XIX

A la gente no le gusta que le tapen el sol. Eso la pone de mala leche y reacciona muy mal. Salah Doba lo sabe, razón por la cual ha decidido hacerse muy pequeño. Los pequeños no hacen demasiada sombra. Viven camuflados en la suya. Eso los preserva de la mala sombra.

Salah Doba es inteligente. Ser pequeño no impide ver a lo grande, así que no se corta.

Además, la pequeñez tiene su lado bueno. Los enanos son los últimos a quienes les caen las tejas sobre la cabeza y los primeros en darse cuenta de que sube la marea. Por tanto, lo que pierden en altura lo recuperan en perspectiva.

Administrativamente, Salah Doba es subalterno en el sótano del banco nacional Wafa, calle de los Tres Péndulos. En la práctica, es agente pluridisciplinar. Su misión consiste en descubrir mercados lejanos en provecho de los capitostes del antiguo régimen y en blanquear dinero negro. Se conoce al dedillo las empresas tapadera, las transacciones chanchulleras, y tiene fama de ser un hacha en todo lo relativo a falsificaciones. Gracias a sus buenos oficios, una gran cantidad de personas con mucho carisma y todo eso se lo han montado de lo lindo y han cebado, de paso, a los banqueros suizos.

Como se conforma con las migajas, y como buena hormiguita laboriosa y secreta, nadie sospecha el imperio que ha sabido montar tras su minúscula estatura de funcionario despreciable.

Su casa se le parece. Desde fuera, es un caserón ordinario. Una fachada grotesca, un portal sin originalidad pintarrajeado de naranja chillón, como para sacar de quicio a cualquiera.

Una vez cruzado el vestíbulo, uno se encuentra de sopetón en un oasis.

Nos recibe en la veranda. Humildemente. Como si su fortaleza sólo fuera fruto de nuestra imaginación.

Es un tipo demacrado, de mirada metálica y gestos cronometrados. Nos sirve limonada, dulces de París y, conmovido por nuestro apetito, nos observa con la sonrisa de un alma caritativa ante unos cachorrillos comiendo.

—Señor Doba —empieza Lino chupándose los dedos—, el comisario Llob y yo volvemos a abrir el caso Lauer.

—Eso es historia pasada…

—Ya lo sé. Fue usted destituido a raíz de la muerte de su director. Intentaron colgarle el muerto de los agujeros que resultó haber en los cofres. Pero se trataba de ciento veinte millones de dólares. Un cráter de esas características sólo podía ser obra de una excavadora gigante, y es usted tan endeble…

Salah Doba ensancha su sonrisa, empuja la bandeja de dulces hacia mí como si se tratara de un micro.

—¿Y qué opina de todo esto el comisario Llob?

—Opino que lo han estado manejando.

Se retrepa sobre su asiento y cruza sus dedos de roedor sobre su tripa.

—En tal caso, estamos usted y yo en las mismas, comisario Llob. Me han llegado noticias sobre su última hazaña. Ha puesto usted punto final a las fechorías de Sid Lankabut. Eso está muy bien. Sin embargo, la juerga sigue adelante.

—No veo cómo podemos usted y yo estar en las mismas, señor Doba.

—También lo han estado manejando a usted.

—Explíqueme eso.

Contempla el cielo. A priori, no es fácil impresionarle. Por muy pequeño que sea, parece abarcar su imperio mejor que un shah. Reconozco en él la actitud que ostentaban Haj Garn, Sid Lankabut y su consorte ante mi trivialidad.

—Comisario, aunque me hayan dado de baja, sigo siendo muy considerado. En realidad, no me han relevado de mis funciones, me han apartado de las indiscreciones. Es el procedimiento habitual. Cuando la línea de mira se detiene sobre un peón, lo cambian de casilla. Hasta que las cosas se calmen…, luego lo reincorporan en el dispositivo.

—No ha contestado usted a mi pregunta.

Esboza una mueca, como si estuviera empezando a hartarse.

