El partido de criquet
Hacía tanto tiempo que no jugaba aj criquet que casi lo había olvidado. No es que hubiera olvidado cómo se juega, pero sí el olor a aceite de linaza del bate, el leve peso de la pelota, el tacto suave de su costura, el verde de la hierba, el sonido seco de un buen derechazo, que es el sonido más bonito del mundo, las figuras lejanas vestidas de blanco, un vaso de cerveza en el pabellón, el parloteo y los comentarios después de una dejada elegante, la camaradería, la deportividad y el bienestar. Pedí ropa blanca prestada a William James y tuve que arremangarme los bajos de los pantalones, la camisa me venía ancha de hombros y me quedó fruncida en la cintura. Seguramente ofrecía un aspecto ridículo, pero recordé cómo era el criquet bajo un sol abrasador y no le di importancia; recordé Lord Mayo, con el monte Madar encima, los partidos de la escuela furiosamente disputados, pegados a los protectores, mirando con la boca abierta a un alumno legendario, un jugador del First Eleven con doscientas carreras en el último partido interescolar, con los colores de la escuela en seis deportes.
Recordaba todo esto y supongo que mi niñez debió de reflejarse en mi cara, porque Amanda me preguntó:
—¿Por qué haces esto? —estaba echada en una tumbona, bebía vodka con tónica y ya estaba aburrida y triste.
—Querida, como suele decirse, es el único partido de la ciudad.
—Hablas como un tonto.
—Sin duda.
—Odio este lugar.
Estábamos en la terraza del club del Regents, un edificio enorme y cuadrado, con columnas clásicas y cornisas con volutas. A mí me pareció más un ministerio que un pabellón de un club deportivo, pero mis ideas al respecto se habían formado en la fantasiosa gravilla roja del pabellón de Mayo, y en cualquier caso allí estaban los jugadores en el césped, tirándose la bola a un lado y a otro, y el terreno de juego era realmente maravilloso, suave, pero duro como una mesa de billar. Y dejé de prestar atención a Amanda, que, entretanto, había pedido otra bebida a un camarero de piel morena y chaqueta blanca.
La puerta de cristal del club se abrió dejando salir una corriente de aire frío y en ella apareció William James seguido de los demás jugadores. Era alto, ancho de espaldas, y mientras me hablaba se pasaba la pelota de una mano a la otra. Sus brazos eran notablemente vigorosos, y parecía solemne, fuerte y limpio.
—Jugarás con los Coasters —dijo, refiriéndose al otro equipo. Él era el capitán de los Regents. Miró al terreno de juego y añadió—: es un partido amistoso.
Me presentó al capitán de los Coasters, un inglés de unos cincuenta años llamado Ballard, y luego bajó con él a hacer el sorteo. Ganó Ballard, que eligió batear primero, así que me senté en la banqueta y conversé con los Coasters, un conjunto abigarrado de australianos, indios y paquistaníes y un par de antillanos. El equipo de los Regents estaba formado en su mayoría por gente mayor, seis norteamericanos (más de los que yo esperaba), un irlandés, dos australianos y, cosa rara, un japonés. Aplaudimos a los dos primeros bateadores que entraron, y luego William James empezó a lanzar la pelota. Era un lanzador bastante decente, no demasiado rápido, lanzaba con fuerza la bola y si intentaba tirarla demasiado rápida solía quedarse corta, pero de vez en cuando acertaba y recibía un silbido del bateador. En su tercer turno eliminó a uno de nuestros primeros bateadores, y el stump del centro fue lanzado tres metros más allá, mientras el jugador que se posiciona detrás del wicket se hizo con uno de los bails.
Busqué con la mirada a Amanda, pero había desaparecido, así que me levanté, le dije a Ballard que volvía enseguida y entré en el club. El aire acondicionado estaba tan fuerte que resultaba desagradable y sentí que el sudor de mi espalda se secaba inmediatamente. Dentro, el techo era muy alto y de él pendían grandes candelabros, y todo parecía verde, las alfombras y las paredes. Recorrí las diversas dependencias y pregunté al camarero que nos había servido.
—¿La señorita Amanda? No sé. Quizá esté en la terraza.
—¿En la terraza?
—Sí, en la piscina, con su madre.
—¿Hay una piscina en la terraza?
—Sí —contestó sonriendo. Era un hombre entrado en años, con el pelo ensortijado, y esta vez pude notar su leve acento jamaicano—. Ahí, a la izquierda, hay unas escaleras. Suba, joven, y échele un vistazo. Merece la pena.
No creí que fuera a encontrar a Amanda con su madre, pero quería ver una piscina en lo alto de una terraza, así que subí, y el sol brillaba tanto que quedé cegado unos instantes y tuve que protegerme los ojos con las manos, y cuando finalmente pude mirar, vi una brillante superficie de agua, de un azul perfecto, agua azul, tan impecable que no parecía real. La madre de Amanda estaba al lado del agua, y al ver— la, mi corazón escapó de mi cuerpo y giró en algún lugar del espacio. Candy, susurré. Me saludó con la mano y cuando me acerqué perdí el sentido de mí mismo, quiero decir de mí y de mi cuerpo, como si flotara muy alto y viera a lo lejos las copas de los árboles. Estaba tumbada, boca abajo, y llevaba un bikini dorado; tenía un libro delante; su cuerpo era suave, largo, perfecto. Se había soltado la cinta del sostén y lucía toda la espalda bronceada y brillante. Pude ver los lados de sus senos cuando se incorporó apoyándose en los codos. Experimenté algo, pero no fue una excitación erótica, no penséis eso, sino algo profundo y vacío, algo malo si es que era algo. Me volvió loco. No era excitación en absoluto, sino atracción.
Me senté con las piernas cruzadas a su lado y volvió la cabeza (despacio, despacio) y su cabello era casi blanco al sol, y pude ver mis ojos asustados y parpadeantes reflejados en sus gafas oscuras.
—¿Cómo estás, Abhay?
Me encogí de hombros. No habría hablado aunque hubiera querido, pero es que, además, no quería hablar. Lo que quería era estar allí sentado y mirarla eternamente, vagamente asustado, como asomado al borde de un precipicio. Vino un camarero joven que parecía el sobrino o el hijo del viejo de abajo, y su cara era serena y seria, pero cuando la miró vi el mismo desasosiego en su rostro.
—Jamie, llévate esto, por favor.
Había una fuente con fruta a su lado que apenas había tocado. La cogió y se la acercó al camarero. La tela se apartó cuando alargó el brazo y entonces vi, bajo el brazo, casi imperceptible, una cicatriz. Era un pequeño fruncido en la carne, una señal diminuta, casi nada, pero me fijé con tanta atención que ella lo advirtió y con gesto distraído, sin prisas, volvió a poner el bikini en su sitio. De pronto me asaltó la imagen de un escalpelo, una fina hoja de acero cortando la carne suave, y me sentí mareado.
—Odio el desorden —dijo alegremente—. ¿Tú no?
Asentí con un gesto y me dirigió una sonrisa, y, no sé por qué, pensé que ésta era una mujer acostumbrada a vivir entre silencios, entre monólogos. Y asentí de nuevo.
