CAPÍTULO XI

De la PROPORCIÓN

Si alguien preguntara qué es lo que constituye una figura humana bien proporcionada, la respuesta habitual sería rápida y aparentemente concluyente: una justa simetría y una armonía de las partes con respecto al todo. Pero como esta vaga respuesta probablemente surge de doctrinas que no conciernen a la forma, o de los vanos esquemas que sobre tales doctrinas se han construido, creo que tras una oportuna investigación, se dejará de pensar este tipo de cosas.

Para lo cual es ahora necesario añadir un argumento más a aquellos que se dieron en la introducción, para convencer al lector de que debe considerar los objetos como finas cubiertas vacías. Y es que, gracias a este artificio, el lector podrá separar y distinguir las dos ideas generales —como vamos a llamarlas—, concernientes a la forma. Ideas que pueden combinarse y hacerse coincidir en la mente, pero que es necesario mantener separadas y considerarlas aisladamente, a fin de que podamos distinguirlas con claridad.

En primer lugar, aquellas ideas generales de las que ya hemos hablado en los capítulos anteriores y que se refieren a la superficie o apariencia externa de la forma, considerada únicamente según su carácter ornamental. Y en segundo lugar esa idea general, de la que ahora nos ocuparemos, que se tiene habitualmente de la forma, como proveniente de la adecuación a alguna utilidad o a algún fin.

Hasta ahora no hemos intentado sino establecer e ilustrar tan sólo esta primera idea, mostrando primero la naturaleza de la variedad y después sus efectos sobre la mente, junto con la manera en que se producen tales impresiones a través de las diferentes sensaciones que llegan al ojo, a medida que se mueve y recorre toda clase de superficies[1].

Algo que podría corresponder a esta primera idea sería la superficie o apariencia externa de una pieza decorativa, que presentara todas las curvas que las líneas son capaces de describir y que al mismo tiempo no tuviera utilidad alguna, ni manera de ser aplicada, sino que simplemente sirviera para distraer la mirada. De esta clase es por ejemplo la figura que parece una hoja, en la parte inferior de la lámina I, junto a la figura 67. Está tomada de un fresno y constituye una especie de lusus naturae, que se desarrolla como una excrecencia, pero tan bonita en las sinuosidades de sus líneas, que ni siquiera Gibbons[2], con sus propios materiales podría igualarla, ni los grabados sobre plancha de cobre de un Edlinck[3], o de un Drevet[4] le harían tanta justicia.

Obsérvese que el gusto actual en decoración parece inspirarse en parte en producciones de esta clase, que podemos encontrar en otoño entre las plantas, en particular en los espárragos, cuando no se recogen a tiempo.

Trataré a continuación de explicar, de un modo mucho más completo de lo que lo hice en el capítulo I sobre la Adecuación, a qué se refiere la que yo he llamado, para distinguirla, la segunda idea general de la forma. Y comenzaré observando que, aunque inevitablemente tendremos que hablar también de las superficies, no nos limitaremos sin embargo a considerarlas únicamente como superficies, como hasta ahora hemos hecho. Pues ahora tenemos que considerar los pesos y los volúmenes, e incluso lo que puede haber en su interior o lo que los forma. Como por ejemplo, cantidades o dimensiones dadas que delimitan alguna substancia, o que producen el movimiento, la acción o la inmovilidad, y otras cuestiones de utilidad para los seres vivos. Lo que espero que a la larga nos proporcione una comprensión aceptable de la palabra proporción.

Por lo que se refiere a estas sensaciones conjuntas del peso y el movimiento, ¿no sentimos claramente, incluso sin hacer la prueba, cuándo una palanca cualquiera es demasiado débil o no es lo suficientemente larga como para producir determinado movimiento, o cuándo un muelle no basta? ¿Y no encontramos por experiencia qué peso o medida debe añadirse o quitarse en un caso determinado? Si es así, y por consiguiente tanto los volúmenes generales como particulares de las formas están conformados bajo principios mecánicos para fines determinados, entonces, con qué facilidad concluiremos a partir de estas consideraciones en un juicio de la proporción conveniente, que es una parte fundamental de la belleza para la mente, aunque no lo sea siempre para la mirada.

Nuestras necesidades nos han enseñado a moldear la materia de diversas formas y a darle proporciones adecuadas para cada uso particular, tal como sucede con las botellas, las copas, los cuchillos, los platos, etc.

¿Acaso no es el ataque lo que ha dado lugar a la forma de la espada y la defensa a la del escudo? ¿Y qué otra cosa sino la propia adecuación de las parres es la que ha establecido las diferentes dimensiones de pistolas, pistolones, fusiles, escopetas y trabucos? Cuyas diferencias en lo que se refiere a la forma se pueden llamar con propiedad los diferentes caracteres de las armas de fuego, como se llaman caracteres a las diferentes formas de hombres.

