CAPÍTULO V

De la COMPLEJIDAD

El espíritu está constantemente buscando una ocupación. En buscar consiste nuestra vida, hasta el punto de que la mera búsqueda nos proporciona placer, al margen de cualquier otra consideración. Cada vez que surge una dificultad, que momentáneamente distrae o interrumpe la búsqueda, se produce una especie de sorpresa que intensifica el placer y hace que hasta el esfuerzo y la fatiga se conviertan en deporte y diversión.

¿En qué consistirían los gozos de la caza, el tiro, la pesca y tantas otras de nuestras diversiones favoritas, sin los reveses y dificultades, sin las decepciones con las que diariamente nos encontramos en nuestra búsqueda? ¡Cuán desventurado regresa el cazador cuando la liebre no le ha dado juego! Y qué contento y animado, cuando alguna liebre vieja y astuta le ha engañado y ha escapado de los perros. Este amor por la búsqueda ha sido sin duda implantado en nuestra naturaleza para responder a propósitos necesarios y útiles[1]. Los animales lo poseen por instinto. Al sabueso no le gusta la presa que persigue tan impacientemente, y hasta los gatos se arriesgan a perder su presa, con tal de volver a cazarla de nuevo. Es una tarea placentera la de resolver los más difíciles problemas: las alegorías y las adivinanzas, por muy triviales que sean, entretienen el espíritu. Y con qué deleite seguimos la trama argumental de una representación teatral o de una novela, viendo cómo este placer aumenta conforme el argumento se complica, produciendo el mayor agrado cuando el final se desenlaza con claridad.

La vista encuentra esta clase de diversión en los paseos sinuosos, en los ríos serpenteantes y en roda clase de objetos cuyas formas —como veremos más adelante— estén compuestas, principalmente, de las que he denominado las líneas ondulada y serpentina.

Según esto, definiré la complejidad de forma como una particularidad de las líneas que la componen, que conduce la mirada a una especie de cacería caprichosa y que, por el placer que proporciona al espíritu, se le concede el nombre de belleza. Puede decirse con justicia que la causa de la idea de la gracia reside más inmediatamente en este principio que en los otros cinco, si exceptuamos el principio de la variedad, el cual además de incluir a éste, incluye a todos los demás. Para demostrar que esta observación tiene un fundamento real en la naturaleza, será precisa toda clase de ayuda, tanto la que el propio lector pueda aportar, como la que aquí le sea sugerida. Y para ilustrar mejor esta cuestión, el ejemplo de un tornillo corriente, con una rueda dentada, puede servirnos mejor que una forma más elegante. Pero antes consideremos la figura 14 (sup. izda., L. I), que representa al ojo, a una distancia normal de lectura, observando una hilera de letras, pero fijándose con mayor atención en la letra central A.

plate 8

A medida que leemos, imaginemos un rayo, que fuera desde el centro del ojo hasta la letra que mira en primer lugar y que se moviera junto con el ojo, letra a letra, a lo largo de toda la línea. Si el ojo se detuviese en cualquier letra A en particular, para observarla más detenidamente, las otras letras se irían volviendo más imperfectas a la vista, conforme se alejasen de A. Tal como puede verse en la figura. Y cuando tratamos de ver de un solo vistazo y con igual nitidez todas las letras de la línea, este rayo imaginario tendría que correr de un lado a otro a gran velocidad. Y aunque el ojo sólo puede prestar la debida atención a las letras de modo sucesivo, sin embargo, la asombrosa facilidad y rapidez con que lo hace, nos permite contemplar, satisfactoriamente, grandes espacios de un vistazo.

En consecuencia, debemos siempre suponer esta especie de rayo que se mueve junto con el ojo recorriendo las partes de cada forma que tratamos de examinar más detalladamente, e igualmente debemos suponer, cuando seguimos con exactitud el curso de algún cuerpo en movimiento, que este rayo se mueve junto con dicho cuerpo.

Al contemplar las formas de este modo nos parecerá, ya estén en reposo o en movimiento, que mueven a este rayo imaginario, o hablando con más propiedad, al propio ojo, influyéndole de esta manera más o menos placentera, según sus formas y movimientos diferentes. Así por ejemplo, en el caso del tornillo, si el ojo descendiera lentamente, junto con este rayo imaginario, por la línea a la que se le ha fijado el peso, o atendiera al lento movimiento del propio peso, fa mente se fatigaría y nos sentiríamos casi igual de mareados si rápidamente recorriese el borde circular de la rueda, cuando el mecanismo está parado, o siguiera con agilidad un punto de su circunferencia, mientras está girando. Pero nuestra sensación deja de ser desagradable cuando observamos el tornillo-sin-fin al que la rueda está fijada (fig. 15, L. I, ext., izda.), pues éste siempre resulta agradable, tanto en reposo como en movimiento, ya sea el movimiento lento o rápido.

Que esto es así cuando está en reposo puede observarse en la cinta enrollada alrededor de una caña (representada junto a esta figura), ornamento tradicional en los marcos, chimeneas y en bastidores de puertas, que ha sido denominada por los ebanistas el adorno de la cinta y la caña, y que cuando se prescinde de la barra del medio, se llama el borde de cinta. Ambos pueden verse en casi todas las casas distinguidas.

Pero el placer que le proporciona al ojo es todavía más vivo cuando está en movimiento. Nunca podré olvidar cuán poderosamente solía llamarme la atención cuando era joven y cómo éste seductor movimiento me producía la misma sensación que, desde entonces, he sentido siempre al contemplar una contradanza. Aunque quizás últimamente sean para mí más atrayentes, especialmente cuando mi mirada sigue ansiosa a alguna bailarina favorita, a través de todas las sinuosidades de la figura de quien atrae de este modo la mirada que, como el rayo imaginario del que hablábamos, permanece danzando con ella todo el tiempo.

Este único ejemplo podría ser suficiente para explicar a qué me refiero con la belleza de una complejidad compuesta de forma y por qué puede decirse, con propiedad, que conduce al ojo a una especie de cacería.

El cabello es otro ejemplo evidente de algo que, siendo concebido principalmente como adorno, resulta serlo más o menos, según la forma que tome naturalmente, o la que se le de artificialmente. El más atractivo en sí mismo es el rizo flotante. Las múltiples vueltas onduladas de los mechones que se entremezclan de modo natural, cautivan la mirada con el placer de la búsqueda, en especial cuando son acariciadas por una suave brisa. El poeta lo sabe tan bien como el pintor, al describir estos cabellos como «rizos juguetones ondeando al viento»[2].

Por último, para mostrar cómo deben evitarse los excesos en la complejidad, así como en todos los demás principios, no hay más que ver cómo la propia cabellera, revuelta en mechones y greñas, puede convertirse en la más desagradable de las figuras. Pues el ojo podría sentirse confuso e incapaz de seguir tal cantidad de líneas descompuestas y enmarañadas. A pesar de esto, la moda actual ha llevado a las damas a lucir una parte del pelo trenzado desde atrás, como serpientes enroscadas, surgiendo gruesas en la raíz y disminuyendo conforme van llegando hacia adelante, confundiéndose con naturalidad con la forma del resto del cabello sobre el que van colocadas. Esta moda es extremadamente pintoresca. Pues esta forma de entrelazar el pelo, en cantidades variadas y diferentes, es una ingeniosa manera de conservar gran parte de la complejidad, sin perder la belleza.