—En tu honor me he buscado algo —continuó—. Siempre me ha interesado tu país. Es tan... ya sabes... misterioso —yo, entretanto, seguía asintiendo con la cabeza—. Y se me ocurrió leer algo sobre ti. Quiero decir sobre la India —cuando decía India alargaba la palabra de tal modo que sonaba extraña y maravillosa, algo como In-di-aaaa—. Y busqué en la biblioteca.
Sonrió amistosamente (mis sentidos aturdidos se perdieron todavía más lejos) y me alargó el libro: era Pabellones lejanos. Apenas vi más allá de la dorada caída de sus senos, pero había otro libro a su izquierda, Kim, y otro a su derecha, Pasaje a la India.
—Tengo que irme —dije—. Tengo que batear.
—Pues será mejor que te vayas.
Volvió a sonreír y salí volando, buscando la puerta con manos nerviosas y dedos como garfios, y en el último momento, vi el agua como una sábana de una nueva y asombrosa fibra sintética, y de nuevo el frío del aire acondicionado me recorrió la espalda y cuando llegué al pie de las escaleras ya me movía despacio, como un hombre enfermo de los huesos. Cuando salí al patio, el camarero viejo me vio y sonrió con un gesto casi pícaro, como si compartiera un secreto conmigo.
Fuera, en el terreno de juego, William James había ido eliminando bateadores, y cuando volví al banquillo le dio a otro que fulminó al bateador y lo eliminó con facilidad.
—¿Eres un bateador heroico? —preguntó Ballard esperanzado.
—Ni en lo más mínimo —contesté—. ¿Puedo ir el último? Pero puedo hacer un buen off-break.
Nos anotamos otras doce carreras y ellos eliminaron a dos bateadores más, añadiendo William uno más a su cuenta, y luego, de pronto, me tocó el turno. Mientras me acercaba al wicket me puse los guantes, y el olor de éstos, un poco a sudor y a piel, me calmó. Me ajusté la gorra, ocupé mi lugar y hasta pude sonreír. William James estaba a unos tres metros del lugar de lanzamiento, jugueteando con la bola arriba y abajo, e incluso a esa distancia podía ver sus ojos azules. El árbitro bajó la mano y William James tomó carrerilla, golpeando secamente la hierba al pisar, y vi cómo arqueaba el brazo; pensé que sería uno de sus golpes rápidos, un poco corto, y di un paso adelante para recibirlo, pero la pelota venía perversamente alta y, al verla, traté de echar el cuerpo hacia un lado, pero me alcanzó en la base del cuello y caí de rodillas. Todos acudieron a mi alrededor mientras me levantaba y me frotaba la clavícula, no, no tiene importancia, gracias, sólo un rasguño de nada, y seguimos, pero en mi camisa había una mancha roja. William James hizo el largo regreso hasta su puesto y yo me quedé con mis palpitaciones en la nuca. Volvió a tomar carrerilla y cuando soltó la pelota dejó escapar un sonido, el gruñido explosivo del esfuerzo, y yo me encogí asustado y ni vi la bola; puse el bate a la defensiva, pero ni la toqué, y arrancó uno de mis stumps del suelo. Perdimos con setenta y dos, y, cuando nos retirábamos al pabellón, William James pasó a mi lado y me dio unos golpecitos en el hombro.
—Buen esfuerzo —dijo sonriendo.
Y caminó delante de mí, tenía una mancha de sudor entre los omoplatos, y llevaba la camisa pegada al cuerpo, y reía, iba confiado y un poco fanfarrón, muy hermoso.
El almuerzo fue delicioso, carnes frías y ensalada de patatas en un buffet alrededor de la sala. Busqué con la mirada a Amanda, pero no la vi por ninguna parte; tampoco la había visto Jamie, el camarero, y pensé que se habría marchado, que quizá estuviera con Tom y Kyrie. Me fui a mi mesa con el plato bien lleno, pues me sentía ágil y hambriento. La voz de William James atronaba en la sala. Se reía de algo que había dicho Ballard mientras recorrían el buffet. Me senté en una mesa con mantel blanco y empecé a comer.
—Fíjate, hijo —decía William James—. Prueba esto. De primera calidad.
Hablaba con Swaminathan, uno de los Coasters, y le enseñaba una fuente de costillas. Yo tenía una en la mano, y estaban muy buenas, pero Swaminathan, que era delgado, moreno y bajito, negó con la cabeza.
—No, gracias —contestó.
Cuando estuvimos juntos en el banquillo, por la mañana, me contó que acababa de graduarse en el Instituto Indio de Tecnología de Madrás y ahora estaba en el departamento de microbiología de la Universidad de Rice. Sólo llevaba dos semanas en los Estados Unidos.
—¿De verdad no las quieres? ¡Están buenas, buenas, buenas!
—No, gracias.
—¿Eres vegetariano?
—Sí.
—Oh.
William James se encogió de hombros y dejó la fuente, él y Ballard pasaron junto a mi mesa y se fueron a una que estaba en el centro de la sala. Cuando pasaban a mi lado oí que le decía al oído a Ballard, pero sin bajar mucho el tono de voz:
—No me extraña que los hayáis dominado durante dos siglos.
—Pero, después de todo, los echamos fuera —mi voz sonó tan alta que todos los demás callaron. Séntí que me ardía la cara y yo estaba más sorprendido que los demás. Quiero decir que no sé de dónde me salió aquella frase.
—Bueno, puede que sí, quizá fue así, pero hubiera sido mejor no haberlo hecho —dijo William James, y se sentó cruzándose de piernas.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que mira en qué se está convirtiendo tu país desde que lo dejaron los británicos.
—¿En qué se está convirtiendo?
—Pues en el caos, ¿no es cierto?
Me puse tan furioso que durante un minuto no pude hablar, aunque, a decir verdad, no sabía qué decir. Necesitaba gritar. Pero finalmente hablé y mi voz salió lenta y fea, recalcando cada palabra.
—Usted no sabe de qué habla.
Y tan pronto como lo dije supe que no era lo adecuado, que era como no haber dicho nada.
—Venga, muchachos —intervino Ballard—. No habléis de política mientras coméis.
Puso una mano en el hombro de William James y le obligó a girarse, y el otro lo dejó hacer, cogió el tenedor y mientras comían mantuvo una sonrisita en los labios.
Swaminathan vino y se sentó a mi lado. Me temblaba el tenedor en la mano y cuando lo dejé en el plato tintineó levemente. Swaminathan puso su mano en mi brazo por debajo de la mesa y así estuvo hasta que dejé de temblar, pero incluso entonces fui incapaz de comer.