Encontraremos también, que la profusa variedad de formas que nos presentan todos los animales de la creación, proviene principalmente de la adecuación precisa de sus parces, destinadas a realizar los movimientos peculiares de cada uno.

Y aquí creo que será oportuno comenzar a hablar de la diferencia más curiosa, con respecto a la adecuación, entre las máquinas vivientes de la naturaleza y las pobres máquinas que en comparación con ellas los hombres son capaces de crear. Distinción mediante la cual tengo la esperanza de poder mostrar qué es lo que constituye la suprema belleza de la proporción en la figura humana.

Por orden del gobernador ha construido Mr. Harrison[5] un reloj para conocer con exactitud el tiempo en el mar, cuyo mecanismo quizás sea uno de los más delicados que se hayan construido. Actualmente está haciendo otro. ¡Qué afortunado el ingenioso inventor al conseguir lo que se proponía! Por más que, tanto la forma del conjunto, como la de cada pieza de esta curiosa máquina, resulte tan confusa o enojosa a la mirada y sus movimientos sean desagradables de contemplar. Ningún elemento ornamental formaba parte de su proyecto, con la excepción naturalmente del necesario pulimento de las piezas. Y si se requerían adornos para mejorar su configuración, debía ponerse mucho cuidado para que estos no obstruyesen el propio movimiento. De hecho, la mayoría de estos adornos serían superfluos para el objetivo principal. Sin embargo, en los mecanismos de la naturaleza, vemos fascinados cómo belleza y utilidad se dan la mano. De haber sido una máquina de este tipo obra de la naturaleza, tanto el conjunto como cada una de las partes habría tenido una exquisita belleza de forma, sin perjudicar por ello la perfección de su movimiento, como si sólo hubiese sido concebida para adornar. Sin duda, también sus movimientos serían más graciosos, y no tendría necesidad de nada que fuera superfluo para la consecución de estos encantadores propósitos. Esta es la diferencia entre la adecuación de las máquinas naturales (una de las cuales es el hombre) y aquellas creadas por las manos de los morrales. Diferencia que nos lleva a la cuestión principal que nos proponíamos: esto es, mostrar qué es lo que constituye la suprema belleza de la proporción.

Hace algunos años trajeron de Francia un pequeño mecanismo de resorte, que tenía cabeza y patas de pato, y estaba construido de tal modo que recordaba un poco a ese animal apoyándose en una pata y estirando la otra hacia atrás. Este pato giraba la cabeza, abría y cerraba el pico, agitaba las alas y meneaba la cola[6]. Es decir, realizaba los movimientos más simples y sencillos de los seres vivos. Y sin embargo, para la mera ejecución de estos pocos movimientos, esta estúpida —aunque alabada— máquina aparecía al abrirla por dentro como un objeto complejo, confuso y desagradable; y ni siquiera el estar cubierta con una piel semejante a la de un pato auténtico, estrechamente adherida a su cuerpo, arreglaba demasiado su figura. Y de no ser porque se había disecado para darle aquella forma, parecería un saco de tornillos, tuercas y bisagras.

Vemos de nuevo por tanto que, cuanta mayor variedad pretendamos darle a nuestros movimientos, más insignificantes, más confusas y poco decorativas se vuelven las formas y, salvo en raras ocasiones, ni el azar puede ayudarlas. ¡Qué diferentes las formas de la naturaleza que, cuanto mayor es la variedad de sus movimientos, mayor es la belleza de las partes que lo producen! Los animales con aletas, al ser capaces de menos movimientos que otras criaturas, son también por ello de formas menos bellas. Esto puede observarse también en codas las especies, pues siempre los más agraciados son los que mejor se mueven. Así, las aves de aspecto desgarbado raramente vuelan bien, y tampoco el pez hinchado se desliza con la misma soltura con que lo hace uno esbelto. Los animales de formas más elegantes siempre se distinguen por su velocidad. Buena muestra de ello son el caballo y el galgo, entre los cuales es raro que el más bellamente conformado no sea también el más rápido.

El caballo de guerra es más apto para la fuerza que el caballo de carreras. Pero si le otorgáramos a este último la potencia del primero, le añadiríamos con ello más peso en las partes menos adecuadas para la velocidad, con lo que sin lugar a dudas reduciríamos de algún modo y destruiríamos así esa delicada adecuación de sus hechuras. Sin embargo, mediante este añadido, se conseguiría una calidad de movimientos superior a la de la velocidad, que le daría así la capacidad de moverse fácilmente de modos diferentes y graciosos, como los que nos gusta contemplar en los andares de un bien adiestrado caballo de guerra. Lo que a la vez le añadiría gracia y majestad a su figura, de la que antes tan sólo podía decirse que tenía una elegante esbeltez. Esta noble criatura ocupa uno de los lugares preferentes entre las bestias. Y no es en absoluto contrario a la adecuación natural que el más útil de los animales de la creación pueda distinguirse también como el más bello.

