PREFACIO
Si algún prefacio es necesario, éste sin duda lo será para el presente libro, cuyo título, anunciada hace algún tiempo, ha procurado ya tema de conversación y ha suscitado la expectación de los curiosos. Expectación no exenta de dudas acerca de su capacidad para cumplir satisfactoriamente sus propósitos. Pues, aunque la belleza sea vista y reconocida por todos, los intentos de explicar la causa de su existencia han resultado hasta ahora infructuosos, ya que ea general esta cuestión se ha considerado de naturaleza tan elevada y delicada, que no parece admitir discusión cierta o inteligible. Por ello será preciso decir algo a modo de introducción al presentar una obra que, aparentemente, es nueva por completo. En especial porque sin duda entrará en disputa con —y quizás incluso rebatirá— muchas de las opiniones establecidas y generalmente aceptadas. Y puesto que, después del modo en que este tema ha sido tratado hasta ahora, suscitará sin duda discusiones, creo conveniente poner ante el lector todo aquello que pueda recoger en las obras de otros escritores y pintores, antiguos y modernos.
No debe sorprendernos que este tema se haya considerado siempre como algo inexplicable, ya que muchos aspectos de su naturaleza no están al alcance de los simples hombres de letras. Pues de otro modo esos doctos caballeros, que recientemente han publicado tratados sobre este asunto (y que han escrito de un modo bastante más culto de lo que cabe esperar de quien, como yo, nunca antes había cogido una pluma), no deberían haberse desconcertado tan pronto con sus explicaciones, ni se verían obligados a desviarse de repente hacia el camino más amplio y más trillado de la belleza moral, para deshacerse de las dificultades que encontraban. Viéndose por ello forzados a entretener a sus lectores con sorprendentes elogios (frecuentemente mal aplicados) de los pintores muertos y de sus obras, y discutiendo constantemente sobro los efectos, en lugar de explicar las causas. Y pese a tanto preciosismo y tan melosa palabrería te dejan al final como al principio, reconociendo francamente que, en lo que se refiere a la GRACIA, punto central de la cuestión, nunca intentaron saber nada del asunto. Pues lo cierto es que, de hecho, apenas habrían podido, pues esta cuestión requiere un conocimiento práctico del arte de la pintura (y no basta con saber un poco de escultura), conocimiento que les habría permitido seguir la cadena de su propia investigación en todos sus aspectos. Y esto es precisamente lo que espero conseguir en el presente trabajo.
Naturalmente, se me preguntará por qué los mejores pintores de estos dos últimos siglos, cuyas obras parecen sobresalir en gracia y belleza, han permanecido callados, en un asunto de tal importancia para las artes imitativas y para su propia gloria. A lo que yo respondería que quizás llegaron a esa grandeza imitando únicamente con gran exactitud las bellezas de la naturaleza y copiando repetidamente y reteniendo las principales características de las mejores estatuas de la Antigüedad. Lo que basta a su propósito como pintores, sin verse por ello obligados a ulteriores averiguaciones sobre las causas específicas de los efectos que se les manifiestan. No deja de ser llamativo que el gran Leonardo da Vinci, entre los diversos preceptos filosóficos que se encuentran dispersos a lo largo de su tratado de la pintura, no haya aportado la menor indicación para elaborar un sistema semejante. Especialmente teniendo en cuenta que era contemporáneo de Miguel Angel, de quien se dice que descubrió cierto principio en el tronco de una antigua estatua (conocida por esta circunstancia con el nombre de Torso de Miguel Angel), (fig. 54, inferior L. I) que otorgó a su obra una grandeza de gusto[1], comparable a la de las mejores de la antigüedad. Anécdota acerca de la cual Lomazzo[2], que escribió de pintura por la misma época, nos cuenta lo siguiente:
Y ya que hemos ido a dar en este precepto de Miguel Angel, tan adecuado a nuestros propósitos, no lo ocultaré ya más, dejándole al juicioso lector que saque de él las consecuencias pertinentes. Se dice que Miguel Angel hizo en una ocasión la siguiente observación a su discípulo el pintor Marcos de Siena: que debería trazar siempre una figura piramidal serpentina, y multiplicarla por uno, dos y tres. Y para mí, en este precepto consiste todo el secreto del arte. Pues la mayor gracia y vitalidad que una pintura puede tener consiste en que exprese movimiento. Y a eso es a lo que los pintores llaman el espíritu de un cuadro. Ahora bien, no hay una forma mas adecuada para expresar movimiento que la de la llama del fuego, el cual, según Aristóteles y otros filósofos, es el elemento más activo de todos, debido a que la forma de la llama es más adecuada para el movimiento, porque tiene forma de cono o de punta aguda, que aparentemente corta el aire, de modo que pueda ascender hasta su propia esfera. Y así, una pintura que tenga esta forma será más bella[3].