Después del almuerzo, William James sacó al japonés como uno de los bateadores iniciales. El otro fue el más joven de los norteamericanos, un amigo de William James que acababa de empezar a jugar al criquet. Estaba muy claro que no se tomaban en serio la posibilidad de perder y sacaban a jugar a los novatos, supongo que para practicar. Empezamos a jugar, y el principal lanzador de nuestro equipo era un australiano que lanzaba la pelota con rapidez, mientras el japonés avanzaba con un golpe defensivo de bate y el norteamericano se colocaba delante. Yo jugaba de fielder en un extremo; desde allí podía ver a William James, tumbado en un sillón y con una copa en la mano. Parecía cómodo y relajado. Los Regents se anotaron veinte carreras y entonces Ballard le dio la pelota a Swaminathan, y Swaminathan se fue a la línea frotando la pelota en los pantalones. Sólo dio cuatro pasos de impulso, lentamente, pero la pelota salió casi como un off—break, girando maliciosamente, y le dio al stump central del japonés. Corrí y le di una palmada en la espalda, y él sonrió tímidamente y dijo, «un buen lanzamiento». Con la última bola de su turno volvió loco al bateador con un lanzamiento que fue lentamente por el aire, hizo una curva y luego giró para escorarse hacia fuera de la posición, lo suficiente para enviar al hombre de vuelta al pabellón sin haber logrado carrera alguna.
—Bien hecho, Swami —animé—. Una buena demostración.
—Desde luego —dijo Ballard—. Vamos a ver ese off—break tuyo —y me tiró la pelota.
Y cogí la pelota y me fui balanceando el brazo hasta el wicket y me noté rígido y poco habituado. Di una vuelta corriendo y vi que el terreno estaba bordeado de árboles. Pensé que llevaba mucho tiempo sin jugar, pero me sosegué y cuando el árbitro bajó la mano tomé impulso y lancé lo mejor que pude, pero la bola me salió desviada y el bateador (uno de los amigos de William James, creo que banquero) pasó sin problemas por mi lado y llegó al límite del medio campo para conseguir una cuarta carrera. Y he de reconocer que lo hizo con elegancia.
—No te preocupes, yar —dijo Swami—. Mide la distancia.
Y lo hice, aunque al final de mi turno había cedido cuatro carreras y luego dos o tres más en el siguiente, pero después de eso empecé a centrarme y vi que podía darle efecto a la bola. Empecé a gozar con el esfuerzo y, aunque no hice nada del otro mundo, comencé a preocuparlos un poco. Pero Swami hacía maravillas, mantenía tanto tiempo la bola en el aire que parecía suspendida, como si no fuera a caer, como si flotara; luego caía a plomo y se desviaba bruscamente hacia la posición; otras veces, al botar, giraba y caía en su sitio o la lanzaba con efecto superior y tumbaba el wicket. En el tercero tumbó uno más y dos en el siguiente. Yo me limitaba a sujetar a los bateadores desde un extremo, y desde el otro Swami los atravesaba como un verdugo, todo con una sonrisa tímida y ligeros movimientos de cabeza. Vi que William James se había puesto de pie en el patio y miraba con la mano sobre los ojos; cuando salió el siguiente bateador lo acompañó un trecho hasta el campo hablándole al oído.
Siguió el partido y ellos se anotaron algunas carreras, casi todas conmigo, pero los bateadores del medio flojearon mucho y los teníamos a sesenta y nueve por siete. William James no se decidía a salir y era comprensible. No iba a molestarse en ponerse los protectores para salir a batear por gente como nosotros, y, después de todo, sólo les faltaban cuatro carreras para conseguir la victoria. Entró el siguiente bateador, con rostro serio, y mientras comprobaba y marcaba el wicket, tiré la bola a Swaminathan y canté: «Bedi, Bedi, Bedi». Para entonces sentía por él un gran afecto y lo llamaba con los nombres de los héroes de mi infancia. Bedi había formado parte de un trío de lanzadores, era un sij por los cuatro costados que lanzaba con efecto de giro a los palos y engañaba a los bateadores.
Pero los compañeros de equipo de William James estaban asustados ahora con Swaminathan y se quedaban pegados a la línea, jugando golpes defensivos y negándose a batear los deliciosos boleos altos que bajaban como flotando sobre el terreno. En la quinta bola de su entrada lanzó un poco más corto y el bateador se adelantó dispuesto a golpear, pero la pelota se elevó de pronto, rozó el bate y volvió mansamente a las manos de Swaminathan. El tipo siguiente era joven, sudoroso, con la cara colorada, y cuando llamé a Swami, «Prassana, Prassana, Prassana», nos miró con desconfianza, como si estuviéramos tramando algún juego sucio y probablemente anticonstitucional. Prassana había sido un lanzador gordo, ¿recordáis?, un indio del sur que siempre parecía dormido e inofensivo hasta que su pelotazo te dejaba con los pies planos y cara de tonto. Swaminathan lanzó, el héroe saltó rápidamente y voló con un tremendo balanceo del brazo; estaba tenso y quería atrapar la bola antes de que empezara a caer, imaginando seis carreras triunfantes y fresas en el pabellón, pero la bola se movía en el aire, zigzagueando y trazando misteriosas trayectorias, y con toda su fuerza y probablemente con su buena vista, le dio un golpe de refilón que la envió a la zona defensiva, adonde Ballard corrió a recogerla, y aunque los dos bateadores estaban casi a mitad de camino decidieron no correr precipitadamente. Uno de ellos se puso a salvo, pero el otro estaba todavía a un metro de la línea cuando Ballard derribó los stumps con un golpe claro y limpio.
Así que los teníamos casi en el saco. Faltaban cuatro carreras y un bateador más, y éste no podía ser otro que William James. Lo vi de pie sobre la hierba, cerca del pabellón, con los brazos en jarras, y todavía no se había puesto los protectores. Detrás de él estaba su esposa, con su hermoso cabello rubio sobre el vestido blanco. El vino a toda prisa y adiviné su furia. Tuvimos que esperar a que se pusiera los protectores. Swaminathan acudió a mi lado y me dio la pelota. Luego masajeó mis hombros. No hacía falta que me dijera que todo dependía de mí.
Entró William James y se puso una gorra azul con una bandera de la antigua Confederación sureña. Cuando pasó a nuestro lado, Swaminathan me dio una palmada en la espalda y al alejarse me llamó «Chandrashekhar». William James nos miró, primero a Swami y luego a mí, y sus ojos eran claros y fríos. Estaba furioso aunque conseguía dominarse.
—Chandrashekhar —repetí, y William James me miró y yo me eché a reír. Probablemente pensaba que hablábamos un idioma extranjero, o que quizá practicábamos una especie de magia oriental, porque Swami seguía cantando, «Chandrashekhar, Chandrashekhar».
