CAPÍTULO X
De la COMPOSICIÓN con la LÍNEA SERPENTINA
La gran dificultad con que tropezamos a la hora de describir esta línea, mediante palabras o con el lápiz, tal como antes indiqué al hablar de ella por primera vez, nos obligará a avanzar muy lentamente en este capítulo. Apelo por ello a la paciencia del lector, mientras le voy introduciendo al conocimiento de lo que considero lo sublime desde el punto de vista de la forma, y que notablemente se manifiesta en el cuerpo humano, en el que creo que, una vez familiarizado con la idea de éstas, se encontrará que esta clase de líneas están principalmente representadas.
Le ruego pues que considere en primer lugar la figura 56 (cent, inf., L. II), que representa un cuerno recto y su volumen, y se encontrará que al ser una figura variada como la del cono, tiene ya sólo por este motivo cierta belleza. Después, que observe de qué modo y en qué medida aumenta la belleza de este cuerno en la figura 57 (inf. dcha., L. II), en la que aparece curvado en dos sentidos diferentes. Finalmente llamaremos su atención sobre el considerable aumento de belleza, e incluso de gracia y elegancia, en el mismo cuerno (fig. 58, inf. dcha., L. II) donde aparece retorcido sobre sí mismo y al mismo tiempo curvado en dos sentidos diferentes (como en la figura anterior).
En la primera de estas figuras (56), la línea discontinua central representa las líneas rectas de las que esta figura está compuesta, las cuales, sin la ayuda de líneas curvas o de luces y sombras, apenas podrían expresar volumen.
En la segunda sucede lo mismo, a pesar de que por la curvatura del cuerno, la línea de puntos se ha convertido en una bonita línea ondulante.
Pero en la última figura esta línea de puntos ha pasado de ondulante a serpentina, debido al enroscamiento y a la curvatura del cuerno. Como la línea se oculta a la vista en la parte posterior del cuerno y vuelve a aparecer de nuevo en su extremo superior, no sólo sugiere con ello un juego para la imaginación y un deleite para la vista, sino que además nos informa de la magnitud y diversidad de sus volúmenes.
He elegido este ejemplo tan sencillo, porque es la manera más fácil de dar una idea general de las cualidades peculiares de estas líneas serpentinas y de las ventajas de su uso en composiciones en las que lo que queramos expresar pueda alcanzar gracia y elegancia. Y rogaría que se entendieran para estas líneas serpentinas las mismas cosas que antes dijimos para las líneas ondulantes. Pues de la enorme variedad de líneas ondulantes que pueden concebirse, sólo hay una que es realmente digna de llamarse la línea de la belleza. Del mismo modo que sólo hay una línea serpentina precisa a la que pueda llamarse la línea de la gracia.
Pues, aunque sean muy exageradas o muy pronunciadas, perdiendo con ello su belleza y su gracia, no por ello se vuelven tan absolutamente carentes de éstas, como para no prestar un excelente servicio en aquellas composiciones, en las que no se requiere que la belleza y la gracia se nos muestren en su plena perfección.
Y aunque be distinguido estas líneas tan detalladamente como para darles el nombre de las líneas de la belleza y de la gracia, creo que su uso y aplicación se podría reducir a los principios que ya he expuesto para la composición en general. Tales principios deben combinarse juiciosamente entre sí, e incluso, si el tema en cuestión lo requiere, con aquellas líneas que, por oposición a éstas, podríamos llamar simples.
Así, la cornucopia de la figura 59 (inf. dcha., L. II), gira y se retuerce del mismo modo que la última figura del cuerno, pero está mucho más adornada y presenta un mayor número de líneas con la misma curvatura, que giran a su alrededor en vueltas continuas, como las de un tornillo. Este tipo de formas puede verse, con más variaciones todavía (y por consiguiente con mayor belleza) en el cuerno del carnero, del cual tomaron probablemente los antiguos la forma tan elegante que le han dado a sus cornucopias.