Tras Lomazzo muchos autores han recomendado, en términos semejantes, la observación de esta regla, sin encender muy bien su significado. Pues, a menos que lo estudiemos sistemáticamente, el tema de la gracia no podrá entenderse correctamente.
Du Fiesnoy[4] en su Arte de la pintura, dice:
Los trazos grandes, ondulados y fluidos no sólo contribuyen a la gracia de las partes, sino a la del cuerpo entero; como podemos ver en el Antinoo y en muchas otras figuras antiguas. Una figura bella debe poseer siempre la forma serpentina y flameante. Esta clase de líneas manifiestan naturalmente cierta especie de vida y de aparente movimiento, que recuerda el de la llama y el de la serpiente.
Pero si él hubiese comprendido correctamente lo que dice, no se habría expresado con respecto a la gracia de la siguiente y contradictoria manera: «Pero a decir verdad, ésta es una difícil tarea y un raro don que el arrisca recibe, más de la mano del cielo que de su propio esfuerzo y estudio»[5].
Pero De Piles[6], en sus Vidas de Pintores, es aún más contradictorio cuando dice refiriéndose a la gracia: «eso que un pintor, sólo puede poseer por naturaleza y que él mismo no sabe cómo ni en qué grado lo posee, o cómo lo comunica a sus obras: esa gracia y esa belleza son dos cosas diferentes, pues la belleza nos place gracias a ciertas reglas y la gracia sin ellas».
Todos los escritores ingleses que hayan tratado el tema en alguna ocasión, se han hecho eco de estos pasajes, de ahí que el «Je ne Sçai quoi»[7] sea la frase de moda al hablar de la gracia.
Esta es la razón por la que aquel precepto formulado hace tanto tiempo de modo oracular por Miguel Angel ha permanecido hasta ahora como un misterio, aunque pueda parecer lo contrario. Pero esta sorpresa será menor cuando consideremos cómo se ha formulado constantemente de modo tan contradictorio, como si fuese el más oscuro enigma pronunciado en Delfos, porque «estas sinuosas líneas son tan a menudo causa de deformidad como de gracia». Pero resolverlo en este momento sería en realidad anticipar lo que el lector encontrará a lo largo de la obra.
También hay poderosos prejuicios a favor de la opinión de que las líneas rectas constituyen la verdadera belleza de la figura humana, a pesar de que allí no aparecen en realidad. El aficionado[8] medio cree que no es posible que haya un perfil bello si no presenta tina nariz bien recta; y si ésta se continúa en una frente recta, entonces encontrará este perfil sublime. He visto miserables caricaturas a plumilla que han alcanzado un precio considerable por el hecho de presentar un par de rasgos como el que se encuentra entre la figura 22 y la 105 de la lámina 1, que fue trazado con los ojos cerrados y cualquiera podría imitar. La opinión generalizada de que una persona tiene que estar perfectamente erguida y derecha como un pino, es una opinión del mismo tipo. Si un maestro de baile encontrase a su discípulo en la cómoda y graciosa postura del Antinoo (L. I, fig. 6), le avergonzaría de inmediato, le diría que estaba tan encorvado como el cuerno de un carnero y le ordenaría erguir bien alta la cabeza, como él mismo hace (véase la fig. 7 de la lám. I).
