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Si se trata de una cita galante, Lino no vacila en dinamitar su hucha. Esta vez seguro que ha trincado los ahorros de su vieja. Va de estreno de los pies a la cabeza: chaqueta color cereza, zapatos italianos, corbata british, gomina. Toda una revolución.

Primero limpia con mucho cuidado el asiento antes de subirse en mi cacharro.

—¿Qué incienso te has puesto? —le pregunto al arrancar.

—Vaya, se te ha curado el resfriado, jefe. Es un perfume de París.

—¿Experimental?

—¡Qué va! —me contesta indignado—. De los de marca.

Adelanto a un camión y le suelto:

—Te has equivocado de frasco, cariño. Mira este mosquito en coma, ahí sobre el cuadro de mandos; seguro que has echado mano de un insecticida.

Lino suelta una risita tonta y mira mi traje de incorruptible:

—Confiesa que te da envidia mi look, jefe.

Nos plantamos en casa de doña Fa Lankabut al caer la noche. Lino se niega a creerse que tanto fasto pueda existir en un país en guerra. En realidad, lo he invitado expresamente para que vaya espabilando. Lleva demasiado tiempo tragándose eslóganes y cretineces sobre la rectitud y la transparencia.

Doña Fa está espléndida. Sus maquilladores se han superado. Envuelta en un vestido moteado de joyas, parece un embutido metido en celofán. La tienen tan cortejada que apenas dedica a mi persona una sonrisa fugaz.

Literalmente subyugado por las hembras en celo, Lino está más entusiasmado que un perrito faldero, meneando la cola. Echa una mirada al escote de unas, otra al culamen de las demás, y traga saliva como si se le fuera la vida.

—¡Buen ganado! ¿Crees que tengo alguna posibilidad de montar una de esas jacas, comi? Hace tanto tiempo que me la machaco que se me está quedando morcillona.

—Sírvete tú mismo. Pero no te fíes de las bragas con paquete.

—¿De qué?

—De los travestís, idiota.

Arquea las cejas y me dice sin cortarse:

—Tampoco soy tan exigente, sabes.

Intento localizar la carita de Anisa entre tanto encanto. No está. Al amparo de unos empujoncitos acolchados, nos abordan dos maravillosas criaturas con lo justo sobre sus carnes para no alborotar a la brigada antivicio. La pelirroja se retuerce como un gusano, las pupilas en llamas. La otra es morena, delgada y exhibe con descaro la naturaleza de sus apetitos.

Lino se pone a babear por partida doble.

—¿No trabaja usted en el cine? —le maúlla la morena arrimándosele.

—Es posible —miente el teniente.

—¡Cómo se parece a Woody Alien! —cloquea la pelirroja.

—Para mí que se parece más a Idir —les suelto.

—¿Por qué?

—Pues, lógicamente, porque está circunciso.

Los dos pichoncitos se mosquean. Agarran del brazo al gafitas y se lo llevan hacia el bufé.

—¿De qué va esa momia? ¿Está contigo?

—Qué va —se preserva insidiosamente Lino—. Será uno de esos muertos de hambre que se trae doña Fa para sacar a flote las arcas de su asociación caritativa.

Ya solo, puedo dedicarme a observar la fauna cercana. La morada de los Lankabut es un auténtico Olimpo repleto de dioses plebeyos y de huríes. La anfitriona ha movilizado a casi un regimiento de servidumbre para que mime a su gente.

Con un zumo de naranja en la mano, decido observar la jeta de los convidados. Es prácticamente el mismo ganado que había en casa del yerno de Ghul Malek, un abanico de pijos arribistas para morirse de asco… (Tranquilo, Llob. Métete el resuello en el culo). Reconozco a Rachid Lagún, el presidente del desaparecido SOS-Ostracismo, un movimiento populista contra la exclusión en general y la marginación de las élites en particular. En su tiempo, un marginado de mucho fuste. Te lo topabas en todos los mítines, con un micro entre los dientes, burlándose de los esbirros del régimen. Internado en casi todos los establecimientos penitenciarios del Estado, estuvo a punto de convertirse en un mito.

Me sorprende encontrármelo por aquí.

Se lo está pasando pipa, con su vaso pegado a los labios. Lleva un aro en la oreja y el pelo recogido en cola de caballo. Su pajarita le obliga a llevar la barbilla en alto, a él, el defensor de las nucas gachas.

—Has cambiado de chaqueta, por lo que veo —le espeto.

Irritado por mi falta de delicadeza, rebusca en su magín en qué perrera se pudo cruzar con un piojoso como yo.

—Pues sí —me replica—, me he comprado una nueva.

—Ya no militas a favor de las buenas causas.

—Todas las causas son buenas, siempre que sean embriagadoras… ¿Nos conocemos?

—No lo creo. Conocí a un Rachid Lagún en otros tiempos. Pero ése era un mariquita.

Me mira de arriba abajo y escupe.