Sin embargo, hablando con propiedad, no hay criatura viviente capaz de moverse de modos tan variados y graciosos como la especie humana, y no será preciso añadir cuán superiores son sus formas y texturas en belleza.

Seguramente, tras lo que se ha dicho acerca de la figura y el movimiento, quede claro y evidente que la naturaleza ha acertado al hacer mutuamente necesarias la belleza de proporción y la belleza de movimiento. Así, la observación que antes hicimos sobre los animales, puede aplicarse igualmente al hombre. Es decir, que aquel que está mejor proporcionado se moverá también con mayor delicadeza, no sólo en la gracia o sencillez de su porte, sino también por ejemplo, en el baile.

Esto podría ser una especie de confirmación adicional de lo que se ha dicho acerca del método con que obra la naturaleza. Por otro lado, vale la pena señalar que, cuando algunas parces del cuerpo humano están ocultas o no intervienen directamente en el movimiento, rodas aquellas formas ornamentales que aparecen ostensiblemente en músculos y huesos[7], se han descuidado totalmente por innecesarias, pues la naturaleza no hace nada en vano. Este es evidentemente el caso de los órganos internos, ninguno de los cuales posee la más mínima belleza, excepto el corazón, parte noble y especie de primer motor, figura simple y bien variada, conforme a la cual han sido creados algunos de los más elegantes jarrones y urnas romanas.

Teniendo presente todo esto en la memoria, nuestro próximo paso será hablar, en primer lugar, de las dimensiones generales (tales como la altura total del cuerpo en relación a su anchura, o de la longitud de un cuerpo en relación a su grosor) y, en segundo lugar, de aquellas dimensiones de una variedad demasiado compleja como para ser descritas mediante líneas. Las primeras pueden reducirse a unas pocas líneas rectas cruzándose entre sí, lo cual podrá entenderlo todo el mundo sin dificultad. Pero las segundas requerirán un poco más de atención, porque señalan con precisión cada modificación, contorno o límite de la figura humana.

Para ser un poco más explícito comenzaré, en lo que se refiere a la primera parte, mostrando qué clase de medición factible podría emplearse para conseguir la variedad más adecuada a las proporciones de las parres de un cuerpo. Y digo factible, porque la enorme variedad de la compleja disposición de las partes de la figura humana no permitirá medir las distancias de una parte a otra mediante líneas o puntos, más allá de un cierto grado o cantidad, sin producir una gran perplejidad en la operación misma, o con­fundir a la imaginación. Por ejemplo, si decimos que una línea que representa un ancho y medio de la muñeca es igual a la anchura real de la parte más gruesa del brazo, por encima del codo, ¿no se nos preguntaría a qué parte de la muñeca nos referimos? Pues si colocamos un par de calibres, la distancia de los puntos será diferente, según estén más cerca o más lejos de la mano, e igualmente variará si los hacemos girar alrededor de la muñeca, ya que es más estrecha por un lado que por otro. Pero supongamos —siguiendo esta argumentación— que tuviéramos que medir su diámetro, ¿no nos preguntaríamos de nuevo cómo ha de medirse, si por el lado más estrecho del brazo, o por el más ancho? ¿Y a qué distancia del codo? ¿Y cuando el brazo esté extendido o cuando esté doblado? Pues también esto introduce una considerable diferencia, ya que en esta última posición el músculo llamado bíceps, en la cara delantera del brazo, se hincha como una bola por un lado y se estrecha por el otro. Más aún, todos los músculos cambian de apariencia según los diferentes movimientos. Por tanto, a pesar de lo que opinen algunos autores, no es posible establecer mediciones matemáticas exactas para establecer la verdadera proporción del cuerpo humano.

La conclusión por tanto es la siguiente: que sólo mientras imaginemos que todas las alturas y anchuras del cuerpo o de los miembros son como las figuras regulares de los cilindros, o como la pata de la fig. 68 en la L. I (redondeada como un canto rodado), sólo entonces son aplicables o de alguna utilidad las medidas de anchura y longitud para el conocimiento de ja proporción. Por lo tanto, como todos los esquemas matemáticos son ajenos a nuestro propósito, trataremos de erradicarlos de nuestro método. Y por ello, no puedo dejar de señalar que Alberto Durero (véanse las dos insípidas figuras que se han sacado de sus libros acerca de la proporción: fig. 55, L. I. int. dcha.), Lomazzo y algunos otros, no sólo han confundido a todo el mundo con un montón de minuciosas e inútiles divisiones, sino que además lo han hecho con la extraña convicción de que esas divisiones se rigen por las leyes de la música. Tal error parece proceder de que han encontrado que determinadas divisiones en una cuerda, uniformes y consonantes, producen armonía para el oído, y están convencidos de que distancias similares, en las líneas que pertenecen a la forma, podrían deleitar del mismo modo la mirada. Pero en el capítulo tercero, sobre la Uniformidad, se demostró que lo cierto es precisamente lo contrario. «La longitud del pie con respecto a su anchura —dicen ellos— hace una doble suprabipartición, un diapasón y un diatesseron»[8]. Lo cual en mi opinión podría ser tan aplicable al oído, como a una planta, un árbol o a cualquier otra forma. Y ello a pesar de que esta clase de conceptos se han impuesto hace ya tanto tiempo, que las palabras armonía de las partes parecen tan aplicables a la forma como a la música.