Al igual que los escritores, los pintores no parecen estar menos divididos en este asunto. La escuela francesa, exceptuando a aquellos que se han dedicado a imitar a los antiguos o a los italianos, parece haber evitado deliberadamente la línea serpentina en todas sus pinturas. En especial Antoine Coypel[9], pintor dedicado a la pintura histórica, y Rigaud[10], pintor y principal retratista de Luis XIV.
Rubens, que dibujaba de manera completamente original, se servía de una línea amplia y fluida, como de un principio que recorre todas sus obras ennobleciéndolas. Sin embargo, no parece conocer ésta que hemos dado en llamar la línea precisa, y que es la causa de la delicadeza que se encuentra en los mejores maestros italianos, y de la que nos ocuparemos más adelante. Pues él, por lo general, recargó sus contornos con atrevidas y sinuosas protuberancias.
Rafael, de un estilo mas bien rígido y estático, cambió de pronto su gusto por las líneas, al contemplar las obras de Miguel Ángel y las esculturas antiguas, abrazando con excesivo fervor la línea serpentina. Lo cual le llevó a exageraciones ridículas, particularmente, en los ropajes. Aunque su profunda observación de la naturaleza no le permitió permanecer en este error durante mucho tiempo. Por su parte, Pedro de Cortona hizo un uso elegante de esta línea en los ropajes.
Pero donde mejor vemos aplicado este principio es en algunos cuadros de Correggio. En particular, en su «Juno e Ixión». Y a pesar de ello, hasta un vulgar pintor de carteles podría corregir en ocasiones las proporciones de sus figuras.
Por su parte Alberto Durero, que dedujo matemáticamente lo que debería más bien haber copiado de la vida, nunca se habría alejado de la gracia, si no se hubiese encadenado a sus propias e impracticables reglas de la proporción[11].
Pero quizás, lo que nos deja más perplejos en este asunto es que Van Dyck, uno de los mejores retratistas conocidos, dé la impresión de no haber tenido ni idea de tal principio. Pues no parece haber la menor gracia en sus pinturas, salvo aquella que la casualidad de la vida pudo poner ante él. Hay un grabado de la Duquesa de Wharton (fig. 52, L. II), realizado por Van Gunst a partir de una pintura suya, completamente desprovisto de toda elegancia. De haber seguido este principio de la línea, no habría realizado una pintura tan opuesta a él en todos sus detalles, como si Mr. Addison[12] hubiera redactado todo un «Spectator» lleno de errores gramaticales, a menos que lo hiciese a propósito. Sin embargo, en vista de sus otros grandes méritos, los pintores decidieron llamar sencillez a esta falta de gracia en sus maneras. Pues de hecho sus cuadros merecen con toda justicia ese calificativo.
Por más que afirmen lo contrario, los pintores no se muestran en la actualidad menos confusos y discrepantes entre sí, que los maestros mencionados. Me propuse cerciorarme de esto y por eso publiqué en 1745 una portada para mis grabados, en la que dibujé una línea serpentina, sobre la paleta de un pintor, con la siguiente inscripción bajo ella: LA LÍNEA DE LA BELLEZA. El cebo pronto surtió efecto, ya que ningún jeroglífico egipcio ha entretenido tanto como éste. Pintores y escultores vinieron a preguntarme por el significado de mi línea, mostrándose mucho más preocupados que el testo de la gente por obtener alguna explicación. Entonces —y sólo entonces— algunos reconocieron tener una antigua familiaridad con ella, aunque la explicación que daban de sus propiedades era tan poco satisfactoria como la que un jornalero, que se sirve constantemente de la palanca, pueda dar de esta máquina como fuerza mecánica.