Chandrashekhar era mi favorito del trío de dioses de la pelota lenta. Era delgado hasta parecer extremadamente débil y la polio que sufrió de niño le había dejado un brazo deformado, retorcido hacia dentro, y de eso se aprovechaba para ejercer el arte del engaño. Lanzaba googlies, pelotas que cambiaban su trayectoria en el aire, desviándose de la posición del bateador, y recuerdo a algunos que, viendo la curva de su brazo, dejaban confiadamente de proteger su wicket y luego se encontraban burlados, pues lo que creían una cosa resultaba ser otra, y el brazo delgado y torcido de Chandrashekhar engañaba a cualquiera. Pero ahora William James flexionaba sus muñecas sobre la línea, dispuesto a golpear mi bola y sacarla fuera de los límites, y Swami susurraba Chandrashekhar, Chandrashekhar, pero yo nunca había conseguido una googly en un partido ni tenía un brazo tullido, y William James vigilaba la bola con los ojos fijos en mi mano, miraba cómo me agarraba a la costura. Era frío y analítico y sabría lo que yo iba a hacer en cuanto me moviera, incluso antes. Me tenía bajo su mirada y sus ojos me decían que me estaba midiendo y calculando y me avisaba de que iba a echarme del campo. Se balanceaba sobre los pies y no parecía preocupado ni mucho menos. Así que cogí bien la bola e inicié la carrera escondiéndola a mi espalda, y mientras corría, me repetía, Chandrashekhar, Chandrashekhar. Adelanté el brazo y William James seguía mirándome, y en lugar de soltar la bola, hice el gesto de lanzarla con la muñeca, pero la retuve, y cuando la bola salió mi brazo estaba doblado, con el dorso de la mano de cara al suelo, y sentí el tirón en mi hombro, y no fue un gran lanzamiento. William James se fue hacia ella con hambre, estaba contento, se sentía feliz, podía verla, cayó la bola desmañadamente y él asentó los pies esperándola, giró el cuerpo, y trazó el golpe. Iba a golpearla sobre mi cabeza y enviarla a la luna, iba a matarla. La pelota cayó en el suelo y él sabía que iba a botar en dirección al wicket, pero no fue así, botó hacia el otro lado, y el golpe dio en el vacío y el señor James se quedó mirando curiosamente a su alrededor y por encima de mi cabeza. No sabía dónde había ido a parar la pelota.
—Chandrashekhar —gritó jubilosamente Swami, y hubo grandes carcajadas, y William James siguió mirando a su alrededor y su stump del medio estaba caído en el suelo. Después de aquello me rodearon los jugadores, todos palmeándome la espalda y abrazándome, y cuando finalmente pude abrirme paso entre ellos, William James seguía con los ojos fijos en sus stumps y se giró para mirarme sin disimular su odio. Cuando me acerqué con la mano extendida, se volvió sobre sus talones y se fue al pabellón sin decir palabra.
—No le gusta perder —comentó Ballard. Mientras salíamos del campo, sosteniéndome el brazo que empezaba a dolerme, volvió a decirme—: Por aquí se le tiene por un juez bastante draconiano... Pero ya vendrá.
Me encogí de hombros. No me importaba si volvía o no.
Ya de vuelta en el edificio, volví a tiritar de frío y seguí buscando a Amanda. Esta vez me di cuenta de que había una pesada puerta marrón al otro lado del comedor, y cuando me apoyé en ella se abrió suavemente. Era la biblioteca, lúgubre y enorme, con estanterías hasta una altura de dos pisos y escaleras por todas partes. El suelo estaba revestido con una gruesa alfombra y cuando miré los lomos de los libros vi que todos estaban grabados en oro. Me quedé un rato, con la mano puesta sobre el respaldo de un sillón tapizado, y cuando me volvía para salir vi a Amanda acostada y acurrucada en un largo sofá, y parecía muy pequeña. Me agaché a su lado y toqué sus mejillas y la llamé bajito: «Amanda, Amanda», pero siguió durmiendo, y cuando me incliné cerca de ella sentí su aliento agrio por el alcohol. Tenía las manos entrelazadas delante de la cara. La sacudí por el hombro, pero su cabeza se movió flojamente sobre el sofá y después de un rato la dejé sola.
Fuera, cuando cerraba la puerta, vi a William James y a Candy detrás de él. Se había cambiado y llevaba una chaqueta azul marino; cuando se acercó a mí, sus botones de latón brillaron a la luz de los candelabros. Me estrechó la mano.
—Buen partido, joven amigo —sonrió, pero su mano estaba rígida en la mía y juraría que oí chasquear los huesos. Cuando me soltó, me palpitaba el dorso de la mano y me la puse a la espalda para no frotármela.
—Sí —concedí—. Muy bueno.
—Vamos a casa.
—Amanda y yo habíamos pensado encontrarnos con unos amigos para cenar.
—Ya veo —me miró largamente y luego se alejó. Candy se despidió con un gesto de la mano desde el otro lado de la sala y yo levanté mi mano buena y le devolví el saludo. Luego me despedí de Swaminathan y de los demás y salí del pabellón. Ya estaba oscureciendo y fui paseando hasta el terreno de juego. El brazo derecho me dolía desde el hombro hasta la punta de los dedos. Pero no era eso lo que me asustaba y permanecí fuera porque la brisa me aliviaba.
—Hola.
Era Ballard. Vino hasta donde yo estaba y estuvimos juntos un rato. Luego, me acercó algo que tenía en la mano y me preguntó si fumaba.
—No —contesté, pero cogí lo que me daba, un cigarro. Me pasó un mechero, y después de un rato conseguí encender aquella cosa y miramos el brillo uno en la cara del otro.
—Gracias —dije.
—De nada. ¿Contento de haber jugado con nosotros?
—Sí.
—¿Sabes?, yo nací en la India —añadió.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—En Lucknow. Nos fuimos cuando yo tenía pocos años, quizá cinco o seis. No recuerdo mucho.
—Ya.
—Pero me acuerdo de algo.
Y nos quedamos allí bastante tiempo, fumando, y nuestros cigarros se apagaban de vez en cuando y nos íbamos pasando el mechero. Había un gran silencio que sólo rompían los grillos. El viento olía dulcemente a alguna flor para mí desconocida y la luna salió de pronto y cubrió el campo con su luz plateada.
Después, al atardecer, Amanda y yo fuimos en coche a la ciudad y encontramos a Tom y a Kyrie, y con ellos a Águila Blanca, sentados en hamacas delante del Hokaido, en el jardín rocoso, bebiendo latas de cerveza. Amanda permaneció abstraída y en silencio, al salir del club se sorprendió de que ya hubiera oscurecido.
—¡Pero si hace un momento era de día! —exclamó; se sentó con las piernas cruzadas sobre una piedra y abrió una lata de cerveza, ahora parecía menos ausente.
—Íbamos a ir a la NASA —contó Tom—. Lo hemos estado pensando.
—¿Por qué a la NASA? —pregunté.
—Esta noche es el despegue de la lanzadera espacial —apuntó Kyrie—. Queremos verlo.
—No hay nada que despegue de Houston —dijo Amanda.
—Es una fiesta —añadió Kyrie—. El despegue será en Cabo Cañaveral, y se celebra una fiesta cerca de la NASA —enseñó un papel de color naranja con un mapa dibujado a mano—, Cuando despegue la verdadera lanzadera, los asistentes a la fiesta dispararán sus propios cohetes. Una especie de sincronización, ¿ves?
Yo no veía nada y me encogí de hombros.
—¿No quieres ver los cohetes? —me preguntó Amanda. Tenía el cabello despeinado de haber estado echada en el sofá y parecía una niña de diez años.
