XIV
Un extraño sueño me ha tenido en vilo toda la noche.
Mi carro renqueaba por una pista polvorienta. Tenía frío, y sobre el parabrisas la luna chorreaba como un queso blando. Unos árboles andrajosos y siniestros se desviaban a mi paso. Ni sabía dónde iba.
En mi retrovisor, un par de ojos apagados me observaban.
Al cruzar un puente, me topé con una interminable fila de integristas, con el pecho cubierto de cartucheras y barba hasta las rodillas. El camino llevaba a un bosque tan repleto de troncos como de barrigudos.
De repente, mis faros se detienen ante una especie de Goliat armado con un hacha más grande que mi pavor. En ese mismo momento, los ojos de mi retrovisor se salen y se tragan los míos en medio de un espantoso zumbido.
Solté un aullido… y Mina pegó un bote hasta el techo.
—He tenido una pesadilla —le dije intentando tranquilizarla.
Se durmió de inmediato.
Y yo, con el corazón en vilo, me puse a contar los minutos hasta la llamada del almuecín.
Lino no ha venido a buscarme. Lo he esperado durante una hora, aterido tras la ventana, con un nauseabundo presentimiento tras el gaznate.
Un vecino se ofrece para llevarme hasta la comisaría.
Bliss me espera en la entrada con el semblante estragado. Me doy cuenta de que ha ocurrido una desgracia.
—Han dado a Serdj por desaparecido —me suelta.
Mi equipo parece un tanatorio. Baya se sorbe los mocos en un pañuelo, los párpados hinchados. El poli de guardia pone cara de enterrador. Los agentes uniformados escuchan con tristeza a los agentes de paisano.
Se callan a mi paso.
Lino se deshace en lágrimas ante su máquina de escribir, la cara entre las manos, la mirada a la deriva.
—¿Qué le ha ocurrido?
Bliss reacciona:
—El comandante del regimiento número 13 nos ha avisado de que han encontrado calcinado el coche de Serdj en el barrio de Nemmiche. Parece que han raptado al inspector en un falso puesto de control.
—¿Para qué coño fue al barrio de Nemmiche? Todo el mundo sabe que es una auténtica ratonera, un hervidero de chusma integrista.
—Recibió una llamada de su hermano. Su padre acaba de morir.
Se me extravían las manos. Las piernas me flaquean. Me derrumbo sobre un asiento y me sumerjo en un estado semicomatoso.
Oigo vagamente como Bliss añade:
—El regimiento está en posición. Va a limpiar la zona.
Pasan varias horas, cada vez más mortecinas.
El director está sobre ascuas. Sube y baja sin parar entre el tercer piso y la planta baja, en busca de noticias.
—Serdj no va a dejar que se la peguen —refunfuña un agente en el pasillo.
—Seguro que se las ha devuelto —salmodia el policía de guardia—. Serdj es todo un tío. No se va a dejar raptar. Seguro que se ha defendido. Si está muerto, es que le han disparado, no es ningún corderito.
¡Qué tiempos tan curiosos! Cuando tirotean a un colega, parece como si fuera lo mejor que le podía ocurrir, en vista de cómo te descuartizan hoy los cadáveres en esta infeliz Argelia.
Hacia mediodía, el zumbido del teléfono nos sobresalta.
Bliss me pasa el aparato.
—El regimiento:
El auricular me quema la mano:
—¿Comisario Llob?
—Sí.
—Aquí el comandante Hamid, del regimiento número 13. Lo siento (me derrumbo sobre el asiento). Lo hemos encontrado en un morabito.
Tengo ganas de aplastar el aparato, la mesa, el mundo entero.
—¿Sigue usted ahí, comisario?
—Desgraciadamente.
—Lo siento de veras.
—¿Ha sufrido?
—Ha dejado de sufrir. Esto no nos lo devolverá, pero mis hombres se han cargado a tres de los nueve raptores. Seguiremos acosando al resto del grupo.
—Gracias, mi comandante.
En el mismo momento en que cuelgo, Baya se agarra la cabeza con las manos y suelta un alarido espeluznante.
Nos devuelven el cuerpo de Serdj a media tarde.
En el depósito de cadáveres, el director me recomienda con firmeza que deje trabajar al cirujano.
—Llob, prefiero que conserves de él la imagen del buen compañero de equipo. Lo han hecho polvo. Le están cosiendo la cabeza al cuerpo.
Al día siguiente, todos los compañeros nos reunimos en Bab el Ued para los funerales. El vecindario invade la calle, jóvenes del barrio, ancianos y mirones. El teniente Chater ha desplegado dos cordones de seguridad y colocado a tiradores sobre los tejados de los alrededores. Los terroristas nos tienen acostumbrados a abyecciones inimaginables. A veces matan a la madre sólo para tender una trampa al hijo durante el levantamiento del cadáver, o asesinan a un poli para ametrallar a sus colegas cuando vienen a recogerse ante su tumba.