Hay otros, vulgares retratistas y copistas de cuadros, que niegan que exista esta regla ni en el arte ni en la naturaleza, asegurando que es todo un absurdo y una tontería. Mas no debe sorprendernos, pues estos caballeros no pueden estar preparados para comprender algo con lo que poco o nada tienen que ver. Pues aunque el mero copista pueda parecerle en ocasiones a un espectador corriente que compite incluso con el original que copia, en cuanto artista no requiere mayor habilidad, genio o conocimientos de la naturaleza, que el que requiere un oficial tejedor de los Gobelinos[13], quien trabajando hilo a hilo tras una tela pintada, apenas tiene idea de lo que está tejiendo, sea un hombre o un caballo, hasta que al final aparece en su telar sin darse cuenta un bellísimo tapiz, representando acaso una de las batallas de Alejandro pintadas por Le Brun[14].
Como el mencionado grabado me arrastró a innumerables disputas para explicar las cualidades de esta línea (que considero sólo una parte de mi sistema), me resultó muy grato encontrarla tan sólidamente sustentada por este precepto de Miguel Angel al que hicimos antes referencia, y del cual tuve por primera vez noticia a través del doctor Kennedy, culto anticuario y aficionada a quien más tarde compré la traducción de la que he tomado algunos pasajes para mi texto.
Intentemos ahora descubrir qué aporta la antigüedad al rema que nos ocupa. En primer lugar los egipcios y posteriormente los griegos han demostrado una gran destreza en las artes y las ciencias, así como en pintura y escultura. Todo lo cual se cree que ha sido posible gracias a sus grandes escuelas filosóficas. Tanto Pitágoras, como Sócrates y Aristóteles parecen señalar que el camino correcto a seguir por los pintores y escultores de aquellos tiempos se hallaba en la naturaleza (camino que probablemente siguieron a través de las amenas sendas por las qué sus propias profesiones les llevaban). Como se puede colegir de las respuestas que Sócrates dio a su discípulo Aristipo y a Parrasio, el pintor, acerca de la ADECUACIÓN, como primera ley fundamental de la naturaleza en lo que se refiere a la belleza.
Por suerte me he ahorrado la tarea de proporcionar una explicación histórica de estas artes entre los antiguos, porque accidentalmente me encontré con el Prefacio de un tratado titulado el Beau Ideal[15], escrito en francés por Lambert Hermanson Ten Kate[16] y traducido al inglés por James Christopher le Blon, el cual afirma en dicho Prefacio acerca del autor:
…su mayor aportación, que ahora publicamos, es el producto de la Analogía de los antiguos griegos, o la verdadera clave para hallar toda la armonía de las proporciones en pintura, escultura, arquitectura, música, etc., que fue traída a Grecia por Pitágoras. Pues, tras los viajes de este gran filósofo por Fenicia, Egipto y Caldea, donde conversó con todos los sabios de aquellos lugares, regresó a Grecia sobre el 3484 Anno Mundi (520 a. Jc.) y trajo consigo cuantiosos y excelentes descubrimientos y progresos, para bien de sus compatriotas, entre los cuales la Analogía fue el más útil y notable.
Después de él comenzaron los griegos con ayuda de esta Analogía, a superar a las demás naciones en las ciencias y las artes, pues con anterioridad representaban a sus Divinidades, como meras Figuras humanas; y a partir de entonces comenzaron los Griegos a introducirse en el Beau Ideal. Fue Pánfilo, discípulo de Pausias y maestro de Apeles (que floreció en el 3641 A. M. o en el 363 a. Jc. y que enseñaba que nadie puede destacar en el terreno de la pintura sin conocimientos matemáticos) el primero en aplicar ingeniosamente dicha Analogía al arte de la pintura. Aproximadamente por esta época escultores, arquitectos, etc., comenzaron a aplicarla en sus diversas artes, y sin esta ciencia los griegos habrían permanecido tan ignorantes como sus antepasados.
