CAPÍTULO XV
De la CARA
Después de hablar brevemente de la luz, la sombra y los colores, volvemos ahora a nuestra explicación lineal de la forma, en el sentido ya propuesto, pero con relación a la cara.
Se ha observado que, a pesar del gran número de rostros que se han formado desde la creación del mundo, no ha habido sin embargo dos tan exactamente iguales que no sea posible descubrir una diferencia, mediante el usual y común discernimiento del ojo. No es irracional por tanto suponer que este discernimiento sea susceptible de ulteriores mejoras, siguiendo instrucciones a partir de una investigación metódica. Investigación a la que el ingenioso Mr. Richardson[1] llama, en su tratado sobre la pintura, el arte de mirar.
1. Comenzaremos con la descripción de las líneas que componen los rasgos de una cara hecha con buen gusto y de su contraria. Obsérvese la figura 97 (L. I, inf.), sacada de una cabeza antigua muy apreciada (como lo prueba el hecho de que Rafael de Urbino y otros grandes pintores y escultores la hayan imitado para caracterizar sus héroes y otros grandes hombres), y la cabeza de un anciano (fig. 98, L. I, ext. izda.) modelada en barro por Fiamingo para Andrea Sacchi[2] (que no es en absoluto inferior en el gusto de sus rasgos a las mejores de la Antigüedad), quien siguiendo este modelo pintó rodas las cabezas de su famoso cuadro El sueño de San Romualdo. Cuadro que goza de la reputación de ser uno de los mejores del mundo[3].
Hemos escogido estas dos piezas para ejemplificar y confirmar la tuerza de las líneas serpentinas en la cara. Obsérvese que en estas obras maestras del arte todas sus partes son conformes con la regla que hemos establecido anteriormente. Por eso mostraré tan sólo el uso y los efectos de la línea de la belleza. Un modo de ver cómo se comporta aquí la línea de la belleza puede ser arrollando varios trozos de alambre muy juntos en torno a las distintas partes del rostro y de las formas de estos vaciados, de modo que compongan tantas líneas serpentinas como la parcialmente señalada por la línea de puntos de la figura 97. La barba y el pelo de la cabeza de la figura 98, al constituir una serie de líneas naturalmente dispersas, que en consecuencia se pueden disponer al gusto del pintor o el escultor, están en esta cabeza notablemente compuestos de un variado juego de líneas serpentinas, que giran conjuntamente al modo de una llama.
Puesto que las imperfecciones se pueden imitar más fácilmente que las perfecciones, tenemos ahora la ocasión de explicar estas últimas más detalladamente, mostrando su contrario en grados diversos, desde los pequeños defectos, hasta la más despreciable mediocridad en que las líneas puedan disponerse.
La figura 99 (L. I, inf.) expresa el primer grado de desviación con respecto a la figura 97. En ella se ha reducido la cantidad de líneas y se han hecho más rectas. Desviándose un poco más en la figura 100, más todavía en la 101 y ya de un modo mucho más visible en la 102, quedando la figura 103 y aún más la 104, que parece el busco de un barbero, totalmente carentes de elegancia. La figura 105 está compuesta únicamente de líneas simples, como las que trazan los niños cuando en sus dibujos comienzan a imitar el rostro humano. No cabe duda de que el inimitable Butler era consciente del efecto ridículo de esta ciase de líneas, cuando describe la forma de la barba de Hudibras (fig. 106, L. I, ext. izda.):
In cut and dye so like a tile,
A sudden view it would beguile.[4]
2. En lo relativo al carácter y la expresión, todos los días tenemos múltiples ejemplos que confirman la opinión generalmente aceptada de que la cara es el espejo del alma. Esta máxima se encuentra can arraigada en nuestro espíritu que, si no prestamos un poco de atención, difícilmente podemos evitar formarnos alguna opinión de la manera de ser de la persona cuya cara estamos viendo, antes incluso de recibir información por cualquier otro medio. Cuán a menudo decimos, después de un mero vistazo, que tal persona nos parece un buen hombre, que tiene un aire franco y abierto, o que nos parece un verdadero bribón, un hombre sensato o un idiota, etc. Y qué absortos quedan nuestros