IX
Dahmán Faíd vino al mundo únicamente para trincar pasta. De bebé —les contará su biógrafo de turno— sus vagidos sonaban a máquina tragaperras. Que a nadie se le ocurriera quitarle el biberón si antes no le metía un billete debajo del babero. Extorsión, prostitución, estupas, contrabando, política, no hay chanchullo que se le escape.
El único lugar donde jamás invierte es el paraíso. En eso no se hace ilusiones.
Su inmueble se alza a la salida de Hydra, tan monumental como una estela erigida a los genios que reinan en las aguas turbias. Siete pisos de ventanales con verdosos escaparates de codiciosas plantas y un suntuoso vestíbulo que recuerda una estación imperial.
Lino se abre paso con decisión entre el gentío matutino que asalta las taquillas. Cuanto más se vuelve la gente a su paso, más sacude la cabeza para que restalle su trenza.
—¿Crees que los impresiono con mi coleta, comi?
—¡Ya me dirás!
—La próxima vez —promete con bobalicona seriedad—, me pondré una gorra.
Me muero de ganas de soltarle un par de cosas, pero, como hombre consciente del naufragio mental de sus congéneres, paso del tema. No hay más ciego que el capullo que no quiere ver.
Un pelirrojo grande como un par de mulos nos intercepta en la recepción. Levanta el brazo para que veamos que gasta pistola.
—Somos de la policía —intento intimidarle.
—Nadie es perfecto —replica.
—Comisario Llob. Tu redentor me espera.
Inmediatamente se estira obsequioso y me ruega que lo siga hacia un ascensor tan sofisticado que dan ganas de alquilarlo por el día.
Antes de despacharme al firmamento, me registra, se sobresalta cuando su mano se topa con la culata de mi 9 mm.
—¿Lleva usted arma, comisario?
—Es sólo una prótesis.
Descuelga con apuro un teléfono de pared, negocia con el auricular:
—Vale —dice colgando—, se lo puede usted quedar.
A Lino no le da tiempo a darle una voltereta a su trenza cuando el pelirrojo lo aparta como se separa el trigo de la cizaña.
—Uno por uno. Tú, el espermatozoide, intenta no mancharme la alfombra del salón de enfrente mientras regresa tu óvulo.
Lino supone que voy a montar un cirio por él. Aparto los brazos para que entienda y dejo que el ascensor me saboree.
La chavala que me atiende a medio camino del cielo está para comérsela: la típica supermodelo por la que un gilón como Lino daría diez años de su vida a cambio de que lo vean dos minutos con ella. Melena resplandeciente y ojos límpidos, tiene una boca pluridisciplinar y una pechera descaradamente emancipada.
—¿Se ha equivocado de pesebre? —le pregunto.
—¿Quién, señor?
—El cochinillo que se ha quedado atascado en su escote.
Cloquea e intenta quitarme el abrigo. Me niego cortésmente, por los agujeros de mi chaqueta.
Faraón encumbrando su imperio, Dahmán Faíd está cómodamente apalancado en el fondo de un despacho que da envidia, un puro en la boca y el mundo a sus pies. Es enorme y calvo, con un puerco espín en su cara de falso devoto, y está desgranando un rosario de ámbar. El tintineo de los granos gotea en el silencio con la regularidad de un tictac mortal, acompasando mi pulso y desecando mis glándulas salivares.
—Siéntese, Colombo —se apresura a desviarme hacia un asiento para no tener que darme la mano.
Me instalo en un sillón tan mullido que me quedo patas arriba.
—Le concedo tres minutos —me dispara—. Tengo la agenda saturada.
Su brutalidad despierta mis instintos de acémila. Mi corazón se pone a dar botes y en mis tripas fermentan secreciones ácidas. Por supuesto, como entendido, temía este cara a cara. Ahora me doy cuenta de que, a pesar de mi incorregible pesimismo, me quedé muy corto.
—Es a propósito de Ben Uda —le suelto a bocajarro.
—Creía que estaba muerto y enterrado.
—Estoy precisamente investigando su prematura desaparición, señor Faíd. El difunto era amigo suyo…
—Esa palabreja encaja bastante mal en el glosario bursátil —corta echando el humo en mi dirección.
—Me hago cargo, señor. ¿Qué representaba exactamente dentro de su volumen de negocios?
No le hace gracia mi nueva manera de formular la pregunta. Su pómulo izquierdo se estremece. Debe creer que tengo un guión preparado.
—Poca cosa.
—¿Es decir?
Mira ostensiblemente el reloj.
—Tenía algo de pasta. Yo se la rentabilizaba a comisión.
—Parece que la cosa acabó fatal entre ustedes.
—Eso es lo normal en las relaciones mercantiles. Ben apostaba lo que no se podía jugar. La cosa le vino grande y quebró. Quiso recuperar su virginidad financiera. Yo no presto a doncellas. Se fue dando un portazo.