A pesar de lo absurdo de tales esquemas, este tipo de medidas, como las que se sacan de las estatuas antiguas, pueden prestar algún servicio a los pintores y escultores, especialmente a los jóvenes principiantes. Pero esto es muy diferente del servicio que prestan a los arquitectos y constructores las medidas sacadas del mismo modo de edificios antiguos. Pues éstos no se ocupan sino de figuras geométricas simples, cuyas medidas no sirven sin embargo más que para copiar lo que ya se hizo anteriormente.

Las pocas medidas de las que hablaré, para establecer las dimensiones generales de una figura, deberán tomarse sólo mediante líneas rectas. Ellas nos permitirán una más fácil comprensión de lo que podríamos llamar el cálculo de los volúmenes del cuerpo, imaginando que éste es sólido como una estatua de mármol, tal como se describió cuando explicamos el empleo de los alambres en la introducción (véase la fig. 2 de la L. I, ext. sup. izda.). Mediante este sencillo método pueden adquirirse ideas claras de lo único que —en mi opinión— requiere medición: esto es, qué longitudes precisas y qué anchuras son las más idóneas en general.

Las dimensiones más generales de un cuerpo o de los miembros son sus longitudes y anchuras o grosores. Desde este punto de vista, la gracia de una figura depende en primer lugar —según el carácter que represente— de la adecuada proporción de estas líneas o alambres (que vienen a ser como su medida) entre sí. Y cuanto más variadas sean estas líneas unas con respecto a otras, tamo más variadas serán las futuras divisiones que han de hacerse en ellas. Y, por supuesto, cuanto menos variadas sean estas líneas tendrán igualmente menor variedad las partes en las que ellas aparecen, al tener que conformarse a las mismas. Por ejemplo, la cruz formada por dos líneas exactamente iguales (fig. 69, L. II, ext. dcha.) que se cortan por su centro, podría reducir la figura de un hombre dibujado según ella a la desagradable apariencia de ser tan alto como ancho. Y las dos líneas que se cruzan, para conformar el largo y el ancho de una figura, carecerán de variedad en un sentido contrario, al ser una línea demasiado corta en relación con la otra y, por consiguiente, igualmente incapaz de generar una figura de variedad aceptable. Para comprobar esto, será muy sencillo para el lector hacer el experimento de trazar una o dos figuras, por imperfectas que sean, reducidas dentro de tales límites. Entre estas dos hay un término medio, adecuado a todos los caracteres, que se puede determinar a ojo fácil y claramente.

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Así, si las líneas de la fig. 70 (L. II, ext. dcha.) hubieran de ser las medidas de la longitud y la anchura máximas para las figuras de un hombre o de un jarrón, rápidamente se ve que la más larga no lo es bastante con respecto a la otra para la figura de un hombre apuesto, e incluso un jarrón resultaría demasiado alargado como para ser elegante. No hay regia ni compás que puedan resolver este asunto tan rápidamente y con tanta precisión como un buen ojo. Puede observarse que las diferencias menores en las grandes longitudes tienen escasa o ninguna relevancia en lo que se refiere a la proporción, ya que no se pueden distinguir. Por ejemplo, un hombre es pulgada y media más bajo cuando se acuesta por la noche que al levantarse por la mañana, sin que sea posible percibirlo. En caso de una apuesta, tal vez Riera necesario el empleo de la regla o el compás, pero rara vez en otras ocasiones.

En mi opinión no se necesita mucho más para establecer la altura en relación a la anchura. Con ello, creo haber demostrado claramente que no es posible fijar exactamente, tan sólo mediante líneas, las proporciones del cuerpo humano y que, en caso de que existiesen tales proporciones, sería el propio ojo el que tendría que escoger, según lo que le resultase más agradable.

Habiendo entonces despachado de este modo el problema de las dimensiones en general, que es tanto como decir el problema de las proporciones tal y como se ven cuando estamos vestidos, las consideraremos ahora según el segundo y más difundido método, desde el punto de vista cotidiano de la observación común, y apelando como lo estamos haciendo a nuestros propios sentimientos o a la percepción conjunta de la figura y el movimiento.