Recomendaré todavía al lector otro modo de considerar esta última figura del cuerno, para aclarar las ideas sobre el uso en la composición, tanto de la línea ondulante como de la serpenteante. Consiste en imaginar el cuerno, curvado y retorcido, cortado longitudinalmente con una fina sierra, en dos partes iguales, y en observar una de ellas en la misma posición en la que está representado el cuerno entero. Según ello, las siguientes observaciones le aparecerán naturalmente al lector: primero, que el filo de la sierra debe recorrer el cuerno de punta a punta por la línea de la belleza, de tal modo que los bordes de esta mitad del cuerno tengan una forma bella, y segundo, que la línea discontinua serpentina, trazada sobre la superficie del cuerno desaparece por detrás, perdiéndose de vista y reapareciendo inmediatamente sobre la superficie hueca del cuerno partido.
El empleo que haremos de estas observaciones resultará muy apreciable aplicado a la forma humana, de la que nos ocuparemos a continuación.
Por ahora será suficiente que observemos en primer lugar que el cuerno completo adquiere belleza al curvarse suavemente en dos sentidos diferentes; segundo, que cualquier línea trazada en su superficie exterior se volverá graciosa, y que todas ellas deben participar —por la torsión que se le ha dado al cuerno— de un modo u otro de la forma de la línea serpentina; y por último, que cuando el cuerno está abierto y tanto su superficie interior como la exterior están al descubierto, la mirada se complace y se anima a perseguir estas líneas serpentinas en sus torsiones, concavidades y convexidades, que alternativamente se exponen ante la vista. Por todo ello, las figuras huecas compuestas por líneas de este tipo, son extremadamente bellas y agradables a la vista, y en muchos casos más bellas incluso que las figuras de los cuerpos sólidos.
Casi todos los músculos y huesos de los que el cuerpo humano está compuesto presentan esta clase de torsiones, y le otorgan esta misma apariencia, aunque muy suavizada, a las partes que los cubren y que son el objeto inmediato de la vista. Por esta razón es por lo que he sido tan meticuloso al describir estas formas de curvatura, torsión y ornamento en el cuerno.
Raramente se encuentra un hueso recto en todo el cuerpo. La mayoría de ellos no sólo están curvados en diferentes sentidos, sino que además presentan una especie de giro que en algunos casos es muy gracioso. Los músculos a ellos adosados, aunque de formas muy diversas según sus distintas funciones, están compuestas por lo general de fibras que trazan líneas serpentinas, y que rodean y se conforman a la variada forma de los huesos a los que van unidos, especialmente en las extremidades.
Los anatomistas están tan convencidos dé esto, que les encanta resaltar sus respectivas bellezas. Pondré como único ejemplo el del hueso fémur y los de la cadera.
El fémur (fig. 62, L. II, ext. dcha.) posee la ondulante y enroscada torsión del cuerno de la figura 58. Pero el bonito engarce de los huesos llamados ossa innominatta (fig. 60, L. II, inf. dcha.) presenta, con mayor grado de variedad, las mismas torsiones y rizos que el cuerno cortado, y es posible contemplar sus superficies interior y exterior.
Hasta qué punto pueden ser ornamentales estos huesos, si dejamos aparte los prejuicios que tenemos contra ellos por el hecho de que forman parte del esqueleto, puede verse claramente si les añadimos una pequeña floritura, como en la fig. 61 (inf. dcha., L. II). Tales formas, como caracolas adornadas de florituras, se emplean en todos los ornamentos, y constituyen una composición pensada únicamente para agradar a la vista. Si las despojamos de sus espirales serpentinas pierden inmediatamente toda su gracia y vuelven a ese pobre gusto gótico con que se realizaban hace cien años (fig. 63, L. II, inf. dcha.).
La figura 64 (ext. dcha., L. II) trata de representar, sin exactitud anatómica, la manera en que la mayoría de los músculos (en especial los de las extremidades) están enrollados alrededor de los huesos, y cómo se adaptan a su longitud y forma.
Por el recorrido de sus fibras, algunos anatomistas los han comparado con madejas de hilo, relajadas en su centro y tensas en los extremos. Así concebidos, arrollados en direcciones contrarias alrededor del hueso, dan la idea más clara posible de una composición con líneas serpentinas.
