XIII
Omar Malkom, llamado X, tiene una tienda de electrodomésticos en un barrio tranquilo. Su tienda da relumbrón a la acera, agradablemente decorada, con una inmensa vitrina y una puerta cuyas campanillas repican cuando la abren.
Está garabateando en un registro, con un taco de hojas de pedido al lado.
Serdj cierra la puerta, le da la vuelta al cartel de open sobre closed para que no nos molesten y cruza los brazos.
—¿Cuánto vale la nevera? —pregunto.
Omar alza la mano para que no lo desconcentren, da unos toques a la calculadora y verifica en sus fichas, sacando la lengua como los escolares.
Es un negro gigantón, con unos puños capaces de hacerle tragar la dentadura a un burro. Lleva un traje con chaleco, al estilo banquero, un reloj engarzado en una cadena de oro y gafas Ray Ban fantasía. Tiene el cráneo muy rapado por las sienes y sólo un cuadradito de pelos pintarrajeados de verde fosforescente encima de la frente.
—¿Te salen las cuentas, punky?
Suelta su bolígrafo a regañadientes.
—¿Qué nevera?
Le presento mi tarjeta de taghut.
—La casa no acepta ese tipo de tarjeta de crédito. Aquí se paga a tocateja.
—Soy un estresado.
Se lleva una mano a la frente, como si lo estuvieran estorbando.
—Polis, lo que me faltaba. Me vais a gafar el negocio. ¿Os conocen por el barrio? Si es así, mejor será que me mude.
—Que no cunda el pánico —lo tranquiliza Serdj.
Sale de mala gana de detrás del mostrador y va contoneándose hacia las persianas para bajarlas.
—¿Es para detenerme o para charlar?
—Dependerá de ti.
Se marca de cachondeo unos pasitos de smurf.
—Estoy curado de espanto.
—A nadie le viene mal que le den un toque de cuando en cuando.
Se me acerca con mirada indagatoria, le da un meneo a la rabadilla y vuelve a atrincherarse tras su mostrador. Por su descarada soltura debe de ser un fan de Spike Lee.
—Escucha, hermano, yo voy de legal. Mi registro de comercio es tan transparente como el Código Penal.
—Murad Atti era colega tuyo.
Ni asomo de pánico en su cara de ébano. Alisa con calma su calculadora.
Tras un minuto de silencio en memoria del difunto, dice:
—Era más que un colega. Sólo que él llevaba su vida y yo la mía. Si pensáis que tengo algo que ver con lo que le ha ocurrido os estáis colando. Yo, hermano, me dedico a los negocios. Honradamente. Mi pasta me la curro sin desenfundar. No soy un asesino.
—Tu fichero dice que coqueteas con el integrismo —sondea Serdj.
Omar suelta una carcajada forzada.
Vuelve a contonearse.
—Eso no va conmigo, hermano. ¿Me imaginas con traje de pastor afgano, con lo que me gusta la ropa chula?
—Flirteabas con Murad.
—¡Alto ahí! Murad era mi colega, hermano. Un chaval de mi pueblo. Pasamos el mismo hambre, nos apretábamos el cinturón y nos echábamos un mano. Nacimos en el mismo agujero y nuestras madres curraban para el mismo agente. Por entonces no nos partíamos el culo. Chapuzas. Lo justo para cambiar de calzoncillo y comer algo en la tasca más barata de la ciudad.
Se pone triste. Le apena remover el pasado.
—No era nada bonito —añade—. Ni siquiera nos atrevíamos a que nos sacaran una foto.
—Y por tanto, le dabas al kif.
—Yo no toco esa mierda. Mis sueños, los consumo con lucidez, hermano. ¿Quién le ha contado esas chorradas?
—Sliman… Sliman Abú —anticipa Serdj.
Omar frunce el ceño.
—Ni puta idea.
—Pasa farlopa por la casbah.
Niega con la cabeza.
—No conozco.
Le coloco el retrato-robot de Didi delante de las narices.
—No es un héroe de tebeo —le aviso.
Pone mala cara, se rasca la oreja, se lo toma con calma.
—¿Es el Rambo del cabaret de la calle de los Laureles Rosas?
—Has dado en el clavo.
—Me lo cruzo de cuando en cuando por el paseo marítimo. No nos saludamos.
—¿No lo has visto últimamente?
—No me he fijado.
—¿Y Brahim Budar? —achucha Serdj.
No hay quien achante al tal Malkom llamado X.
Contesta con indiferencia.
—No es más que una mierda. Nos conocimos en el talego. Pura promiscuidad, no es mi estilo.
—Ha muerto.
—Ya iba siendo hora.
—Sin embargo, entre Budar, Daho Lamín y Murad Atti, os lo montabais bastante bien.
Ahí me para. Su mano repleta de anillos me tapa la cara.
—A ver si nos entendemos, hermano. No confundamos el ramadán con las fiestas de guardar. Daho Lamín era el finolis, una auténtica mina para Murad y para mí. La primera vez que nos metimos en un auténtico restaurante, fue con él. Controlaba una red de contrabando y nos ofrecía trabajillos sencillos: llevar maletas. Sólo ropa. Un salto hasta Alicante, otro a Marsella o Damasco, y un sobre repleto a la vuelta. Así es como me hice con la tiendecilla al final de la calle de los Pajareros. ¡Eh, hermano! Asumía los riesgos. Cuando los aduaneros me pillaban, me la envainaba. A nadie le regalan nada.
