una vuelta por casa de nuestro amigo Ghul.
—Mala suerte. Se me ha roto el cable esta mañana.
—¿Y eso qué significa?
—Que ya está bien así. Su amiguete debería contratar a un detective privado. Estas historias de puterío apestan tanto que no las suelo ver claras. Búsquese otro putero.
—Esto no es serio —se lamenta el jefe.
—Es lo que vengo diciendo desde el principio.
Lino me lleva a casa. Tritura el volante y evita mirarme. Llevamos veinte minutos circulando y en el coche nadie dice esta boca es mía. Sabe que he conseguido que se me eche una buena cantidad de gente encima, y eso le fastidia un montón.
—Estos tíos embisten como toros —me avisa.
—Me la trae floja.
—¿Qué piensas hacer?
—Preparar mi jubilación. Ya no tengo edad para soportar humillaciones.
Lino dice que no con el dedo.
—No es el momento, comi. Estamos en guerra. Te van a tratar de desertor.
—Me la sigue trayendo floja.
—¿Y tu carrera, comi? No te vas a rajar ahora que estás a punto de subir a comisario jefe.
Ahí lo freno:
—La auténtica carrera de un hombre, Lino, es su familia. Tiene éxito en la vida quien tiene éxito en su casa. La única ambición justa y positiva es la de sentirse orgulloso en el propio hogar. Lo demás, todo lo demás —promoción, consagración, vanagloria—, no es sino pura fachada, huida hacia adelante, engañifa…
Lino se queda patidifuso.
Me deja en casa y regresa al despacho, más callado que un muerto.
Las desgracias nunca vienen solas. Les faltan cojones para eso. Siempre tiene que haber una prueba más para apuntalar su trabajo de zapa.
Al entrar en casa, me tropiezo con dos maletas en el vestíbulo. Mi hijo mayor está en el pasillo, afligido pero determinado. Por los sollozos de la madre me doy cuenta de que ha decidido largarse de verdad. Hace un siglo que le va dando vueltas a ahuecar el ala. Argel se ha convertido para él en una auténtica camisa de fuerza. El barrio de su infancia ha dejado de emocionarle.
Agacha la vista al verme.
Me farfulla:
—Lo siento, papá.
—No es culpa tuya, chaval.
Es un hijo de madero. Dentro del convenio integrista, se merece el mismo destino que el padre. Han degollado a un montón de críos sólo por tener en su familia a soldados o policías.
Casi me siento aliviado de que haya tomado la decisión de cambiar de aires.
—No me lo tengas demasiado en cuenta, papá.
—Te repito que no es culpa tuya. ¿Hacia dónde vas a tirar?
—Tamanrasset. Allá tengo amigos. Ya encontraré un curro.
—No lo dudo.
Nos miramos en silencio. Luego me abro de brazos y se me acurruca, muy pegadito, ese grandullón mío.
Mina se ahoga en sus lágrimas.
Madre no hay más que una, llore de alegría o de pena.
Recoge sus maletas. Esto es muy duro. Noto como si se me desgarraran las carnes. Me siento como un inválido.
—Llama de cuando en cuando.
—Lo prometo.
Besa otra vez a su madre. Se larga. Por mucho que la marea nos traiga para dar conformidad a nuestras vidas, lo que se lleva no tiene precio.
—Cuídate, chaval.
Asiente con la cabeza. Una sonrisita, y el ascensor se lo traga.
¿Cómo puede uno resignarse ante una puerta que se cierra tras un ser que, nada más irse, ya estamos echando de menos?