INTRODUCCIÓN

Presento ahora al público un breve ensayo, acompañado de dos grabados explicativos. En él intentaré mostrar por qué principios de la naturaleza llamamos bellas a las formas de ciertos cuerpos y feas a las de otros, graciosas a unas y a otras lo contrario, haciendo una consideración, mucho más minuciosa de lo que hasta ahora se ha hecho, de la naturaleza y diferentes combinaciones de las líneas que hacen surgir en la mente las ideas de toda la variedad de formas imaginable.

Quizás pueda parecer en principio que, tanto el proyecto entero como los grabados, estén más destinados a complicar y confundir las cosas, que a instruir y deleitar. Pero estoy seguro de que, cuando los modelos naturales a los que me refiero en este ensayo, sean debidamente considerados y examinados según los principios que aquí se exponen, se hará merecedor de una atenta y cuidadosa lectura, Y no me cabe duda de que los propios grabados se examinarán con la misma atención, cuando se observe que casi todas las figuras que en ellos aparecen (por extrañas que resulten así agrupadas) tienen una referencia propia en el ensayo, para ayudar a la imaginación del lector. Pues no es posible poner ante él los ejemplos originales del arte o de la naturaleza.

Espero que se contemplen mis grabados desde este punto de vista, y que las figuras que aquí aparecen no se tomen nunca como modelos en sí mismos de gracia o de belleza, sino sólo como ejemplos que indican al lector qué clase de objetos debe buscar y examinar en la naturaleza o en las obras de los grandes maestros. Por lo tanto, mis figuras deben considerarse en el mismo sentido en el que los matemáticos trazan las suyas para dar una idea de sus demostraciones, aunque ninguna de sus líneas sea perfectamente recta, o tenga la específica curvatura que se requiere. Lejos de pretender alcanzar la gracia, he optado deliberadamente por ser menos preciso allí donde cabría esperar la máxima belleza, para que la importancia no recaiga en las figuras en perjuicio de la propia obra. Pues debo confesar que tengo pocas esperanzas de que mi proyecto en general reciba una acogida favorable por parte de aquellos que ya han sido iniciados, según la moda, en los misterios de las artes de la pintura y la escultura. Mucho menos espero, ni en verdad deseo, la aprobación de esa clase de gente que está interesada en desacreditar cualquier doctrina que pueda enseñarnos a mirar con nuestros propios ojos.

Puede que sea innecesario advertir que algunos de los que acabamos de mencionar son no sólo los protegidos de los primeros, sino que, a menudo, son sus únicos instructores y guías. Puede verse cómo se les ha considerado en el extranjero[1] en una representación burlesca, tomada de un grabado dibujado por el caballero Ghezzi[2] en Roma y publicado por Mr. Pond (ver figura 1, sup. L. I).

A aquellos pues de espíritu desprejuiciado se dirige preferentemente esta pequeña obra. Pues es con ellos con quienes hasta ahora he contraído los mayores compromisos y de quienes tengo motivos para esperar la mejor acogida. Por consiguiente, me sentiría dichoso de poder asegurar a mis lectores que —por más anonadados e intimidados que estén por pomposos términos artísticos, por difíciles nombres y por ese alarde de colecciones aparentemente magníficas de pinturas y esculturas— se encuentran mejor capacitados, tanto las damas como, los caballeros, para obtener un perfecto conocimiento de lo elegante y lo bello, no sólo en las formas artísticas sino también en las naturales, considerándolas de un modo sistemático y sencillo a la vez. Y se encuentran mejor capacitados para ello que aquellos que prejuzgan con reglas dogmáticas, sacadas tan sólo de las representaciones artísticas. Incluso me atrevería a decir que alcanzarán este conocimiento más rápida y racionalmente que muchos pintores imbuidos de estos mismos prejuicios.

Cuanto más domine la convicción de que los pintores y los aficionados son los únicos jueces competentes para este tipo de cosas, tanto más necesario será aclarar y confirmar lo que antes señalé en el párrafo anterior: que no se le puede impedir a nadie, sólo por carecer de conocimientos previos, tomar parte en esta investigación.