El director, autoridades locales y oficiales del regimiento número 13 han querido dar su pésame a la familia del difunto.
Llego el último, por culpa de Lino, que se ha volatilizado.
Un crío, ajeno al gentío, juega con una rueda de bicicleta en medio de la calle. No debe pasar de los cinco o seis años. Es el más pequeño de Serdj, me entero por un tío. Ni siquiera se da cuenta de que toda esa gente está allí por él.
Me conducen hasta una casita. Por fin entiendo por qué Serdj nunca me invitó a su casa. No quería indisponerme. El cuchitril es tan insalubre que los inquilinos parecen fantasmas, de endebles que están.
Entierran al amigo en un cementerio en ruinas. Ayer enterraron al padre, hoy al hijo. Ley de vida.
Alguien me susurra:
—Dios es grande.
—También lo es el infierno —replico.
El imán inicia la fatiha. Alzo los ojos al cielo. Cuando empezaron a echar tierra sobre el cuerpo de mi compañero, una nube se detuvo bajo el sol, y fue como si un fragmento de noche se detuviera sobre la carrera de un poli.
Me he tirado el día buscando a Lino, en casa de Da Achur, en las cervecerías, por los burdeles… Luego recordé la trastienda de Sid Alí, un instructor jubilado. Los muchachos del equipo se reúnen los fines de semana en su casa para soplarse unos litros y comentar los últimos cotilleos.
Sid Alí señala con el pulgar por encima del hombro.
—Se lo ha tomado fatal —me confía.
—No es el único.
Lino está derrumbado sobre la mesa, la mejilla apoyada en el brazo. La cantidad de botellines desparramados ante él da idea de la magnitud del siniestro.
Suelto unas toses contra mi puño. Lino apenas reacciona. Hurga en su pelambre alborotada, me sonríe desde un espejo. No es exactamente una sonrisa, sino la mueca de un individuo que no consigue reintegrar su elemento.
Sacude su reloj y se lo lleva a la oreja.
—¿Le has dado al tuyo? —me balbucea.
—Mi reloj es de cuarzo.
—El mío se ha parado.
—La vida sigue.
Lino está borracho como una cuba. Va ciego dentro de su traje descompuesto. Sus gestos son incoherentes y la lengua se le traba contra les encías como si fuera un pestillo oxidado.
—¿A esto llamas vida, comi? Como mucho, un aplazamiento. ¿Por qué has venido a aguarme el vino?
—Porque no sirve de nada emborracharse.
Vuelca de un golpe la mesa, se tambalea. Intento sostenerlo. Me aparta la mano con gesto de horror:
—¡Oye, que todavía me pueden llevar las piernas! Fíjate si me puedo mantener en pie que así me tendrán que enterrar.
—Deja de hacer el gilipollas, volvemos a casa.
—Ya no tengo casa.
—Éste no es buen sitio, Lino.
—¡Cagón!
Me aparta, llega titubeando a la calle y se pone a gritar con las manos en la boca a modo de embudo:
—¡Eh, soy poli, no tengo miedo! ¡Soy poli, venid a matarme!
Intento calmarlo.
Me da un empujón:
—¡Tú, aparta las patas! Ni tocarme. ¿No se te ha ocurrido pensar que puedes estar de más? Esta noche me estorbas. Déjame en paz, ¿vale? Y deja de mirarme con cara de lástima. Eres tú el que das lástima. Te crees que estás con los buenos. Sólo se está en el buen o en el mal lugar. No soy un héroe. Ni siquiera creo ser un valiente. Me niego a creer en la cultura de los cementerios. Quiero salvar el pellejo.
—Ya me contarás eso luego.
Retrocede tambaleándose.
—Estás blanco como un cirio —me dice sonándose en la manga de la chaqueta—. No tienes sangre en las venas. ¿Es la gente lo que te preocupa? Creía que los tenías cuadrados. No sabes cuánto me decepcionas.
Una lluvia fina chisporrotea sobre la ciudad, pero son los perdigones que suelta el teniente por la boca los que me salpican.
Un joven barbudo vestido con kamís sale de una perfumería. Lino espera que llegue a su altura para soltarle un puñetazo.
—¡Asqueroso terrorista! ¡Carroña de gusano! ¡Mulá de los cojones!
Inmovilizo al teniente agarrándolo por la cintura. Se debate y se abalanza sobre el atónito hermano. Luego viene un intercambio de insultos soeces, patadas al aire y escupitajos. El hermanillo se echa atrás la chechía y se remanga su kamís. Lo agarro con una mano y lo aplasto contra una pared.
—¡Lárgate!
—¿Este tío está chalado o qué?
—Lárgate si no quieres que arda ese vello púbico que tienes en el morro.
Catapulto al teniente en mi coche y arranco.
Durante el trayecto, se acurruca en una esquina del asiento trasero, con la barbilla entre las piernas y las manos sobre la cabeza, y se pone a llorar como una piara de críos.