I
SANGRANDO POR LOS CUATRO COSTADOS, el horizonte pare con cesárea una jornada que, al cabo, no habrá merecido la pena. Me extraigo de mi camastro, completamente desvitalizado por un sueño siempre al acecho de todo lo que se mueve. Corren tiempos duros: aquí nadie está libre de una desgracia.
Mina ronca a mano de mi desgana, espesa como una pasta rancia, con medio pecho descuidadamente desplegado sobre el borde de la sábana. Lejos están los tiempos en que me la tiraba al calor de la más inocente de las caricias. Por aquellos entonces tenía yo el orgasmo a flor de piel; no podía disociar el orgullo de la virilidad, el positivismo de la procreación. Hoy en día, mi pobre mula de carga está en franco retroceso, como las mentalidades. Es tan atractiva como una caravana volcada en medio de la calzada, pero al menos tiene a su favor estar ahí cuando tengo miedo en la oscuridad.
Me pongo mi traje de proletario a su pesar, bebo de un trago un brebaje con regusto a agua de colada y me tiro un buen cuarto de hora apostado tras la ventana, por si a algún terrorista se le hubiera ocurrido saltarme la tapa de mi prejuiciosa sesera. La vía está aparentemente libre. Aparte de un barrendero que anda recogiendo una basura que mañana seguirá impepinablemente en el mismo sitio, la calle está tan desierta como el paraíso.
Hay unos doscientos metros desde mi inmueble al aparcamiento donde guardo el coche. Antes me los recorría de un par de zancadas. Hoy resulta una expedición. Todo me resulta sospechoso. Cada paso supone un peligro. A veces, estoy tan cagado de miedo que me planteo regresar a casa.
El guarda es buena gente. Le doy pena. Dentro de su modesta manera de entender las cosas, ya estoy muerto. Hasta se asombra de verme aún vivo por ahí.
No ha habido suficiente confianza entre nosotros. Nuestras relaciones se limitaban a un hola-y-adiós. Pero sabía dónde encontrarme cuando estaba en apuros. Cuando se plantaba en mi casa, con la cara descompuesta, a deshoras, lo tranquilizaba de inmediato. Yo era el madero bueno del barrio, siempre disponible y desinteresado, y mi cuchitril, aunque sin llegar a la altura de un confesionario, acogía a interminables cohortes de marginados sin hacer distingos entre maneras o razas.
No es que fuera el profeta, pero me parecía disponer de una grey capaz de dar abasto a diez revoluciones. Pero luego empezaron a tirotear a mis colegas, y mi universo se despobló como por ensalmo. Por la calle, la gente hace como si no me conociera. Tener trato con un pasma es una manera gilipollesca de ponerse a tiro, sobre todo cuando se dispara a diestra y siniestra. Ya nadie se atreve a hacerme la menor señal ni echarme una miradita furtiva; ya nadie se acuerda de los favores que le hacía, del berenjenal del que le sacaba.
En el país de los cuatro vientos, las veletas brincan en el aire.
Hoy ya no soy sino «el» madero, y punto. Sólo se espera de mí que asuma mi condición de diana privilegiada y que cierre el pico. Por eso el guarda me recibe con esa mirada fúnebre y me acompaña hasta el coche como si fuera a mi entierro. Se acabó eso de deshacerse en reverencias, lo que usted mande, señor comisario, esa cuasi hipócrita humildad. Mi guarda se permite ser incluso un tanto condescendiente. Desde luego, no es nadie, pero tampoco arriesga nada. Ésta es su especie de revancha sobre la jerarquía social.
Acudo a la Central con una hora de retraso. Medidas de seguridad: lo primero es lo primero. Nos recomiendan imperativamente disfrazar nuestras costumbres.
El ordenanza se me echa encima justo cuando cruzo la entrada.
—El jefe le anda buscando.
—Dile que me acaban de quitar de en medio.
Lo aparto con gesto de cabreo y me meto de cabeza en mi despacho.
Ahí está mi teniente Lino. Antes era el campeón de los absentistas. Sólo pendiente de sus mangoneos, su tráfico de influencias y sus putas. Había acabado enterándose de que en el sultanato de los truhanes y del nepotismo, hasta los milagros se negocian. Sólo trincaba cuatro perras, no sacaba tajada del negocio ni ganaba en respetabilidad. No sabía abrirse de culo como para merecerse que le pusieran piso. De familia nada, aunque fuera un picha brava, porque le faltaban cojones para montarla. Así se las iba apañando Lino en este follón de sociedad en que vivimos.
En un agujero como éste, en que hay que madrugar para conseguir una puta nevera, no se puede exigir del centinela que esté de guardia hasta las tantas. Así las cosas, lo dejaba hacer por compasión, y miraba hacia otro lado.
Pero Lino se ha tranquilizado de pronto. Llega a la oficina antes que el ordenanza. Porque allí se queda a dormir, claro está. Ha dejado de pisar su casa de Bab el Ued desde que un trío de barbudos vino a tomarle las medidas de la carótida para hacerle un cuchillo a su medida.
Mi pobrecito teniente está traumatizado. Apenas se atreve a arrimarse a la ventana. Por las noches, en cuanto apaga la luz para dormir, le campanean de miedo hasta las piedras del riñón.
Está tras su máquina de escribir, con ojeras de payaso. No le quedan uñas que comerse, y con su mirada vacía da ganas de llorar de pena.