La razón por la que los caballeros que se han interesado en el estudio de la pintura tienen una visión menos cualificada que otros para este propósito, es que han ocupado continuamente su pensamiento con estudios y consideraciones de los distintos estilos de pintura, con las historias, nombres y características de los grandes maestros, junto con muchas otras circunstancias procedentes del aspecto mecánico del arte, y no han dedicado apenas tiempo a perfeccionar las ideas que deberían tener en su mente de los objetos mismos de la naturaleza. Pues al sacar sus primeros principios sólo de imitaciones, de las que con demasiada frecuencia exageran tanto sus defectos como sus virtudes, terminan por desentenderse de las obras de la naturaleza, simplemente porque no cuadran con los prejuicios que se encuentran fuertemente arraigados en su espíritu.

De no ser así, más de una célebre pintura, de las que ahora adornan los gabinetes de curiosidades de todos los países, podría haber sido arrojada a las llamas tiempo atrás. Así, no le hubiera sido posible a la Venus y Cupido (representadas en la figura que está debajo de la fig. 49, sup. L. I) estar expuesta en las dependencias principales de un palacio.

Es evidente también, que la mirada del pintor puede no ser la más adecuada para admitir estas nuevas opiniones porque, de modo semejante, está demasiado cautivado por las obras de arte. Y también él es capaz de perseguir las sombras y dejar escapar la substancia[3].

Este error lo cometen, principalmente, aquellos que van a Roma para completar sus estudios. Pues, como van sin la más mínima cautela, se contagian de los dejes del aficionado en lugar de los del pintor y, en la misma medida en que empeora su habilidad para sus propias artes, hacen progresos en las del aficionado.

Para confirmar esta aparente paradoja, no hay más que ver en las subastas de pintura cómo los peores pintores siempre son los críticos más severos, y supongo que se confía en ellos tan sólo por su desinterés.

Me doy cuenta de que buena parte de lo que estoy diciendo sonará más a resentimiento y a querer invalidar anticipadamente las objeciones de aquellos que no considerarán favorablemente los defectos de esta obra, más que a intento de animar a aquellos lectores que no sean ni pintores ni aficionados. Y seré incluso lo bastante ingenuo como para confesar que algo de esto puede ser cierto. Aunque no puedo aceptar que éste sea un motivo suficiente como para arriesgarme a ofender a alguien, a menos que alguna otra consideración, además de las ya expuestas, lo haga necesario.

Trato de expresar con los más vivos colores las sorprendentes alteraciones que aparentemente experimentan los objetos bajo los presupuestos y los prejuicios contraídos por la mente. Falacias contra las que deben protegerse quienes deseen aprender a ver los objetos tal como son en realidad. Y aunque los ejemplos que hemos dado son bastante claros, es cierto que los pintores ejemplifican mejor que nadie el poder casi inevitable del prejuicio. Digo esto como confirmación y para consuelo de aquellos que puedan estar un poco ofendidos por lo que he dicho antes.

¿Que son todos esos estilos —como se les ha llamado— incluidos los de los grandes maestros —famosos por diferir tanto unos de otros y todos ellos de la naturaleza—, sino la prueba evidente de su adhesión inviolable a la falsedad, convertida a sus ojos y por su terquedad en verdad irrefutable? Probablemente Rubens estaría tan disgustado con el seco estilo de Poussin, como Poussin lo estaría con el extravagante estilo de Rubens. Todavía más sorprendentes son los prejuicios de los aficionados menores en favor de sus propias imperfecciones. ¡Sus ojos están tan prestos a encontrar las faltas de los demás y a la vez tan absolutamente cegados para las suyas propias! A todos nosotros nos vendría bien que uno de los papamoscas de Gulliver[4] pudiera estar colocado a nuestro lado, recordándonos a cada sacudida cuánto pervierten nuestra mirada los prejuicios y la vanidad.