ojos con el aspecto de los reyes y los héroes, de los santos y de los asesinos, y cuando consideramos sus acciones, raramente dejamos de relacionarlas con su aspecto. Pues es razonable creer que el aspecto es una verdadera y legible representación del espíritu, que sugiere a todo el mundo la misma idea a primera vista, y que es posteriormente confirmada por los hechos. Por ejemplo, todos coinciden a primera vista en la misma opinión, al contemplar a un verdadero idiota. Sin embargo, en la cara de los niños no se puede observar muchas cosas, salvo si son torpes o despiertos, y ello tan sólo cuando se mueven. Un rostro muy bello ocultará en casi todas las edades un espíritu estúpido o perverso, hasta que éste se delate a sí mismo por sus palabras o por sus acciones. Aunque también es cierto que la repetición de los torpes movimientos de los músculos de la cara del idiota, por bella que ésta sea, puede con el tiempo imprimir sobre ella tales rasgos que, después de examinarlos, permiten distinguir los defectos del espíritu. Pero el hombre malvado, si es un hipócrita, puede controlar sus músculos, enseñándoles a contradecir sus sentimientos, de modo que se pueda concluir muy poco de su espíritu a partir de su semblante. Ello hasta el punto de que el carácter de un hipócrita queda completamente al margen de las posibilidades de un pincel, a menos que se le añada alguna circunstancia que permita descubrirle, tal como presentarle sonriendo mientras está apuñalando a alguien, o algo semejante.
Debido a los movimientos naturales y espontáneos de los músculos, causados por las pasiones del espíritu, todos los caracteres de los hombres quedan de algún modo inscritos en su rostro, hacia la época en que cumplen los cuarenta. Aunque no siempre es así, pues con frecuencia lo impiden algunos accidentes. Los hombres de mal carácter, al fruncir frecuentemente el ceño y estirar hacia fuera los músculos de la boca, llegan con el tiempo a otorgarle a estas partes la apariencia de su mal carácter, lo cual podría haberse evitado con la constante afectación de una sonrisa. Lo mismo sucede con las otras pasiones, aunque hay algunas que por sí mismas no afectan en absoluto a los músculos. Como por ejemplo, el amor y la esperanza.
Pero a menos que, como un fisonomista, yo pensase insistir en la apariencia externa, no hay que olvidar que, por lo general, se admiten como productoras de la misma clase de movimientos y apariencias de las formas, tantas causas diferentes y tantas contrariedades en la formación accidental de los rostros, que en definitiva el viejo adagio «fronti nulla fides»[5] ha de mantener siempre su fundamento. Y por muy sabias razones ha querido la naturaleza que así sea. Aunque también es cierto que, como sucede en muchos casos particulares, recibimos mucha información de las expresiones del rostro. Lo que sigue pretende ser una descripción lineal del lenguaje en él inscrito.
No estaría de más echar una ojeada a las pasiones del espíritu, tal como ordenadamente están descritas, desde la serenidad a la desesperación extrema, en el conocido libro de dibujos de Le Brun[6], llamado Las pasiones del alma, sacadas de las obras de este gran maestro para uso de los aprendices, en el que se pueden encontrar reunidas las expresiones más corrientes. A pesar de que son copias imperfectas, se adecuan sin embargo en esta ocasión a nuestras exigencias mucho mejor que ninguna otra cosa a la que pueda referirme, debido a que las pasiones se presentan allí ordenadas y claramente diferenciadas, tan sólo mediante líneas, eliminándose el sombreado.
Algunos rasgos están conformados de tal manera que permiten que una pasión o expresión sea más o menos legible. Por ejemplo, los pequeños y estrechos ojos chinos son muy adecuados para una expresión amable y sonriente, mientras que los ojos enormes lo son para expresar asombro o brutalidad. Músculos salientes y redondeados siempre expresarán un cierto grado de alegría, incluso en las caras de pena. Al adecuarse estos rasgos con las expresiones frecuentemente repetidas de la cara, terminan por marcarla con líneas que permiten distinguir con claridad el carácter del espíritu.
