IX

Barrio de los Olivares: por pura casualidad nos encontramos metidos, Lino y yo, en un trajín de aquí te espero. Al menos cinco yogurteras y dos furgones policiales rodean un chalé en obras, las sirenas a toda pastilla y las ventanillas reventadas.

Agazapado tras un capó, el inspector Serdj echa una sudada, altavoz en ristre y apuntando con el pistolón. Se alegra mogollón de verme aparecer.

—¿Qué coño pasa aquí? —inquiero, colocándome a su lado.

—Una pandilla de terroristas que ha atracado la oficina de correos de Bab Llyb. Un vecino los vio meterse ahí y nos avisó.

—¿Cuántos son?

—Tres. Se han cargado a un rehén —me señala el cuerpo de un adolescente junto a una hormigonera— y han herido a uno de mis hombres.

Desenfundo y aúpo el pescuezo para guipar el movidón. Una ráfaga hace añicos el parabrisas rozándome la chola.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí dentro?

—Más o menos una hora. Dicen que no se rinden. Hay una nena con ellos.

—¿Tienen a más rehenes?

—Al albañil y a su hijo.

—¿Qué armas?

—Dos kalashnikov y un escopetón.

El teniente Chater, de la sección «Ninja», repta hacia nosotros.

—Bienvenido a la fiesta, comisario.

—¿Cómo se presenta la cosa?

—No se aclaran. Podemos pillarlos. Tengo dos tiradores allá, uno sobre el tejado y otros dos allí arriba.

—Podías haber colocado otro allí —le reprocho sólo para asentar mi autoridad.

—Ángulo muerto.

Sale una humareda por una ventana.

—Están quemando la pasta de correos —me explica Chater.

—¡Cabrones! ¿Y ahora con qué pagamos al FMI?

Agarro el altavoz.

—Pierde usted el tiempo, comisario.

—Es para no tener cargo de conciencia luego.

Se nos viene encima otra ráfaga. Los coches campanillean bajo los impactos.

—¡Escucha bien, taghut! —grita la tía—, aquí tenemos a un hijoputa y a su bastardo. Os largáis o les cortamos los cojones, luego los dedos, luego las orejas, luego los dedos de los pies hasta que no haya más que cortar. Si seguís ahí dentro de cinco minutos, nos cargamos al primero.

—No se andan con bromas —se alarma Serdj—. De aquí a cinco minutos me deshuesan al primer rehén.

Hago una señal a Lino. Se marca un eslalon de película y se espatarra tras una rueda.

—Cuatro minutos y treinta segundos —me suelta Serdj con agobio.

—¡Cierra el pico! No estamos en la NASA.

Al inspector le chorrea el sudor en la frente. Su cara es un manojo de nervios. Mira su reloj y se atraganta. Lo pongo al loro:

—Se van a cargar a un par de fulanos dentro de unos minutos si no vamos a buscarlos sobre la marcha. Un padre y su hijo.

Según Chater, los tres se han pinchado con barbitúricos. Nos los podemos cargar.

—¡A mandar, jefe! —me eructa blandiendo su 9 mm.

—Persígnate y arrímate a mí.

Respiro hondo y salgo follado hacia la obra. Los kalashnikov van chorreando plomo a mi alrededor. Me tiro de cabeza entre los montones de arena y me arrastro hacia un contenedor. Lino me alcanza con la cara descompuesta. Para salvar las apariencias, me enseña pomposamente su pulgar.

—No es momento de hacer auto-stop —le gruño.

Disparan desde un tejado. Alguien berrea dentro del chalé. Aparece un pelele titubeante con media mandíbula fuera. Se desploma en la escalera y se queda tieso.

—Por aquí —le aúllo al rehén.

El chaval no me hace caso. Se queda clavado contra la barandilla, pasmado ante el fiambre.

Lino aprovecha un tiroteo para agarrar al chico por el brazo y ponerlo a cubierto tras el contenedor.