—Daho se dedicaba al tráfico de armas.
—Eso era asunto suyo. A mí me la suda. Lo mío eran los trapitos. Nada de estupas, ni coches. Sólo trapitos.
Asiento con la cabeza.
Serdj se acerca para tomar el relevo.
—¿Cómo fue lo de octubre de 1988?
Omar le señala con un gesto que lo ve venir.
Esboza un paso de baile, suelta una sonrisa lechosa y cuenta:
—Murad vino a mi tienda. Estaba excitado. Me dijo: «¿Confías en mí?». Yo dije: «A ver primero de qué va». Me dijo: «Vamos a armar el follón en la ciudad». Yo dije: «Esto ya es un follón». Me dijo: «Justamente, vamos a liarla a gran escala. La calle se va a mover. Está chupado. Inviertes en una cajetilla de cerillas y vuelves a casa con un cuarto de kilo». En aquella época, con un cuarto de kilo no te hacías la casa, pero podías empezar la obra. Yo dije: «¡Adjudicado!». Dos días después, la calle estaba patas arriba. Quemamos unos almacenes y unos autobuses. Nos detuvieron y nos encerraron. Ahí pagué a tocateja, sin remisión de pena.
—¿Quién estaba detrás de ese follonazo?
—Me decepcionas, hermano.
—¿Y luego?
—¿Luego qué, hermano?
—Daho Lamín se hizo integrista.
—No llevábamos el mismo turbante.
—Pero sabías lo que estaba tramando.
—Eso saltaba a la vista. Daho negociaría hasta con Mefistófeles. Se cubría las espaldas. Se apostaba fuerte por los integristas y no estaba dispuesto a que lo ahorcaran junto con los renegados.
—¿Y Brahim Budar?
—Un asesino nato —dice barriendo el aire con gesto de asco—. Ya de niño martirizaba a los perros y a los gatos. No había chucho que se arriesgara por el pueblo… Claro, intentó reclutarme. Le puse las cosas claras. Nada de sangre en las manos. Es que uno es muy listo, hermano, se lo sabe ir montando poco a poco. Sé que allí arriba hay una justicia. Se lo dije también a Murad. Pero a Murad le encantaba fardar. Se desquitaba del agujero de donde salió. No se sabía un solo versículo de la religión. Creía en un solo dios, el único dios que no necesita profetas para darse publicidad: ¡la pasta!
Serdj no está para nada convencido.
Insiste:
—Normalmente, los integristas se cargan a los que no se prestan a sus chanchullos.
—Yo me desmarqué pronto. Cuando se detuvo el proceso electoral, supe que las cosas se iban a poner feas. Se notaba que había demasiada manipulación.
—¿Qué quieres decir?
—Es difícil explicarlo. No me gustaba. No veía claro que unos tipos estuvieran a la vez en el bar y en el mihrab. Eso no es sunita. Eso de que unos truhanes notorios fueran disfrazados de mulás me daba muy mala espina. Es como si un caballo de Troya invadiera las mezquitas… Escucha, hermano, no soy ni poli ni periodista; soy comerciante.
—¿No tienes ninguna idea sobre la muerte de Murad?
—Mil y una ideas. Murad era un mujeriego. Lo mismo se tiraba a las vírgenes que a las esposas. Obviamente, coleccionaba celosos.
—¿Nunca te habló de un tal Abú Kalibs?
—No era necesario que lo hiciera. Abú Kalibs es el emir de moda. Hay carteles suyos pegados por todas partes. Dicen que sólo ataca a los intelectuales.
—¿Murad lo conocía?
—Mira, hermano, no vamos a tirarnos todo el día. Tengo cosas que hacer. Murad no me lo contaba todo. Venía sobre todo para darme envidia. Le fastidiaba eso de estar montándoselo sin que yo estuviera a su lado. Yo no corro riesgos. Se lo va uno montando, pero salvando el pellejo.
—Abú Kalibs… Limítate a contestar a la pregunta.
Omar da un respingo, se pasa su pedazo de lengua por los labios y hace repiquetear sus anillos sobre el mostrador.
Se calma:
—Murad lo conocía, seguro. A menudo decía: «Con Abú Kalibs, cada gramo de seso de sabio vale su peso en oro…». Pero no iba más allá en la confidencia… ¿Vale así, hermano? De todos modos ya he desembuchado.
Le doy las gracias y ruego a Serdj que me adelante. Antes de que el inspector alcance el picaporte, me vuelvo hacia mi primo del Bronx:
—Un post data y firmo. ¿Qué es exactamente Los Limbos?
Se le estremece el pómulo.
—La mujer más bella del mundo sólo puede dar lo que tiene, hermano. Hay tabúes. Hay que respetar. Tengo un crío, y no quiero perderlo.
—¿Estás cagado?
—Así es. Me cago en los pantalones, por si quieres saberlo. Hasta el último gilipollas que frecuenta ese local tiene los cojones tan grandes que no le caben en una espuerta.
—No deja de ser extraño. El emir de la casbah curraba allí de lavaplatos. Didi, de gorila. Murad, Brahim Budar… ¿Eso qué polla es, una fábrica de terroristas?
Omar se traga la saliva. Parece sentirse a disgusto.
Gruñe:
—Tengo que cerrar. Me he portado como un buen chico y he soltado lo mío, hermano. Ahora, ¡aire!