—Buenas noches, señor, encantado de no volver a verle.

Un poco más allá me intercepta Sid Lankabut, el chupatintas del antiguo régimen. ¡Dios, cuánto lo odio! Menos talento que tacón en unas babuchas. En cambio, un oportunismo insuperable. Primero, comunista de los tiempos en que el marxismo suponía leer como un poseso, luego surrealista cuando la literatura cibernética encandiló a los burros, ahora se ha especializado en la resaca y tiene bastantes amigos entre los dinosaurios del socialismo argelino. Se ha dedicado incluso a la enseñanza para asquear de la lectura a la juventud. Partidario morboso del arabismo, le debemos la inquisición contra los francófonos y la mayoría de los conflictos estudiantiles habidos en las universidades.

En estos tiempos en que a los intelectuales se les ejecuta sin preaviso, es curiosamente uno de los escasos escritores que hace sus compras a plena luz del día sin mirar a diestra y a siniestra.

Como a menudo ocurre en ese hampa que es la literatura, donde las rivalidades son marcadamente subjetivas y la cordialidad es una mezcla de sabia mezquindad y traicionera adulación, la relación Lankabut-Llob siempre ha sido viperina, o sea, a la vez silenciosa y venenosa, él reduciendo mi arte a la categoría de género menor, y yo recusando brutalmente su fama de Don Quijote de las (malas) artes y de las letras (de cambio).

Nos damos pues la mano como quien besa al diablo.

—¿Qué espera usted para entregar su placa, Llob? No son buenos tiempos para que los polis anden sueltos por ahí. Además, la vocación de novelista es incompatible con ese oficio de porculero.

—Tampoco son tiempos para que los escritores anden sueltos por ahí. ¿Por qué no empieza dejando su pluma en el tintero, señor Lankabut?

Contempla su vaso como si esperara encontrar un tema para plagiar. Retuerce los labios:

—Parece ser que está usted pariendo un tercer libro.

—Esta vez, trato el tema de la antimateria.

—¡Qué interesante! No sabía que fuera usted alquimista. ¿De verdad existe la antimateria?

—El integrismo es su expresión más activa.

—¿Qué tiene usted que reprocharle, ya que es tan profundamente piadoso, señor Llob?

—Su función de neologismo insidio-sedicioso.

—Ya veo. Una iniciativa un tanto arriesgada, ¿no le parece?

—Es para compensar la indigencia de mi talento.

Asiente con la cabeza:

—¡Hum! Una manera como otra de darle una vuelta de tuerca a la gloria. Una fetua y se ve uno catapultado hasta el premio Goncourt. A un montón de escritorzuelos les ha dado resultado.

—Tengo la prueba ante mis ojos.

—Quizá, pero yo corría unos riesgos mínimos. En eso reconozco que le echa usted un valor de cuidado.

—¿Qué sabrá usted acerca del valor, señor Lankabut?

—Sé que es un paso en falso de lo más burdo.

Esboza un rictus lleno de hiel, menea su vaso, se lo lleva a los labios pero no bebe. Durante un largo rato, sus ojos de falso destilan su veneno en los míos.

—Si sólo manejara la pluma con la misma soltura que la lengua, comisario… Siento de veras haberle abordado, Ali Babá.

—Lo mismo digo, Ali Gátor.

Mi reloj me recuerda que ya van para dos horas que Anisa me tiene aquí hecho un pasmarote. Haj Garn llegó hace unos diez minutos. Como sobrelleva mal mi presencia, ha debido excusarse ante el amo de la casa —que lo comprendería muy bien— y se ha ido, dando a entender que basta con que un patoso se tire un pedo en una mesa para indisponer a todo el banquete.

Doña Fa ha conseguido zafarse un momento de la codicia de sus gigolós. Me ha arrinconado y me ha dado a entender que me falta un pelo para destronar a Rabelais. Su mano no ha parado de informarse sobre la robustez de mis abdominales. Cierto es que tiene esa manía de salpicar sus palabras con unos toqueteos insistentes, como ocurre a los que no consiguen hacerse entender en lo esencial, pero ahí se pasa un poco de rosca. De poco le ha servido. Se da cuenta de que no voy a entrar en la lista de su palmarés sabático y no insiste más.

El tiempo de echar un sorbo, he visto al albino de Ghul Malek, en la sala de atrás, sólidamente plantado sobre sus patas, parecido a un eunuco al acecho de un chasquido de dedos. Voy al bufé a picotear y cuando regreso ya ha desaparecido.

En cuanto a Lino, no ha dado señales de vida desde que subió al piso con las dos gatitas. Cuando voy a recuperarlo, me fijo en una puerta entreabierta. Una ojeada me confirma que el retraso de Anisa no se debe a un fallo mecánico. Ahí está la pequeña, boca abajo sobre la cama de los Lankabut, la falda remangada por encima de la cadera, las bragas entre las pantorrillas.

Su asesino ha debido ahogarla con la almohada mientras se la metía.