Los macarras parecen muy nerviosos. La tía se pone a descubierto para ametrallarnos. Los parabrisas saltan hechos añicos. Los polis se apretujan en su hipotético refugio. Chater dispara. La tía suelta su arma, parece como si no se creyera lo que le ocurre. Una yema hace eclosión entre sus cejas. Intenta agarrarse a una viga y cae en el vacío. Su cuerpo de sirena rebota sobre la hormigonera y luego queda inmóvil en impúdica postura.

Lino y yo elegimos ese preciso instante para saltar al abordaje. Nos metemos en el vestíbulo. La planta baja parece desierta. Paso el primero, la pipa por delante. Lino me sigue de cerca, medio agachado, con el culo tan bajo que parece una mona meando.

El último macarra está en el primer piso, hecho una furia.

Voy subiendo con cuidado los escalones, limándome las vértebras contra la pared. Fuera, Serdj y su equipo se emplean a fondo para distraer al fulano. Por fin puedo verlo. Es un cachas de la hostia, el tipo de diana que me chifla. Está parapetado tras el albañil.

Los hombres de Chater siguen rociando el edificio. El fulano replica enérgicamente. No me oye cuando me planto tras él. Apenas le da tiempo de enterarse de que la ha cagado, su cabeza revienta como un enorme forúnculo.

Baya ha vuelto a perder su pendiente. Busca a gatas bajo la mesa de despacho, el culo en pompa. Lino se pone verraco y finge leer el periódico sin perder de vista el trasero y su contoneo.

Los pillo en medio de esa apasionante coreografía.

Le suelto al macho:

—A ver si de tanto guipar lo que no debes te da un aire.

Baya se incorpora, avergonzada, se ajusta la falda y hace mutis por el foro.

Para disimular, Lino agita el periódico:

—Se han cargado al poeta Jamal Armad.

—Estoy al corriente.

—¡Joder! No había cumplido veinticinco años.

Cuelgo mi abrigo de una alcayata y se me queda como una bandera a media asta, así que lo coloco sobre el respaldo de mi silla.

—¡Menudo desastre! ¿Por qué la habrán tomado de esa manera con los literatos, comi?

—Esto no es nada nuevo, Lino. Así es de toda la vida. Tradicionalmente, en nuestra secular incultura, el literato siempre ha sido el Otro, el extranjero o el conquistador. Y seguimos guardando un rencor tenaz a ese sentimiento de diferencia. Nos hemos vuelto visceralmente alérgicos a los intelectuales. Por eso puede que lleguemos a perdonar una culpa, pero jamás la diferencia.

Lino da un manotazo a sus gafas y protesta:

—¿Incultura? ¿Por qué dices incultura?

—Es un lamentable lapsus. Hace mucho tiempo, nuestro antepasado quiso escribir un libro. Como no podía pensar con la tripa vacía, la tribu le preparó un festín increíble y él se lo jaló con tal apetito que cuando iba a ponerse a escribir, se dio cuenta de que lo que le apetecía era echarse una buena siesta. El problema estaba en que temía que la musa se hubiese largado al despertar. Un auténtico dilema. Entonces se le apareció San Ziri, el padre de todos nosotros, y le preguntó dónde estaba el problema. Nuestro antepasado le explicó que tenía a la vez unas enormes ganas de sobar y una inmensa necesidad de redactar sus memorias. San Ziri, que en vida había sido un gran mecenas, tuvo la desgraciada ocurrencia de aconsejarle digerir en vez de escribir. Y desde entonces no hemos dejado de digerir.

—Jamás me había contado mi abuelo algo parecido.

—Es porque no podía hablar con la boca llena… ¿Qué hay de los tres macarras de ayer?

—Serdj está llevando el caso.

Me habría extrañado que fuera otro.

El despacho de Serdj está junto al váter, al final del pasillo. Apesta a tabaco y a mierda. Parece el laboratorio de un sabio desfasado. Hay papeles por todas partes, colillas que se pudren por el suelo, armarios desvencijados, cajones que no cierran.

Serdj es la clavija maestra de la casa. No sabe decir no cuando se le pide algo. Sus compañeros de promoción son ya comisarios o altos funcionarios. En cambio él lleva ya, a trancas y barrancas, doce años de inspector de poca monta. Como es obediente e imprescindible, le niegan las solicitudes de cursillos y becas, esos dos criterios de promoción que quedan exclusivamente reservados para los enchufados y los indeseables que quieren quitarse de en medio.