Quizás, si mencionamos dos o tres ejemplos conocidos, nos demos cuenta de que casi todo el mundo conoce mejor de lo que se imagina esta parte especulativa de la proporción. Esto le sucederá especialmente a quien haya observado con frecuencia cuerpos desnudos haciendo ejercicio físico y, mejor aún, si está de algún modo interesado en el éxito de estos ejercicios. Pues, cuanto más informado esté de la naturaleza del propio ejercicio, tanto mejor podrá valorar la figura que compone. Por esta razón, apenas dos boxeadores se desnudan para el combate, hasta un carnicero se muestra como un considerable crítico de la proporción. Y, sobre un juicio semejante, a menudo apuesta a favor o en contra de uno u otro, simplemente con echar un vistazo a los combatientes. Yo he oído a un herrero hablar como un anatomista o un escultor —aunque quizás no con sus mismos términos— sobre la belleza del cuerpo de un boxeador. Y creo firmemente que cualquiera de nuestros aficionados al atletismo sería capaz de instruir y dirigir al mejor de los escultores contemporáneos —en el caso de que no haya visto este ejercicio o lo ignore todo sobre él— sobre cómo darle a la estatua de un boxeador inglés una proporción y caracterización mucho mejores de las que pueden verse en ese famoso grupo de boxeadores o —como algunos los llaman— gladiadores romanos, tan admirado hasta hoy.

Es cierto que, como la mayoría de la partes del cuerpo permanecen constantemente cubiertas, todas sus proporciones no pueden conocerse por igual. Pero, como las mayas son tan finas y están tan ceñidas al cuerpo, todo el mundo puede juzgar las diferentes formas y proporciones de las piernas con bastante exactitud. Las damas hablan siempre con mucha propiedad de cuellos, manos y brazos, y con frecuencia señalan fácilmente aquellas bellezas o defectos particulares, que escaparían incluso a la observación de un hombre de ciencia. Sin duda tales diagnósticos no podrían pronunciarse con tal certeza, si el ojo no fuera capaz de medir y juzgar los grosores y longitudes con gran precisión. Es más, para poder percibir con la precisión con que a menudo lo hacen, debe tener el ojo también la capacidad para percibir esas delicadas sinuosidades en la superficie, que han sido descritas en la página 86, a las cuales se refieren las dos ideas generales mencionadas al comienzo de éste capítulo.­

Si esto es así, ciertamente está al alcance del hombre de ciencia, con no menor capacidad de observación, avanzar todavía más allá y concebir —cambiando sólo un poco su modo de pensar— muchas otras circunstancias necesarias acerca de la proporción. Tales como en que medida y de qué modo los huesos ayudan a componer un volumen y a sostener las otras partes, o como cuáles son los pesos y medidas adecuados de los músculos (según el principio de la balanza romana) para mover determinada longitud de brazo con una velocidad o fuerza determinadas.

Sin embargo, aunque la mayor parte de este asunto puede entenderse fácilmente mediante la mera observación, ayudada por la ciencia, me temo que todavía será difícil establecer una idea clara de lo que constituye o compone la suprema belleza de la proporción, tal como se ve en el Antinoo (fig. 6, L. I), reconocida, desde este punto de vista, como la más perfecta de las estatuas antiguas. Pues el Antinoo expresa una energía varonil en todas sus proporciones, de la cabeza a los pies, a pesar de que también el encanto parece haber sido el propósito del escultor, como en la Venus.

Como esta obra maestra del arte es tan famosa, vamos a intentar tenerla presente como modelo, y trataremos de construir o reunir en la mente distintos elementos que parezcan componer otra figura igual que ésta. Y al hacerlo nos daremos cuenta de que esto se produce, sobre codo, por medio de la agradable sensación que poseemos naturalmente, según la cual sabemos qué cantidades y dimensiones de las partes son más adecuadas para producir la mayor fuerza para mover o para soportar grandes pesos, o cuáles son más adecuadas para la más ligera agilidad, e incluso para distinguir cada grado entre estos dos extremos.

Quien haya perfeccionado sus ideas sobre estas cuestiones, mediante la común observación y con ayuda de las artes referentes a ellas, será probablemente el que con mayor precisión y claridad conciba la aplicación de las diversas partes y dimensiones que se le puedan ocurrir, con el siguiente método descriptivo de disponer sus ideas para formar la de una figura bella y proporcionada.

Habiendo elegido el Antinoo como modelo, supongamos ahora que colocamos a su lado una figura pesada y elefántica como la de un Atlas, realizada con músculos y huesos tan gruesos como para soportar un peso enorme, de acuerdo con su carácter de fuerza extraordinaria. E imaginemos al otro lado la esbelta figura de un Mercurio, en la que todo está pensado primorosamente para la máxima liviandad y agilidad, con finos huesos y delgados músculos, apropiados para sus ágiles saltos. Ambas figuras han de representarse con la misma estatura, sin exceder de seis pies[9].

