XII
El belvedere es un magnífico paraje. Antaño, los tortolitos de los colegios pijos venían en sus descapotables para mirar el mar e intercambiar sus braguitas. Se les reconocía por sus pañuelos de colores chillones que crujían en la brisa y por sus risas cristalinas. Por los alrededores, entre luces y gorjeos, los perros paseaban a sus amos, señoras maduras a sus gigolós y, los fines de semana, tribus enteras se apretujaban en torno a las mesas blancas de los vendedores de dulces de crema. Aquellos días tenían ese color rubio de estopa veraniego. Las niñas olían a jazmín y las miradas de los mocosos relucían juguetonas.
Hoy el belvedere conserva gran parte de su magnificencia. Tras un eclipse de tres años, los tortolitos han regresado, aunque se dedican menos al trueque. Y las tribus que aún se atreven a frecuentar la explanada miran bien por dónde pisan.
Abajo, la ciudad no acaba de remendar sus caserones familiares. Parece, entre la bruma canicular, una enorme obra. Más allá de la carretera del aeropuerto, el Mediterráneo se solaza, dejándose inspirar por sus chapoteos. Mar adentro, los barcos se entretienen con sus anclas como si fueran anzuelos. Al parecer, así se arman de paciencia.
Pero todo eso ocurre a mis espaldas. No he venido al belvedere a resucitar el tiempo de antaño. Esta mañana, una llamada anónima nos ha señalado un vehículo sospechoso en el sótano del aparcamiento B. Hemos necesitado dos horas para evacuar la zona y sacar los coches.
El vehículo de marras es un taxi. Está aparcado junto a un pilar, con un neumático pinchado. Lino y yo estamos parapetados tras una muralla de cemento, en la otra punta del aparcamiento. Observamos a un equipo de artificieros fisgoneando alrededor del carro, con la piel pegajosa y en actitud quirúrgica.
Consiguen abrir una puerta, luego el capó. No hay bomba. En cambio, descubren en la parte trasera un fiambre en avanzado estado de descomposición. A pesar del pestazo y de las señales de violencia en el cuerpo, lo identifican de inmediato. Se trata de Blidi Kamel, treinta años, casado, cuatro hijos. Ex chamarilero en El Harrach. Había participado en los asesinatos de Ben Uda y del profesor Abad.
Radio macuto se encarga de lo demás. Apenas regreso al despacho, me topo con el capitán Berrah. Le ha llegado la noticia de nuestro descubrimiento antes que al jefe. Amablemente, despega su osamenta del sillón y me tiende la mano.
—Oye, las noticias vuelan.
—Nosotros también tenemos un calvo en el equipo, recuerda… Éste es el tercer hombre de Gaíd que se cargan en trece días. A este paso, no vamos a tener donde hincar el diente.
Le señalo su sillón y me siento sobre la silla de enfrente.
—Es porque nos tienen prohibido que trabajemos a los sospechosos con soplete.
El capitán me ofrece un cigarrillo y se le olvida encender el mechero. Ha pegado un bajonazo. La falta de sueño ha acentuado sus bolsas bajo los ojos y le ha disparado a bocajarro en plenos rasgos. Recoge una cartera junto a sus pies y me saca la foto de una asquerosa jeta de esquizofrénico con uniforme de prisión.
—Éste es el «tipo corriente» de marras, grande como un cartel de publicidad. Se llama Hakim Karach, alias el Bosco.
Acuso el efecto boomerang. La palma de la mano se me estrella bruscamente contra la frente. Soy el rey de los gilipollas. Agarro el brazo del capitán y tiro de él, derecho hacia el centro de detención de Serkadji, donde Alá Tej papea a costa de la República, mientras le trae al fresco que estemos renegociando incesantemente nuestra deuda y que nos imponga nuevas restricciones el Fondo Monetario Internacional.
La celda 48 caría el final del pasillo, a medio camino de la luz enrejada del techo y de las letrinas. Alá Tej está sentado en plan faquir en el centro del cuarto, las manos sobre las rodillas y la cabeza volada. Así de entrada, parece como si estuviera en plena sesión de yoga.
—Está de morros —explica el guarda rascándose la espalda con la porra—. Dice que tiene claustrofobia y exige compañía. Al principio estaba en la 16. Y todo el mundo quería estar en la 16. Con él no hay quien se aburra. No hemos tenido más remedio que aislarlo para que no se pongan celosos —concluye con la sabiduría de un patriarca.
—Hemos venido a hacerle compañía. Gracias, puedes retirarte.
El guarda es una bonachona masa de flacideces rematada por una jeta plácida. Los bigotes le llegan a la barbilla, tiene los brazos tatuados y una bragueta que le llega al ombligo. Su voz es dulce y, cuando habla, le tiembla el vientre como si fuera gelatina.
—Si ustedes quieren —dice afable— me puedo quedar. Nunca se puede saber con estos tipejos. Esta gente sólo entiende el estacazo.
Le sonrío. Comprende que no necesitaré sus servicios y se va dándose golpes con la porra contra la pierna.
Sacudo a Alá Tej con la punta del pie. Se menea perezosamente. Se le altera la cara al reconocerme.
El capitán se deja caer sobre el jergón y cruza las piernas. Rasca distraídamente con las uñas su cartera de cuero.
Doy un paso atrás para apoyarme contra la pared.
—¿Te chinchan mucho aquí?
