PRÓLOGO

Miguel Cereceda

Biografía

William Hogarth nació en Londres el 10 de noviembre de 1697. Hijo de un maestro de latines y gerente de una coffe-house, recibió a pesar de ello una educación un poco deficiente, debido a las necesidades económicas de la familia. Cuando tenía siete años, su padre fue enviado a la cárcel por deudas. Por eso le mandó muy pronto su familia a trabajar con un orfebre, grabador de escudos nobiliarios. Será precisamente en este arte del grabado en el que empieza a mostrar el joven Hogarth sus aptitudes como dibujante, al tener que trazar arabescos y ornamentos heráldicos sobre platos, armas y otros objetos de producción semi-industrial. Poco después se establece por su cuenta y realiza trabajos como grabador de libros en la década de 1720. Su interés por la pintura le llevó a la academia de Sir James Thornhill, pintor de cámara del Rey, del que no sólo aprendió las técnicas de la pintura al óleo y al fresco, sino que también se convirtió en su yerno, bien qué a pesar de la voluntad de Sir James, raptando a su hija y casándose con ella en 1729.

En su Painting in Britain 1530 to 1790[1] Ellis Waterhouse hace una divertida valoración de la ambiciosa biografía de Hogarth tal como él se la pintaba a sí mismo, en las constantes campañas publicitarias que hacía acerca de su propio trabajo, para difundir y vender sus grabados. Gracias a ellas Hogarth llega a ser considerado en muchas historias de la pintura como «el padre de la pintura británica», lo que es, ciertamente, un poco exagerado. Según Waterhouse, la ambición fundamental de Hogarth fue la de llegar a emular a Thornhill y llegar a sustituirle. Por eso comienza su carrera casándose con su hija y la continúa defendiendo posiciones fuertemente nacionalistas en pintura (posiciones que habían desempeñado un importante papel en el éxito de Thornhill, como pintor de cámara del Rey) y atacando a los viejos maestros italianos.

La muerte de su suegro le llevó a intentar la pintura historicista, aunque no consiguió para ello ningún encargo, por lo que se volvió hacia su verdadera fuente de ingresos que eran el grabado y el retrato de tamaño natural. Por desgracia para él, tampoco triunfó específicamente como retratista, pues sus retratos no podían ocultar nunca un cierto impulso, caricaturesco, que desagradaba a los comitentes.

Pero si es un poco exagerado hacer de William Hogarth el padre de la pintura inglesa, no lo es sin embargo el considerarle como uno de los primeros en exigir una mejor valoración del arte inglés, pues el hecho es que la Inglaterra de mediados del s. XVIII estaba casi por completo dominada por pintores extranjeros.

Pocos pintores de origen inglés habían alcanzado alguna notoriedad: algunos retratistas como William Dobson (1610-1646), John Riley (1646-1691), Jonathan Richardson (1666-1745) y el suegro de Hogarth, James Thornhill (1675-1734). Por el contrario, desde el s. XVI numerosos pintores extranjeros habían alcanzado gran popularidad en Inglaterra, y algunos se habían establecido allí definitivamente. Bástenos citar a los más importantes. En 1526 llega Hans Holbein a landres y se convierte en el pintor favorito de Enrique VIII, permaneciendo en esta misma ciudad hasta su muerte en 1541. Rubens, que en 1629 vino en una embajada, decoró para Jacobo I la Sala de Banquetes del Whitehall Palace. Después Van Dyck, quien ya había estado en Inglaterra en 1620, volvió en 1632 para establecerse definitivamente en Londres, donde murió en 1641. Van Dyck desarrolló el gusto por la pintura entre la aristocracia inglesa y formó a numerosos discípulos, por lo que también se le ha llamado el padre del arte inglés. Durante la vida del propio Hogarth, Van Loo llegó de Francia en 1737, conquistando de inmediato al público inglés, mientras que el veneciano Canaletto, residiendo en Inglaterra a mediados del s. XVIII, alcanzaba un éxito triunfal[2].

Por ello no es de extrañar el que William Hogarth se hiciese impulsor de una cierta concepción nacional de la pintura, que pretendía desterrar no sólo el dominio extranjero, sino sobre todo, la perniciosa influencia del italianismo. Esto es lo que ha podido hacer de Hogarth una especie de padre de la pintura inglesa.

