XIV

Abderrahmán Kaak surge en mi despacho como un duende tras un encantamiento. Está cabreado y resulta casi ridículo. Congestionado, le sale una babilla blancuzca por la comisura de los labios, se empina sobre la punta de sus zapatos y hace restallar sus papeles de un manotazo sobre mi mesa.

—Tengo un pasaporte, un visado y un billete de avión. No tengo ningún asunto judicial pendiente. Estoy totalmente en regla y tengo, por tanto, perfecto derecho a viajar. Explíqueme entonces por qué sus colegas del aeropuerto no me han permitido tomar el avión para Lyon.

Se ha tirado todo el trayecto entre el aeropuerto y la comisaría central machacando su parrafada. Prueba de ello es que me la ha soltado de una tacada, sin recobrar el aliento.

Aparto los brazos en actitud fatalista. Está que trina. Sus mofletillos carmesíes vibran. Se empina un poco más y me amenaza con su dedo de bebé monstruoso.

—Esto no va a quedar así, le aviso. Se está usted extralimitando en sus prerrogativas, comisario. Tengo amigos poderosos. Le juro que voy a acabar con usted.

Le palpitan las aletas de la nariz.

Vuelve a posarse sobre sus talones y desaparece.

—Así no hay quien viva —protesta con voz en off—. Joder, esto es una república. Sigue habiendo leyes.

—Hay unas cuantas para servirle, señor Kaak.

Me echo hacia adelante sobre mi mesa para localizarle y le cuento con los dedos:

—Está la ley que usted mismo se hace a medida, está la ley que le sirve de felpudo, está la ley con la que se limpia…

El enano lee en mi rostro la irrefrenable aversión que abrigo por la gentuza de su calaña. Eso le rebaja los humos. Se alisa la chaqueta con la mano. Es su manera de recoger velas.

Lo vuelve a intentar cambiando de tono:

—Tengo una cita de negocios extremadamente importante en París. ¿Cuál es mi problema?

Tamborileo sobre un informe camelístico y le confío:

—Está usted de mierda hasta el cuello.

Encoge diez centímetros.

—Hay en este informe material para darle caza hasta en el infierno. Llevo toda la vida esperando la oportunidad de ganarle la partida a un nabab podrido como usted. Hoy es cosa hecha. Voy a desmontarle pieza a pieza, señor Kaak.

Cualquiera puede en un momento dado rajarse, pero Abderrahmán Kaak se ha quedado descaradamente acojonado. Se pone lívido, con cara de perro apaleado. Su mano torpona hurga en sus bolsillos, saca un pañuelo y se enjuga la nuca, la papada y la frente.

No dice nada. Pide ver primero.

Exhibo una tarjeta de visita.

—La hemos encontrado junto con las cosas de Gaíd el Peluquero.

—Mi peluquero se llama Tony.

—Hablo del terrorista.

—Nunca he oído hablar de él. No me trato con integristas.

—¿Qué pintaba en la cartera de Gaíd?

Se acerca a la mesa, coge la tarjeta, la ausculta. Eso le basta para recuperar sus colores. Se difumina la tensión de su cara. Me devuelve la tarjeta y retrocede, aliviado:

—Es la tarjeta del hotel Raha-las-Palmeras.

—Usted es el dueño.

—Ya no lo soy. Hace más de ocho meses que lo vendí. Lo mismo que el Raha-Golf, Raha-los-Pinares y Raha-Playa… Otra cosa, ese trozo de cartulina no constituye prueba ninguna. Se puede obtener en las agencias de viaje, en los hoteles, en todas partes. Los hoteles son espacios públicos. Las tarjetas de visita son reclamos. Se ofrecen. Espero que no me haya hecho usted faltar a mis citas parisinas por una estupidez como ésa.

—Está sobre todo esto, señor Kaak —digo tamborileando nuevamente sobre el informe.

—Se trata seguramente de un malentendido.

Agito una hoja delante de sus narices:

—Tengo derecho a albergarle durante cuarenta y ocho horas.

—En ese caso, quiero hablar con mi abogado.

—Cree que está usted en Lyon.

—Eso es absolutamente ilegal.

—Me importa un pepino.

Intenta apaciguarme con las manos.

—Debe de haber un error en el reparto de cartas, comisario.