Los antiguos han mostrado tanto juicio y tan buen gusto en el tratamiento y trazado de las líneas de los caracteres más bajos, como en las estatuas más sublimes; modificando en aquellos la línea precisa de la gracia sólo en las partes en que el carácter o la acción lo requerían. El gladiador que muere y el fauno danzante, siendo el primero un esclavo y el segundo un sátiro salvaje, han sido esculpidos en sus líneas con el mismo gusto que el Antinoo o el Apolo, con la diferencia de que la línea precisa de la gracia es más frecuente en estos dos últimos. Aunque por lo general se reconoce que aquellos tienen igual mérito, al ser necesario casi tan buen juicio para su ejecución. Difícilmente puede representarse más degradada la naturaleza humana que en el carácter del Sileno (fig. 107, L. I, int.), en el que la línea recargada n.º 7 de la figura 49 (L. I, ext. sup.) recorre todos los rasgos de su cara, así como el resto de su grosero cuerpo. Mientras que en el sátiro de los bosques vemos todavía conservada una elegante muestra de líneas serpentinas, que hacen de él una figura agraciada, por más que los antiguos hayan reunido en ella al hombre con la bestia.
De hecho las obras de arte necesitan de todo lo que esta línea les aporte, para suplir sus otras deficiencias. Pues, aunque las obras de la naturaleza a menudo carecen tic la línea de la belleza, o ésta aparece mezclada con líneas simples, sin embargo, están tan lejos de carecer por completo de ella, que mediante ella se muestra la infinita variedad de las formas humanas, variedad que siempre distinguirá la mano de la naturaleza de la limitada e insuficiente obra del arte. Y precisamente por amor a la variedad, a veces se desvía la naturaleza hacia las líneas rectas y poco elegantes. Entonces el pobre artista, si es capaz de corregir de vez en cuando y de presentar con mejor gusto algunos detalles de lo que imita, pues ha aprendido a hacerlo así a partir de otras obras de la naturaleza más perfectas, o copiando simplemente aquellas que presentan estas líneas, entonces comienza a envanecerse y se figura a sí mismo como enmendando la naturaleza, sin darse cuenta de que ni siquiera en las menores de sus producciones carece ella de tales líneas de la belleza y de otras delicadezas, que no sólo exceden la limitada capacidad del artista, sino que incluso sus obras más celebradas parecen defectuosas al rivalizar con ella.
Pero, volviendo a lo que nos ocupaba, hay un electo notable que constantemente producen las denominadas líneas simples, según sean más o menos visibles en cualquier carácter o expresión de la cara: y es que siempre sugieren un cierto aspecto ridículo o grotesco. Es precisamente la falta de elegancia de estas líneas, que son más bien características de los cuerpos inanimados, la que hace la cara estúpida y ridícula, cuando aparecen allí donde cabria esperar líneas de mayor belleza y gusto (vid. cap. VI, pág. 60).
Durante la infancia los niños ejecutan movimientos con los músculos de la cara propios de su edad, como la mirada informe e inexpresiva, la boca abierta o la simple mueca. Expresiones todas ellas formadas por curvas sencillas. Todos estos movimientos y torpes expresiones pueden permanecer, hasta el punto de que con el tiempo llegan a marcar sus rostros con estas líneas groseras. Y cuando estas líneas coinciden con las formas naturales de los rasgos, se convierten en el carácter aparente y confirmado de un idiota. Este tipo de líneas a veces le aparecen también a personas sensatas, a algunos mientras sus facciones descansan y a otros cuando están en movimiento, pero la constante variación de movimientos regulares que se originan en el buen entendimiento, conformada por una educación refinada, irá corrigiendo poco a poco estas líneas en otras más elegantes.