Me instalo sobre una silla y cruzo las patas.

—¿Han identificado a los terroristas?

—Ni puta idea de quién era la tía. Por sus huellas digitales no se puede saber nada. En cuanto al pelirrojo, se trata de Daho Lamín, treinta y un años, soltero. Su padre está tan forrado que se hace los zapatos a medida.

—¿Y el otro?

—Brahim Budar. Treinta y siete años. Casado y divorciado. Sin profesión conocida. Cinco años de cárcel por abuso contra natura de un menor. Dos años por agresión. Nueve meses por consumo de estupas. Herido y detenido en septiembre de 1993. Se evadió de Sidi Ghiles en el 94.

—¿Eso es todo?

—Brahim Budar fue uno de los principales implicados en lo de octubre de 1988. Incendió las Galerías Argelinas de Kuba, los zocos El-Fellah de Cheraga y Bufarik.

—¿Era de los hermanitos, por entonces?

—Gorila en un cabaret, Los Limbos Rojos.

—Interesante.

—Otro detalle: cuando fue detenido en 1988, tenía como brazo derecho a un tal Murad Atti.

Lino golpea la mesa.

—Ya sabía yo que aún no habíamos acabado con la maricona esa.

Le ordeno con el dedo que ponga en remojo la húmeda.

Me levanto con el ceño fruncido.

—Quiero a Murad Atti en mi despacho a las tres en punto.

Serdj hace un mohín de disgusto:

—Hay un pero, jefe. He dado un toque a los del Observatorio y me han garantizado formalmente que ese payaso no ha puesto nunca los pies allí.

—¿Y la entrega?

—Un cuento chino. El Observatorio no recuerda haber encargado a nadie el traslado del sospechoso. Los dos mandados eran unos suplantadores. Se la han pegado al director.

—¿Entonces, dónde está?

—Ahí está, comisario —me va guiando un gendarme entre los montículos de un vertedero municipal.

Murad Atti está tendido boca abajo en medio de un montón de basura. Parte del cráneo ha volado por una descarga de gran calibre. Una nube de moscas revolotea sobre su cerebro.

—Se lo encontró un vagabundo —añade el gendarme apretando un pañuelo sobre su cara.

Me agacho junto al cadáver. Tiene puestas unas esposas y los pies atados con alambre. Sus ojos de ajusticiado parecen mirarme a hurtadillas.

El gendarme me advierte.

—No lo toque. Lleva una bomba-trampa.

Dos días después, cuando intentaba fijarme en lo que volvía tan enfurruñada a la bahía de Argel, con la nariz pegada a la ventana de mi despacho, recibo una llamada de Anisa, la muñeca inflable del Cinco Estrellas.

—He oído por ahí que está usted invitado a casa de doña Fa Lankabut, comisario.

—Cierto. Pero no pienso ir, por lo de mi úlcera. Si te falta acompañante, lo puedo arreglar. Tengo un teniente al que le encanta hacerlo en compañía.

La respiración de la pequeña se acelera.

—Tengo que cortar —me jadea con voz agrietada—. Veámonos en casa de Fa, señor Llob. Hay cosas que debo comunicarle.

—¿No puedes ahorrarme el viaje y contarme eso ahora?

—No puedo. Hasta luego.

Cuelga.

Lino me pregunta con un giro de mano qué ocurre.

—Una dama da una fiesta.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¡Qué potra tienes, comi!

—Si quieres, te invito.

Se le escapa el lápiz que estaba comisqueando.

—No veo por qué me tienes que tomar el pelo, comi. Eso no está bien.

—Te lo juro por lo más sagrado…

—¿De verdad de la buena? ¿Me invitas a una fiesta, con tías buenas y todo eso?

—Yo, de ti, salía pitando a comprarme un paquete de condones.

El teniente no acaba de creérselo. Salta hasta el techo de lo contento que está. Igualito que el Papa cuando le hacen un regalo de Navidad.