—Es algo que hay que ver siquiera una vez —dijo Águila Blanca.
—¿De verdad? —me ponía enfermo pensar que tenía que llamarlo Águila Blanca. Su nombre tenía que ser Ted, Bob, o algo parecido—. ¿Lo cree así?
—Desde luego —contestó mientras bebía de su lata, sin importarle mi tono sarcástico.
Finalmente tuve que ir, puesto que todos lo querían y mi única alternativa era quedarme solo en el Hokaido. Me importaban un pito la lanzadera y los cohetes, pero no hubo otro remedio y los cinco nos fuimos a la NASA. Cuando salimos de la autopista, dimos vueltas en la oscuridad, parándonos en todos los almacenes que están abiertos las veinticuatro horas del día, hasta que, finalmente, llegamos a una explanada con coches desperdigados y mucha gente reunida en grupitos. Todos trabajaban en sus cohetes. Había cajas de cerveza por todas partes, pero casi todos tenían un cohete. Algunos eran pequeños, simples petardos, otros tenían modelos en miniatura que funcionaban, con sus pegatinas y todo, y un grupo tenía una brillante lanzadera de unos dos metros de largo. Salimos del coche y yo me fui hasta una valla al borde del campo. Tom me siguió y orinamos juntos.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Me encuentro bastante raro —dije—. ¿Y tú?
—Bien.
—¿Bien? ¿Cómo te van las cosas?
—¿Con Kyrie? —sonrió—. Nada. Bueno, no lo sé. Pero va bien.
—¿Vas a volver?
—¿A la facultad? No. ¿Y tú?
—Me parece que sí.
—Lástima que no encontráramos el paraíso.
—A lo mejor sí.
—¿Sí? ¿Dónde?
No contesté y volvimos al coche. No podía explicárselo, pero tenía la sensación de que había terminado algo. Nos sentamos en el capó del coche y, al cabo de un rato, Kyrie, Amanda y Tom, cogidos de la mano, se perdieron en la oscuridad. Dijeron que iban a echar un vistazo. Cuando se iban, llamé a Amanda.
—¿Sabes, Amanda?, ganamos.
—¿Ganasteis qué?
—El partido.
—Oh —dijo por encima de su hombro—, eso está muy bien.
Se oía una radio por alguna parte, la voz de un locutor de noticias en la distancia. El cansancio de todo el día se fijó en mis huesos y me venían oleadas de dolor desde la clavícula y por todo el brazo, pero quise olvidarme hasta de eso y me tumbé sobre el capó. Era demasiado tarde para dormir, pero era bonito estar así, de cara al cielo, con jirones de nubes pasando por delante de la luna.
—¿De qué era el partido?
Me sobresalté y a punto estuve de caerme del coche. Era Águila Blanca, que estaba en el asiento del conductor y había sacado la cabeza por la ventanilla.
—De criquet —respondí.
—Ah.
—Escuche, ¿cómo se llama usted realmente? —me miró sin inmutarse, con las manos descansando en el volante—. Voy a llamarle Ed.
Volví a tumbarme y busqué una postura para estar cómodo. Me gustaba el contacto del metal en mi espalda. Al cabo de un rato empezó a hablarme y la verdad es que no le presté atención y me encontraba demasiado cómodo para moverme, pero estaba bien aquello de oír una historia por encima de mi cabeza.
—Escucha, voy a contarte la historia de Coyote y Lobo, que hace mucho tiempo vivieron en el valle. Había abundancia de caza en el valle y Lobo vivía allí felizmente, lo mismo que Coyote, en los aledaños. Y un día, Coyote vio que una carreta tirada por vigorosos caballos entraba en el valle, y se escondió y los vigiló. Había una familia de humanos en la carreta, y acamparon en el fondo del valle, cerca de un río, y al día siguiente empezaron a talar árboles. Abrieron toda una pradera y construyeron una casa. Lobo bajó desde la sierra y llegó al borde de la pradera y se quedó mirando a los humanos y uno de los hombres levantó un rifle y Lobo se encaró con él, sin ningún miedo, y entonces el hombre se echó a reír y bajó el arma. Lobo se dio la vuelta y regresó al bosque y entonces vio a Coyote escondido detrás de una roca y le enseñó sus temibles dientes con una sonrisa de desprecio. Y Lobo y Coyote siguieron viviendo en el valle, y Lobo cazaba en todas partes, menos abajo, en el fondo del valle, hasta que la caza empezó a escasear y se pasaba semanas enteras sin comer. De vez en cuándo se topaba con gente en el bosque, y cuando lo veían, se paraban y se retiraban cautelosamente. Mientras tanto, Coyote robaba gallinas a los colonos y escarbaba en los basureros, y entonces salían de las casas y lo espantaban a gritos, incluso llegaron a dispararle con armas cortas y una vez una bala le hizo un largo rasguño en un costado, pero pudo arrastrarse y seguir viviendo. Un día, Lobo estaba persiguiendo a un ciervo. Era un macho viejo y descarnado, y Lobo fue detrás de él por la ladera de la montaña, y el ciervo se metió en la ciudad (porque ya era una ciudad, con calles, postes y luces) por mitad de una calle y Lobo se fue detrás, y entonces apareció una máquina, una máquina que se movía muy rápidamente, que chocó con el ciervo, dejándolo tumbado y muerto. Bajaron unos hombres de la máquina y Lobo los miró y ellos lo miraron, pero Lobo tenía hambre y estaba enfadado, así que fue a por el ciervo, para eso lo había estado persiguiendo toda la tarde, y sonó un disparo y el primer tiro le arrancó la pezuña derecha; aulló y siguió adelante, salpicando de sangre la calle, pero el segundo disparo lo detuvo en seco. La gente se arremolinó alrededor de su cuerpo y lo empujaron con los rifles. Coyote vio todo esto, porque estaba dentro de un basurero al final de la calle, asomando apenas la nariz entre los desperdicios, y se escapó casi arrastrándose. Alguien despellejó a Lobo y alguien se llevó el ciervo y, a la noche siguiente, Coyote se llevó un poco de ciervo: irrumpió en el cobertizo donde lo guardaban y le arrancó una pata, y con la pata logró escapar a pesar de que le siguieron los perros. Coyote vivió mucho tiempo y se hizo viejo. Sobrevivió a los venenos, a las balas, al gas y a las enfermedades, y un invierno en que volvió a bajar a la ciudad vio algo que le hizo reír hasta revolcarse en la nieve, porque en mitad de la ciudad, cerca del río, la gente había erigido una estatua de Lobo, y lo habían representado con su mueca risueña, con una pata levantada, orgulloso, indómito y libre.