De estas elegantes formas sinuosas están compuestos los huesos y los músculos los cuales, debido precisamente a sus variadas disposiciones, nos resultan de una agradable complejidad, configurando un continuo ondulante de formas sinuosas; tal como puede observarse mejor examinando una buena figura anatómica, parte de la cual puede verse aquí representada en los músculos de la pierna y el muslo (fig. 65, int. izda., L. I). Esta figura nos muestra las formas serpentinas y las variadas disposiciones de los músculos tal y como se verían si quitásemos la piel. Ha sido realizada a partir de la escayola de una figura copiada del natural, cuyo molde original fue preparado por Cowper[1], el famoso anatomista.
En esta figura puede verse que, al retirar la piel, las parees aparecen bien diferenciadas dentro de esa delicada complejidad que es necesaria para la máxima belleza. Pues incluso de las sinuosas figuras de los músculos, con su variedad de posiciones, hay que reconocer que son formas elegantes, a pesar de que en nuestra imaginación pierden algo de la belleza que realmente poseen, al sugerirnos la idea de que están despellejados. Sin embargo, por lo que hemos podido ver acerca de estos músculos y de los huesos, podemos afirmar que la figura humana tiene más parres compuestas de líneas serpentinas, que ningún otro objeto de la naturaleza. Lo cual prueba no sólo su belleza superior, sino también que esta belleza proviene de esas líneas. Pues aunque a veces sea necesario realzar estas curvas, como sucede con la gruesa musculatura del Hércules, sin embargo se conserva todavía la elegancia y grandeza de gusto. Pero cuando estas líneas pierden su sinuosidad como para volverse casi rectas, toda elegancia de gusto se desvanece.
Así, la figura 66 (L. I, int. izda.) está también sacada de la naturaleza y dibujada en la misma posición, pero tratada de un modo tan seco y rígido —modo que los pintores llaman envarado— como no aparece la carne en ningún caso, a menos que se la diseque por completo. Hay que admitir sin embargo que las partes tic esta figura tienen unas dimensiones tan correctas y están tan verazmente dispuestas como en la anterior, y que sólo les falta la correcta curvatura de los trazos para alcanzar el buen gusto.
Para probar esto último y mostrar con toda claridad el mal efecto de estas líneas rectas o carentes de variación, véase la fig. 67 (L. I, int. izda.), en la que las formas y disposiciones uniformes de los músculos, sin más que una línea ondulante, se vuelven tan rígidas e inexpresivas que, quien quiera que pueda realizar la pata de un taburete, podría esculpir esta figura tan bien como el mejor escultor.
Del mismo modo, si despojamos a una de las mejores estatuas antiguas de todas sus sinuosas partes serpentinas, pasa de ser una exquisita obra de arte a una figura de líneas tan ordinarias y de volúmenes tan indistintos, que un simple cantero o un carpintero con ayuda de sus reglas, calibres y compases, podría esculpir una copia exacta de ellas. De no ser por estas líneas, cualquier tornero podría tornear en su taller un cuello más bello que el de la Venus griega, pues según lo que vulgarmente se considera un cuello bonito, sería sin duda mucho más redondo.
Por la misma razón, unas piernas hinchadas por la enfermedad son tan fáciles de imitar como un poste, al haber perdido su dibujo, como lo llaman los pintores, pues se borran todas sus líneas serpentinas por la hinchazón homogénea de la piel, como en la fig. 68 (L. I, int. izda.).
Si al comparar estas tres figuras entre sí, dejando al margen los prejuicios que su imaginación pueda haber concebido en contra de tilas como figuras anatómicas, el lector es capaz de darse cuenta de que una de ellas no es tan desagradable como las otras, llegará a comprender fácilmente que esta tendencia a la belleza en una de ellas no es debida en absoluto a un mayor grado de exactitud en las proporciones de sus partes, sino únicamente a los agradables torneados y entrelazados de las líneas que componen su forma externa. Pues, en cada una de las tres figuras se han observado las mismas proporciones y, por tanto, todas tienen la misma posibilidad de ser bellas.