Una determinada expresión de la cara o el peculiar movimiento de un gesto que conviene a una persona puede ser desagradable en otra, según tales muecas o expresiones coincidan o no con las líneas de la belleza. Por este motivo puede haber ceños fruncidos que sean encantadores, a la vez que sonrisas desagradables. Las líneas que conforman una sonrisa agradable en las comisuras de los labios son delicadamente sinuosas, como en la figura 108 (L. 2, ext. izda.), aunque pierden su belleza durante la risa, como en la figura 109 (L. 2, ext. izda.). Pues, más que ninguna otra, la expresión de una risa excesiva a menudo le da al rostro una apariencia estúpida o desagradable, al formar líneas simples regulares en torno a la boca, como el paréntesis que en ocasiones semeja también el llanto. Por el contrario, recuerdo haber visto un mendigo que había cubierto su cabeza con mucho esmero y cuyo rostro era lo bastante pálido y delgado como para excitar la piedad, pero cuyos gestos eran tan desdichadamente poco adecuados a su propósito, que lo que él pretendía fuese una mueca de dolor y de miseria, se convertía más bien en una risa jocosa.
Es curioso que la naturaleza nos haya procurado tantas líneas y formas para indicar las faltas y defectos de la mente, mientras que no hay ninguna en absoluto que señale sus perfecciones, más allá de la mera apariencia de sentido común o de sensatez. Sólo la conducta, las palabras y las acciones son las que muestran al bueno, al sabio, al ingenioso, al que es humano, generoso, clemente o valeroso. Pues no siempre la grave solemnidad es signo de sabiduría. Un espíritu ocupada habitualmente en resolver charadas puede conseguir un aspecto tan grave e inteligente, como si estuviese ocupado con cuestiones de la mayor importancia. La atención concentrada en un único punto de un fabricante de balanzas, cuando intenta equilibrar una balanza, puede parecer tan sabia en ese momento, como la del mayor de los filósofos en lo más profundo de sus estudios. Todo lo que los escultores antiguos pudieron hacer, a pesar de su dedicación entusiasta, para conseguir que los caracteres de sus divinidades tuviesen la apariencia de una inteligencia sobrehumana, no consistió sino en otorgarles rasgos bellos. Su dios de la sabiduría no presenta en su apariencia más que una hermosa virilidad. Se ensalza a Júpiter dándole un poco más de severidad que a Apolo, mediante una mayor prominencia de las cejas (ligeramente arqueadas, semejando meditación) y una gran barba que, añadida a la noble magnitud de sus otros rasgos, inviste a esta obra fundamental de la escultura de una dignidad poco común. Dignidad que, en el lenguaje misterioso del profundo connoisseur, se estiliza en la divina idea, inconcebiblemente grande y sobrenatural.
En tercer y último lugar mostraré de qué modo se van modificando desde la infancia las líneas del rostro, caracterizando las diferentes edades. Prestaremos ahora mayor atención a la sencillez, ya que la diferencia de las edades de la que vamos a hablar depende en su mayor parte del grado en que utilicemos este principio en la forma de las líneas.
Desde la infancia hasta que el cuerpo se desarrolla completamente cambian diariamente a una mayor variedad tanto los contenidos del cuerpo y de la cara, como cada una de las partes de su superficie. Esto sucede hasta que se alcanza un cierto término medio (véase la página 88 sobre la proporción) a partir del cual, como en la figura 113 (L. II, ext. inf.), si retornamos a la infancia veremos cómo disminuye la variedad, basta que la sencillez de la forma, que establece los límites de la variedad, se convierte en homogeneidad, de modo que todas las partes del rostro pueden ser circunscritas en diferentes círculos, como en la figura 116 (L. II, ext. izda.).