Había algo en la voz de Águila Blanca, no en lo que decía, sino en su textura, pues yo no le prestaba atención, algo subyacente en su voz que me hacía cerrar los ojos. La historia en el aire me devolvía a mi niñez, y sentí los olores y los aromas del fuego del hogar y del estiércol fresco de vaca y volví a sentir el viento delicioso que aliviaba el calor de mi piel cuando dormíamos en la terraza las noches cálidas del verano, el susurro de la hierba, la fría humedad del agua y una mano en mi frente. De un salto me bajé del coche y me alejé dando traspiés, deprisa, tratando de sacar de mi cabeza la imagen de mi abuelo. Había muerto y me parecía que había pasado mucho tiempo desde que sonó el teléfono y me trajo la noticia de su muerte; me parecía que habían pasado siglos, pero ahora su recuerdo me oprimía el pecho. Era un hombre delgado, practicante de una medicina que yo creía inútil, pildoritas homeopáticas que no eran más que azúcar, y crecí pensando que no servían para nada. Caminé en medio de la oscuridad, pero me parecía que entraba en su casa. Ibas por un estrecho sendero pavimentado y atravesabas una puertecita que había en la puerta grande y entrabas en el jardín, apenas unos árboles y arbustos desperdigados, sin ningún orden, unas vacas rumiando plácidamente en el establo, y entrabas en la casa. Dejabas atrás la sala de estar, con sus muebles antiguos y estantes llenos de baratijas, y pasabas a la terraza interior, que siempre olía a comida, y luego al gran salón, con chatais en el suelo, donde comíamos todos, y había una mesa llena de libros antiguos y botes de medicinas; en la pared había dos fotografías, una de mi abuelo muy joven, con el marco agrietado y el cristal amarillento por el tiempo, pero se le veía sonriente, con pantalones blancos, una chaqueta azul, un sombrero de paja ladeado sobre los ojos, una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo una pelota de criquet con las costuras bien visibles. A la derecha de esta fotografía estaba la otra, la de su hijo, tomada treinta años más tarde, sentado entre un grupo de jóvenes, todos con un aire tan inocente que resultaba patético mirarlos, todos tan francos y confiados, con sus copas y escudos de plata delante de ellos, y una leyenda en lo alto de la foto que decía que éste era el equipo de criquet de la facultad de Humanidades en 1947.
Me senté en la hierba y lloré por mi abuelo, por su muerte, y le eché de menos. Y así permanecí mucho rato, pensando en él.
—Pero si estás aquí —dijo Amanda. Vino corriendo y se sentó en mis rodillas—. Te he estado buscando.
—He estado pensando en mi abuelo. Y en Kate y en un chico que se llamaba Katiyar. Era el jefe del colegio y el capitán de mi equipo de criquet.
Me acarició la cara y luego me besó los ojos y me abrazó muy fuerte. Después nos levantamos y emprendimos el regreso, ella un poco detrás de mí, y de pronto, puso sus manos en mis hombros y se subió en mi espalda, y así la llevé durante un trecho, con ella riendo en mi nuca. Yo reía a carcajadas.
—Ahora te toca a ti.
Y me llevó un rato, porque era una chica muy fuerte, y nos reímos tanto que terminamos rodando por el suelo, pero así seguimos, llevándonos el uno al otro por todo aquel campo. Me cantaba algo al oído cuando llegamos a un montículo cubierto de hierba, y entonces ella exclamó algo como «uy». Al otro lado del montículo, en una hondonada, vimos a Tom y a Kyrie, con las cabezas juntas brillando a la luz de la luna, estaban haciendo el amor y nos dimos la vuelta, y entonces empezamos a oír una serie de gritos de júbilo y una sucesión de ruidos como taponazos y redobles fundidos en un gran estruendo, y vimos miles de estelas en el cielo, chispas plateadas perdidas en la lejanía, vuelos irrefrenables y prodigiosos, y ardió el cielo y brilló tanto que tuve que girar la cara y debajo de nosotros vi la silueta elegante del coche y a Águila Blanca, sentado como una estatua de piedra sobre su techo.
Al día siguiente, Amanda y yo salimos para California. Tom dijo que se quedaba, y quise discutir con él, pero supongo que él sabía por qué y no le dije nada. Esperamos en una cafetería mientras Amanda iba a su casa a despedirse de sus padres, porque cuando me preguntó si quería ir con ella le dije que no. Y nos tomamos unos cafés y Kyrie echó unas monedas en la gramola, y A. B., que era como empecé a llamarlo, se fue al mostrador y se trajo un viejo tablero de ajedrez.
—¿Juegas? —me preguntó.
—A. B., voy a destrozarte —le contesté. Y colocamos las piezas y faltaba un alfil blanco, y después de buscar un rato, puse en la casilla una moneda brillante de veinticinco centavos. Salí yo con las blancas, pero cuando regresó Amanda ya me había dado mate tres veces y yo no había ganado ni una sola vez. Y todo sin una sonrisa por parte de A. B., con su cara de viejo. Cuando vimos el Jaguar, salimos todos. No había mucho que decirse, así que nos estrechamos las manos y Kyrie nos dio un abrazo.
—Llámame —le dije a Tom.
—De acuerdo.
Nos fuimos a toda velocidad y enseguida estuvimos en la autopista. Nunca me llamó, así que no tengo ni idea de dónde puedan estar ahora, si siguen juntos o qué. Me los imagino en un sucio coche alquilado, rojo o negro, atravesando las llanuras de Texas y a Elvis gimoteando «Heartbreak Hotel», pero ya no he vuelto a saber de ellos.
A Amanda y a mí nos pareció estar de vuelta en Pomona casi al instante, todo fue muy rápido, y me sentí cansado casi todo el tiempo, paseando alrededor del campus. Parecía como si nadie se hubiera enterado de que nos habíamos ido, volví a mis clases y a la rutina acostumbrada y pasaron rápidamente los meses y me gradué. Estuve con Amanda casi todo el tiempo, pero nunca hablamos de lo que haríamos después, la verdad es que yo no lo sabía, pero el día en que hice el último examen, levanté la mirada y vi unas nubes sobre una montaña lejana y supe que quería volver a casa. Se lo dije a Amanda y ella bajó los ojos y asintió con un gesto de la cabeza.
—¿Quieres venir conmigo? —y otra vez dijo que sí con la cabeza, con las manos a la espalda, pero cuando la abracé se apretó muy fuerte contra mí y sentí qué estaba temblando.
Dije en la facultad que me enviaran el título por correo a mi casa y escribí en una tarjeta, con letras mayúsculas, la dirección de mis padres, y nos fuimos dos días antes de la ceremonia de graduación. Mi madre, lo sabía, habría querido tener una fotografía mía vestido con toga y birrete, sosteniendo mi título de antropología sobre el pecho, pero sólo de pensarlo me aburría y cogimos el primer avión que tenía plazas. Amanda parecía feliz yendo de un lado a otro del aeropuerto y me trajo una barra helada de chocolate que comimos entre los dos, y nos besamos con los labios manchados de chocolate.
—Soy tan feliz por marcharme de aquí —dijo, y señaló con un movimiento circular del brazo todo el aeropuerto y el cielo de fuera. En el avión, descansó su cabeza sobre mi hombro, cogió mi brazo con ambas manos y cerró los ojos—. ¿Sabes cómo me lo imagino? —comentó todavía con los ojos cerrados—. Un cielo inmenso. Y verde, todo verde. El agua azul y las mujeres con sus saris dorados caminando lentamente. Todo es lento. Pájaros en los árboles, loros. Y un elefante a lo lejos balanceando la trompa. Puestas de sol increíbles.