—¿Sabes, Lino, lo que les ocurre a los tíos que se preocupan demasiado? Pues que les salen los hijos calvos.
—Ni siquiera sé si mañana seguiré estando en este mundo.
—No te regodees en tu miseria de chivo expiatorio. Eso ya no conmueve a nadie… ¿Has leído el parte?
—Sí.
—¿Qué cuentas tenemos?
—Dos escuelas, una fábrica, un puente, un parque municipal, cuarenta y tres postes de electricidad hechos polvo.
—¿Pérdidas humanas?
—Tres polis, un militar de permiso, un maestro y cuatro bomberos.
—¿Y por qué los bomberos?
—El cadáver que fueron a recuperar llevaba una bomba trampa.
—Pues buenos estamos.
Extraigo de un cajón un informe que ya estaba a punto de fosilizarse ahí dentro. Unas hojas sueltas, la foto de un chivo con sotana afgana y una caza de brujas que amenaza con no detenerse jamás.
Miro al gurú de la foto: veintiocho años. La escuela, ni pisarla. Jamás ha currado. Unas peregrinaciones mesiánicas por Asia, prédicas de una virulencia absoluta y un odio implacable al mundo entero. Y se nos erige en deshacedor de entuertos: treinta y cuatro asesinatos, dos tomos de fetuas, un harén en cada maquis y un cetro en cada dedo.
Desde luego, si el Infierno arde, es por la llama de los iluminados.
He conocido a un camello, un asqueroso de mierda que se encuentra más a gusto en el pecado mortal que una ladilla en los calzoncillos de un hippy. Hoy lleva una escopeta de cañones recortados y un versículo en la punta de los labios con los que se venga alegremente de todos los que le echaban el guante.
Digan lo que digan esos venerables imanes, si esta basura recala en el paraíso voy a que me la corte un fontanero.
Sin embargo, para la plebe se trata de un mártir. Desde que el terrorismo ha puesto a la religión en primera fila de la sedición, la gente sencilla no sabe a qué santo encomendarse. Andan despistados con todo lo que lleva un marchamo islamista. Atávicos como son, padecen la tragedia con filosofía y se abstienen de pensar demasiado en ello. «Después de mí, el diluvio», reza el viejo dicho. Y no hay peor soledad que la del náufrago.
Quizá un día pueda perderme sin miedo por los bulevares de mi ciudad. Mi sueño nocturno estará hecho de enternecedoras confidencias. Tendré unos críos que treparán por mi panza, y llevaré puestas mis gafas de sol como si estuviera en un crucero. Me podré permitir ir al teatro para reírme de mis propias desilusiones, o ir a comprar la leche al tendero de la esquina sin temer a los transeúntes. Sólo que no pienso volver a mirar a mis compatriotas con los ojos de antaño. Algo habrá hecho que se rompan mis ataduras. No guardaré rencor —no le queda espacio a mi pena—, pero no habrá melindre de cachonda que consiga reconciliarme con los que hoy considero mis potenciales sepultureros.
Mis sentimientos hacia mis amigos quedarán mitigados, y tendré con mis vecinos de piso la misma familiaridad que tengo con los indios de Wyoming.
Los supervivientes de esta puta guerra pordiosearán dentro de mi alma, como esos fantasmas que las tumbas rechazan y de los que las casas reniegan, y permanecerán suspensos entre cielo y tierra, demasiado culpables para poder acercarse a Dios y demasiado comprometedores para poder unirse a los hombres.
Ya nada será como antes. Las canciones que me encantaban no me dirán nada. Aquella brisa que callejeaba por los escotes de la noche dejará de mecer mis ensueños. Nada podrá alegrar mis escasos ratos de olvido porque nunca volveré a ser un hombre feliz después de lo que he visto.
Estoy rumiando mi amargo heno cuando el ordenanza viene a recordarme que el jefe está perdiendo la paciencia.
Con la delicadeza de un elefante consciente de su muerte inminente, levanto el culo del asiento y me chupo los sesenta y ocho escalones —el ascensor queda reservado para uso exclusivo del jefe— que llevan al tercer piso, dándole así una puntilla a mi reúma.
El jefe está repantigado tras su mesa de despacho. Comparado con el lujo ambiental, parece un monumento, pero cuando se le mira de cerca, no pasa de ser un monstruo de feria que se ha equivocado de carpa.
Ni siquiera se fija en mi saludo reglamentario. Sin decir palabra, empuja hacia mí un trozo de papel:
—No tengo tiempo de ocuparme de esto —me anuncia antes de seguir limándose las uñas.
—¿De qué se trata?
—El yerno del señor Ghul Malek…
—¿La ex estrella de la República?… ¿Se lo han cargado?
Se sobresalta indignado, me explica:
—Inaugura su nueva residencia.
—¿Y para eso acude a la brigada criminal?
—Es una invitación. Yo no puedo ir. Tengo compromisos.
Como sigo sin enterarme, me pone al loro:
—Tú me representarás.
—Yo también tengo que currar —protesto a punto de echar las tripas ante la idea de flirtear con esa escoria elegantona, ese hijo de perjuro que odio todo lo que se puede odiar.
—¡Es una orden!
Tras lo cual le da un giro a su sillón y me da la espalda, ancha como el muro de Berlín. Retengo esta imagen con la esperanza de verlo caer a él también, pero sigo convencido de que los milagros sólo están al alcance de los buenos cristianos.