I
CONOCÍ A BEN UDA EN GARDAIA, justo después de la independencia, es decir, en tiempos de los bienes mostrencos y del vacío jurídico.
En aquella época me iniciaba a las cabronadas de la Criminal, con los bolsillos llenos de noveluchas policíacas y la mente calenturienta de intrigas inextricables. Ambicionaba trascender a mis propios héroes. Y aunque Ghardaia fuera un poblacho donde no pasaba nada, apenas perceptible en los espejismos del desierto, me daba el gusto de sospechar de los trobadores, de seguir a los vagabundos y de aullar de noche con los perros para que vieran mis superiores que estaba ojo avizor.
Ben Uda aspiraba a la subprefectura. Con veintiocho años ya disponía de una relumbrante calva y de un tripón que garantizaban su solvencia ante una población para la cual había que estar calvo para ser listo y barrigudo para ser respetable.
Era un fulano ilustrado. Sabía exactamente lo que quería y cómo conseguirlo. A veces, cuando una puerta se le resistía, amenazaba con pedir prestado un manojo de llaves a sus relaciones de Argel y, como por ensalmo, Sésamo se le abría de par en par.
Pero Ben estaba empeñado en hacerse un nombre propio, y en obtener como fuera tanto la admiración de unos como la rendición de otros. Así, no perdía una oportunidad de recordar que era uno de los escasos bachilleres de la nación, que para él los libros sin estampitas ocultaban tan pocos secretos como los entresijos de la Administración. Como tenía ambiciones, se matriculó en la Universidad de Constantina y, sin salir de su despacho sahariano y gracias a su excepcional telepatía, se sacó una licenciatura y un doctorado con una pasmosa facilidad.
Es que Ben era, además, un sabihondo. Recuerdo que cada vez que se montaba un sarao en el serrallo, desarrollaba tal retórica que a los convidados se les olvidaba probar bocado. Sabía como nadie conjugar poesía y heroísmo para dar coba a los valerosos artífices de nuestra Liberación y colocar a nuestro poblacho a la altura del Olimpo. ¡La leche!, con sólo escucharle se identificaba uno con la Revolución y le entraban ganas de hacer temblar al mundo de un bufido.
Para un poli enardecido como yo, orgulloso a tope de mi paso por el maquis, representaba la Argelia en marcha, marcial y triunfante. Era más que un ídolo para mí, era la fe. Bastaba con que pasara delante de la comisaría para ponerme al rojo vivo. Me sorprendía entonces señalándolo con el dedo con la jovialidad de un escolar al reconocer a su maestro en pleno zoco.
Por tanto, cuando a Ben Uda se le relacionó con un asunto trivial de corrupción de menores, clamé de inmediato contra la subversión. Desde lo más profundo de mi ser, me negaba categóricamente a sospechar que un muyahid con el temple del subprefecto fuera capaz de albergar el menor deseo por un mocoso de catorce años. Luché en cuerpo y alma para que se le rehabilitara, amenazando a testigos y prometiendo a los padres de la víctima unas represalias que habrían disuadido al mismísimo Tamerlán.
Ben Uda es todo un caballero. No ha olvidado mi vigorosa intervención en su favor. Prueba de ello es que, tras treinta años de silencio, se ha acordado de mí y me ha rogado que pase a verlo por el número 14 de la plaza de la Caridad.
Se ha abierto camino desde aquella subprefectura de Ghardaia. Ha pasado por la magistratura y por la diplomacia. En el 89 regresó para echar una mano a las eminencias encargadas por el Rais de dar unos retoques a la Constitución con vistas a legitimar la bulimia integrista que iba a roernos las tripas. Se rumorea que le propusieron una cartera ministerial pero que su excesiva humildad le sugirió conformarse con sus cuentas en Suiza.
Ben tiene fama de intelectual. Prefiere los espacios anchurosos al contacto con las multitudes, la quietud de una residencia de ultramar a las fanfarrias protocolarias. Con toda modestia, aceptó ser cónsul en el África negra, y luego hubo que desvivirse para que no desdeñara un puesto de embajador en Oriente.
La nostalgia le ha reavivado la memoria, la morriña ha convertido su dorado exilio en extrañamiento, su soledad en ascesis, y así es cómo un buen día sus libros aparecieron en los estantes de las librerías.
Estábamos en 1992. El país paría una democracia informe. El pueblo reclamaba a los profanadores de tabúes, ovacionaba a los encantadores de verdades. Dentro de ese frenesí ambiental, cada cual se lo montaba a su aire. Ben Bella nos proponía sus Memorias, Aít Amed El caso Mesli, Belaíd Abdeslam El gas argelino. Y cada cual tenía lo suyo.
En cuanto a Ben Uda, nos encasquetaba El sueño y la utopía, una pasmosa requisitoria sobre el socialismo científico de arrieros convertidos en dinosaurios de la decadencia nacional. Un best-seller. Algunos bromistas de mal gusto han llegado a sugerir que el Alto Comité de Estado se planteaba, para recuperar credibilidad, reclutar al autor como miembro suplente. Y Ben soltó en la tele, cuando por las calles andaban tiroteando a la pasma, esta declaración antológica:
«Amo demasiado a mi pueblo para avasallarlo».