Dispuestos pues estos extremos, imaginemos ahora que el Atlas fuese reduciendo gradualmente determinadas porciones de sus huesos y sus músculos propios para la agilidad, como si tendiese a poseer la forma etérea y la cualidad del Mercurio; mientras que, por el otro lado, vemos al Mercurio aumentando su delgada figura en la misma proporción y creciendo al mismo tiempo en la forma del Atlas, recibiendo en el mismo sitio de donde proceden las mismas cantidades que el otro va perdiendo. Al aproximarse el uno al otro en peso; por supuesto deben pensarse sus formas como si se volviesen cada vez más parecidas, hasta que en cierto momento se encuentren en una justa semejanza, que serla el punto medio exacto entre los dos extremos. Puede concluirse que ésta sería la forma precisa de la proporción exacta, la más adecuada para la perfecta fuerza activa o la gracia de movimientos, tal como el Antinoo que propusimos imitar e imaginar[10].

Me preocupa que esta parte de mi esquema, que explica la proporción exacta, no quede todo lo clara que pudiera desearse. Sea como fuere, debo someterla al lector, como el mejor recurso en tan difícil situación. Por consiguiente, solicitaré su permiso para tratar de ilustrarle un poco más, observando cómo del mismo modo dos colores opuestos cualesquiera del arco iris, formarían entre ambos un tercer color, compartiendo mutuamente sus cualidades específicas. Por ejemplo, el amarillo brillante y el azul celeste, que está situado a cierra distancia del primero, si se aproximan visiblemente y se combinan gradualmente, como en el caso anterior, atemperando más que destruyendo la fuerza de cada uno de los colores, hasta que se encuentran en un compuesto de ambos en el que se pierde la visión de los colores que había originariamente, y en su lugar hallamos el más agradable de los verdes. Color elegido por la naturaleza para vestir la tierra y de cuya belleza la vista jamás se cansa.

A partir de las ideas que la descripción de las tres figuras anteriores pueda haber evocado en nuestra mente, podemos fácilmente componer con ellas otras diversas proporciones. Y así como el pintor mezcla fácilmente el tono que le gusta, mediante un cierto orden en la disposición de los colores sobre la paleta, así podremos mezclar y componer nosotros en nuestra imaginación los elementos adecuados para crear un determinado carácter o, al menos, para descubrir de qué modo se componen estos caracteres, cuando los encontramos en el arte o en la naturaleza.

Pero quizás la palabra carácter, referida a la forma, a pesar de que se usa con tanta frecuencia, puede no ser bien entendida por todo el mundo, pues ni yo mismo recuerdo haberla visto explicada en ningún sirio. Por eso, y por lo que mostraré más adelante de la utilidad de considerar la forma y el movimiento conjuntamente, no será inoportuno advertir que, a pesar de que un carácter depende en primer lugar de que su figura sea característica, tanto en su forma como en algunos de sus detalles, seguramente no haya ninguna figura tan singular como para que pueda concebírsela como un carácter, hasta que no la relacionemos con alguna circunstancia notable o causa de su específica apariencia. Por ejemplo, una persona gruesa y sucia no puede recordar el carácter de un sileno hasta que lo relacionamos con la idea de voluptuosidad. De igual modo, la fuerza para la carga y la pesadez de la figura se encuentran reunidas tanto en el carácter de un Arias, como en el de un porteador. Cuando consideramos el gran peso que con frecuencia tienen que transportar los porteadores, ¿no estamos dispuestos a admitir que hay una adecuación o conveniencia en el orden toscano de sus piernas, por el cual sus proporciones se convierten en los caracteres de su figura? También los remeros tienen un modelo o carácter particular, pues sus piernas son notables por su pequeñez, ya que, como es natural, la mayor demanda de nutrición procede de las partes que son más ejercitadas, con lo que las partes que permanecen relajadas son las que más menguan o al menos no crecen hasta su tamaño completo. Raro es el remero del Támesis cuya figura no confirme esta observación. Por ello, si yo tuviera que pintar el carácter de un Caronte, tendría que distinguir su aspecto del de un­ hombre común y, a pesar de que pudiese parecer un poco bajo, me atrevería a representarle con hombros anchos y con piernas raquíticas, aunque no pudiese fundarme en la autoridad ele una estatua o de un bajorrelieve antiguos.

Creo que no puedo aclarar más lo que se ha dicho sobre la proporción, sino haciendo algunas observaciones acerca de la notable belleza del Apolo del Belvedere, que le hace incluso preferible al Antinoo. Me refiero a ese suplemento de grandeza añadido a la misma gracia y belleza que podemos encontrar en el Antinoo.