—Comisario, por lo general, cuando uno se cree muy listo, es que está haciendo el tonto… Por ejemplo, la historia esta de Abú Kalibs, ¿de qué va? Pues es la historia de otro listillo, otro panoli. Un emir que no figuraba en el organigrama de los terroristas se puso a hacer de las suyas. Como lo que hacía no estaba bien programado, estaba interfiriendo una coreografía ya montada. Lo más grave es que el intruso estaba echando mano de la reserva del contingente, y eso está muy mal. Desacreditaba a los auténticos comanditarios ante sus socios. En consecuencia, era hora ya de localizar la célula cancerígena. Hacía falta un buen rastreador, y el comisario Llob era lo mejor de que disponía el mercado. Ha mordido usted en el anzuelo. Gracias a usted, han matado dos pájaros de un tiro. Se han quitado de encima al intruso, y lo han hecho desde la legalidad. Para cualquier hijo de vecino, es la policía la que le ha ajustado las cuentas a Sid Lankabut, alias Abú Kalibs. Caso cerrado.

Intento pillar una chispa sardónica en sus pupilas. Salah Doba no está bromeando.

—Estoy cansado, comisario. Cansado de las supercherías, de la manipulación, de los puzles… Vuelvan ustedes a su casa, es un consejo de amigo. No dan ustedes la talla.

—Somos unos fieras —dice Lino.

—Esto no merece la pena, señores. De verdad, no se rompan la cabeza. Vuelvan ustedes a su casa.

Din no se emociona. Se entretiene picando dulces, e insiste, comiendo a dos carrillos:

—Lo que nos preocupa no son los ciento veinte millones de dólares, señor Doba. Este jodido país está patas arriba, y nos chiflaría echarle una manita.

Doba suelta una carcajada.

—Está claro que no saben de qué están hablando.

—Hablamos de la mafia político-financiera…

—¡Fantasías! Palabras, pura palabrería, vocablos camelísticos, denominaciones tintineantes, fraseologías. No hay quien pueda con esta gente. No hay quien pueda con ellos. Tienen el rigor del Crimen Organizado, la solidez de la Cosa Nostra, la inmunidad parlamentaria y la impunidad de los dioses.

—Un nombre, señor Doba, sólo uno. Lo demás corre por nuestra cuenta y riesgo.

—¿Qué les hace suponer que conozco uno?

—Tenemos en nuestro poder documentos, películas, grabaciones. Sabemos, por ejemplo, lo que fue usted a buscar a Beirut en el 91, por qué acortó usted su estancia en Siria en el 92, lo que les ocurrió a sus dos compañeros en el desierto libio en el 94, por qué su amante de Staueli se tiró desde un quinto piso…

—¡Basta ya! Si tienen pruebas, ¿qué esperan para detenerme? —Ante nuestro silencio, prosigue—: ¡Aire! —sopla en el hueco de sus dedos pulgar e índice—. ¡Aire! Ni lo intenten. No dan la talla. Aquí no estamos ni en Italia, ni en Francia, ni en los Estados Unidos. Aquí la justicia se prostituye con los que pagan más. Los valores fundamentales son inherentes a los extractos de cuentas. Si tenéis pasta, sois gente bien. Gente muy bien. Si estáis sin blanca, aunque fuerais el Mesías, importáis un rábano.

Mira su reloj y suelta:

—Es la hora de mi culebrón preferido. Hasta la vista, señores.

Levantamos el ancla.

Antes de despedirnos, le digo a Salah Doba:

—La única diferencia entre usted y los terroristas es que los terroristas corren riesgos y usted no. Puede que su temeridad no minimice su cobardía, pero lo hace hasta indigno de desprecio.

Sabíamos desde un principio que Salah Doba tenía una firmeza inconmovible. En ese aspecto no nos hacíamos demasiadas ilusiones. Con nuestra visita sólo pretendíamos darle una vuelta de tuerca al asunto. Sueltas la palabra oportuna, y esperas la reacción…

Hemos montado un puesto de escucha en el sexto piso de un edificio, a un centenar de metros del oasis. Nuestro operador está descaradamente desparramado sobre el cuadro de mandos, enorme y sudoroso, con los auriculares puestos.

—¿Qué hay? —inquiere Din sentándose a su lado.

El operador hace un meneo negativo con su lápiz.

Unos veinte minutos después sacude sus pellejos, alza el lápiz para pedir silencio. Los carretes del magnetófono se ponen en marcha con un estridor horripilante.

—¿Qué ocurre? —le truena una voz ronca a Salah Doba—. Parece que te han venido dos polis.

—Dos moscardones. Irritan pero no pican.

—¿Los tenemos en nómina?

—¡Que son unos pelagatos, hombre, pura morralla!

—¿Qué querían?

—Una vieja historia. No te agobies, que no pasa nada. Si fuera en serio ya te habría dado un toque.

