XI
La noche se oculta en su negrura. La ciudad se parapeta tras sus puertas cocheras. Los ruidos se callan y el silencio se escucha a sí mismo. Vivimos un tiempo como para prohibirse respirar. ¡Estamos en guerra, joder! A ver si aprendemos a respetar.
Un cochazo refulge en la esquina de la calle. Ancho como un imperio. Está tan lustroso que casi flamea a la luz de las farolas.
Se detiene delante de nosotros. Se abre una puerta, y es como si la montaña pariera un ratón. A pesar de su esmoquin y de su puro de veinte centímetros, el nabab podía haber pasado tranquilamente bajo el chasis sin agacharse, pero, celoso de su altura social, se molesta en dar la vuelta a su Mercedes.
Ewegh y yo estamos de pie apoyados contra nuestra carreta, cruzados de brazos. El enano nos mira cual guardián del templo al descubrir una cagarruta sobre el altar sacrificial, se detiene en la corpulencia del tergui y ladea los labios.
—¿Es suya esta tanqueta?
—No es una tanqueta.
—Pues esto tampoco es un campo de tiro.
Aparto mi chaqueta de pringado para que vea la placa de poli.
—¿Es usted Abderrahmán Kaak?
—Don Abderrahmán Kaak, dueño de los hoteles Raha, director general de Afak-Import-Export, presidente de DZ-Turismo. ¿Qué quieren de mí?
Su aliento aguardentoso me incendia las pupilas y su engreimiento, las tripas.
—Tenemos unas preguntas que hacerle.
—¿A santo de qué?
—Quizá charlemos mejor dentro.
—Mala suerte. He perdido las llaves.
Digo a Ewegh:
—El señor ha perdido sus llaves.
Ewegh asiente con la cabeza, sube la escalinata y echa abajo de una patada la puerta del chalé. El enano se estremece, disgustado. Se le cae el puro y se le pone la cara gris. Estoy seguro de que si hubiéramos dado una patada en el culo a su propio padre no se habría descompuesto tanto.
—¡Pero bueno!, esta puerta es una obra de arte. ¿De dónde coño salís vosotros? Esta puerta me ha costado un ojo de la cara.
Digo a Ewegh:
—Le ha costado un ojo de la cara.
—Nos conformaremos con lo demás.
El ácaro mira a diestra y siniestra, loco de rabia. Su pajarita pega botes bajo su barbilla.
—Estáis chalados.
—Entremos, señor Kaak. Más vale que nos las veamos con los oídos de las paredes que con los satélites.
Nos mira verticalmente y refunfuña:
—Para ser de la policía, sois decepcionantes. Vuestros modales no tienen nada que envidiar a los de los delincuentes.
Lo llevamos a empellones hasta un salón dos veces más grande que mi piso. Nos señala con gesto despectivo unos sofás, se pone de puntillas para posar medio culo sobre el brazo de un sillón y apoya sus manos de muñeca sobre sus caderas.
—Dense prisa, tengo que tomar un baño.
Ewegh se queda de pie en el hueco de la puerta, inexpresivo como un leño.
Contemplo los cuadros y los armarios que atestan la galería. Las fortunas espurias lo amontonan todo y no montan nada.
—Las malas lenguas cuentan que Ben Uda y usted estaban muy unidos.
—Es verdad.
—No entienden por qué no asistió usted a su entierro.
—Me estaban tratando un tumor en París.
—Las malas lenguas añaden que era usted prácticamente su confidente.
—Exacto.
—Seguramente debió contarle que estaba amenazado.
Se lleva un dedo a la mejilla, a la manera del Pensador, rumia un instante y se levanta.
—Inspector…
—Comisario…
—Pues comisario, las malas lenguas hablan mucho, pero desgraciadamente no explican gran cosa. Supongo que ésa no es su vocación. Ben Uda no estaba del todo en sus cabales en los últimos tiempos. Se dedicó por entero a montar un negocio. Invirtió en él todos sus recursos, incluidos los mentales. La quiebra se lo llevó todo por delante. Estaba convencido de que lo habían embaucado. Era un diplomático fuera de serie, pero no tenía ni idea de negocios. Se negaba a admitir su ruina financiera y pretendía que sus socios cargaran con el mochuelo. Estaba irreconocible.
—Normal, estaba decepcionado. Sus colegas lo habían dejado en la estacada.
—Eso es falso. Ben se tomó muy mal el asunto. Veía enemigos a 360 grados.
—¿Ésa es la razón por la que intentaba vengarse?
—¿Perdón?
—Ben pensaba escribir un libro comprometedor.
Abderrahmán Kaak se sienta ahora sobre una mesa de cristal, frente a mí. Parece relajado.
—Sólo pretendía predicar el infundio, comisario. Iba tras periodistas y escritores para hacerles creer que tenía en su poder el documento del siglo. En lugar de asumir su torpeza en materia de inversiones, desacreditaba a todos aquellos que habían tenido éxito ahí donde él había fracasado.