Estas dos obras maestras del arte pueden verse en Roma juntas en el mismo palacio. Mientras que el Antinoo solamente llena al espectador de admiración, el Apolo le produce sorpresa y —como afirman quienes lo han visitado— le impresiona por su apariencia algo más que humana. Apariencia que, por supuesto, apenas son capaces de describir. Según dicen, este efecto les resulta aún más asombroso, cuando se dan cuenta de sus evidentes desproporciones. Uno de los mejores escultores que tenemos en Inglaterra, que recientemente fue a visitar estas obras, me confirmó lo que acabo de decir; particularmente que las piernas y muslos del Apolo eran demasiado largas en comparación con los miembros superiores. Y Andrea Sacchi, uno de los grandes pintores italianos, parece ser de la misma opinión[11]. Pues de lo contrario no le habría dado a su Apolo coronando al músico Pasquilini[12], en una famosa pintura que se encuentra actualmente en Inglaterra, las proporciones exactas del Antinoo, a pesar de que parece ser una copia directa del Apolo.

Aunque en muchas de las grandes obras podemos ver que a menudo se presta menor atención a la parte inferior, aquí no puede suceder lo mismo, pues en una bella estatua la proporción es una de sus bellezas esenciales. Y esta es por consiguiente la verdadera razón por la que estos miembros han sido alargados a propósito, pues de lo contrario se podría haber evitado fácilmente esta incorrección.

Si examinamos con cuidado las bellezas de esta Figura, podremos concluir razonablemente que lo que hasta ahora hemos tenido por inexplicablemente superior en su apariencia general, ha sido motivado por lo que parecer ser un error en alguna de sus partes. Pero intentemos aclarar tanto como sea posible esta cuestión, pues ella puede añadir mayor fuerza a nuestros argumentos.

Al ser las estatuas más grandes que el original (como sucede en este caso, que es una estatua mayor incluso que la del Antinoo), se produce con ello un efecto de cierta nobleza, de acuerdo con el principio de la magnitud[13]. Pero tan sólo la magnitud no es suficiente para otorgar lo que propiamente podríamos llamar grandeza de proporción. Si las figuras 17 y 18 (L.. I, int. dcha.) hubiesen sido dibujadas o esculpidas a una escala de diez pies de altura, tendrían proporciones de pigmeo, mientras que, por otro lado, una figura de apenas dos pulgadas podría representar una altura gigantesca.

Por consiguiente, la grandeza de proporción se ha de considerar según la aplicación de la regla de la magnitud a aquellas partes del cuerpo que pueden tener mayor importancia por la gracia de sus movimientos, como el cuello por su longitud y por los giros de cisne de la cabeza, y las piernas y los muslos para la mayor movilidad del conjunto de las partes superiores. Por eso nos encontramos que si hiciésemos el Antinoo de una altura semejante a la del Apolo, no conseguiríamos sin embargo ese efecto de superioridad o de grandeza característico de este último. Por tanto los añadidos necesarios para obtener esta grandeza de proporción —como puede verse en este caso añadida a la gracia— deben hacerse solamente en las partes mencionadas. No conozco mejor manera de demostrar esta cuestión que apelar, al igual que antes, a la mera observación y al propio ojo del lector.

Tras haber reconocido que el Antinoo tiene las proporciones más justas posibles, veamos que le podríamos añadir, según el principio de la magnitud, sin restarle nada de su belleza. Si por ejemplo nos imaginamos que agrandamos las dimensiones de su cabeza, en seguida nos damos cuenta de que esto sólo produce deformidad. Si lo hacemos con sus manos o sus pies, nos encontraremos con algo grosero y poco elegante. Si alargásemos la longitud de sus brazos, sentiríamos que le quedan colgando y desgarbados. Si le añadiésemos longitud o anchura a su cuerpo, sin duda lo encontraríamos pesado y recargado. Nos quedan por tanto solamente el cuello, las piernas y los muslos. Y en estos encontramos no sólo que admiten ciertas adiciones sin causar ningún efecto desagradable, sino que mediante ellas se consigue la última perfección en lo que se refiere a las proporciones de la figura humana: la grandeza, tal como se expresa en el Apolo y puede igualmente confirmarse en los dibujos del Parmigiano, en los que abundan estos detalles. Por este motivo todos los auténticos aficionados han dicho de sus obras que, a pesar de sus incorrecciones, poseen una inexpresable grandeza de gusto.

Volvamos ahora a las dos ideas generales que establecimos al principio de este capítulo, y recordemos que en la primera, sobre la superficie, he mostrado de qué modo se pueden medir las proporciones humanas, modificando el volumen del cuerpo según la proporción dada por dos líneas. Y que la segunda y más extensa idea general de la forma procedía de la adecuación al movimiento. He intentado explicar por todos los medios a mi alcance que cada uno de los detalles y mínimas dimensiones del cuerpo debe conformarse a propósitos tales como los del movimiento, como ya ha sido suficientemente establecido. Y que del conjunto de estos detalles, debe depender la verdadera proporción de cada carácter. Proporción que establece nuestra sensación conjunta de volumen y movimiento. Tal explicación de las proporciones del cuerpo humano, aunque imperfecta, puede posiblemente preparar el terreno hasta que encontremos otra explicación más plausible.