Aunque tal vez su nacionalismo pictórico, o su reivindicación de una pintura nacional inglesa, tenga más que ver con la introducción de una cierta actitud iconoclasta de origen anglicano, en el sentido sugerido por Ronald Paulson en su Breaking and Remaking. Aesthetic Practiee in England, 1700-1820[3]. En este libro se sugiere una interpretación general de la obra de Hogarth a partir de la reacción iconoclasta puritana del s. XVI, según la cual en su obra se pueden advertir dos tipos de crítica iconoclasta: por una parte, a la idolatría católica, con su culto a las imágenes y a los santos y, por otra, a la idolatría del culto a la mujer, tal como se advierte en sus series de grabados satírico-moralizantes. Las palabras de Calvino, «si es intolerable la representación corporal de Dios, aún más intolerable ha de ser el culto de tales representaciones en lugar de a Dios, o el culto a Dios en ellas», parecían tener todavía plena vigencia en la Inglaterra del s. XVIII. «Las únicas cosas que, en consecuencia, deben pintarse o esculpirse —afirma Calvino—, son cosas que pueden presentarse ante la vista… Las representaciones visibles son de dos clases, a saber: históricas, que representan acontecimientos, y pictóricas, que únicamente muestran formas corporales y figuras. Las primeras sirven para la admonición y la instrucción, y las últimas, por lo que a mí se me alcanza, son tan sólo adecuadas para la diversión»[4].

La consecuencia de esto fue una especie de realismo sacramental que redujo las representaciones pictóricas de los siglos diecisiete y dieciocho en Inglaterra a la representación de retratos, paisajes, naturalezas muertas y a la historia local y contemporánea. Este realismo sacramental encontró en William Hogarth a su portavoz. De ahí algunas características importantes de su pintura, como por ejemplo, el carácter satírico-moralizante o sus mordaces críticas a determinados tipos de pintura religiosa[5]. En este contexto también se debe situar su doble reacción contra los connoisseurs y su simpatía por los autores satíricos de su tiempo: especialmente su amistad con Fielding y su admiración por Jonathan Swift.

La relación de William Hogarth con la literatura satírico moralizante de su tiempo —y en particular con Fielding y Swift— ha sido brillantemente estudiada por Frederick Antal en un trabajo sobre las intenciones moralistas de su arte, en el que no sólo se muestra la influencia que recibió la obra de Hogarth de las novelas satíricas y de los panfletos reformistas de éstos, sino también la influencia que ejerció sobre la obra literaria del propio Fielding, que era unos diez años más joven que Hogarth. «Esta relación —afirma Antal— es casi única. No ha habido, según creo, en la vida cultural inglesa ninguna otra tan íntima y tan importante entre un gran pintor y un gran escritor (ni siquiera la que hubo entre Reynolds, y el Dr. Johnson). Tan consciente era Fielding de esta relación que en Tom Jones, obra maestra del realismo psicológico, se sirvió de algunos personajes de los ciclos de Hogarth, con el fin de darle a sus caracteres mayor verismo y hondura, tina mayor relevancia y un fundamento visual con el que estaban familiarizados todos sus lectores. Por su parte Hogarth ilustró obras de Fielding y dio expresión pictórica a sus opiniones sociales»[6].

Pues lo cierro es que su Análisis de la Belleza se muestra más preocupado por elaborar una doctrina artística de la belleza, contra las doctrinas dominantes de la belleza moral, que de hacer crítica satírica o moralizante. En este sentido, la tarea que emprende el libro de William Hogarth es doble: por un parte someter a crítica rodas aquellas doctrinas de la belleza, como las de Shatesbury y su discípulo Hutcheson, que llegaron a ser tan populares en su tiempo y que consideraban el problema de la belleza más desde el punto de vista moral que desde el punto de vista plástico o artístico; y por otra, desacreditar todas aquellas doctrinas compositivas de la belleza que pretendían reducir la composición armoniosa a rígidos esquemas matemáticos de proporción.