Y si el lector continúa con esta investigación anatómica sólo un poco más, hasta formarse una idea correcta de la bella utilidad de la piel y de la capa de grasa que se encuentra bajo ella, no sólo para ocultar a la vista todo aquello que sea crudo y desagradable, y para proteger y conservar cuanto sea necesario la forma de las partes internas, sino también para dar gracia y belleza a toda la pierna; entonces, se encontrará, sin darse apenas cuenta, ante los principios de la gracia y la belleza que se encuentran tanto en los miembros bien conformados de los seres vivos, bellos y sanos, como en las mejores estatuas antiguas. Reconocerá igualmente la razón por la que su mirada goza y se deleita inconscientemente en todos ellos.
Así en todas las demás partes del cuerpo, y particularmente en aquellas necesarias para el movimiento, las junturas de los músculos son demasiado duras y bruscas, sus ondulaciones demasiado pronunciadas y los vacíos que hay entre ellos demasiado profundos, como para que su exterior sea bello. Por ello la naturaleza juiciosamente dulcifica estas asperezas y cubre los vacíos con oportunos rellenos de grasa, recubriéndolo todo con una piel suave, tersa y elástica, y —en los seres más delicados— casi transparente, que configura la apariencia externa de todo lo que se encuentra bajo ella, mostrando ante los ojos la idea de sus contenidos, con la mayor delicadeza, gracia y belleza.
La piel suavemente envuelve y se adecua a las formas variadas de cada uno de los músculos exteriores del cuerpo, delicadamente moldeados por la grasa; pues de otro modo aparecería la dureza de las líneas y los surcos como sucede en el rostro con la edad, o en los miembros con el trabajo. Es evidente que la piel es una superficie como la de una cubierta (por continuar con la idea que ya expuse) creada con la mayor delicadeza de la naturaleza; y es, por consiguiente, el asunto más importante para el estudio de todo aquel que desee imitar las obras de la naturaleza, como cabe esperar de un maestro, o para enjuiciar las creaciones de otros como debería hacerlo un verdadero aficionado.
No temo extenderme sobre esta materia, ya que vamos a encontrar muchas cuestiones relacionada con ella. Por ello, voy a tratar de diferenciar los efectos que nos produce la contemplación de tales figuras anatómicas, de los que nos producen cuando están recubiertas de la grasa y la piel, imaginando un pequeño alambre (que haya perdido su elasticidad y que por tanto conservará todas las formas a las que estuviera enrollado) sujeto a la cadera de la figura 65 (L. I, inf. izda.) y que desde allí descienda oblicuamente por el otro lado del muslo, sobre la pantorrilla, hasta el tobillo (tan adherido como para ajustarse y adaptarse a la forma de cada músculo sobre el que pasa) y entonces ya puede ser retirado.
Si examinamos ahora el alambre, observaremos que el enroscamiento fluido, que habría conseguido al ser arrollado alrededor de los miembros, se ve roto en poco más que un montón de simples curvas separadas por formas dentadas que se habrían impreso por todas partes, al estar tan fuertemente apretado a los músculos.
Supongamos a continuación que el alambre estuviera enrollado de la misma manera, pero esta vez a una pierna y un muslo bien configurados de un ser humano, o de una bella estatua. Al quitarlo no encontraremos ninguno de esos bordes dentados, o angrelados regulares (como los denominan en heráldica) que tanto desagradaban antes a la vista. Por el contrario, se verá cómo se producen gradualmente los cambios en su forma, cuán imperceptiblemente las diferentes curvaturas se entrelazan entre sí, y con qué facilidad el ojo se desliza a lo largo de fas variadas ondulaciones en su recorrido.
Se puede resaltar esto aún más trazando una línea con un lápiz exactamente por donde se supone que pasaban estos alambres, en la figura anatómica, y se verá que la punta del lápiz tropezará constantemente con interrupciones y obstáculos; mientras que en el otro caso, se deslizaría sobre los músculos a lo largo de la piel elástica, tan delicadamente como el más ligero esquife se desliza sobre la más apacible de las olas.