Como el Apolo (fig. 12, L. I, inf. dcha.) ha sido mencionado tan sólo por la grandeza de su proporción, creo que, en honor a tan bella obra, deberíamos añadir una o dos observaciones acerca de su perfección. Observaciones que además no serán en absoluto ajenas al rema que estamos tratando.

Aparte de lo ya admitido comúnmente, si consideramos al Apolo según las reglas aquí expuestas para la constitución o composición de un carácter, descubriremos el gran ingenio de su autor al escoger las proporciones de esta divinidad, que cumplen dos nobles propósitos a la vez. Ya que estas dimensiones, que parecen otorgarle tanta dignidad, son además las más adecuadas para expresar la mayor velocidad. ¿Y qué otra cosa podría caracterizar mejor al dios de la luz, que se expresase en una estatua con tanta fuerza y elegancia, sino la velocidad superior y la honorable belleza? Y, continuando con la alusión a la velocidad[14], qué poéticamente ejecuta la acción en que ha sido dispuesto, con qué agilidad asciende hacia lo alto, como si disparara sus flechas ante sí, como si de rayos de sol se tratasen. Esto al menos es lo que se puede suponer según la creencia de que está luchando contra el dragón Pitón[15]. Todo lo cual es ciertamente contrario a la actitud erguida de Apolo y a su aspecto benevolente[16].

Tampoco se descuidaron las partes inferiores. También su túnica, que cuelga de sus hombros, cubriendo su brazo extendido, cumple una triple misión. En primer lugar contribuye a mantener su apariencia general dentro del esquema de la pirámide que, al estar invertida, es para una sola figura, mucho más natural y armónica que la de una pirámide sobre su base. En segundo lugar, cubre el ángulo vacío que queda bajo el brazo y evita así la rectitud de las líneas que obligatoriamente forma el brazo con el cuerpo en esa postura. Por último, así extendida en agradables pliegues, ayuda a satisfacer la mirada con su noble magnitud en toda la composición, sin privar al espectador de ninguna de las bellezas del desnudo. En resumen, si se diese una conferencia sobre ella, esta figura podría servir para ejemplificar todos los principios de los que hasta ahora hemos tratado. Por lo tanto, concluiremos con ella no sólo todo lo que tenemos que decir sobre la proporción, sino también nuestra explicación lineal de la forma, excepto de aquellas de las que todavía tenemos algún detalle que ofrecer, como la cara, de la que no nos ocuparemos hasta que no hayamos hablado de la luz, la sombra y los colores.

Como me han sido tan útiles algunas de las estatuas antiguas, rogaría que se me permitiera concluir este capítulo con un par de observaciones generales al respecto.

Los más diestros en las artes imitativas han admitido que, aunque hay muchos restos de estatuas antiguas de características notables, sin embargo, hablando sin exageraciones, no habrá más de veinte restos que, con justicia, puedan llamarse fundamentales. A pesar de la ciega veneración que generalmente se rinde a la Antigüedad, hay sin embargo una razón para tener en cierta estima incluso muchas piezas bastante imperfectas. Me refiero a ese peculiar sentido de la elegancia que tan visiblemente se manifiesta en todas ellas, hasta en el más incorrecto de sus bajorrelieves. Sentido que, estoy convencido que el lector admitirá, se debe al perfecto conocimiento que los antiguos debieron tener del uso de la línea serpentina precisa.

Pero, al no haber sido suficientemente comprendida desde entonces la causa de esta elegancia, no es sorprendente que sus efectos hayan resultado misteriosos y hayan conducido a la humanidad a una especie de valoración religiosa e incluso fanática de las obras antiguas.

No es preciso ser muy astuto para sacar buen provecho de aquellos cuya ilimitada admiración cae en el entusiasmo. Es más, creo que hay alguno que todavía continua con su confortable negocio de estos originales, que, al estar tan desfigurados y mutilados por el tiempo, es imposible saber, sin un buen par de anteojos de doble lente del connoiseur, si fueron alguna vez buenos o malos. Ellos también se ocupan de las copias falsificadas que hacen pasar por originales. Y quien se atreva a señalar tales abusos se verá inmediatamente difamado y tachado de ignorante de la sublime verdad, engreído y envidioso.

Pero, como la mayor parte de la humanidad disfruta más con lo que menos comprende, quizás sean entonces iguales las ganancias para el engañado y para el embaucador. Al menos esta parece haber sido la opinión de Butler[17] cuando afirma:

Doubtless the pleasure is as great

In being cheated, as to cheat.[18]