Yo, que había dejado de creer en los faquires, dije a Mina: «Éste sí que es un tío. Si no se muerde la lengua es porque tiene algo duro entre los dientes». Mina no apreció la metáfora. Odia las obscenidades.
El 14 de la plaza de la Caridad es una espléndida joya arquitectónica erigida en medio de una plaza futurista. Ni los pordioseros ni los carreteros se aventuran jamás en ella, por miedo a que se los lleve la perrera. Por uno de los lados, unos magníficos jardines; por el otro, un parking repleto de cochazos. Como para que nos fulmine una apoplejía a los envidiosos de mi estilo.
Hasta el portero va de punta en blanco. Muy obsequioso él. Acostumbrado a las buenas propinas, no tendría reparo en molestar a las tres de la mañana a un moribundo entubado sólo para gratificarle con una sonrisa.
—¿En qué puedo servirle, señor? —se ofrece con esa hipocresía galante que la gente instruida llama cortesía.
—Si no tiene nada mejor que hacer, mi carricoche se caga de miedo cuando se queda solito. Quizá podría tenerlo agarradito por la manilla hasta que yo vuelva.
El pobre diablo acepta gustosamente.
Con cincuenta y ocho años, Ben Uda ha triplicado su volumen. Los liftings no han conseguido disimular la grasienta hinchazón de su cara, y su panza se desparrama anárquicamente sobre sus rodillas. Supongo que sus tirantes llevarán amortiguadores.
Me recibe en su salón de rentista privilegiado. Sin bombo ni platillos, como se recibe a un familiar.
—¿Un zumo de naranja, señor Llob?
—Estoy de servicio.
Me invita a que tome asiento en un sillón mientras se desparrama sobre el sofá de enfrente. Su bata centellea. Durante un instante, me quedo absorto ante su obesidad, preguntándome si, por un casual, la naturaleza no tuviera cierta tendencia a cachondearse de la gente.
—Espero no haber abusado demasiado de su tiempo, comisario. Todo el mundo sabe hasta qué punto está usted atareado con esta guerra de nunca acabar.
—No pasa nada.
Frunce el ceño y ladea la cabeza para mirarme desde otro ángulo.
—¿No nos hemos visto ya en alguna parte?
Su desmemoria me resulta estomagante. Pero ese tipo de amnesia es moneda corriente en nuestro país. Parece ser que te da más alas.
—No lo creo —replico con orgullo.
—Sin embargo, su cara…
—Tengo una pinta típica de cabileño. A menudo me confunden con alguien.
No insiste.
Su mano adiposa agarra con delicadeza un vaso de whisky, lo lleva hasta sus labios.
—Mis amigos me hablan muy bien de usted, señor Llob. Sobre todo, dicen que es usted una persona con la que se puede contar.
—No tanto como con una pizarra.
Se ríe. Justo un espasmo. Tal como hacen los buenos dioses. Posa su vaso, me mira fijamente a los ojos.
—Su último libro me ha llamado la atención. Lo he leído dos veces.
—Es usted muy amable.
—Estoy totalmente de acuerdo con su análisis, señor Llob.
Contemplo un cuadro de Dinet en la pared, entre dos sables damasquinados, y no entiendo qué pinta en un piso un cuadro perteneciente al Patrimonio Nacional.
Ben Uda echa otro trago, chasquea la lengua. Su vientre sobresale de su bata cuando estira las piernas.
—¿Cree usted en la fatalidad, señor Llob?
—Tiene sus justificaciones.
Menea la cabeza con aire absorto.
—A veces tengo como el sentimiento de estar predestinado a algo. ¿Usted no?
Contengo con la mano un bostezo.
Añade:
—Llevo años dándole vueltas a algo, sólo me faltaba alguna… motivación. No me resulta nada fácil arrancarme. Pero la situación del país se complica cada vez más, por lo que, en estos últimos tiempos, me acucia la necesidad de reaccionar. Desgraciadamente, cada vez que me dispongo a hacer algo, mis iniciativas me parecen inconsecuentes, inoportunas y suicidas. Felizmente, su libro ha llegado hasta mis manos. Al acabar de leerlo, he sabido que no estaba solo y he decidido emplearme a fondo, esta vez de veras. La descomposición de nuestro país es algo absolutamente indecible. Resulta imperativo movilizarse para denunciar el intríngulis de esta estúpida tragedia.
Lo interrumpe una puerta al abrirse. Me doy la vuelta y descubro a un joven de una insólita belleza, con cara de chica y un par de ojazos celestes.
—¡Oh, perdonen! —se excusa.
A Ben lo irrita esa intrusión. Sus mejillas se ponen al rojo vivo. El niñato cierra cuidadosamente la puerta y regresa pitando a la alcoba.
Hago como si no hubiera notado nada comprometedor, y pongo una rodilla sobre la otra para parecer relajado.
Ben se levanta y se dirige al balcón. La brisa le mueve los cuatro pelos canosos que le quedan en las sienes. Se apoya con cierto peligro en la balaustrada y deja que su mirada se pierda sobre la bahía erizada de edificios macilentos.
