CAPÍTULO XIV
Del COLOR
Por belleza de color los pintores entienden aquella disposición de los colores en los objetos que, en combinación con sus sombreados correspondientes, aparecen diversificados, a la par que artísticamente reunidos, en todo tipo de composiciones. Aunque, cuando no se está hablando de ninguna composición en concreto, por tal se entiende principalmente el color de la carne.
Para evitar la confusión y habiendo ya hablado suficientemente de las sombras fugadas, sólo describiré la naturaleza y efectos del colorido primario de la carne, en cuya composición, cuando se entiende correctamente, entra todo lo que pueda decirse de los colores de cualquier otro objeto. Y aquí todo el proceso dependerá —como se vio en el capítulo VIII, sobre el modo de componer formas agradables— del arte de la variación; o sea, de la forma artística de diversificar cada tono del color de la carne, siguiendo los principios fundamentales permanentes de los que vamos a hablar.
Pero antes de proceder a mostrar de qué manera estos principios nos conducen a dicho fin, observaremos de qué medios tan curiosos se sirve la naturaleza para producir todo tipo de pieles. Lo cual nos ayudará a hacernos una idea de los principios de variación de los colores y a comprender por qué producen el efecto de belleza.
Es bien sabido que roda la humanidad presenta el mismo aspecto desagradable cuando se les despoja de su piel, ya sea una bella señorita, un anciano moreno o un negro. Pero para ocultar un objeto tan desagradable y producir la diversidad de pieles que se ven en el mundo, la naturaleza ha ideado una piel transparente llamada cutícula, con un revestimiento muy especial llamado cutis. Ambas son tan finas, que una pequeña quemadura puede causarles ampollas e incluso despellejarlas. Estas pieles adheridas son más transparentes en algunas partes del cuerpo que en otras, y son igualmente diferentes en cada persona. La cutícula sola es como una piel de pan de oro, un poco húmeda, pero algo más fina, sobre todo en la gente joven. A su través podrían transparentarse, como a través de una gelatina, tanto la grasa, como la carne y todas las venas, tal y como se encuentran debajo, de no ser por el revestimiento de la dermis, tan curiosamente dispuesta que sólo muestra de modo bello y agradable aquellas partes que se encuentran bajo ella y que son necesarias para la vida y el movimiento.
La dermis está compuesta de finas fibras, como una red, rellenas de diferentes jugos de colores. El jugo blanco produce el cutis pálido, el amarillo produce el color rubio, el amarillo tostado, el color moreno, el verde limón produce el aceitunado, el marrón obscuro, el mulato y el jugo negro produce el color negro. Estos diferentes jugos de colores, junto con las diferentes mezclas de la red y el tamaño de sus fibras en cada zona, producen los diversos tipos de pieles. Una descripción del modo en que aparece el color rosado de las mejillas o los tonos azulados de las sienes, etc., puede verse en el perfil de la figura 95 (L. II, sup. dcha.), en el que hay que imaginar que los trazos negros del grabado serían las fibras blancas de la red, y allí donde los trazos son más gruesos y la zona queda más obscura, hay que suponer que es la parte más blanca de la tez, e igualmente, la parte más blanca del grabado se correspondería con el color bermejo de las mejillas, que se iría matizando en rodas las direcciones.
Algunas personas tienen una red tan homogéneamente tejida por todo el cuerpo, incluida la cara, que ni ante un gran frío o mucho calor cambiarán de color. Estas personas rara vez se sonrojan, por tímidas que sean. Mientras que hay texturas tan finas en algunas mujeres jóvenes, que enrojecen o palidecen a la menor ocasión.
Tengo motivos para pensar que la textura de esta red es de una especie tan delicada, que está sujeta a toda clase de roturas, aunque se regenera enseguida, sobre todo en los jóvenes. El niño de tres o cuatro años, regordete y saludable, la tiene muy perfecta, y es más visible cuando hace un poco de calor. Pero hasta esta edad es un poco imperfecta.
De este modo pues parece que hace la naturaleza su trabajo.
Veamos a continuación cómo puede producirse por medio del arte una apariencia semejante, pintada sobre la superficie de color uniforme de una escultura de cera o de mármol, describiendo qué operaciones conciernen más detalladamente a nuestro presente propósito. Me refiero a la razón por la que nos impresiona con la idea de belleza el orden del que se sirve la naturaleza. Lo que, por cierto, quizás les sea a algunos pintores más útil de lo que ellos mismos creen.
Además del blanco y el negro, no hay más que tres colores originales en pintura. A saber: el rojo, el amarillo y el azul. El verde y el púrpura son dos compuestos. El primero del amarillo y el azul, y el segundo del rojo y el azul. Aunque estos compuestos son tan diferentes de los colores originales que los consideraremos como tales. La fig. 94 (L. II, cent, sup.) representa mezclados, como en la paleta de un pintor, la escala de estos cinco colores divididos en siete clases: 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 7. El número 4 es el medio y el de la clase más brillante, que estaría representada por el rojo vivo, mientras que los números 5, 6, y 7 se desviarían hacia el blanco y los 1, 2 y 3 tenderían hacia el negro. Con luz moderada o a una distancia intermedia del ojo, el 4 aparece como el color más brillante y más estable que el resto. Pero, como el blanco está más cerca de la luz, podría decirse qué es igual sino superior al rojo en belleza. Y por consiguiente los colores 5, 6 y 7 tendrían también casi tanta belleza como éste, pues aunque pierdan su brillo y permanencia de color ganan en luz o en blancura, mientras que los de la ciase 3, 2 y 1 pierden gradualmente su belleza, a medida que se van aproximando al negro, que representa la obscuridad.