Así, ya desde el Prefacio muestra William Hogarth claramente sus intenciones: remitir el problema del análisis de la belleza al ámbito puramente estético y artístico, separándolo de las cuestiones morales. Con ello trataba de distanciarse de la principal corriente de investigación de la belleza en la Inglaterra de su época: fundamentalmente la iniciada por el discípulo de Locke, Anthony Ashley Cooper, Conde de Shaftesbury (1671-1713), quien en cierto modo elaboró toda su doctrina filosófica —un platonismo de nuevo cuño— para criticar las consecuencias materialistas del pensamiento de Thomas Hobbes y de su discípulo Bernard de Mandeville. Por eso su doctrina de la belleza estaba más bien interesada en dar un soporte a su crítica moral, que en buscar un fundamento para la comprensión de la belleza de las obras de arte. Las ideas de Shaftesbury fueron sistematizadas y difundidas por Francis Hutcheson en su Inquiry into the Original of our Ideas of Beauty and Virtue (Londres, 1725), en la que defendía la existencia de un sentimiento moral, de tipo estético, que nos llevaba a percibir intuitivamente lo bueno y lo malo, en el mismo sentido en que percibimos lo bello y lo feo.

La gramática del arte

Por eso es por lo que Hogarth reivindica en primer lugar, para entrar a discutir el problema de la belleza, un conocimiento práctico de la pintura, pues considera que esta cuestión no ha sido nunca correctamente tratada por los filósofos, ni mucho menos por los meros aficionados a la pintura. Aunque esto le plantea un nuevo problema: cómo es posible que, precisamente aquellos que se han dedicado explícitamente al arte de la pintura, no nos hayan proporcionado las reglas o los criterios de la belleza.

Hogarth sugiere que elfo se debe en parte a que se han reducido a imitar las bellezas de la naturaleza y de los modelos clásicos, sin hacer una investigación específica por su cuenta. Por tanto, lo que él está buscando son los criterios formales de la belleza o, como se dice en la Introducción: «los principios de la naturaleza por los que llamamos bellas a las formas de ciertos cuerpos y feas a las de otros (…), haciendo una consideración mucho más minuciosa de lo que hasta ahora se ha hecho de la naturaleza y diferentes combinaciones de las líneas, que hacen surgir en la mente las ideas de toda la variedad de formas imaginable»[7]. Es decir, lo que Hogarth se propone es una especie de «gramática de la belleza», según el proyecto por él alumbrado en su juventud de descubrir la gramática del arte, esto es, una especie de alfabeto de los elementos constitutivos de la belleza. Lo que él se propuso fue:

en lugar de copiar líneas, internar leer el lenguaje y, si fuese posible, descubrir la gramática del arte, recogiendo las diversas observaciones que había hecho e internando posteriormente ver sobre el lienzo hasta qué punto mi método me permitiría combinarlas y llevarlas a la práctica. Con esta intención, consideré de qué diversos modos y a qué diversos fines podría aplicar la memoria, y encontré uno que se adecuaba bastante bien a mi situación y a mi carácter perezoso. Por ello establecí como axioma que, quien de algún modo pudiera adquirir y conservar en la memoria la idea perfecta de los temas que se propusiese dibujar, tendría un conocimiento de la figura humana tan distinto, como el que un hombre que sabe escribir puede tener de las veinticuatro letras del alfabeto y de sus infinitas combinaciones (¿pues no se trata de líneas en ambos casos?) y sería en consecuencia un dibujante irreprochable. Me esforcé por ello en acostumbrarme al ejercicio de una especie de memoria técnica, y repitiendo mentalmente las partes de las que se componían los objetos, fui poco a poco capaz de reproducirlas y de combinarlas con mi lápiz[8].

De ahí el que su obra se titule precisamente Análisis, como si de un análisis gramatical se tratase, y no Investigación o Ensayo, como muchos de los trabajos sobre la belleza de la Inglaterra del s. XVIII. Por ello Hogarth sugiere en el Análisis de la belleza que no sólo es posible establecer las reglas de la gramática del arte, sino también las normas del buen gusto. Esta gramática del arte es la que permitiría reducir las normas de la composición a una serie de líneas, líneas que son consideradas precisamente por este motivo desde el pinito de vista de su valor compositivo. Así se considera, por ejemplo la dudosa belleza de las líneas rectas y de las líneas simples en general (curvas simples o circunferencias), frente a la belleza superior de las líneas compuestas. Este es el origen de su célebre teoría de las líneas de la gracia y la belleza: las líneas serpentina y ondulante, que arrastran al ojo a tina especie de excitante cacería o persecución, lo cual produce en nuestra mente —en su opinión— un efecto muy placentero. La línea de la belleza parece así desempeñar un papel central dentro de la gramática del arte que constituye esta teoría de la composición, aunque en realidad, de lo que se trata en último término es de los distintos elementos que deben formar parte de una obra bellamente compuesta, y por ello el propio Hogarth insiste en que «esta línea es solamente una parte de su sistema»[9]. Y lo cierto es que tampoco él parece haber hecho demasiado uso de sus teorías en la propia composición de sus cuadros. Por el contrario, lo que a él parece importarle más bien es el hecho de que sus cuadros puedan ser leídos[10]. Y en este sentido también es importante su preocupación por la gramática del arte. De hecho sus cuadros se leen como historias, pero también como obras de teatro, como cuadros escénicos en una secuencia. El mismo insistió en sus notas autobiográficas en que éste era el modo en que quería que sus cuadros fuesen interpretados:

Por ello reorienté mis consideraciones de un modo todavía más nuevo, a saber, hacia la pintura de remas morales, terreno todavía no explorado en ningún otro país, ni en ninguna otra época anterior… Deseaba componer mis cuadros sobre el lienzo, de modo semejante a las representaciones teatrales, y aún más, deseo que sean sometidos a las mismas pruebas y juzgados con los mismos criterios[11].

Sin embargo, la utilidad de su teoría de la belleza para la interpretación de su propia obra es dudosa. Las estructuras compositivas de sus cuadros están frecuentemente copiadas de aquellos extranjeros a los que critica. Y no parece tampoco que su obra gráfica y pictórica esté particularmente preocupada por el desarrollo de una estructura compositiva sinuosa, tanto como por la plasticidad y el equilibrio cromático. «Mientras que el sistema nemotécnico y su teoría de la belleza son esencialmente lineales —ha escrito David Bidman en una monografía sobre la obra de Hogarth—, su modo de pintar no lo es en absoluto»[12]. En realidad tampoco sus cuadros están tan preocupados por los problemas estéticos, sino más bien por su interpretación moralizante, por eso les es esencial que puedan ser leí­ dos, casi como en la vieja tradición escolástica que exigía de las imágenes que fuesen «tam quam literatura illiteratos».

En este mismo sentido se sirve también de las figuras que aparecen en los dos grabados que preceden a su Análisis de la belleza, evidentemente no como modelos en sí mismos de belleza, para ejemplificar sus demostraciones. Estos dos grabados llaman bastante nuestra atención por su estrafalaria agrupación de elementos aparentemente sin sentido. Allí vemos en primer lugar el patio del taller de un escultor, con reproducíosles de esculturas clásicas y modernas, las más importantes de las cuales eran habitualmente citadas en el s. XVIII como modelos de la belleza clásica: el Hércules Farnesio, el Apolo del Belvedere, el Laocoonte Vaticano o el Antinoo, todos ellos presididos por una estatua de Venus, que se encuentra en el centro, como alegoría misma de la belleza. Esta lámina central aparece rodeada de cosas aparentemente disparatadas y sin sentido, tales como corsets, candelabros, patas de taburetes o distintas caricaturas. La segunda lámina nos presenta de modo burlesco las actitudes de distintos personajes bailando una contradanza, también rodeada de distintos dibujitos, que le servirá a Hogarth para poder ejemplificar en cada caso sus afirmaciones. Pero, mientras que la primera lámina representa fundamentalmente obras de arte, la segunda nos presenta un conjunto de personas bailando de un modo poco idealizado. Lo que nos sugiere algo que para el propio Análisis de la belleza es importante, y es el hecho de que sus principios puedan ser aplicados indistintamente tanto al arte como a la vida, y que una doctrina de la belleza consecuente ha de tener igual aplicación para el vestido, la compostura y el peinado, como para la arquitectura, la escultura y la pintura.

Ronald Paulson, que es en último término uno de los estudiosos más sistemáticos de la obra de Hogarth, ha insistido sobre este doble carácter del Análisis de la belleza:

La intención de Hogarth en su Análisis de la belleza era extender la estética. 1.— desde la antigua escultura griega a la moderna mujer londinense (de los dioses y diosas a los hombres contemporáneos); 2.— desde la naturaleza a los utensilios corrientes, tales como los corsets que aparecen en el margen de sus grabados del Análisis, y 3.— en un sentido más general, desde la idea al trabajo y a la obra. Estos objetos hechos para el consumo general, lugares comunes en la experiencia de cualquier londinense, eran exactamente repetibles y destinados a una distribución en masa, al igual que sus grabados[13].