—No imagines tanto.
—Oh, calla, no me lo estropees.
Y luego se durmió con una sonrisa en el rostro y sentí su cálido aliento en mi piel. Pero luego, en Bombay, cuando esperábamos en un largo corredor subterráneo para pasar el control de inmigración, empezó a ponerse triste. Lo noté y miré a mi alrededor y había largas colas de gente esperando, todos cansados del viaje, pero sonrientes, con paciencia.
—Relájate —le dije frotándole los brazos.
Dijo que sí. Pasamos las formalidades y nos vimos arrastrados por la multitud que buscaba el equipaje y luego tuvimos que hacer la cola de la aduana. Fuera todavía era de noche, pero allí estaba la eterna pandilla de muchachos que querían llevar nuestras cosas. Me los quité de encima y tomamos un taxi. No sabía adonde ir, todavía no estaba preparado para ir a casa de mis padres y le di al conductor el nombre de un hotel en Colaba. Cuando nos detuvimos en un semáforo en rojo, miré a Amanda y vi que miraba por la ventanilla con expresión aturdida. Los pájaros salían de los árboles con el habitual clamor de cada mañana.
—Esto es Bombay —le dije inclinándome a su lado—. No todo es como esto —y me refería a la larga fila de casuchas y chabolas de cartón que había en la carretera.
Amanda se volvió hacia mí y negó con la cabeza antes de hablar.
—No, ¿sabes?, aquí no hay líneas rectas.
Miré y vi que no me había dado cuenta de eso antes, pero, efectivamente, no había líneas rectas. Cuando llegamos a Haji Ali, ya tenía un plan.
—Bhai —llamé al taxista—, mejor llévenos a la estación central de Bombay.
Las calles ya estaban abarrotadas de gente y, mirando la cara de Amanda, me di cuenta de que Bombay era demasiado para ella, y recordé que cuando volvía a Mayo después de las vacaciones los amigos de Bombay siempre hablaban de Matheran.
—Amanda —dije ya decidido—, iremos a Matheran. Es una estación de montaña. Un sitio muy hermoso.
Así que subimos a un tren que nos llevó hasta los Ghats y luego en un tren en miniatura, en versión de montaña, que nos llevó por una pendiente vertiginosa hacia Matheran. Las nubes eran oscuras sobre las cimas boscosas y las largas quebradas y el traqueteo familiar del tren me llenaron de contento. Podía oler la lluvia en el aire y la sonrisa no me abandonó en ningún momento. Los demás en el compartimiento empezaron a mirarnos con todo descaro y finalmente les dije que acababa de llegar a la India después de varios años de ausencia. Entonces, como es lógico, todos quisieron saber de mi padre y de mi madre, qué había estudiado, si ya tenía trabajo, y nos pasamos el viaje conversando, y los niños —había muchos que se subían a nuestras rodillas— estaban fascinados con el cabello de Amanda.
En Matheran encontramos sitio en el hotel Rugby, que consistía en una docena de casitas esparcidas por una colina y rodeando un gran jardín. Llovía cuando entramos en nuestra habitación, que tenía dos grandes camas con dosel y un pesado espejo enmarcado en madera de teca en la salita. Me gustó inmediatamente y me gustó más cuando un camarero trajo tostadas recién hechas, mermelada y té, y me senté en el porche, en un sillón de mimbre, a mirar la lluvia, calentándome con el té y sintiendo el agua en las plantas de mis pies. Apareció Amanda secándose el cabello con una toalla. Un hombre había puesto un cubo de agua caliente en la puerta trasera del cuarto de baño, y tuve que explicarle que había que mezclar el agua caliente con el agua fría del grifo.
—Guau —exclamó ella, y luego añadió—: Todo está húmedo —y dejó la toalla.
—Es el monzón, ¿sabes?
No pareció satisfecha con mi explicación, pero se sentó a mi lado y tomamos el té y después seguí allí sentado hasta que se hizo de noche, contemplando la lluvia, los árboles mecidos por el viento, la ladera de la montaña próxima, y me sentí perezoso y contento. Cenamos en un comedor largo y tenebroso lleno de mesas redondas, lámparas de araña y pinturas de paisajes ingleses en las paredes. La comida, sin embargo, era gujarati, aromatizada y picante, deliciosa, y la comí agradecido. Los únicos otros comensales eran una pequeña familia del ejército sentada al otro lado de la sala, rer conocí enseguida, los padres y dos hijas adolescentes. El coronel, pues eso era, se presentó cuando Amanda y yo salíamos después de cenar. Estaba destinado en un regimiento de caballería de Pune y tenía un soberbio bigote gris de puntas retorcidas. Su esposa tenía una nariz larga y elegante, llevaba el cabello corto y envolvía sus pálidos hombros en un sari de color rosa. Las dos hijas —Tina y Nita, trece y catorce años— estaban preciosas con sus camisetas deportivas y sonrieron deliciosamente cuando les presenté a Amanda como mi novia, y vi el romanticismo en sus ojos. Después, cuando me volví, sentí la mirada reprobadora del coronel en mi espalda, pero no me importó. Fuera corría una fría brisa, había comido bien y me sentía placenteramente cansado.
En la habitación me tapé con las sábanas hasta la nariz y me quedé mirando el dosel de la cama, con una sensación de bienestar, supongo que sería aquella atmósfera de intimidad, oyendo el golpear del viento, el chirrido de los postigos y el tamborileo de la lluvia. Cuando Amanda se metió en la cama arrugó la nariz y no supe la causa hasta que se lo pregunté y me dijo que las sábanas olían a humedad, y entonces pensé que aquello podría ser desagradable, pero para mí era el olor de mi infancia, de la lluvia sobre la tierra reverdecida, de vacaciones en el colegio porque las calles estaban inundadas, de una época esperada cada año, y a pesar de eso, le dije que lo sentía y le acaricié la mejilla, pero luego no pude conciliar el sueño, sumergido en la suavidad del lecho y en el sonido de la lluvia sobre el tejado.
Cuando me desperté sentí que Amanda se agitaba inquieta a mi lado, moviéndose de un lado a otro. Mi reloj marcaba las nueve, pero todavía era de noche.
—Eh —le dije acariciándole la espalda—, ¿has dormido bien?
—No.
—¡Vaya! ¿Qué ha sido, el ruido, los postigos o las sábanas?
—No. Es este lugar.
—¿Este lugar?
—Sí, sólo eso. Es tan lúgubre. Todas esas nubes bajas. Y estos muebles. Es como si estuvieran aquí desde hace una eternidad.
Miré a mi alrededor. La cama era bastante antigua y se veía un remiendo en el dosel.
—Sí, quizá un siglo o dos —comenté—. Pero más o menos funciona.
Negó con la cabeza y me miró intensamente.
—Es de locos. ¿Hay aquí fantasmas?
—¿Has oído algo?
—No. Es una sensación. Es la atmósfera cargada de este sitio. Lo siento aquí —y señaló su pecho.