Por lo dicho, espero que quede claro que, aquellos que no han sido pervertidos, ni por su propia práctica, ni por las lecciones recibidas de otros, son los más adecuados para adentrarse en la verdad de los principios expuestos en las siguientes páginas. Mas, como no todos han tenido la oportunidad de familiarizarse suficientemente con los ejemplos que he dado, ofreceré uno más corriente, que quizás fes pueda servir de indicación y que podrán comprobar en infinidad de ocasiones. Para ello no hay más que ver cómo nos acostumbramos poco a poco incluso a una indumentaria desagradable, a medida que se pone de moda y qué pronto vuelve a desagradarnos cuando la moda pasa y una nueva moda se impone a nuestro espíritu. Así de vago es el gusto cuando no posee unos principios sólidos a los que atenerse.

A pesar de mi intención de considerar detalladamente las diversas líneas que suscitan las ideas de los cuerpos en la mente, y que sin lugar a dudas han de ser consideradas como dibujadas sobre las superficies de cuerpos sólidos u opacos, sin embargo, intentar concebir claramente la idea del interior de esas superficies —si se me permite la expresión— nos será de gran ayuda para la presente investigación.

Para que se me entienda mejor, imaginemos que todos los objetos a considerar han sido vaciados de su contenido, de modo que no quede de ellos nada más que una fina cubierta, que se correspondería exactamente en sus superficies interior y exterior con la forma del objeto mismo. Supongamos del mismo modo que esta cubierta está compuesta de hilos finísimos, estrechamente agrupados y perceptibles tanto si el ojo observara desde fuera, como desde dentro. Con lo que obtendremos que las ideas de las dos superficies de esta cubierta coincidan naturalmente. La propia palabra «cubierta» parece mostrarnos a la vez ambas superficies.

El empleo de este truco, como alguno podría llamarlo, nos será de gran utilidad como se verá a lo largo de esta obra. Pues, cuanto más frecuentemente imaginemos los objetos a modo de cubiertas, más fácil y nítidamente podremos concebir cualquier parte de la superficie de un objeto que veamos, ganando con ello un mejor conocimiento del conjunto al que pertenece. Pues la imaginación entrará naturalmente en el espacio vacío de esta cubierta, y una vez allí, como desde un centro, contemplará la forma completa desde dentro y distinguirá con tanta claridad las partes opuestas correspondientes, que podrá retener la idea del conjunto y nos permitirá dominar el sentido de cada perspectiva del objeto, como si estuviéramos rodeándolo y viéndolo desde fuera. Así, la idea más perfecta que podemos hacernos de una esfera es concibiéndola como un número infinito de líneas rectas de igual longitud, que salen desde el centro como si salieran del ojo, y se difundieran todas del mismo modo y circunscritas o aradas a sus otros extremos con hilos o líneas circulares, formando una verdadera estructura esférica. Sin embargo, según el modo habitual que tenemos de observar un objeto opaco, la parte de su superficie que está frente al ojo es capaz de ocupar ella sola toda la mente, quedando la parte opuesta y todas las demás partes olvidadas en ese momento. De modo que el menor movimiento que hagamos para reconocer el otro lado del objeto, confundirá nuestra idea primera, debido a la falta de conexión entre estas dos ideas. Pero si lo considerásemos del modo anterior, podríamos alcanzar el conocimiento completo de todo el conjunto de forma natural.

Otra ventaja de considerar los objetos meramente como cubiertas compuestas de líneas, es que de este modo obtenemos la idea verdadera y completa de lo que se llaman los contornos de una figura. Pues si consideramos a éstas únicamente a partir de dibujos sobre papel, las (imitamos con ello excesivamente. Así, en el ejemplo anterior de la esfera, cada uno de los hilos circulares imaginarios podría ser considerado como un contorno de la esfera, exactamente igual que los que dividen la mitad que se ve de la que no se ve. Y si imaginamos que el ojo se mueve regularmente a su alrededor, estos hilos se sucederán tan regularmente uno tras otro como cuando hacían de contornos (en el estricto sentido de la palabra). Y cuando uno de estos hilos puede ser visto por un lado, su hilo opuesto se pierde y desaparece por el otro. Quien de este modo se tome la molestia de formarse ideas perfectas de las distancias, situaciones y oposiciones de varios puntos y líneas sobre las superficies, incluso de las figuras más irregulares, llegará gradualmente a recordarlas cuando los objetos mismos no estén ante su vista y le resultarán tan precisas y perfectas como las de las formas más sencillas y regulares, como las de cubos y esferas. Este método será de una enorme utilidad para aquellos que inventan y dibujan de la fantasía, y le dará mayor corrección a quienes dibujan del natural.

