VII
He ido a ver a Da Achur.
Cuando no me encuentro bien, es a quien voy a ver. Su serenidad es como un bálsamo.
Da Achur es un visionario, quizá un profeta. Mira el mundo como quien mira a los ojos a alguien que conoce bien. Siempre sabe de dónde viene el viento, adónde va la tormenta, y sobre todo sabe que no se puede hacer nada para evitarlo.
Vive a la salida de un pueblo fantasma, al este de Argel. Un poblacho renegado, agazapado en un recoveco de playa, tan rebelde que hasta a los terroristas les repele la idea de sitiarlo.
En otros tiempos, era un bonito pueblo frecuentado por los colonos ricos de la Mitidja. Se veía un montón de sombrillas de colores brillantes. Los vendedores de helados ofrecían vasos de limonada largos como torres. La orquesta municipal interpretaba a Tino Rossi y las adolescentes se dejaban pacer de buena gana por el ganado de mozuelos marchosos de la ciudad.
Luego llegó la guerra y los geranios desaparecieron. Ya no queda nada de aquel antiguo remanso festero; sólo casas desconchadas, una calzada hundida y el sentimiento de importar un pimiento.
Algunos escasos pescadores aún siguen arrimándose a un muelle invadido por el oleaje y cubierto de cañas podridas.
Da Achur mora en una choza sita al final de un camino flanqueado por un seto destrozado y un par de perros tan reacios a estirarse que parecen estreñidos. De no ser por un cacho de mar a modo de horizonte y un lienzo de acantilado, esto se parecería al culo del mundo.
Da Achur se pasa la vida sobre su mecedora, que en él parece más una protuberancia natural. Un pitillo en la comisura de los labios, las rodillas de tortuga pegadas al vientre, no deja de mirar fijamente un impreciso punto mar adentro. Así se queda aletargado de sol a sol, canturreando una canción de El Anka, consumiendo en paz sus ochenta años en un país que no da para más. Estuvo en unas cuantas guerras, desde Normandía hasta Dien Bien Phu, desde Guernica hasta los montes Djurjura, y sigue sin comprender por qué los hombres prefieren partirse la cara, cuando una simple borrachera basta para acercarlos.
Da Achur ha dejado de darle vueltas a todo este tinglado. Ya sólo acecha, entre marea y marea, la llegada de la parca. Su mujer murió una generación atrás, no tuvo prole y poco le importaría que el Señor se dignara llevárselo de una vez por todas.
Me lo encuentro bajo la marquesina, las patas sobre el velador, la mirada perdida. Su nuca enrojecida se estremece al oír rechinar mis pasos. Ni siquiera se da la vuelta cuando me acomodo como puedo sobre una litera que está cerca de la barandilla.
Al cabo de un rato, irritado por mis suspiros, refunfuña:
—Fallaste en tu vocación, Llob.
—Lino piensa que habría sido un buen apuntador de teatro.
—Mejor todavía: habrías sido un perfecto ciego.
—¿Por qué?
—Como no paras de verlo todo negro…
Observo el vuelo tropezoso de una mariposa y nuevamente los surcos de la nuca del anciano.
—Esto no es como para alegrarse, Da.
—Tampoco eres el Mesías.
—Pero estoy preocupado.
—De nada sirve comerse el tarro.
Me apoyo sobre el codo.
—Desde tu ratonera no se ve gran cosa, Da.
—Quien ve de lejos lo ve todo mejor.
—No basta con mirar cuando el país se va al garete.
—Es un proceso biológico. El mundo está padeciendo el metabolismo de su senilidad. Entramos en una era extática, el milenio de los gurús. Las civilizaciones van a ser barridas a lo bestia y vamos a volver a los principios. Las fronteras se van a hacer añicos, igual que las razas y los valores fundamentales. Ya no habrá patrias, ni himnos nacionales, sino cofradías y encantamientos. Las sectas tentaculares gangrenarán la tierra, que estará infestada de faquires y de profetas colgados, y hasta los rellanos de las casas se convertirán en tierra de nadie. Se acabaron sus majestades, se acabaron sus señorías, se acabaron los escrutinios y las leyes electorales: la gente elegirá, entre aprendices de morabitos, a sus propias divinidades y practicarán rituales estúpidos y exaltaciones suicidas. El integrismo ya ha convertido la fe en un culto a la charlatanería. Las religiones del mundo no podrán resistir mucho tiempo al vértigo de las demonizaciones. Las iglesias serán sustituidas por templos heréticos. Las mezquitas ya no se atreverán a alzar sus minaretes frente al palco de los mutantes… El tercer milenio será fundamentalmente místico, Llob. El Apocalipsis será percibido como el orgasmo de los encantamientos.
Meneo la cabeza, grogui.
Da Achur no tiene fama de parlanchín, pero cuando da rienda suelta a sus estados de ánimo, le enmendaría la plana a un cura de pueblo.
El viejo no se inmuta. Se limita a fruncir una arruga de la sien. La mirada se le vuelve a nublar.
—No sospechaba que el Mediterráneo fuera capaz de inspirar tanta depre —le reprocho—. Con lo desternillante que eras antes. Y yo que he venido a cargar las pilas y a que se me ventile la perola… ¿Dónde ha ido a parar aquel cachondo mental capaz con su labia de volver tarumba al mismísimo diablo?
—Precisamente. Soy un poco como esos retruécanos que a la primera hacen mucha gracia y que, si lo piensas bien, no significan nada.
—Tómatelo con calma, Da. Estás padeciendo el metabolismo de tu senilidad.
Se da por fin la vuelta. Sus ojos siguen pareciéndose al mar, sólo que esta mañana no hay velero que los surque, sugiriendo la evasión. Dice:
—¿Sabes por qué los payasos se pintan la cara? Los críos creen que es para hacerles gracia. Una enorme napia roja siempre es más graciosa que una nariz. Y las estrellas sobre la frente son menos tristes que las arrugas. En realidad, Llob, los payasos se pintan la jeta con colores chillones para ocultar la tristeza de sus rasgos. Es su manera de disimular, de desdoblar su personalidad. Algo así como lo que les ocurre a los pájaros, es su manera de ocultarse para morir. ¿Y a quién se le ocurre pensar en la soledad de un payaso durante una fiesta circense? A nadie. Y es mejor que sea así. Sólo somos nosotros mismos en secreto.
Vuelve a mirar hacia el mar. Para mí, es como si una isla se descolgara de mi archipiélago.
—Hay té en el termo, comisario. No es lo mejor para ponerse a gusto, pero menos da una piedra.
A lo lejos, un paquebote juega al salto de pídola con las olas. En un cielo que boicotea a nuestros campos y a nuestras oraciones, las gaviotas parecen eslóganes blancos.
No debí molestar a un anciano que sabe por qué el oleaje ya no se divierte cuando sus olas empiezan a contonearse.