II

Me he tirado una hora revolviendo entre mi antediluviana vestimenta para dar con una corbata de colorines de cuando la nacionalización de los hidrocarburos.

Mina me contempla en el espejo. De vez en cuando dobla un mechón rebelde de mis greñas, le da un papirotazo a una mota de polvo sobre la chaqueta, tierna y llena de atenciones, demasiado enamorada para fijarse en la pinta de cateto integral que asumo con plena autenticidad.

—Pareces más joven.

Es probable: es un traje que llevaba en aquellos tiempos en que el régimen nos sacaba revoluciones a cada dos por tres, con la estupenda habilidad de un prestidigitador. Por aquel entonces el tergal barato te daba un caché de socialista conformista, y los demagogos lo apreciaban aun cuando su reluciente alpaca rozaba la herejía.

Me meto en mi carro y salgo a toda mecha para Hydra, el barrio más elegantón de la ciudad.

Hydra, por los tiempos que corren, recuerda una ciudad prohibida. Jamás barba de integrista ha rozado sus mimosas, jamás el olor a pólvora ha podido adulterar las fragancias de la felicidad. Los ricachones locales viven como rentistas, con la panza bien llena y el ojo puesto en el bailoteo de las codicias.

Las guerras de Argelia tienen esa insondable singularidad que consiste en que los beligerantes se equivoquen estúpidamente de enemigo.

Según su hoja salarial de funcionario virtual, el yerno del señor Ghul Malek apenas gana para alimentarse de bocadillos y comprarse una docena de calzoncillos por plan quinquenal. No obstante, su nueva morada no tiene nada que envidiarle al Club Méditerranée: más de tres mil metros cuadrados adornados con farolillos, guirnaldas y globos gigantescos. Hasta han acondicionado un parking para la ocasión, con unas filas interminables de cochazos de alto standing. Aparco mi proletario Zastava entre dos Mercedes, y cuando salgo me parece que ha encogido.

Un par de forzudos se me acercan para comprobar que no me he perdido desde Lesotho. Verifican en su lista y se afligen al comprobar que estoy en ella.

Me quedo un rato fuera para admirar el palacio del enchufado: una planta baja que haría babear a un emir de Kuwait, dos pisos de morirse un par de veces, ya puestos. ¡Cuánto mármol de ultramar, qué manera de provocar al asesinato!

Guardo un minuto de silencio por la memoria de los juramentos guerrilleros, de los mártires del saber y de mis ideales. Luego, con el valor de las huidas hacia adelante, subo la escalinata hollywoodiense con el entusiasmo de quien sube al cadalso.

Un payaso que se las da de mayordomo de importación me recibe como si fuera a ponerme una multa. Por poco se le descuelgan las cejas al contemplar mi atavío.

—Los criados entran por la puerta de atrás —me suelta como si fuera un decreto, muy estirado él.

—¿Entonces qué leches estás pintando tú por aquí?

Como ve que me empeño, da una palmada con unción mística. Se acercan tres cachas malcarados, con la cabeza cuadrada y la mandíbula tipo parachoques de vehículo blindado.

—Comisario Llob —me apresuro a decirles para frenar sus impulsos.

El mayordomo, sorprendido y profundamente consternado, gime: ¡Pobre Argelia!

El salón es casi tan amplio como mi hiel. Noto como si mi úlcera creciera espontáneamente. Hay mucha gente. Cada cual se lo monta de pijo de toda la vida con la misma naturalidad con que sus padres destripaban terrones. Me esfuerzo en compararlos con pingüinos, embutidos como están en su austero esmoquin, pero no lo consigo. Están tan guapos, tan elegantes, tan felices. No hay duda, el mundo les pertenece; sólo amanece para ellos. La guerra que tiene al país asolado no tiene huevos de acercarse a sus feudos. Para ellos, es mera subversión.