Por tanto, a efectos de distinción y ordenación, llamaremos colores frescos, o si se prefiere, colores vírgenes, como dicen los pintores, a todos aquellos de la clase 4 de cada color. Y recordaremos una vez más que en la disposición de los colores, al igual que en la de las formas, la variedad, sencillez, distinción, complejidad, uniformidad y magnitud están destinadas a conseguir la belleza de colorido en la figura humana y, en especial, en la cara, donde es necesaria tanto la uniformidad, como los fuertes contrastes de colores (como por ejemplo, entre los ojos y la boca, que son los que más atraen nuestra atención). Mas para el tono general de la carne, del que ahora nos ocuparemos, se requiere principalmente variedad, complejidad y sencillez.
Habiendo así considerado y clasificado en la paleta el valor de los grados de color, apliquémosla ahora a un busto de mármol blanco (fig. 96, L. II, ext. dcha.), en el que supondremos que agarran los colores como una gota de tinta penetra y se expande por una hoja de papel, matizándose en su entorno, a medida que se expande.
Si se desea que e3 cuello del busto tenga el color de una tez primorosa y llena de vida, ha de mojarse el pincel en los tonos frescos de cada color, como los que se encuentran alineados encima del número 4; si se desea menos primorosa, en los del número 5; para una tez muy clara, los correspondientes al 6 y así hasta que el mármol esté apenas coloreado. Tomemos ahora el número 6 y comencemos a pintar de rojo en la r, de amarillo en la y (yellow), de azul en la b (blue) y de púrpura en la p. Procedamos a recubrir con estos cuatro colores así dispuestos todo el cuello y el pecho, pero cambiando y variando la situación de los distintos tonos entre sí y modificando igualmente sus formas y tamaños tanto como sea posible. El rojo es el que más ha de repetirse, luego el amarillo, después el púrpura rojizo y, por último el azul, que se ha de utilizar muy poco, salvo para las sienes, el dorso de las manos o las zonas donde las grandes venas muestran sus ramificaciones de un modo claramente distinguible, modificando aún más las apariencias.
Pero hay sin duda en la naturaleza variaciones infinitas con respecto al que puede llamarse el orden y disposición más bello de los colores en la carne, y no sólo en personas diferentes, sino incluso en las diferentes partes del cuerpo, todas ellas sujetas a los mismos principios en mayor o menor medida.
Ahora, si imaginamos que se ha hecho este proceso completo con los tonos suaves de la clase 7, tal y como se supone que deben estar dispuestos: rojo, amarillo, azul, verde y púrpura, uno debajo de otro, el color general de la obra parecerá en cuanto nos alejemos un poco, un color primario uniforme; o sea, una piel muy clara, transparente y color perla; aunque nunca tan uniforme como la nieve, el marfil, el mármol o la cera (el color de las amadas de los poetas), ya que cualquiera de estos colores en la carne natural resultaría verdaderamente horrible.
Al igual que en la naturaleza el tono amarillento general de la epidermis matiza los distintos colores, suavizándolos delicadamente y componiendo el conjunto, así los colores supuestamente aplicados sobre el busto aparecerán más unidos y suavizados por los óleos de que están hechos, que adquieren al poco tiempo un tono amarillento, aunque esto puede perjudicar más que beneficiar. Por esta razón, hay que tomar la precaución de que el aceite sea lo más claro posible y que conserve lo mejor posible sus colores en el óleo[1].
Resumiendo esta explicación, encontramos que la máxima be Ilesa del color depende del gran principio de la variedad (diversificando tanto como sea posible) y de la composición adecuada y artística de toda esta variedad. Lo cual puede probarse imaginando las reglas aquí expuestas aplicadas total o parcialmente al revés. Creo que el desconocimiento del método artístico y complejo que sigue la naturaleza para conjuntar los colores de las composiciones variadas, o de los colores primarios de la carne, ha hecho del colorido en el arte de la pintura una especie de misterio, a lo largo de todas las edades. Hasta tal punto que puede afirmarse abiertamente que, de entre los muchos miles de pintores que han investigado el color, no habrá más de diez o doce que hayan obtenido algún éxito. De entre los cuales se dice que Correggio, que vivía en el campo y no podía estudiar más que la propia naturaleza, es casi el único que consiguió alcanzar un verdadero dominio. Guido, que hizo de la belleza su principal objetivo, siempre estuvo desconcertado acerca del color. Por su parte Poussin no tiene al respecto ni la menor idea, como es manifiesto en sus diversas tentativas. Pues lo cierto es que Francia no ha producido ni un sólo colorista notable[1].
Rubens mantiene con atrevimiento y de manera magistral amplios colores primarios, claros y distintos, y aunque esto es a veces un poco excesivo para las pinturas de caballete o de gabinete, sin embargo su estilo estaba admirablemente bien calculado para las grandes obras que han de ser vistas a considerable distancia, como su famoso techo de la capilla Whitehall[3] que, visto de cerca, es un buen ejemplo de lo que he señalado con respecto a la separación de los colores vivos y demuestra lo que todo pintor sabe: que si se hubiesen mezclado y unificado los colores que allí se ven tan puros y separados, producirían la sensación de un gris sucio, en lugar de la del color de la carne. La dificultad reside entonces en saber disponer en la carne el azul, tercero de los colores originales, debido a la enorme variedad que se introduce. Y si eliminamos éste, toda la dificultad desaparece, de modo que hasta un vulgar pintor de carteles, que habitualmente emplea tan sólo colores netos, se volvería inmediatamente, en lo que respecta al colorido, un Rubens, un Tiziano o un Correggio.