De aquí el hecho de que Hogarth se empeñe constantemente en mostrar la aplicación de sus principios a la vida cotidiana, pero también y sobre todo a la fabricación de esos objetos de producción semi-artesanal o semi-industrial, como los muebles, los corsers o los candelabros. Lo que si no hace de William Hogarth el padre de la pintura inglesa, sí que hace desde luego de él el primer teórico del diseño moderno, tal como sugiere Stephen Bayley en la Guía Conran del Diseño:

Significativamente eligió para la portada de su libro una reproducción del taller de John Cheere en Hyde Park Corner, en el que se hacían copias de plomo de esculturas griegas y romanas, para atender la creciente demanda de las clases medias. Los compradores que no podían permitirse el lujo de hacer el Grand Tour, para comprar auténticas antigüedades a los milordi, querían, sin embargo demostrar que eran gente distinguida y de buen gusto. Estas reproducciones de estatuas clásicas se encuentran entre los primeros signos del gusto del mundo moderno. Son signos de una época en que se produjo el encuentro del arte y la industria, y en la que los fabricantes y los artistas, al comenzar la producción en serie, adquirieron plena consciencia de los problemas de estilo y del significado de lo que estaban haciendo. Eslc acontecimiento es de crucial importancia, porque la introducción del elemento artístico y cultural en la industria supuso el comienzo del diseño, y señaló el inicio del proceso que haría desaparecer de la vida económica al humilde artesano[14].

Por todo ello Hogarth se muestra muy interesado en señalar que el punto de vista desde el cual pretende considerar el tema de la belleza no es tanto el de los entendidos en materia de arte, ni el de los profesionales de la filosofía, sino más bien el punto de vista más corriente de la experiencia cotidiana.

Contra los prejuicios

Por ello exige también William Hogarth una actitud empirista y desprejuiciada, casi en sentido baconiano, de aprender a mirar con los propios ojos, deshaciéndose de los prejuicios de la educación y de la cultura. De ahí su desprecio hacia los connoisseurs, los aficionados o entendidos en bellas artes, cuyo gusto estaba deformado, en su opinión, precisamente por su interés en aprender a distinguir entre los distintos estilos y maneras, en vez de prestar atención a la naturaleza. Y ésta es en efecto, otra característica de su libro, que tal vez valga la pena señalar. El Análisis de la belleza afirma en su subtítulo que se escribió «con el propósito de fijar las fluctuantes ideas sobre el gusto». Este propósito parece por tanto querer establecer definitivamente las reglas del buen gusto de modo inmutable: «No hay más que ver —escribe Hogarth— cómo nos acostumbramos poco a poco incluso a una indumentaria desagradable, a medida que se pone de moda, y qué pronto vuelve a desagradarnos cuando la moda pasa y una nueva moda se impone a nuestro espíritu. Así de vago es el gusto, cuando no posee unos principios sólidos a los que atenerse»[15]. Por eso ataca también la diversidad de los distintos estilos en pintura, como prueba de su falta de verdad. «¿Qué son todos esos estilos —se pregunta— famosos por diferir tanto unos de otros, y todos ellos de la naturaleza, sino la prueba evidente de su adhesión inviolable a la falsedad?»[16]. Estos son los prejuicios fundamentales de los aficionados e incluso de los propios pintores. Y por ello, de estos prejuicios es de los que es necesario deshacerse en primer lugar, sí queremos fijar definitivamente el gusto.

Que además haya aprovechado su libro para defender no tanto la pintura inglesa en general, sino sobre codo la pintura de su suegro James Thornhill y la suya propia, de los ataques y de las burlas de sus enemigos, y en particular de los ataques de William Kenr, no hace, sin embargo, del Análisis de la belleza el primer manifiesto por un arte nacional, como algunos han querido ver en él. Es cierto, no obstante, que uno de los motivos que le llevaron a escribir su libro fue precisamente la enemistad contra William Kent y su protector, Lord Burlington, que aunque no eran precisamente italianos, eran los grandes adalides del palladianismo. Este William Kent había sido un compañero de Hogarth y discípulo de Thornhill en su academia, que se jactaba de haber hecho el Grand Tour y de haber podido contemplar directamente la obra de los grandes maestros italianos. Aunque no fue por esto por lo que se enfrentó directamente con Thornhill y con su yerno, sino más bien porque se ofreció a realizar unos trabajos de decoración en el Greenwich Hospital por menos de la mitad de lo que había exigido Thornhill como pintor de cámara del Rey lo que supuso una ofensa para Thornhill. Es, por tanto, en William Kent y en su círculo de italianizantes en quienes se puede señalar a aquellos connoisseurs a los que Hogarth critica tan ásperamente[17].