—Está hecho adrede. He puesto las cartas buenas de mi lado y me he quedado con algunas de las suyas.

Protesta, empieza a gesticular con vehemencia. Ewegh lo agarra por la cintura con dos dedos y se lo lleva a la sala de interrogatorios, un cuchitril de dos metros cuadrados con techo bajo y paredes deprimentes, con una silla metálica, un foco y una mesa.

Abderrahmán Kaak se queda veinte minutos sentado, a la espera de que vengan a interrogarle. Media hora después, apoya su mejilla sobre una mano y se pone a repiquetear con la otra, sin despegar los ojos de la puerta blindada.

El jefe se reúne conmigo en la habitación medianera para observar al sospechoso por el espejo sin azogue. Me confía que el teléfono no para de sonar en su despacho. Los amiguetes de Kaak están preocupados. Le sugiero que les diga que su protegido ha sido probablemente secuestrado por los terroristas y que, con un poco de suerte, mañana aparecerá su cuerpo en un hueco de escalera. Al jefe le resulta morboso mi cinismo y me recuerda que mi manera de actuar no es reglamentaria. Le replico que es para atenerme a los hábitos vigentes. Sonríe y me promete su paraguas en caso de que me cayera encima un chaparrón. Lo tranquilizo explicándole que quizá necesitaría un buen remojo para aclararme las ideas.

Hacia medianoche el enano se rebela. Se ha quitado la corbata y la chaqueta, se ha remangado la camisa y se lía a patadas con la puerta.

A las dos de la mañana, flaquea, se derrumba sobre la mesa y se queda adormilado.

—¡Arriba, ahí dentro! —lo acoso—. La detención provisional no es una sinecura.

Kaak hace lo imposible para no ponerse a lloriquear. Está agotado, con las facciones hinchadas y el pelo revuelto. Sus ojos medio en blanco me rozan con la delicadeza de una medusa. Se pasa una mano por la cara, se revuelve las greñas y se queda un largo rato mirándome con fijeza.

—Me quejaré ante las más altas instancias —dice desalentado.

—De buena gana le alquilaría mi ascensor personal. Mientras tanto, empiece a cantar. Si le parece que aún no está del todo preparado, volveré más tarde. No tengo prisa.

Me detiene con gesto de extenuación:

—Acabemos con esto. Quiero volver a mi casa.

Me siento en el pico de la mesa y me apoyo sobre mis rodillas.

—Ben era amigo mío —empieza tras meditar largamente—. Era diferente. Los demás eran unos primos o unos aprovechados… Con Ben me sentía a gusto. Eso no me ocurría a menudo. A pesar de mi éxito, seguía siendo el chabolista: pobre de condición, de espíritu y de cuerpo… Es verdad que me lo he montado bastante bien, pero Ben añadía a mi fortuna cierta… ética. Me encantaba ser amigo de un letrado de envergadura, yo, el antiguo taquillero de un cine de barrio… Con Ben, el dinero era sólo dinero, había otras cosas en la vida. Ben era harina de otro costal. Tenía clase. Tenía talento… Claro, a veces me daba pena, pero no tenía nada que ver con la compasión. En un ambiente de pancistas como éste, los genios no salen favorecidos. Yo lo entendía, lo respetaba. Jamás, jamás lo habría traicionado. Era mi única excusa.

Se mira las uñas con tristeza. Asiente con la barbilla, en el vacío, como alguien que está desenterrando unos recuerdos insoportables.