—Sin embargo, alguien se asustó. Prueba de ello es que se lo han cargado y que han destripado su caja de caudales.
El gnomo no se inmuta ni un pelo. Me mira con cara de guasa, junta el pulgar con el índice y resopla dentro:
—Se estaba tirando un farol…
—En cambio, el profesor Abad sí lo creía. Había aceptado incluso colaborar con él.
—Al principio, yo también me lo tragué. Le dije que me lo enseñara, pero Ben se las apañaba para escaquearse. Acabé dándome cuenta de que no había nada que ver. Ben jamás me había ocultado nada.
Le pongo delante una ficha de cartón sobre la que había copiado, en letras mayúsculas, «HIV».
Lee sin estremecerse, junta los labios hacia adelante y me suelta:
—No sé dónde se habrá usted topado con esas iniciales, comisario, como tampoco sé adónde piensa llegar con ellas.
—Me las encontré sobre un escalón, al lado del cuerpo del profesor Abad.
—Ni idea de lo que significan.
—¿Ni la menor idea?
—Lo siento.
Ya en el coche, mientras bajamos hacia Bab El Ued, pregunto a Ewegh qué opina sobre la colaboración del nabab. El tergui hace sólo un gesto con la punta de los labios:
—Se ha estudiado bien la lección.
—Eso mismo me parece a mí.
—Voy a tener que volver a hacer mis abluciones —se queja Lino sentándose de lado en la esquina de la mesa—. Kaak es un vertedero ambulante.
Como su metáfora no me choca lo más mínimo, se limpia las manos sobre las rodillas y añade:
—He mirado con lupa mis archivos. Su historial chorrea mierda. En el 76, curra de taquillero en un cine de barrio. Se larga con la caja. Le cae un año. En el 81 monta una pequeña empresa de reparación de televisores a domicilio. Le cae otro año por robo en domicilios. En el 85 es agente oficial de la Sonacome. Lo detienen por tráfico de piezas sueltas. Caso sobreseído. En el 89 es gerente del Raha, un hotel de la Cornisa. Lo detienen por intento de corrupción. Caso sobreseído. En el 91 monta Afak-Import-Export. Lo detienen por importación de mercancía averiada. Caso sobreseído. En el 93 su sociedad Raha posee cinco hoteles, tres restaurantes de cinco estrellas y tres de comidas rápidas.
—¿Y todo eso lo ha montado con la caja del cine?
—Nanay. Su maná celestial se remonta al 83. Se topó con un tal Dahmán Faíd. Le hace de testaferro.
—¿Bagaje intelectual?
—No sabría distinguir un anuncio televisivo de un avance informativo.
—Pues eso no me aclara cómo se hizo amigo de Ben Uda.
—El diplomático frecuentaba los hoteles Raha. Por entonces los mozos no sólo llevaban las maletas.
Con mi regla de madera expulso la nalga del teniente fuera de mi mesa pues ya está empezando a hacerme sombra. Lino cae en el sillón y su cabeza medio desaparece tras el teléfono.
—Tiene que saber un montón de cosas, comi. No hay que despegarse de él.
Echo la cabeza contra el respaldo y pongo los pies sobre la mesa. Las grietas del techo me desconcentran. Cierro los ojos para pensar.
Por la tarde regreso a casa de Abderrahmán Kaak. No sólo ha reparado la puerta sino que se apresura en apartarla de nuestra vista cuando aparcamos ante su verja.
—¿Se le ha olvidado algo, comisario?
—Puede ser.
—Espero visita.
—¿Una enana?
—Alguien mucho más grande.
—No veo su escalerilla.
Hasta los ojos se le ponen rojos.
—Conmigo no juegue a eso, comisario. Conozco mis derechos y sus límites. Si no tiene orden judicial, lárguese.
—No se necesita orden cuando se tiene una tanqueta.
Se le hinchan las mejillas y retrocede.
—¿Será esto posible? ¿En qué jodido país vivimos? —masculla abriéndonos camino.
—Las malas lenguas no han quedado convencidas de su colaboración, señor Kaak. Yo tampoco. Le voy a dar mi versión de los hechos y usted me corrige si me equivoco: Ben Uda no faroleaba. Estuve con él unos días antes de su muerte. No daba la impresión de estar divagando. Por supuesto que dio con algo gordo. Un disquete. Su problema es que no sabía guardar un secreto. Fue en busca de su gran confidente y así se metió en follones.
Ahí sí se estremece y da botes Abderrahmán Kaak. Se le crispan la mandíbula y los puños. Mira fija y alternativamente a Lino y a Ewegh, da un paso y me clava un dedo en el ombligo.
—Salga de aquí, comisario. Ya estoy harto de verle.
—Señor Kaak, alguien que miente debe tener una razón para ello. Lo he comprobado. Usted no estuvo en París, ni para tratarse un tumor ni para comprarse zapatos de tacón. No fue usted al entierro de su amiguete porque estimó que no era digno de ello… Usted fue quien lo traicionó.
—Está usted chocheando, comisario. Ben era mi mejor amigo.