Hay además otra notable circunstancia (que tal vez no ha sido todavía señalada a este respecto) que nos proporciona la naturaleza para distinguir una edad de otra. Y es que, a pesar de que todos los rasgos crecen a lo largo y a lo ancho hasta que la persona ha alcanzado la madurez, sin embargo el aspecto del ojo mantiene su tamaño original. Me refiero a la pupila, con el iris o anillo, pues el diámetro de este círculo permanece constante y se convierte en una medida permanente, mediante la que, de modo insensible comparamos el crecimiento cotidiano de las otras partes de la cara y gracias a la cual podemos establecer la edad de una persona joven. En ocasiones se encontrará que esta parte del ojo en un recién nacido es tan grande como en un hombre de seis pies, y a veces incluso mayor. Véanse las figuras 110 y 114 (L. II, ext. inf.). La figura 115 (L. I, ext. sup.) representa rres diferentes tamaños de la pupila del ojo. La menor fue tomada exactamente de un hombre de rasgos muy grandes, de ciento cinco años de edad. La mayor de uno de veinte que tenía esta parte más grande de lo ordinario, y la otra es el tamaño habitual. Si midiésemos con un compás los retratos de Carlos II y de Jacobo II pintados por Van Dyck en Kensington y los comparásemos con los retratos que les hizo Lilly[7] cuando eran adultos, encontraremos que en ambos cuadros el diámetro del ojo era exactamente el mismo.
Durante la infancia las caras de los niños y las niñas no presentan diferencias visibles, pero a medida que van creciendo los rasgos del niño se van diferenciando y aumentan más rápidamente que los de la niña en relación al anillo del ojo. Lo que permite mostrar en la cara las diferencias de sexo. Aquellos muchachos que presentan rasgos mayores de lo habitual en proporción al anillo de los ojos son los que se llaman chicos hombrunos, mientras que los que tienen los rasgos contrarios, aparentan ser más jóvenes y aniñados de lo que realmente son. Es esta proporción de las facciones en relación con los ojos la que hace que las mujeres vestidas con ropas de hombre aparenten ser más jóvenes y como muchachos. Pero, como la naturaleza no siempre se fija en estos detalles, podemos equivocarnos tanto en el sexo como en la edad.
Gracias a estas apariencias evidentes y a las diferencias en el tamaño general, podemos juzgar fácilmente las distintas edades hasta los veinte años, aunque no con la misma certeza a partir de esta edad. Pues las alteraciones a partir de esta edad son de tipo diferente y están sometidas a otros cambios, adelgazando o engordando, lo que, como es sabido, puede cambiar completamente el aspecto de una persona en relación a su edad.
El cabello que enmarca el rostro al igual que el marco de un cuadro y contrasta con su color uniforme, añadiendo más o menos belleza según se disponga conforme a las reglas del arte, es otra indicación del paso del tiempo.
Lo que nos queda por decir de las diferentes apariencias de las distintas edades, al ser menos agradable que lo que ya se ha dicho, será descrito con mayor brevedad. Entre los veinte y los treinta años, accidentes aparte, no se producen apenas cambios ni en los colores ni en las líneas de la cara. Pues aunque los colores frescos puedan desvanecerse un poco, sin embargo la conformación de los rasgos a menudo alcanza una especie de estable firmeza que, junto con la apariencia de una mayor sensibilidad, corrige suficientemente aquella pérdida y mantiene la belleza más o menos hasta los treinta. Después de esta edad, como las alteraciones se vuelven cada vez más visibles, percibimos cómo la dulce sencillez de muchas de las partes redondeadas del rostro empiezan a quebrarse en formas dentadas. Lo que le ocurre con más frecuencia a los músculos, debido a la repetición de movimientos. Del mismo modo se dividen las partes más extensas, desapareciendo así el trazado de las grandes líneas serpentinas. Y consecuentemente también las sombras y matices de la belleza pierden su suavidad.
Parte de lo que decimos sobre la edad entre los treinta y los cincuenta puede verse en las figuras 117 y 118 (L. II, ext. inf.). Los estragos posteriores que el tiempo hace a partir de los cincuenta son demasiado evidentes como para necesitar descripción alguna, pues los trazos y surcos que deja son suficientemente claros. Sin embargo, y a pesar de su malicia, estas líneas que en un momento fueron elegantes mantienen algo de sus ondulados giros en la edad venerable, conservando una ruina no del todo desagradable.