—¡Déjate de toques y de leches! —le aúlla el otro antes de colgar.

Oigo a Salah Doba llamar escoria a su interlocutor, y se corta… Din, que también estaba escuchando, se mete un dedo en el hueco de la mejilla.

—Éste lo tiene chungo. ¿Qué hacemos?

—Esperamos.

El operador destripa una bolsa de papel, extrae un bocata gargantuesco y se lo jala sin dejarme siquiera tiempo para relamerme. Aconsejo a Din que se vaya a descansar. Van pasando las horas, lentas y pesadas como un desfile de elefantes. Vigilo la calle con unos prismáticos. De cuando en cuando, por mor de un voyeurismo visceral, me detengo en tal o tal ventana, profanando la intimidad de la gente. El operador está adormilado y ronca con sus manazas puestas sobre el cuadro de mandos y la camisa abierta hasta el ombligo, sudando la gota gorda.

El sol inicia su bajada a los infiernos. Se hunde en el mar, intenta alcanzar la orilla agarrándose a las olas, pero la corriente se lo lleva irremediablemente hacia dentro, y acaba desapareciendo en medio de un chorro de rabia y de sangre.

Las estrellas motean la techumbre del mundo. La noche ya ha caído sobre la ciudad, con la luna en la frente como un ojo tuerto. A lo lejos, los coches van encendiendo sus luces para aventurarse por las curvas traicioneras. Tras los edificios resuenan sirenas enloquecidas. Las calles se vacían en un santiamén. Sólo quedan las farolas para asistir a la consternante pobreza de las aceras.

Din me alcanza.

Hacia las once aparece un Mercedes avenida abajo, toma sigilosamente hacia arriba, adelanta la casa de Salah Doba. Este sale en pijama. No se oyen los disparos. El enano se derrumba sobre el escalón, agarrándose el vientre con las manos. El pistolero se agacha sobre él y le mete tres balas en la cabeza.

—¡Mierda! —suelta Din.

Agarro mi emisora y aviso a Lino y a Bliss, que están apostados en la esquina.

—Seguid al Mercedes.

El pistolero no anda muy lejos. Ha dejado el coche en un aparcamiento, a la salida del barrio, y se ha metido en un hotelucho de putas.

Un capullo amarranado en la recepción nos expulsa con la mano antes de que hayamos acabado de abrir la puerta.

—¡Estamos completos!

Saco mi placa con ese arte de prestidigitador que tengo. Me replica aporreando el libro de entradas.

—Mis clientes están en regla.

Tras lo cual nos ignora y sigue con su combate de boxeo en la tele.

—¿Te importaría hacernos caso?

—Pues sí, me importaría mucho. Os digo que estamos completos y que mis clientes están en regla. Si queréis mirar el registro, aquí está. No soporto que me molesten cuando dos chalados se lían a hostias en un cuadrilátero.

Paso el brazo por la ventanilla, lo agarro por la nuez y le aplasto la cara contra el plexiglás. La nariz se le enrosca, envuelta en su vaho. Lo dejo así hasta que le falta el aire y empieza a ahogarse.

—Acaba de entrar un fulano, con cazadora negra y botas…

—La 316 —dice entre sofocos.

Lo lanzo contra su tele y subo las escaleras. La habitación está al principio del pasillo. Nos colocamos de cada lado de la puerta, con la pipa en alto. Se oyen unos arrumacos mujeriles. El pomo se abre cuando aprieto. Veo al colega por el resquicio. Está tumbado en la cama, hablando por teléfono, mientras una nena rellenita y en bolas le mordisquea la espalda.

—Eso no estaba en el programa, habibi —refunfuña el colega—. Tengo que tomar un avión mañana durante el día. Necesito esa pasta… No puede ser, habibi. Ya van tres veces que aplazo ese viaje.

La chica se queda parada al verme. La intimo con el dedo a que cierre el pico. Habibi nos acaba viendo. Alarga el brazo hasta el pistolón, sobre la silla.

—Sería una gilipollez —lo disuado.

Estrella el teléfono contra la pared, se vuelve a tumbar sobre la piltra y se pasa las manos tras la nuca mascullando:

—Mira que les tenía dicho que te liquidaran. No quisieron hacerme caso… ¡Me cago en la puta, que a mí me tenga que pillar un capullo!

—¿Qué quieres?, no todos somos iguales.