Continuaron progresando en el dibujo, la pintura, la arquitectura, la escultura, etc., hasta maravillar al mundo entero. Asiáticos y egipcios (que antaño fueron maestros de los griegos) perdieron su superioridad en las ciencias y las artes con el paso del tiempo y los estragos de la guerra. Por lo cual, todas las otras naciones quedaron rendidas ante Grecia, no restándoles otra cosa que la posibilidad de imitarla. Pues, cuando los romanos conquistaron Grecia y Asia, y se llevaron a Roma los mejores cuadros y a los artistas más refinados, no hay ninguna prueba de que descubrieran esta gran clave del conocimiento —me refiero a la Analogía—. Pues sus mejores creaciones eran dirigidas por artistas griegos, quienes al parecer, tomaron la precaución de no comunicar su secreto de la Analogía, quizás porque así intentaban hacerse imprescindibles a Roma guardando el secreto consigo, o tal vez porque la preocupación principal de los romanos fuese la de dominar el mundo y no sentían la curiosidad suficiente como para explorar el secreto, puesto que desconocían su importancia, y no podían saber que sin él, no conseguirían alcanzar la superioridad griega. Aunque sin embargo, se debe admitir que los romanos se sirvieron correctamente de las proporciones que los griegos habían reducido tiempo atrás a ciertas reglas fijas, según la antigua Analogía. De este modo los romanos podrían haber alcanzado buenos resultados aplicando simplemente las reglas de proporción, sin necesidad de haber comprendido la Analogía misma.
Esto concuerda con lo que observamos constantemente en Italia, donde las obras de griegos y romanos, tanto en las medallas como en las estatuas, son tan diferentes como los caracteres de sus respectivas lenguas.
Como el prefacio me había resultado tan útil, tenía la esperanza, fundada no sólo en el título del libro, sino también en las propias afirmaciones del traductor —según las cuales el autor había desentrañado gracias a su gran cultura el secreto de los antiguos— tenía, digo, la esperanza de hallar algo que pudiera ayudarme a confirmar este proyecto en el que estaba trabajando. Pero me quedé muy desilusionado, al no encontrar nada de esta índole, ni siquiera una mención posterior de aquello que en principio llamó tan gratamente mi atención: la palabra Analogía.
Daré al lector un ejemplo con sus propias palabras, de lo lejos que está el autor de haber descubierto el gran secreto de los antiguos o, como lo llama el traductor, la gran clave del conocimiento:
Este aspecto sublime que tanto valoro y del que hemos comenzado a hablar, es un auténtico Je ne Sçai quoi. Un algo inexplicable para la mayoría de la gente y lo más importante para todos los aficionados. La llamaré «propiedad armoniosa». Esto es, una unidad conmovedora o emotiva, un acuerdo simpatético o concordia no sólo entre los miembros con el cuerpo, sino de cada parte con el propio miembro del que está formando parte. Esto es, también, una infinita variedad de partes que, sin embargo, permanecen en consonancia con respecto a cada asunto diferente, de tal modo que la actitud de cada figura así como sus vestimentas debe responder o corresponder al tema escogido. En resumidas cuentas, es un verdadero decorum, una bienseance o disposición conveniente de las ideas, tanto para el rostro y la estatura, como para las propias actitudes. A mi modo de ver, un espíritu ingenioso que aspire a alcanzar el ideal debe proponerse esto, que ha sido la ocupación fundamental de los más famosos artistas. Pues es precisamente en este aspecto en el que los grandes maestros no pueden ser imitados o copiados, más que por elfos mismos o por aquellos ya avezados en el conocimiento del ideal, que conocen tan bien como los maestros las reglas y leyes de la naturaleza pintoresca y poética, aunque sean inferiores a ellos en lo tocante a su elevado espíritu inventivo.
En esta cita, las palabras «esto es también una infinita variedad de partes» parecen tener algún significado en principio. Pero éste queda enteramente aniquilado por el resto del párrafo, mientras que las demás páginas, según la costumbre, están repletas de descripciones de cuadros.
