VIII
Atmán Mamar está provisionalmente sentado en una silla de ruedas, frente a la ventana, con los miembros untados de mercurio cromo y el careto abotargado por las costras. Se hace punciones a pleno sol, como un eremita abstraído. No se da la vuelta al oír que se abre la puerta de su habitación.
—¿Qué hay, Ramsés?, te he traído dulces de París.
Dejo la bolsa de golosinas sobre la mesa y le pongo una mano compasiva sobre el hombro, haciéndole brincar de dolor.
—Perdón.
—No es grave. Empiezo a estar acostumbrado a mi túnica de Nesos.
—¿Quién es, un aprendiz de sastre?
Hace girar la silla para enseñarme su cara, un camafeo violáceo que me pone de punta los pelos del sobaco.
—La enfermera dice que parezco un globo terráqueo —se duele de sí mismo.
—Es muy buena chica.
Su irrisoria sonrisa le agrieta la cara y junta sobre las rodillas sus manos de nudillos lechosos.
Saco el plano de debajo de mi abrigo y lo despliego sobre la cama.
—He encontrado esto en casa de un artificiero a quien debemos la mayoría de los atentados con bomba en la capital. Un tal Meruán Sid Ahmed, llamado TNT.
Atmán dobla penosamente el cuello para mirar, reconoce la fotocopia del plano de su taller y se vuelve a echar atrás sobre su asiento.
—¿Qué quieres exactamente, Llob?
—Me has mentido. El incendio de tu taller no fue por un cortocircuito.
—No es asunto tuyo. Ya estoy bastante curado de espanto para apañármelas solo.
Recojo el croquis, lo doblo con cuidado y lo vuelvo a guardar en el bolsillo interior de mi abrigo.
—He tenido una charla esta mañana con tu parienta. No está muy en forma, oye tú. Dice que has recibido un montón de llamadas últimamente, que no saltabas de alegría cuando colgabas y que tu nuevo pasatiempo consistía en husmear tras las cortinas de tu ventana. ¿De quién tienes miedo?
Se limita a mirar fijamente los ventanales. Me planto entre él y la luz. Mi opacidad lo irrita. Se echa de lado para contemplar los edificios en la calle.
—Se acuerda también de Ben Uda. Erais buenos colegas.
—En aquella época, colegas los tenía hasta en brazos de mi mujer.
—Ya veo. La última vez que vino a verte, el hombre estaba hecho polvo.
—Acababa de quebrar. Lógicamente, no estaba para fiestas.
—Tu parienta declara que el millonario Dahmán Faíd te conminó a que no echaras una mano al diplomático. Empezaste a recibir llamadas cuando pasaste de sus instrucciones.
—No soy el subalterno de nadie.
—¿Por qué estaba Faíd empeñado en arruinar a Ben Uda?
—Eso hay que preguntárselo a él.
—¿Sabes que tu jardinero, Alá Tej, te espiaba para el millonario?
—Yo le pagaba para que cuidara mi jardín.
—No parece extrañarte.
—Eso te demuestra que estoy curado de espanto.
—Pues conmigo, juega todas las noches a Scheherazade. ¡Anda que no me ha contado cosas! Por ejemplo, tras el asesinato de Ben Uda, el profesor Abad Naser pasó a verte.
—¿Y qué? Era el hermano de mi mujer.
—¡Ah!
La cosa se pone interesante. Poso mi honorable trasero sobre la cama, acerco la almohada bajo mi muslo para aliviar una ligera contractura muscular.
Atmán Mamar echa atrás su carretilla hasta la pared y me mira con mala cara.
Enciendo un pitillo:
—No deja de ser extraña esa reacción en cadena, ¿no te parece? A Ben Uda lo decapitan una semana después de pasar por tu casa. Luego el profe. Luego tu taller que sale ardiendo, contigo dentro. Luego esa influencia vampirizante de Faíd. Y Alá que está siempre por medio. Una de dos: o eres gafe con tus amigos o estás metido en la mierda con ellos.
—Te has tirado demasiados años en la pasma, Llob.
—Tengo el sentimiento de que, esta vez, esto no tiene nada que ver con Pavlov. He consultado mis archivos. Todo indica que he puesto el dedo en la llaga.
—Si te vale un consejo, no lo dejes demasiado tiempo encima. Si no, luego ya no podrás chupártelo.
—Me quedan otros nueve.
—No es suficiente.
Suelto el humo sobre mis uñas y digo:
—¿Sabes por qué el caballo jalona el camino con sus mojones?
—No.
—Porque odia los pañales.
—No te sigo.
—Eso es lo que me temo.
Lo miro fijamente a los ojos para que no vuelva la cara.
—¿Qué está ocurriendo, Atmán?
Se rasca nerviosamente el revés de la mano, se despelleja sin darse cuenta. Tras un largo silencio, se le enciende la mirada y dice:
—Unos envidiosos intentan poner freno a mi despegue comercial. Con la libertad de mercado las compuertas van a saltar. Las crecidas se llevarán por delante a los que no tengan amarras. Cada cual intenta sanear a su alrededor para despejar su espacio vital. Es la batalla de las inversiones. La gente se torpedea de lo lindo, pero es legítimo.
—¿De verdad pretendes que me trague esa patraña?
—Al menos lo habré intentado.
Saco el cuadernillo de apuntes que he pedido a Lino, hago como si verificara mis notas, me detengo en una página tan blanca como desolada y aventuro:
—Ben Uda y el profe se conocieron gracias a ti.
—En mi casa, sí, gracias a mí, no. Compartían afinidades.
—¿Por ejemplo?
—Los chicos y los libros.
—Eso es lo que dice también mi bloc. Por lo visto se llevaban de maravilla.
—Más bien se escuchaban.
—Y si me hablaras de «HIV» —suelto de sopetón.
—¿De hache qué?
¡No picó!
Meneo la cabeza. Un camión cruza bramando la calle y atiza mi rabia.
—Es la hora de su inyección, señor Mamar —truena la enfermera empujándome al pasar.
—No he acabado con él.
—¿A mí qué leches? Esto es una clínica, no un centro de reclusión. Le ruego que se vaya, y ahora mismo. Mi paciente necesita descansar.
Intento fruncir el ceño.
Se le deforman los labios en una mueca canibalesca:
—¡Ahora mismo, comisario!
—¡Ábrete —añade la momia—, aumentas mi picazón!
Convencido, me llevo el dedo hasta la frente, saludo con desenvoltura y me largo.
Por el pasillo, oigo a la exasperada enfermera:
—¿Se cree que nos va a aterrorizar con su placa de porculero, o qué?
Y Atmán:
—Pasemos de ese gilipollas y hazme otra vez la cochinadita de ayer, pero esta vez intenta dejar tus manos detrás de la espalda.