Alá se encoje de hombros.
—No estaba mejor fuera.
El capitán empieza a ponerse nervioso. Va pasándose la foto de Hakim Karach de un dedo a otro y se la catapulta de un papirotazo. La foto revolotea, gira sobre sí misma y aterriza delante de Alá.
—No tenemos nada más que decirnos. He dicho lo que sabía y no me he beneficiado de circunstancias atenuantes. En segundo lugar, ya no dependo de la policía sino del tribunal. No se molesten en intentar intimidarme.
El capitán y yo nos callamos. Alá espera una reacción, una señal que no llegará. Persistimos en el silencio.
—No me impresionáis.
—…
Deglute ante la mirada opaca del capitán, intenta acariciar la mía. En vano. Por el pasillo se oye la porra del guarda rebotar sobre las rejas de las celdas. Un bidón metálico se vuelca al fondo de la sección, inmediatamente sancionado por una maldición atronadora. Se vuelve a imponer el silencio, espeso, desagradable, que invade la celda 48. Alá tergiversa; su mano se desliza tímidamente por el suelo, merodea alrededor de la foto, la atrae hacia sí.
—Jamás he visto a ese tipo —miente para salvar la cara.
—Es el Bosco.
—No lo conozco.
—No compliques las cosas. Estamos todos reventados. De nada sirve que te apaleen como un burro… ¿Se trata del mismo Bosco del que me hablaste la primera vez que vine a proponerte un trato?
Alá acerca simbólicamente la foto al tragaluz.
—¿Y eso qué cambia para mí?
—Te prometo que haré que lo encierren junto a ti cuando le eche la mano encima.
—Es él.
—¿Le debías pasta?
—Eso es.
—¿La banda de Gaíd también le debía pasta?
—Ni siquiera se le ocurriría pensar en ello. El Bosco es un don nadie. Aparte de sacudir a las putas y darles patadas en el culo a los borrachos, no tiene lo que hay que tener para plantarle cara a Gaíd.
—Mató hace dos semanas a Ben Hamid y a Brigitte.
Alá deja caer la foto con desprecio.
—No puede ser él. Os estáis colando. El Bosco es un macarra de tercera regional. Trabaja en los locales nocturnos. Aparte de maltratar a las putas y a los borrachuzos, no sabe medirse con nadie.
—También liquidó a Zeddam y a Blidi Kamel.
A Alá se le escapa una breve risotada.
—Andáis desencaminados.
—Sin embargo es la verdad.
Alá deja de menearse, se agarra la barbilla. Su incrédula mirada va dando saltos de la mía a la del capitán.
—Me parece que os estáis quedando conmigo.
—¿Y qué puñetas ganamos con eso?
Niega repetidamente con la cabeza.
—No es posible. No es más que un mierda de poca monta.
—Pues antes Gaíd era sólo una cagada en un descampado y ahora se ha convertido en un problemón —se impacienta el capitán—. No se trata de que disertemos sobre el tema. Lo que queremos saber es muy sencillo: ¿Por qué motivo anda el Bosco correteando tras el Peluquero?
—Pregúntenselo a él. Trabaja en el Majestic, un puticlub que hay en la Cornisa.
—Ya no está allí. Hace meses que su patrono ha dejado de tener noticias.
Aparece el guarda acariciando su porra.
—¿Me ha llamado usted, comisario?
—Realmente no.
—Estoy al lado.
—Vale.
El guarda arquea su bigote con una mueca y se esfuma.
Alá hunde su cabeza entre los hombros. La voz le brota gorgoteante y desconcertada.
—¿Tienen un cigarrillo?
El capitán le lanza un paquete de Marlboro. Alá se sirve frenéticamente y se pone a fumar con ansiedad. Lo dejamos que se contamine durante tres minutos.
Dice por fin:
—Gaíd mató al diplomático para recuperar un documento o algo por el estilo. Trincó un millón de dinares como anticipo y luego debía pillar otro kilo. Pero cuando Gaíd recuperó la cosa ésa, se subió a la parra y pidió cinco veces más de lo acordado. Quien le hizo el encargo no cedió. Al poco, Brigitte, que curraba de cuando en cuando en el Majestic, le dijo a Meruán TNT que al Bosco lo habían reclutado para recuperar el documento. Nadie la creyó. Una noche, en Riad El Fet, dos fulanos me vinieron a punta de pistola y me dijeron que el Bosco quería verme. Me metieron a la fuerza en un carro. En un semáforo en rojo me largué. Esa misma noche se plantó usted en mi casa con su forzudo.
—¿Has contado tu historia a Gaíd?
—No he conseguido dar con él.
—¿Quién vino a buscarte aquella noche?
—Ben Hamid, el cafetero.
—¿Le hablaste de lo de los hombres del Bosco?
—Le dije que unos polis se hacían pasar por hombres del Bosco. Es lo que me pareció cuando luego se plantaron ustedes en mi casa.
—¿Quién es el que hizo el encargo?
—Gaíd nunca habla de eso con sus hombres. Negocia en secreto, ésa es su regla. Hace un trato y cumple su parte. Y punto en boca.
—Así que no era un emir —exclama el capitán.
Alá estira su boca de lado, despectivo:
—¿Y qué es un emir, buen hombre? Todo eso es para despistar. Esto es el follón padre. Aquí cada cual se lo monta como le parece mejor, y no hay más que hablar.