Esta idea del alambre, que conserva la forma de las partes sobre las que pasa, es de tanta importancia que de ninguna manera debe olvidarse; ya que puede ser considerada como una de las líneas o perfiles de la cubierta (o superficie exterior) de la forma humana. Recurrir a este método con frecuencia, ayudará a la imaginación a concebir aquellas parres cuyas formas tienen una variedad más compleja. Pues la misma clase de observación puede hacerse con igual justicia, sobre las formas de otros tantos alambres enroscados del mismo modo en cada una de las partes de un hombre, una mujer o una estatua, bien formados. Y si el lector siguiese con su imaginación los más delicados golpes del cincel de la mano de un maestro, cuando le está dando los últimos toques a una estatua, pronto llegaría a entender qué es lo que los verdaderos expertos esperan de tal maestro: eso que los italianos llaman Il poco piu, y que distingue realmente las obras maestras romanas incluso de las mejores copias.
Un ejemplo o dos bastarán para explicar a qué es a lo que me refiero aquí. Pues, como estos deliciosos torneados se pueden encontrar con diversos grados de belleza, sobre toda la superficie del cuerpo humano, podríamos mostrar el modo en que se les puede dar tanta gracia y belleza escogiendo una parte cualquiera de una bella figura (aunque sea una tan pequeña que sólo aparezcan unos cuantos músculos) como para convencer a un experto artista, casi a primera vista, de que se trata de la obra de un maestro.
A este propósito, he elegido una pequeña parte del cuerpo de una estatua (fig. 76, sup. dcha., L. II), como la más apropiada para el asunto que nos ocupa, ya que su forma regular requiere de la destreza del artista para darle un poco más de variedad de la que tiene naturalmente. Representa la cara izquierda de la axila, junto con una parte del pecho, incluyendo un músculo muy peculiar que, por la similitud de sus bordes con los dientes de una sierra, es carente de belleza si lo consideramos en sí mismo.
En primer lugar ofreceré una representación de esta parte del cuerpo a partir de una figura anatómica (fig. 77, L. II, sup. dcha.), para mostrar la semejanza que hay entre las configuraciones de todas las inserciones dentadas de este músculo y lo regularmente que las fibras que lo componen siguen el trazado casi paralelo de las costillas que cubren parcialmente.
Según lo que anteriormente dijimos de la función de la cobertura natural de la piel se concebirá fácilmente la siguiente figura (fig. 78, L. II, sup. dcha.) como un intento de representación más suavizado de la misma paree del cuerpo, en la que, a pesar de haberse disimulado la apariencia dura y rígida de los bordes de este músculo mediante esta cobertura, queda todavía suficiente regularidad y homogeneidad como para resultar desagradable.
Como la regularidad y la homogeneidad —según nuestra doctrina— carecen de elegancia y de verdadero gusto, vamos a tratar de mostrar a continuación cómo esta misma parte (en la que los músculos presentan una forma tan regular) podría llegar a conseguir mucha mayor variedad que ninguna otra parte del cuerpo.
Para ello, aunque tengamos que alterar un poco casi todas sus formas, estas alteraciones resultarán tan imperceptibles que, aparentemente, no se apreciarán cambios notables en la configuración o disposición de ninguna de sus partes.
Modifiquemos en primer lugar el tamaño de las zonas marcadas con los números 1, 2, 3, 4 (que aparecen paralelas y casi exactamente iguales de forma en la figura anatómica 77, y no mucho mejor tratadas en la figura 78). Pero no lo hagamos de manera gradual, de arriba abajo, como en la fig. 79 (L. II, sup. dcha.), ni alternativamente dibujando una larga y otra más corta, como en la fig. 80 (L. II, sup. dcha.), pues en cualquiera de estos casos se mantendría una excesiva formalidad. Y por ello deberíamos intentar modificarlas tanto como nos sea posible, sin que se pierda por completo la idea del conjunto.
Supongamos entonces que hemos modificado un poco sus posiciones y que las hemos desplazado irregularmente, tal como está representado en la fig. 81 (L. II, sup. dcha.), de modo que la apariencia externa de esta parte del cuerpo que estamos considerando asumirá una forma más variada y agradable, tal como la que está representada en la figura 76 (L. II), que se distingue fácilmente comparando entre sí las figuras 76, 77 y 78. Y se verá que, si trazásemos líneas o arrollásemos alambres sobre estos músculos, y sobre sus partes contiguas, formarían un movimiento ondulante, en todas las direcciones posibles.