Pero, como todo el mundo tiene derecho a conjeturar en qué consistiría este descubrimiento de los antiguos, me ocuparé de mostrar que era una clave para comprender plenamente la variedad, tanto de formas, como de movimiento.
Shakespeare, hombre de la más profunda perspicacia, resumió, hablando del poder de Cleopatra sobre Marco Antonio, los encantos de la belleza en dos palabras: INFINITA VARIEDAD: «…Nor custom stale; Her infinite variety…» (acto 2, escena 3)[17].
Se ha observado que los antiguos hicieron que sus doctrinas fuesen un misterio para el pueblo, preservando el secreto de aquellos que no pertenecían a sus sociedades o sectas privadas, mediante símbolos y jeroglíficos.
Lomazzo, en el capítulo 29, del libro I, dice:
Los griegos, imitando a la antigüedad, hallaron la célebre proporción verdadera allí donde se manifiesta la perfección exacta de la apariencia de la belleza más dulce y exquisita. Y se la dedicaron en el interior de un cristal triangular a Venus, diosa de belleza divina, de la que todas las bellezas de las cosas inferiores se derivan[18].
Si admitimos la autenticidad de este pasaje, ¿no podemos admitir también como probable que tal símbolo en el cristal triangular fuese similar a la línea que Miguel Angel recomendaba? Especialmente si pudiéramos probar que la forma triangular del cristal y la propia línea serpentina son las dos figuras más expresivas que puedan imaginarse para ilustrar no sólo la belleza y la gracia, sino también todo orden formal.
Hay una anécdota en la narración de Plinio, acerca de la visita de Apeles[19] a Protógenes[20] que refuerza esta suposición. Espero que se me permita repetir esta historia: Apeles, que había oído hablar de la fama de Protógenes, se encaminó en cierra ocasión a Rodas a hacerle una visita. Mas no hallándole en casa, pidió que le dejasen una tablilla, en la que trazó una línea, diciéndole a la esclava de Protógenes, que esta línea le indicaría claramente a su amo quién había ido a visitarle. No se nos dice claramente qué tipo de línea sería aquella que de tal modo identificaba a uno de los primeros pintores. Si fue sólo un trazo tan fino como un cabello, como insinúa Plinio, no parece posible que manifestase de ningún modo las habilidades de un gran pintor.
Pero, suponiendo que ésta fuese una línea dotada de cierta cualidad extraordinaria, como la que la línea serpentina parece poseer, Apeles no pudo haber dejado mejor signo de su visita. Cuando Protógenes regresó a casa, tomó la tablilla y dibujó en ella una línea más bella o mejor dicho, más expresiva, para demostrarle a Apeles, si regresaba, que había captado su significado. Éste volvió enseguida y se mostró muy complacido ante la respuesta que Protógenes había dejado para él, por lo cual se convenció de que su fama estaba bien justificada, y retocando una vez más la línea, acaso haciéndola mis elegante, se marchó. Así, la historia puede reconciliarse con el sentido común, pues tal y como la habíamos escuchado normalmente no parecía más que una ridícula patraña.
A esto debemos añadir que es raro el dios egipcio, griego o romano que no tenga alguna serpiente retorcida o cornucopia o algún símbolo sinuoso por el estilo que le acompañe. De esta clase son las dos pequeñas cabezas de la diosa Isis (figs. 27 y 28), que aparecen sobre el busto de Hércules (fig. 4, L. I), una de ellas con una esfera entre dos cuernos y la otra con una flor de lis[21]. En Arpócrates, el dios del silencio esto es aún más notorio, pues tiene un gran cuerno retorcido, que crece a un lado de su cabeza, una cornucopia en la mano y otra a sus pies, y un dedo sobre los labios indicando discreción (véanse las antigüedades de Montfauçon)[22]. Lo cual es aún más notable, ya que los dioses de las naciones bárbaras y góticas nunca han tenido como atributos formas tan elegantes. ¡Qué faltas de torneados son las pagodas chinas y qué gusto tan mediocre domina la mayor parte de sus pinturas y esculturas, a pesar de su acabado tan pulcro! En ello parece como si toda la nación no poseyera más que un ojo en lo que a estos temas se refiere. Este error proviene naturalmente de los prejuicios que se derivan al copiar unas obras de otras, cosa que raramente hicieron los antiguos.