De este modo, desearía que el lector forzase su imaginación a considerar cada objeto como si pudiera verlo desde dentro. Como es fácil imaginar las líneas rectas, la dificultad de aplicar este método a las formas más regulares y simples será menor de lo que en principio pudiéramos pensar y su utilidad para las más complejas será extraordinaria, como veremos más detalladamente cuando hablemos de la composición.

La fig. 2 (L. I, sup. izda.) puede servir de ayuda a los jóvenes dibujantes, en su estudio de la forma humana —la más compleja y bella de todas— al mostrarles un modo mecánico de acceder a los puntos opuestos de su superficie, que no es posible ver desde un solo lado. Vale la pena explicar ahora este dibujo, porque además puede añadir algún peso a lo ya dicho.

Representa el tronco de una figura moldeada en cera blanda, con un alambre que la atraviesa perpendicularmente por el centro, otro, perpendicular al primero, que va desde delante hasta el centro de la espalda, y tantos paralelos como se considere necesario, a igual distancia de éste y de aquel, tal como se ha marcado mediante diversos puntos en la figura. Dejemos estos alambres sueltos, de modo que se puedan extraer con facilidad, pero no sin antes pintar cuidadosamente las partes del alambre que aparecen por tuera de la cera, de colores diferentes a las que van por dentro. De este modo, los contenidos horizontal y perpendicular de estas partes del cuerpo (me refiero a la distancia de los puntos opuestos en las superficies a través de las cuales han pasado los alambres) pueden conocerse y compararse perfectamente entre sí; y los pequeños agujeros por donde los alambres atraviesan la cera, al permanecer en la superficie, señalarán los puntos opuestos correspondientes a los músculos externos del cuerpo. Además nos ayudarán y guiarán para entender de modo más sencillo todas y cada una de las parres que intervienen. Estos puntos pueden marcarse en una figura de mármol usando los calibres adecuados.

Puede decirse que el conocido método, empleado desde hace muchos años por su gran exactitud y rapidez, de reducir el dibujo de los grandes cuadros para los grabados, o de ampliarlo para pintar techos y cúpulas (trazando líneas perpendiculares, hasta obtener igual número de cuadrados sobre el papel dispuesto para la copia, que el que se hizo primeramente sobre el original, de modo que la situación de cada parte de la pintura se ve con facilidad y se traslada mecánicamente), es un método del mismo cipo que el que yo he propuesto aquí, aunque el uno está hecho sobre una superficie plana y el otro sobre un sólido, y aunque el nuevo esquema se aplique de modo diferente, es de mayor utilidad que el viejo.

Pero ya es hora de dar por concluida la introducción y proceder a considerar los principios fundamentales, que se admiten generalmente como causa de la elegancia y la belleza, cuando se presentan adecuadamente conjuntados en cualquier composición. Del mismo modo señalaré a mis lectores la fuerza propia de cada uno de estos principios, en esas composiciones, tanto del arte como de la naturaleza, que parecen ser las que más agradan y entretienen a la vista, originando esa gracia y belleza, que son el tema de nuestra investigación.

Los principios a los que me refiero son: ADECUACIÓN, VARIEDAD, UNIFORMIDAD, SENCILLEZ, COMPLEJIDAD y CANTIDAD. Todos los cuales cooperan en la producción de la belleza, corrigiéndose y limitándose mutuamente, según los casos.

 

W. H.