—Se moría de aburrimiento. Había regresado a este país con un montón de ideas. Su vida de diplomático alentaba sus ilusiones. No comprendía por qué, en nuestra tierra, se privilegia tanto la rapiña en detrimento de la trascendencia… Ben era un idealista. Solía decir que no hay peor apocalipsis que una cultura siniestrada. Dedicaba su tiempo a organizar ventas con firmas de autores, exposiciones, encuentros de intelectuales, pero cada vez ocurría lo mismo. Nadie se interesaba por sus esfuerzos, se reían de sus buenos oficios. Los escasos curiosos que se reunían en torno a él venían para ver si había algo que rascar, luego dejaban de venir. Por puro desgaste, para no pasar por un chalado, acabó haciendo lo que los demás. Se metió en los negocios. Ahí también tuvo muy mala suerte. Descubrió otro apocalipsis: el chanchullo. Para un tipo que soñaba con Jauja, iba listo. Creo que su tendencia al vicio le vino de su gran decepción. Se castigaba. Debía de sentirse indigno de su vocación… Después de octubre de 1988, creyó que el advenimiento de la democracia le daría una segunda oportunidad. Estaba en todos los mítines, en el centro de todos los debates. La polémica le inspiraba un montón de iniciativas. Se puso a escribir como un poseso. El sueño y la utopía fue para él un punto de inflexión. El éxito fue fatal para él. Sentía que le crecían alas. Se prometió repetir, ir más allá… Y una noche, se plantó en mi casa a las tantas, sobreexcitado, desconocido. «¡Ya lo tengo!» Y blandía un disquete de ordenador. Era su piedra filosofal, el documento del siglo, una copia de la abominable Cuarta Hipótesis…

—¿La Cuarta Hipótesis?

—Apuesto que aún no había descifrado usted las iniciales de su ficha de cartón, el otro día… HIV… IV es un número romano. Significa H4, o sea la hipótesis 4… Ben me explicó que se trataba de un programa diabólico concebido por un grupo de millonarios oportunistas para apoderarse del patrimonio industrial del país.

—¿Es decir…?

—Eso es todo lo que me dijo… No di botes de alegría. Odio las complicaciones. Ben se movía por el filo de la navaja. No era muy querido. Los políticos lo tenían en cuarentena. Los hombres de negocios intentaban hundirlo. Los intelectuales lo despreciaban. Ben estaba solo. A mí se me reprochaba que lo recibiera en mi casa.

—¿Quién?

—Todo el mundo. Mis incondicionales dejaron de frecuentar mis hoteles en señal de protesta. Mis acreedores me cortaron los suministros. Ben era único para echarse a la gente encima. Le supliqué que se largara a Europa. Se negaba a hacerme caso.

Cruzo los dedos, enderezo un poco el busto y le pregunto:

—¿No ha hablado usted con nadie de ese documento?

—Habría sido muy imprudente.

—En su opinión, ¿quién puede haberlo traicionado?

—Quizá él mismo sin darse cuenta. Los escritores son tan ingenuos.

Me llevo un dedo al bigote para reflexionar un segundo.

Kaak se vuelve a mirar las uñas con el mismo aire consternado.

—Mientras le describía a grandes rasgos la Cuarta Hipótesis, ¿no le dio nombres o aludió a algunas personas?

Kaak levanta la cabeza y se apoya con molicie sobre el respaldo de la silla. Hace una mueca con los labios y niega primero con la cabeza:

—No tengo derecho a citar a nadie, comisario. Ben me enseñó un disquete, sólo un disquete de dos pulgadas y media. Quizá estuviera vacío. No puedo permitirme comprometer a gente sólo porque Ben no los tragaba. Si ese documento existe realmente, es usted el poli; encuéntrelo y haga con él lo que quiera.

—Dahmán Faíd figuraba…

—No insista, comisario. Soy un perfecto cabrón, pero conozco mis límites. Cuando no estoy seguro de nada, jamás me aventuro.

—Vale —le digo levantando las manos—, no insisto… Ben Uda me habló de un código: N.O.S…

Me detiene enseguida para demostrarme que por un lado se ha enterado, y que por otro está dispuesto a cooperar.

—Se trata del Nuevo Orden Social tal como está concebido en la Cuarta Hipótesis. Un conjunto de medidas draconianas ideadas por los capitostes en cuestión para imponer su nueva opción económica. Como el paso del socialismo de fachada a la sociedad de mercado no puede llevarse a cabo sin roturas, los interesados se han hecho cargo de la gestión de las roturas. Según Ben, todo estaba calculado. El programa no excluía ninguna eventualidad y preconizaba un abanico de medidas a adoptar para reconducir cualquier imponderable. El sabotaje, el chantaje, la corrupción y el asesinato figuraban con todo detalle en la directiva H-IV, pues se trata de una auténtica directiva.

—Las desgracias de Atmán Mamar tienen alguna relación con…

—¡Alto ahí! No dé nombres, por favor, comisario. Además, creo que el cansancio está empezando a hacer mella en mí… Quiero volver a mi casa, y ahora mismo.