En suma, es evidente que los antiguos estudiaron estas artes de un modo muy distinto al de los modernos. Lomazzo parece darse cuenta de esto, cuando dice en la página 9 de su obra:
En todas las artes y ciencias, hay un doble modo de proceder: el primero es el orden natural y el segundo el orden expositivo. La naturaleza procede de ordinario comenzando por los seres imperfectos, como los particulares y concluyendo con los seres perfectos, como los universales. Pero, si al investigar la naturaleza de las cosas nuestro entendimiento procede según este mismo orden en que son producidas por la naturaleza, no hay duda de que éste será el método más sencillo y absoluto que imaginarse pueda. Pues comenzamos a conocer las cosas por sus primeros e inmediatos principios, etc. Y ésta no es sólo mi opinión, sino también la de Aristóteles.
Y malinterpretando por completo las opiniones de Aristóteles y apartándose de sus consejos, continúa diciendo: «si pudiéramos abarcar todo esto en nuestro entendimiento, seríamos más sabios. Pero esto es imposible». Y después de alegar algunas oscuras razones de por que cree que esto es así, nos dice que «él se decide por el orden expositivo», cosa que desde entonces han hecho al igual que él todos los estudiosos de la pintura.
Si hubiese observado el pasaje precedente antes de emprender este ensayo, probablemente me habría situado en una posición tal que me habría impedido aventurarme a lo que Lomazzo llama una tarea imposible. Pero, al observar que en la precedente controversia yo me encontraba nadando contra corriente y que muchos de mis oponentes se burlaban de mis argumentos, a pesar de que les veía servirse diariamente de ellos y utilizarlos como propios, incluso en mi presencia, empecé por ello a desear la publicación de algo acerca de este tema y, en consecuencia, se lo rogué a algunos de mis amigos, a los que consideraba capaces de tomar por mí la pluma, ofreciéndoles suministrarles verbalmente todos los materiales que necesitaran. Pero, al encontrar que este método era difícil de llevar a la práctica, sobre todo por la dificultad que un hombre tiene para expresar las ideas de otro, especialmente en un tema del que no se encuentra bien informado o es completamente nuevo para él, me vi por ello obligado a intentar buscar las palabras que mejor se podían corresponder con mis ideas, al encontrarme ya demasiado comprometido como para abandonar el proyecto. Después de resumir el asunto tanto como pude y después de darle la forma de libro, lo sometí de inmediato al juicio de aquellos amigos en cuya capacidad y sinceridad podía confiar, con el firme propósito de publicarlo o destruirlo según su aprobación o su disgusto. Pero al conocerse públicamente sus opiniones favorables acerca del manuscrito, dio tal crédito a mi empresa que pronto se cambiaron las reservas de aquellos que tenían mejor opinión de mi pincel que de mi pluma, transformándose sus burlas en una gran expectación. Sobre todo cuando aquellos mismos amigos me ofrecieron amablemente llevar mi obra a la imprenta. Y aquí rengo que reconocerme particularmente agradecido a un caballero que ha corregido y enmendado al menos una tercera parte del texto. Debido a su ausencia y a sus otras ocupaciones, algunos folios fueron a la imprenta sin revisar y el resto fueron ocasionalmente examinados por otros dos amigos. Si en cualquier caso se encontrasen incorrecciones en la escritura estoy dispuesto a reconocer que soy el único responsable, aunque confieso que no me preocupan tanto si se reconoce su utilidad en sus aplicaciones a la verdad y a la naturaleza. Cuestiones fundamentales en las que, si el lector considerase conveniente corregir algunos errores, me daría con ello un gran placer, honrando de este modo la obra.