El dibujante inexperto que copia estas partes del natural, al ser sus regularidades mucho más fáciles de ver y de copiar que sus matizadas variaciones, rara vez deja de hacerlas más regulares y pobres de lo que realmente aparecen incluso en un tísico. La diferencia se hará evidente, si comparamos la fig. 78 (L. II) —dibujada a propósito de esta insulsa manera— con la fig. 76. Pero será mucho más fácil de comprender si examinamos esta parte en el torso de Miguel Ángel, del cual ha sido sacada esta figura (fig. 54, L. I, inf. int.). Obsérvese que de ese famoso corso hay copias en casi todos los talleres de los escayolistas, en las que puede verse claramente lo que aquí se ha descrito, no sólo en lo que concierne a la parte de la que se ha copiado la fig. 76, sino también a las demás partes de esta curiosa y antigua pieza.
De nuevo he de pedirle al lector una particular atención sobre las sinuosidades de estas líneas superficiales, incluso cuando pasan por encima de las articulaciones, y sobre las diversas alteraciones que a menudo pueden formarse en la superficie de la piel, según las distintas curvaturas de los miembros. Y aunque el espacio que tienen precisamente en las articulaciones, sea siempre tan pequeño, y en consecuencia sean estas líneas siempre tan cortas, la aplicación de este principio de variación de las líneas —tanto como su longitud admita— producirá unos efectos tan graciosos como en los de los músculos más alargados del cuerpo. Esto debe observarse en los dedos, donde las articulaciones son cortas y los tendones son rectos y en los que la belleza parece estar sometida en cierra medida a la utilidad, aunque no tanto que no se puedan dibujar en un dedo delgado y plenamente desarrollado estas pequeñas líneas sinuosas entre los pliegues o —lo que es sin duda más bello al ser más sencillo— en los hoyuelos de los nudillos.
Como siempre distinguimos mejor las cosas cuando las vemos contrastadas a lo opuesto a ellas, entonces, si la fig. 82 (L. II, sup. dcha.) debido a la rigidez, de sus líneas, nos muestra por contraste que la fig. 83 (L. II, sup. dcha.) está realizada con algo más de gusto, a pesar de que aquí aparece apenas esbozada, la diferencia se volverá más evidente si comparamos del mismo modo un vulgar dedo recto cualquiera con el dedo agudo, delicado y con hoyuelos de una bella dama.
Hay un cierto abultamiento propio de la piel del bello sexo[2], que produce estos hoyuelos en todas sus articulaciones, incluso en los dedos, y que permite distinguir los de las damas de los del más delicado caballero. Este abultamiento, junto con la forma más suave de los músculos, ofrece a la mirada una variedad en la figura del cuerpo, con partes menores diferenciadas y armónicamente conjuntadas con tal sencillez que otorga siempre la preferencia al cuerpo femenino, aquí representado en la Venus (fig. 13, L. I, cent.), al del Apolo (fig. 12, L. I, int. dcha.).
Visto lo anterior, cualquiera que pueda concebir tales líneas fluyendo constantemente y variando con delicadeza por todo el cuerpo hasta la punta de los dedos, y que recuerde lo que se dijo en esta última descripción, de aquello que los italianos llaman il poco piu (el poco más que se espera de la mano de un maestro) necesitará, a mi modo de ver, de muy «poco más» que de su propia observación de las obras de arte y de la naturaleza, para adquirir la verdadera idea de lo que significa la palabra gusto, aplicada a la forma, a pesar de lo inexplicable que esta palabra le haya podido resultar hasta ahora.
Hemos recurrido constantemente a las obras de los antiguos, no porque los modernos no hayan producido nada tan excelente, sino porque sus obras son más conocidas por lo general. Aunque tampoco creemos que, ni unos ni otros, hayan conseguido igualar la belleza superior de la naturaleza. ¿Pues quién sino un fanático, incluso entre los antiguos, diría que no ha visto rostros y cuellos, manos y brazos de mujeres que ni la estatua de la Venus griega consigue imitar? ¿Y por qué razón no se podría decir lo mismo de cualquier otra parte del cuerpo?