Reconozco entre los invitados a unos cuantos peces gordos, el multimillonario Dahmán Faid, algunos diputados, el escritor Sid Lankabut, unas señoras ataviadas como árboles de Navidad, unas jovenzuelas que de buenas que están se la pondrían tiesa a una momia… Y yo ahí en medio, como una chinche sobre la alfombra de Aladino.

Por mucho que me digo que al menos soy honrado, con mi conciencia tan pancha, y que mis ahorros no están manchados de sangre, ni yo consigo creérmelo: por muy íntegro y sano que sea, al lado de esta gente valgo menos que un felpudo.

Rodeado de su corte de favoritos, Sid Lankabut deja de pavonearse cuando me ve. «Lo que me faltaba», leo en sus labios.

—Vaya, vaya —me arrulla un gaznate a mis espaldas—, ¿no es nuestro querido comisario?

Giro en redondo. Es Haj Garn. Su sonrisa de falso devoto me revuelve las tripas.

Haj Garn es uno de los más peligrosos filibusteros de nuestras turbias aguas territoriales. Sodomita notorio, se lo montaría hasta con un tubo de escape. Cuentan por ahí que nuestro eminente especialista en ciencias anales se la mete a todo lo que se mueve, salvo a las agujas de un reloj, a todo lo que se yergue salvo a los postes de la luz y a todo lo que se toca salvo a los pianos.

Instintivamente, su viscosa pata me acaricia la muñeca antes de amenazar la parte baja de mis riñones. Retrocedo prudentemente. Ni siquiera mi edad y flacideces me pondrían a salvo de sus controvertidas costumbres.

—¿Siempre tan regordete, pollito de asador?

—Son los nervios.

Se atusa su canallesco bigote, detiene con recochineo su mirada en mi traje de cateto endomingado, y se entristece:

—Tu honradez no te ha llevado demasiado lejos, queridito comisario. Espero que alguna vez que otra consigas llegar a fin de mes.

—A veces ocurre.

Suelta una risa tonta.

Se vuelve a fijar en mi vieja chaqueta, mi pantalón lleno de arrugas, mis zapatos ajados:

—Tu problema, Llob, es el estancamiento. Sigues siendo el mismo espantapájaros que hace treinta años. Qué penita. ¿Cuándo aprenderás a tener olfato?

—Me faltan narices para eso.

Menea la cabeza, tuerce la boca y me gruñe:

—Viejo, no quieres enterarte de que eres un puto pringado. Un día de estos ni siquiera te atreverás a enfrentarte al espejo. Si escupes al paso del tren, te llevarás tu propio escupitajo a la cara.

Se aleja.

Una especie de duquesa se fija en mí y me hace una comilla con el dedo. Miro atrás para cerciorarme de que no se trata de otro. La duquesa me dice no con la puntita de la nariz y me señala con insistencia. Luego, deja caer sobre mí su pellejo de cachalote y me tiende una de sus aletas:

—¡Oh, comisario! —se regocija contoneándose como una serpiente—, por fin le tengo frente a mí, en carne y hueso, qué ganas tenía de conocerle. ¿Sabe usted que es mi novelista favorito?

—Lo ignoraba.

—Pues claro que sí, es usted el mejor. Tiene usted un enorme talento.

—Es porque no tengo un centavo…

—Eso no es cierto. No tiene nada que ver —retrocede y me mira de hito en hito—. ¡Vaya cara pone usted!

—Es que me falta jeta.

Echa su cabeza hacia atrás y suelta una risotada que desvela hasta los dibujos de su braga; luego, enternecida por mi pinta de envidioso frustrado, me coge el brazo y lo aprieta con fuerza sobre sus ubres:

—Escuche, comisario. Pienso organizar una gala, en casa, para lanzar mi asociación caritativa. Estaría encantada de recibirle junto con mis amigos.

—Es usted muy amable, señora…

—Lankabut, Fátima Lankabut, la esposa de Sid. Mis íntimos me llaman «Fa», como la marca de cosméticos. Otra cosa, comisario. Le ruego que perdone mi indiscreción, es que las mujeres somos así, ¿es usted realmente autodidacta?