Hogarth en el contexto de la teoría estética del XVIII

Pero si el Análisis de la belleza es de escasa o de dudosa utilidad para la interpretación de la obra gráfica y pictórica de Hogarth, tampoco tuvo demasiada influencia en la plástica de los artistas contemporáneos. Su repercursión fue sin embargo mayor en la estética europea del XVIII. «El Análisis de la belleza —afirma Eilis Waterhouse— tuvo mayor importancia en la historia de la teoría europea del arte que en la de la pintura inglesa, y tampoco contribuye demasiado a la comprensión del estilo de Hogardi»[18].

Como tratado de estética, se mueve en una tradición que procede de Shaftesbury y Hutcheson, a los que critica indirectamente (probablemente sin haberlos estudiado suficientemente), y que se continúa en Burke, quien manifiesta coincidir plenamente con los análisis de la belleza de Hogarth, pues también la obra de Burke Investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo bello y lo sublime (1757) se propone considerar las ideas de belleza y sublimidad independientemente de su relación con la moralidad, y por eso trata de señalar aquellas cualidades o características objetivas de la belleza, tales como la lisura, la suavidad, la delicadeza del color o la variedad que parecen encontrar su confirmación en el análisis formal de la belleza de William Hogarth. Es por eso por lo que Edmund Burke escribe a propósito de la variedad: «No me place poco ver que puedo reforzar mi teoría en este punto mediante la opinión del muy ingenioso Sr. Hogarth, cuya idea de la línea de la belleza creo extremadamente justa en general»[19].

Por su parte Alexander Gerard, en su Essay on Taste de 1759, en la sección titulada «De los objetos del gusto», aprueba que Hogarth haya mostrado que los mismos principios que valen para explicar la belleza de los objetos más nobles, rigen igualmente la belleza de los objetos humildes.

Pero la influencia del libro de Hogarth no se limitó a Inglaterra. En Francia, Diderot se sirvió de algunos argumentos de Hogarth en sus Salones. Por ejemplo, en su Salón de 1765 toma como propios los ejemplos de belleza propuestos por Hogarth del Hércules Farnesio, y repite literalmente la comparación que éste hace en el Análisis entre el caballo de guerra y el caballo de carreras. Por su parte en Alemania, Lessing saludó la traducción del Análisis que hizo Mylius en 1754, «como una importante luz que esclarecía toda la materia del arte», y en su célebre Laocoonte cita con aprobación y por extenso la consideración que hace Hogarth de la evidente desproporción del Apolo del Belvedere[20].

Por eso no deja de ser curioso el que no haya habido apenas referencia alguna a la obra de Hogarth en la literatura española, y que ni siquiera haya sido traducida. Por ejemplo, en la importante Historia de las ideas estéticas en España (1889) de Menéndez Pelayo, en la que se hace un extenso repaso de las distintas teorías estéticas occidentales a lo largo de la historia, la posición de Hogarth no es reconocida más que marginalmente y ello debido a que —según dice— fue tomado en consideración por Kant para su Crítica del juicio. El único estudioso español que se ocupó de esta obra fue Francisco Mirabent, en su trabajo sobre La estética inglesa del s. XVIII,[21] en el que, si bien se produce una valoración acertada de la obra plástica de Hogart, sin embargo no se hace de su Análisis de la belleza más que un mero resumen bastante literal[22]. Mirabent sugiere además uno de los posibles motivos de que esta obra de Hogarth haya pasado desapercibida entre nosotros, en el excesivo peso de las estéticas alemanas frente a las anglosajonas en nuestro panorama cultural y, particularmente, en la crítica airada a la que, en su opinión, somete Benedetto Croce a las estéticas del empirismo inglés. «Es muy posible —afirma— que la Estética de Croce haya influido demasiado en la habitual inatención hacia las doctrinas estéticas de los ingleses. Con esa vigorosa pasión —que es el encanto de su estilo, aunque no es siempre el ritmo necesario al filósofo— arremete contra Hogarth, Burke y H. Home. De Shaftesbury y de Hutcheson dice escasas palabras. La impresión es por lo tanto penosísima, y todo aquel que haya leído esos juicios tendrá poco interés en conocer las doctrinas»[23].

Sea como hiere, lo cierto es que en general las doctrinas estéticas anglosajonas del s. XVIII han tenido en España escasa recepción. Por ello confiamos en que esta traducción venga a rellenar ese hueco.