Suelto un «hum», disciplino un poco mis palpitaciones cardiacas y me atrevo:
—¿Sabía usted que estaba escribiendo un libro?
—No soy editor.
—¿No se lo comentó?
—Los únicos libros que me interesan son los de contabilidad, Colombo.
—Tengo motivos para creer que lo asesinaron por eso.
—Si usted lo dice.
Sus gruesos labios se encogen en torno al puro. Intento sostener su mirada sin conseguirlo. Dahmán Faíd pesa miles de millones. Es capaz de derribar la República de un estornudo. Sus bolsillos están llenos de diputados y las autoridades le lamen la palma de la mano. Durante los años de gracia del Partido Único tenía derecho de veto sobre los programas gubernamentales y se permitía sustituir a magistrados y funcionarios sin que nadie rechistara. Cualquier candidato —para lo que fuera— que no contara con su baraka tenía menos posibilidades de salir adelante que un cursillo de civismo para un vándalo.
Que yo sepa, su totalitarismo no ha perdido un atisbo de su brío.
—En serio —eructa dando unos golpecitos a su puro—, ¿qué le hace suponer que la muerte de Ben tiene alguna relación con su libro? Ha escrito un montón de libros, cada cual más retorcido, y la gente no les hace ni caso. La gente tiene hambre, Colombo. Intenta buscarse la vida, no complicársela con teorías gilipollescas. A Ben le gustaban los chicos guapos. Dedicaba más tiempo a corretear tras un culito que a fijarse en sus relaciones. Su harén estaba repleto de drogatas, de colgados, de golfos y de psicópatas. Personalmente, no se me ha ocurrido relacionar su muerte con la depuración cultural que hace estragos en el país. Si acepta un consejo, investigue por los ambientes de mariconeo. Se encontrará usted más en su elemento.
—Sus asesinos han sido identificados.
—¿Qué espera para enchironarlos?
—Es lo que pienso hacer.
—En ese caso, ¿qué pinta usted en mi casa?
Lo miro de hito en hito: mandíbulas de cachalote, zarpas de rapaz, risotada de hiena; todo un zoológico en su ser.
—Le quedan veintitrés segundos, Colombo.
—¿No le importaría llamarme comisario?
—Como si quiere que le llame el Papa. Me da tres cuartos de lo mismo.
Meneo la cabeza:
—Presumo que estoy perdiendo mi tiempo, señor Faíd.
—El mío, sobre todo.
No he hecho más que rumiar durante todo el día, y no consigo digerir el atracón de ultraje que ha encasquetado Dahmán Faíd al representante del Orden en el ejercicio de sus funciones que soy.
Durante un momento, pensé regresar al lugar de la afrenta para dar una paliza a ese malcriado. ¿Qué habría ganado? En una tierra donde la ley se prostituye por instinto al dinero, sólo habría conseguido que se me echaran encima las furias de la Administración.
Luego, como cada vez que enfrento mis contrariedades de imbécil al que han confiscado hasta la última palabra, pensé tirar la toalla y regresar junto a Mina y los críos en Bejaia, donde mi hermano los tiene secuestrados como medida de seguridad.
Por mucho que me repita que los valientes no deben dejarse abatir, que el destino de una nación depende de su empeño en hacérselo pagar caro a las omnipotentes hidras; por mucho que sueñe que un día la justicia triunfará sobre el tráfico de influencias y los atropellos; por mucho que crea que en el cielo cuajado de estrellas hay una que es para mí, más bella que todas las galaxias juntas, la seguridad de que hacen gala los Dahmán Faíd acaba inevitablemente desalentándome.
He pedido a Lino que me lleve a pasear por la Cornisa. El Mediterráneo oculta inestimables virtudes terapéuticas, pero la volubilidad exasperante del teniente haría perder el norte al mismísimo Barbarroja. Finalmente, temiendo que una apoplejía me fulmine a la vuelta de cualquier curva, le pido a mi colega que me pase el volante y que se largue.
—¿Y yo cómo vuelvo? —protesta Lino desde la acera.
—A pie.
—El barrio es muy chungo, comi.
—Pues entonces volverás con los pies por delante.
Tras lo cual piso el acelerador sin mirar atrás.
Por la carretera donde espejea el sol, he visto a felahs deslomándose en sus campos, a camioneros abrazados a su volante, a mujeres esperando un autobús olvidadizo, a niños correteando hacia su colegio, a ociosos meditabundos en las terrazas de los cafetines, a ancianos amojamándose al pie de los vallados. En su rostro, no obstante el peso de las incertidumbres y la negrura del drama nacional, he atisbado una especie de serenidad admirable —la fe de un pueblo bonachón, generoso hasta regalar su última camisa, tan humilde que suscita el desprecio de los que no han entendido en absoluto las profecías. Y sólo por su mirada, sólo por su longanimidad que raya en el fatalismo, sólo por su dignidad aún perceptible en medio de las opacidades de la desgracia, he dado un peligroso volantazo en medio de la calzada y he regresado a la Cornisa a recoger a Lino.