—Sólo autóctono.

Me devora con la mirada. No hay duda de que la fascino. Pero preferiría profanar un mausoleo antes que desvelarle la parte oculta del iceberg.

La gratifico con una casta sonrisa y me apresuro en esfumarme entre la fauna privilegiada.

El yerno de Ghul Malek se abalanza sobre mí con la voracidad de una hormiga león.

—A pesar de todo has venido —me suelta exultante—. Tu jefe estaba un tanto escéptico, pero yo estaba seguro de que acabarías dándote un voltio por aquí. Quizá tengas principios, pero tu curiosidad no tiene límites.

—Deformación profesional.

—¿Y qué —me señala su imperio—, qué te parece esto, te gusta mi gueto?

—Tú no te cortes. En el país de la impunidad, los tiburones deben llevarse las mejores tajadas.

Se ríe, me agarra por el codo y me arrastra en su estela.

—Ven, voy a presentarte a unos amigos. Quizá nos topemos con algún benevolente dueño de tintorería.

Sin darme tiempo a retocarme el turbante, me va exhibiendo como si fuera un trofeo surrealista ante una pandilla de prevaricadores orgullosísimos de su panza.

—Señores, tengo el placer de presentarles al madero más genial del país.

Los nuevos mandamases de Argel apenas me rozan con la mirada.

Mi venerado padre decía que no hay peor tirano que un burrero convertido en sultán.

Pastores ayer, dignatarios hoy, los notables de mi país han amasado unas fortunas colosales, pero jamás conseguirán distinguir entre pueblo y ganado.

El más grande se da la vuelta y refunfuña:

—¿Esto es tu teniente Colombo?

El más achaparrado esboza una mueca despectiva y me pregunta:

—¿Cómo hace usted para conservar esa sonrisa por encima de una corbata tan hortera, comisario?

—Me basta con observarle.

A Su Alteza no le hace gracia. Me da un aviso:

—Ándese con cuidado, está usted hablando con un diputado.

Lo miro de arriba abajo sin pestañear. Si piensa ampararse en su inmunidad de gilipollas parlamentario ante mí, se pasa de optimista.

Mi huésped me lleva a empujones hasta una esquina y me sermonea:

—Tranqui, Llob, mis invitados no se andan con chiquitas.

—Ya me parecían a mí un pelín maricones.

—¡Cretino! Te doy la oportunidad de codearte con gente montada, y tú te portas…

—Tengo una úlcera —interrumpo.

—¿Y qué?

—Mi médico me ha prohibido comer esa clase de pan.

—¿Prefieres el pan negro?

—Desde luego.

—Pues quédatelo para ti.

Tras lo cual se arrima a un alcalde corrupto y me deja ahí tirado.

No me encuentro a gusto. Intento aclimatarme pero no es nada fácil. Este ambiente mágico envuelto en música comisqueada por las risitas y languideces de putones piripis, los espléndidos cochazos repanchigados en el aparcamiento como si fueran vacas sagradas, el fasto y la inconmensurable fatuidad de los peces gordos, la luna llena sobre un fondo celeste, el frufrú beatificante de esos fortunones, aquí todo me da ganas de vomitar.

Ésta no es la Argelia que yo conozco.

En mi país, los cementerios están llenos a rebosar de lágrimas y de sangre, los valientes rozan los muros para preservarse del mal de ojo… Y aquí, en este Taj Mahal para eunucos revanchistas, todo va como la seda. Ni el menor contratiempo o sentimiento de inseguridad. Los piratas de mi patria se han montado un microcosmos estanco y aséptico, y en espacios de prosperidad como estos hasta las cucañas me imponen más que los monumentos.

Recojo mis complejos de estafado, vuelvo a agarrarme al volante de mi carro, choco queriendo con la aleta de uno de esos cochazos —desgraciadamente es mi Zastava el que paga el pato— y tiro hacia la ciudad alta en busca de una bocanada de aire, sin duda viciado aunque menos contaminado.