XI

Fuimos Serdj y yo a peinar minuciosamente el apartamento de Anisa, en el Cinco Estrellas. Al margen de las huellas dejadas por cámaras tras los objetos decorativos —lo que hace pensar que las efusiones amorosas de la chica estaban debidamente repertoriadas—, nada de nada. Ni diario íntimo, ni agenda de teléfonos, ni bloc de notas. No han tocado las joyas, pero las fotos de familia han desaparecido.

Miramos bajo las alfombras, rascamos el fondo de los cajones en busca de unos gemelos o de un recorte de uña susceptible de ponernos la mosca detrás de la oreja. ¡Ni jota!

Una de dos: o Anisa tenía un microchip en la cabeza o alguien se nos ha adelantado.

Sorprendo a un empleado espiándonos por la cerradura. Pillado in fraganti, se presta a colaborar. A su manera: no recuerda si Anisa salió sola o acompañada el día en que la mataron, jura por su madre que la tomaba por una señorita y que ignoraba todo su tejemaneje.

El resto del personal nos viene con las mismas. Acostumbrado a las buenas propinas, ha tomado la costumbre de recuperar la memoria sólo en función de la generosidad de los nostálgicos.

El director del hotel se limita a abrirse de brazos. Ni siquiera recuerda a la chica. Para él, el cliente es una herramienta de trabajo. Hace que funcione el negocio lo mismo que un botones o un cable de ascensor. Es un número de habitación, una nota de contabilidad. Cómo se viste o lo que anda trajinando no son asuntos de la casa.

Teniendo la entrada prohibida en Los Limbos Rojos, cometí la ingenuidad de mandar a Lino a que fisgoneara por los alrededores. Nunca se sabe: bien podría una indiscreción no caer en saco roto.

Lino regresa con las manos vacías y los ojos en blanco. Tampoco me llevo una decepción tan grande. Este chico, si pone un circo le crecen los enanos.

Serdj se tira el resto del día consultando sus archivos. Mientras tanto, me pongo los huevos en remojo y me hurgo las narices, poco atento a las proezas de una cucaracha que anda peleando con el cordón de mi zapato.

Por la ventana, el sol me espía de reojo. A lo lejos, sobre su colina, envuelto en un sudario de espuma, el coloso de Maqam duda si tirarse al mar.

Igual que todos los tíos listos del mundo, quienes, para no reconocer su incompetencia, hacen como que piensan cuando en realidad lo que están es adormilándose, finjo estar preocupado. Un jefe, aunque ronque como una locomotora, no duerme; rumia, trasciende, se anda con pies de plomo.

En el momento en que empiezo a caer en brazos de Morfeo, Serdj viene a fastidiarme el momento con una foto acartonada en la mano.

—Quizá haya alguna relación.

En la foto, se ve a Anisa en brazos de Haj Gara durante una gala. Se la ve muerta de risa, más a gusto que un marrano en una charca. En segundo plano, reconozco la figura hosca de la patrona del Limbos Rojos que sigue de cerca a Murad Atti.

—¿Y con esto qué adelantamos? —pregunto exasperado.

Serdj da la vuelta a la mesa hasta ponerse detrás de mí.

—Fue tomada el 29 de enero.

—¿Y qué?

Mi falta de elocuencia lo desconcierta.

—Anisa se llamaba Soria Atti. Murad era su primo.

Me llevo la mano a la boca para reprimir un bostezo.

Serdj se quita el sudor con un pañuelo. Se da cuenta de hasta qué punto estoy desmotivado y no sabe si debe aplazar su informe o proseguir.

Lo animo:

—Sigue.

—La noche del 29 al 30 de enero, un tal Abás Lauer tuvo un infarto cuando lo estaban torturando para su gozo en una habitación del cabaret. Su kinesiterapeuta era Anisa.

—Escucha, buen hombre, me estás empezando a marear de tanto andarte por las ramas. Ve al grano, que es el camino más corto.

No siendo la esquizofrenia de un superior motivo de amotinamiento, Serdj hace de tripas corazón ante mi inconveniencia y explica:

—Abás Lauer era el director del Banco Nacional. Tenía serios problemas. Sus cofres se dolían de un agujero de ciento veinte millones de dólares. Su muerte salió en primera plana. Algunos periódicos llegaron incluso a insinuar la tesis de un asesinato camuflado.

Algo del caso había llegado a mis oídos por entonces. Las historias de malversación de dineros públicos son aquí el pan nuestro de cada día. Desde el famoso soudouq at-tadamoun (fondos de solidaridad) creado al día siguiente de la independencia, hasta el formidable téléthon en beneficio de los hospicios, pasando por el escandaloso asunto de los veintiséis mil millones, se ha convertido en el más mortalmente banal de los sucesos.

Ante mi hastío, Serdj ataja. Con su dedo manchado de tinta, da golpecitos sobre la cabeza de Murad Atti.

—La chica sabía seguramente algo acerca de la muerte de su primo. Quizá se sintió ella misma en peligro o sencillamente se le cruzaron los cables. Es la tercera vez que el tema del Limbos Rojos nos salta a la cara. En mi opinión hay que darle un toque al comisario Din. Era el que llevaba la investigación sobre la muerte de Abás Lauer.

—Din está en el loquero.

—Salió de allí hace un mes. Lo he comprobado. De todos modos, no tenemos otra cosa.

Din me recibe en su miserable apartamento, de protección oficial. Ha pegado un bajonazo de cuidado. Tanto su gordura como su jovialidad se han ido al carajo. Despeinado, con la mirada perdida, hasta el agua se le estancaría en el hueco de las mejillas.