—¿Y qué es para usted la amistad, señor Kaak? ¿Una beata complicidad de sarasa en una habitación rosa? ¿Un juego de acertijos cuando no se tiene nada mejor que hacer?… Ben Uda dejó de ser su coleguilla cuando empezó a meter sus narices en su turbio pesebre. Quizá no sospechara que estuviera tan podrido como los demás, que al amenazar al tiburón se compromete igualmente el porvenir de los peces parasitarios.
—¡Le digo que se vaya!
—¿Qué ocurre? —nos sorprende una voz perentoria—. Se les oye desde la calle.
Dahmán Faíd está en el vestíbulo, rodeado de su pelirrojo y de otros dos gorilas tan feos que cualquiera diría que acaban de bajar de su árbol. Cae sobre el salón un silencio gélido. Fulmino a mis hombres con la mirada por haberse dejado sorprender y me doy enteramente la vuelta hacia el millonario.
—¡Hombre, Colombo! ¿Qué hace usted tan lejos de su gueto?
—Tomando el aire.
—Pues vaya también tomando el camino. Esto es una zona residencial. Aquí, las disputas de familia y los follones están fuera de lugar. La gente del barrio se ha apartado de los ambientes de zoquito y de la promiscuidad.
Abderrahmán está aliviado. Me aparta y acude hacia su redentor. El millonario lo repele con la mirada y, con el dedo, lo intima a que se quede tranquilo.
—Eso de brutalizar a los ciudadanos honrados es una tontería, comisario. La policía tiene cosas mejores que hacer. Les pagan para que nos libre del integrismo. En lugar de jugar a los forzudos de feria, debería andar correteando tras los maquis… Y ahora perdónenos pero el señor Abderrahmán y yo tenemos trabajo.
No sé por qué, de repente, todas las palabras me fallan.
Dahmán da vueltas y vueltas a su rosario alrededor del dedo, con una sonrisa voraz y la mirada vidriosa. Tras él, sus esbirros piafan, atentos a la menor señal para comernos crudos.
Le digo:
—¿A quién piensa usted engañar con su rosario, señor Faíd?
—A mis ganas de patearle.
—Eso ya es historia pasada. Mire por esta ventana. El mundo está cambiando muy rápidamente. La ley renace como el ave fénix. Como me suelte otra chulería lo enchirono como si fuera un vulgar macarra.
El pelirrojo esboza un gesto que Ewegh estaba esperando. Su puño lírico se dispara. Me parece que, cuando se trata de sacudir, no hay amarra en el mundo capaz de retenerle. Lo primero que se cree el pelirrojo es que ha colisionado en la autopista, luego cae en la cuenta de que no es eso y se desploma como un cortinón. Los dos gorilas detienen sus manos a dos milímetros de sus armas, horrorizados por el cañón que les propone un Lino absolutamente pasmoso.
Dahmán Faíd suelta una risotada, para nada impresionado.
Me arrimo para retarle de cerca:
—Usted ya es sólo un tumor benigno, señor Faíd.
—Su laboratorio tiene fallos.
—No lo creo. Otra cosa: detesto a los falsos devotos.
—¿Mi rosario le da problemas?
—Por supuesto.
Le da otra vuelta alrededor del dedo. Se le acentúa el rictus.
—Le aseguro que tengo fe.
Hago una señal con la cabeza para que me sigan mis hombres.
Dahmán Faíd me persigue con su sarcasmo:
—¡Eh, Colombo!, ¿por qué se niega a creerme? Tengo fe, tan auténtica como mi rosario. Díselo, Abder, dile que tengo fe —suelta una risa gargantuesca—. Colombo, no es Dios el que hace al hombre a su imagen y semejanza. La naturaleza hace que cada cual encarne a su propio dios. Poco importa que el mío tenga una barba de varios años-luz o espantosos cuernos en la frente. Lo importante es tenerle fe… ¡Eh, Colombo!…
Regreso hacia él, consciente de todos mis movimientos, ungido con cada gota de sudor de mi frente. Siento como si volviera treinta años atrás, como si reanudara con eso que nacía en mi pecho a base de eslóganes y que tanto me alentaba entonces, cuando al amanecer me disponía a conquistar el mundo. De una tacada, los espíritus malignos se desmoronan, su omnipotencia se desvanece; y sólo queda tras ellos la satisfacción por haber asimilado debidamente una lección.
Dahmán Faíd comprende que me he crecido. Hace un imperceptible gesto de disgusto, y sólo por esa pequeña flaqueza le declaro:
—Si berrea usted así, Dahmán Faíd, eso demuestra que, al fin y al cabo, sea cual sea el dios que encarna, está usted tan vacío por dentro como una gaita.
La nuez se le sube hasta la barbilla. Acoso su mirada, la cazo cuando regresa para intimidarme. Nuestros alientos se mezclan. El polvo de las ventanas rechina.
Doy media vuelta y me voy, por una vez en mi vida convencido de haberle dado un tironazo de cola al Diablo sin equivocarme de lado.