—Venga usted aquí, señor Llob.
Hago de tripas corazón y voy junto a él.
Me presenta Argel con gesto folclórico:
—Mire usted esta ciudad. Se está derrumbando de pura insignificancia. Impersonal, anónima, plebeya. Parece una maqueta carcomida. Sin embargo, el cielo que hay encima de ella no tiene parangón. Su sol es orgasmo. Idilio su noche. Este país está sediento de embriaguez. Ha sido expresamente creado para la juerga.
Miro con él el puerto ribeteado por la bruma, Nuestra Señora de África tascando el freno en lo alto de su colina, la Casbah parecida a una mortaja deshilachada, pero a él no lo capto para nada.
—Y fíjese en el resultado de treinta infelices años de insania. Calles peligrosas, vertederos hasta perderse la vista y una mentalidad capaz de poner en cortocircuito el escáner más potente. ¿No le resulta mortal?
Se pone aún más triste, se da la vuelta hacia mí para tomarme por testigo.
La voz le vacila:
—Hubo un tiempo en que la Historia escribía con mayúsculas en nuestras estelas. Los centauros apagaban su sed en los campos de nuestras madres. Hasta los profetas se inclinaban ante nuestra longanimidad. Hasta ayer la mitología tejía sus tramas en el cabello de nuestras viudas, y el horizonte sacaba su fascinación de la mirada de nuestros huérfanos… Y mire en qué nos hemos convertido hoy: en nulidades. En abyecciones itinerantes. Eso es lo que somos.
Su tono sube tres octavas cuando añade, golpeando la baranda con el puño:
—Y henos aquí con esa raza de gigantes sustituida por una extrañísima colonia de crustáceos de conchas rellenas de hiel y podredumbre.
Me agarra por los hombros. Como nos agarrábamos entonces en el maquis.
—Quisiera soltar todo eso por escrito, señor Llob. Ésa es la razón por la que he querido verle.
Me libero como puedo de su abrazo y regreso al salón.
—No tiene usted por qué decidirse de inmediato, señor Llob.
—Reconozco que me pilla desprevenido. ¿Por qué yo?
—¿Por qué no usted?
Eso no me basta.
Después de treinta años luchando a brazo partido con tanto desengaño, estoy convencido de que aquí nunca hay nada casual.
Recuerdo mi último pique con mi director. ¿Estarán intentando poner a prueba mis tendencias a la reincidencia? Desde que el terrorismo ha resultado ser un auténtico fenómeno social, a nadie se le ocurre fiarse de nadie. Esto es el disloque, el sálvese quien pueda; aquí ya no se sabe quién es quién.
—Obra en mi poder un documento de máxima importancia —intenta seducirme—. Código: N.O.S. Un programa que ni al mismísimo diablo se le hubiera ocurrido.
Me agarra por la muñeca, me suelta de inmediato.
Menea la cabeza:
—Éstas son las grandes incertidumbres, amigo Llob. Hay más posibilidades de sobrevivir en un nido de víboras que en nuestro país. Sin embargo, a ellos les da igual que nos callemos o que gritemos a los cuatro vientos.
—Ya lo sé.
—¿De qué sirve callarse?
Me mira de frente. Su sinceridad me produce espanto. El desamparo de los amos cobra tintes apocalípticos.
—Nuestro país no necesita ni profetas ni presidente, sino un exorcista. Piense en ello, señor Llob, tómese su tiempo…
Le tiendo la mano bruscamente.
—Adiós, señor Uda.
Duda un segundo antes de darme la suya.
—Encantado de conocerle, señor comisario.
Me acompaña hasta el rellano, llama al ascensor.
—La caótica situación que impera en este país es como las aguas revueltas. Los monstruos abisales se mueven a sus anchas en ellas. Este horrible montaje ha durado ya demasiado. Necesito que me haga saber cuanto antes su decisión.
—La tendrá pronto, se lo prometo.
Llega el ascensor.
Ben no deja que las puertas me traguen. Su mirada se detiene largamente en la mía.
—Esto hay que cambiarlo, señor Llob. Esto tiene que cambiar.
Un escalofrío se desprende de su pecho y va escalando los tres pisos de papada hasta alcanzar la mandíbula, mientras una gran tristeza cubre su sonrisa. Las puertas del ascensor se cierran.
Adoré a un hombre, hace mucho tiempo. Era muy buena gente, más bueno que el pan, y cuando me tomaba sobre sus rodillas, me parecía alcanzar el cielo. No recuerdo el color de sus ojos, el olor de su cuerpo: he olvidado hasta su rostro, pero nunca olvidaré sus palabras. Sabía decir las cosas tal como el azar las pone. Sabía hacerme creer en lo que creía. Quizá fuera un santo. Estaba convencido de que con un mínimo de humildad los hombres sobrevivirían a las ballenas y a los océanos. Le contrariaba mucho verlos buscar en otra parte lo que tenían al alcance de la mano… Murió precisamente de tanto querer cambiar el mundo, porque él fue el único en no cambiar.