Es un hombre deshecho, vacío, que titubea y se sorbe los mocos: una piltrafa que se diluye en la penumbra de la habitación.

Nuestro reencuentro tiene la frialdad de las confrontaciones. Ni me da la mano ni me sonríe. Tengo la sensación de perturbar un cierto orden. Al sentarme frente a él, no se me ocurre cómo preguntarle por su salud.

Sobre la mesa que nos separa, una botella de alcohol ya casi despachada junto a un cenicero repleto de colillas. A nuestro alrededor todo está manga por hombro: colchones por el suelo, zapatillas tiradas, platos sucios, polvo, mal olor…

Din se remanga primero el pijama para rascarse la pantorrilla. Su pierna tiene un color blancuzco insano. Después, tanteando con la mano, recoge un paquete de cigarrillos del suelo.

—¿Has recuperado tu entusiasmo de locomotora?

—Así no me llega el aliento de los demás fumadores. Lo siento, no tengo café para ofrecerte.

—No es grave. ¿Tus hijos no andan por aquí?

—No me gusta verlos gandulear al alcance de mis resacas. Los he despachado a Orán.

Asiento con la cabeza.

Todos estamos cruzando zonas de turbulencia.

Hace caso omiso del apóstrofe.

Su voz avinada repite:

—Zonas de turbulencia.

Se repantiga en su sillón desgastado, se distrae haciendo aros con el humo. Durante un instante aflora una sonrisa tonta bajo su bigote. Súbitamente, frunce el ceño como si acabara de percatarse de mi presencia.

—¿Para qué has venido, Llob?

—¿Tienes prisa de que ahueque el ala?

—No se te puede ocultar nada.

Me levanto, voy hacia la ventana.

Fuera, Argel se desinteresa del Mediterráneo. Dislocado sobre sus colinas, mira fijamente al sol, como un corral siniestrado, un grano de maíz inaccesible. Se ven unos barcos anclados en la bahía, taciturnos y desconfiados. Las orillas del país han dejado de ser lo que eran.

Abajo, en la plazoleta embarrancada de la barriada, dos chavales se están cargando el retrovisor de mi Zastava. Un tercero da botes sobre el coche y se desliza sobre el capó partiéndose de risa.

—¿Para qué has venido?

Me doy la vuelta.

Din enciende otro pitillo con la colilla del anterior. Las manos le temblequean. Parece una abuelita colocándose la dentadura postiza.

—Es por lo de Los Limbos.

—Yo ya no estoy en el ajo.

—Yo sí.

Contempla su cigarrillo, se pierde por un segundo en sus obsesiones.

—Es un campo de tiro, Llob. Hay demasiados francotiradores.

—¿Por eso te has rajado?

—Tengo cincuenta y dos tacos, ocho bocas que alimentar y ni un puto duro ahorrado.

—¿Te han amenazado?

Echa la cabeza hacia atrás y suelta una risita enfermiza.

—A los pringados no se les amenaza. Se les manda un par de niñatos más jóvenes que sus hijos, y asunto resuelto.

—¿Quiénes?

—Eso es problema tuyo. Yo ya he colgado las botas. Me levanto cuando quiero, duermo cuando tengo ganas, y aunque no pongo a diario los pies en la calle, tengo el consuelo de no confundir mi sombra con un terrorista.

Aplasta hoscamente su colilla en el cenicero. Se agarra las manos, las abate sobre sus rodillas. Durante unos minutos, asisto a unas curiosas pantomimas. Luego recupera algo de lucidez, se relaja.

—Esa gente tiene menos escrúpulos que un picapedrero —dice entre dientes—. Allá donde se te olvide un dedo, allá donde pongas inoportunamente el pie, y ni siquiera te des cuenta de la gravedad de tu imprudencia, te recogerán con cucharilla. Tienen a gente por todas partes, en la administración, entre tus colegas, en tu armario… Te aplastarán como a una mosca.

Se frota el índice contra el pulgar, en gesto místico.

—Así, sólo con dos dedos. Y luego, dejas de estar ahí. Esfumado, desintegrado… Debes de preguntarte por qué no me quedé una temporadita más con los majaras. Pues tienes razón. Hay que estar mal de la olla para atreverse a remover la mierda de los dioses.

Busca a su alrededor, alelado, con una perla en la punta de la nariz. Su paquete de tabaco está vacío. Lo arruga de un apretón fulminante y lo lanza contra la pared.

El poli del que me sentía orgulloso sólo me inspira una turbadora compasión.

Regreso a la ventana por si le sirve de alivio. El barrio se oculta tras esos edificios sórdidos, vergonzantes y asustadizos a un tiempo. Los tres chavales la han tomado con otro coche.

—¿No te queda por ahí un resto de informe?

—No tendrás ni una simple hoja. Si te empeñas en jugarte tu puto pellejo de gilipollas, no será con mi bendición.

—Tengo nombres en mi despacho. Tengo que ir relacionándolos.

—No te molestes. Yo ya no tengo nada que ver con eso. Ahora, lárgate de aquí. Es la hora de mis pastillas.

No insisto.

Me alcanza en el rellano.

—Hay demasiados chanchullos, Llob. No das la talla. Los Limbos es un campo minado. Esa gente tiene todos los cabos atados. No saben retroceder, ni vacilar, y no hacen concesiones. Piénsatelo bien, nadie te obliga. Hay que poner cada cosa en su sitio. Hay asuntos que se tratan, y otros que se evitan como la peste.

—Cumplo con mi curro. Si a mitad de camino se pierde el control, son los riesgos del oficio.

Me amenaza con un dedo tembloroso.

—Quedas avisado.

—Deja de fumar, Din, pero sobre todo deja de beber.