Entendí lo que decía. Había algo en el lugar, el silbido del viento entre las casas, la antigüedad de las piedras, como si los recuerdos acecharan detrás de las puertas. Lo había sentido en el comedor, cuando cogí en la mano un viejo tenedor, lo sentí en la sala de estar cuando me miré al espejo. No era difícil imaginarse a un inglés haciendo lo mismo cien años antes.
—¿Sientes tú lo mismo? —preguntó Amanda.
—Claro que sí —le contesté—. No es que estés loca. Es probable que haya fantasmas por aquí, docenas de fantasmas. Pero eso hace que el sitio sea más hogareño, ¿no te parece?
Lo dije muy serio, pero ella se echó a reír, se tapó la cara con las manos y se apoyó en mi pecho. Nos abrazamos riendo y era la primera vez que reíamos desde que aterrizamos en la India.
—Vamos, anímate, no es más que la lluvia. Aclarará y saldrá el sol y todo te parecerá mejor. Vamos a comer algo.
Dijo que sí y yo la besé, pero me siguió pareciendo cansada y triste.
El mozo nos trajo té y le dije que lo sirviera en el porche, y luego corrí bajo la llovizna a la casa vecina, donde se alojaba el coronel, y le pedí prestado el periódico. El coronel iba vestido con una chaqueta de tweed y una corbata de seda, y nos estábamos dando los buenos días cuando oímos un grito detrás de mí. Me volví corriendo a mi casita, seguido del coronel, y cuando subimos las escaleras vimos a Amanda en la puerta, mirando con recelo a un gran mono rojo sentado en la mesa, con la cola ensortijada en la tetera, comiéndose una tostada.
—No te asustes, querida —la calmó el coronel.
Los dos hicimos gestos para espantar al mono, pero éste nos miró impasible, mientras seguía mordisqueando trocitos de tostada. Cogí una silla y avancé con gesto amenazador, y entonces, tranquilamente y muy despacio, se dio la vuelta y saltó a la barandilla del porche y luego al suelo, donde lo esperaba una docena de parientes.
—Sinvergüenzas —siguió el coronel—. Hay que vigilar a estos granujas. Cuando llegan las lluvias se ven obligados a venir. Y en cuanto te descuidas, te roban la comida. Pero no hay razón para asustarse. Ya te irás acostumbrando —sonrió y Amanda dijo que sí con la cabeza, y luego me dio una palmada en la espalda y desfiló hacia su casa—. Vigila los flancos —añadió como despedida.
Me despedí de él con un gesto de la mano y dirigí un gruñido a los monos, que siguieron mirando durante un rato, hasta que al fin se marcharon. Pero me costó trabajo convencer a Amanda de que comiera algo. Supongo que para ella había sido una verdadera conmoción.
Pasó el día lentamente y de nuevo me senté en el porche y contemplé la lluvia, pero Amanda estaba inquieta y por la tarde, cuando cesó la lluvia, le propuse dar un paseo. Fuimos por un sendero fangoso entre tupidas arboledas y pasamos por casitas con nombres como Mirador de la Montaña y Bellavista, casi todas ellas cerradas. El sendero seguía la curva de la garganta y vimos las nubes abajo, pero había demasiados mosquitos para detenerse a mirar, zumbaban en espesas nubes alrededor de nuestras caras y manos y continuamos el camino. Al volver un recodo nos encontramos con una familia de monos desperdigada por el camino y Amanda retrocedió y tiró de mi mano.
—Pero si no hacen nada. Fíjate —le di un golpecito en el hombro y seguí por el camino, entre los monos, que apenas se movieron para dejarme paso. Y regresé de la misma manera junto a Amanda—. ¿Lo ves?
Amanda sacudió la cabeza. Estaba oscureciendo. Al cabo de un trecho, el sendero se ensanchaba en un pequeño claro y, en el borde del camino, sobre un precipicio, había una roca, una roca negra de un perfil suave y redondeado que alguien había pintado con cúrcuma roja. Había montones de flores fragantes al pie de la roca y, encima, un árbol susurraba con sus ramas movidas por el viento. Sentí un ligero estremecimiento en la espalda, un temblor vago.
—¿Qué es? —preguntó Amanda.
—Un sepulcro.
—¿De quién?
—No lo sé.
Incómoda, desvió la mirada. Crecían las sombras y regresamos al hotel y de nuevo la cena en el comedor cavernoso resultó deliciosa. En cuanto me metí en la cama caí dormido, y mi sueño fue largo y profundo.
Cuando desperté a la mañana siguiente, Amanda tenía los ojos cerrados, pero no sabía si estaba realmente dormida, porque movía nerviosamente los ojos bajo los párpados. Salté de la cama, me vestí y salí a pasear por el sendero. El aire era claro y luminoso y la ladera bajaba unos trescientos metros hasta la llanura. El horizonte estaba a miles de kilómetros, y el aire fresco dio vigor a mis pasos y gocé del contacto de la hierba bajo mis pies y de la vista de los pájaros volando entre los árboles. Vi un asiento de piedra en lo alto de un promontorio y me fui hasta allí para ver la salida del sol, y contemplé cómo las cimas se iluminaban una tras otra. Más abajo, un pastor conducía su ganado por la ladera. Cerca del asiento había una piedra donde habían cincelado la leyenda «Mirador de Louisa». La roca estaba agrietada por la mitad y de la grieta brotaba una planta, pero las letras eran todavía legibles. Me pregunté qué habría visto Louisa desde esta montaña. Miré bizqueando al sol. Si había niebla, si la atmósfera estaba velada, quizá pensara Louisa que miraba las colinas de Sussex, quizá el oscuro perfil de un bosque inglés, y quizá, durante unos instantes, se sintió en casa.
Cuando llegué al hotel, el coronel y su familia me saludaron con la mano desde su casita y yo me senté en el porche y esperé a que el mozo me trajera el té. Me estaba bebiendo una taza cuando salió Amanda.
—Mira —le dije cuando se sentó—: Ha salido el sol.
Su sonrisa sólo la hizo parecer más cansada y más pálida.
—Vamos, anímate.
Estaba irritado y supongo que notó la irritación en mi voz. Retrocedió asustada y se frotó la barbilla.
—Quizá deba volver a casa —observó.
—¿A tu casa?
Dejé la taza sobre la mesa y ella recogió las piernas sobre la silla y se abrazó las rodillas.
—Lo siento —contestó.
Lo dijo tan bajito que apenas la oí, pero la vi tan triste que el corazón me dio un vuelco. Me levanté de la silla y me puse detrás de ella; me incliné y puse mis brazos sobre los suyos, mi cabeza en su hombro y le besé la mejilla, queriéndole decir, está bien, no te preocupes, pero mirando por encima de su hombro me ocurrió algo extraño, el mundo se inclinó sobre un eje que nunca supe que existiera, y de pronto, el gorjeo de las voces de las hijas del coronel, saltando alegremente del hindi al inglés y a otras dos lenguas, se convirtió enseguida en una babel, una confusión múltiple y chillona mezclada con la cháchara incesante de los pájaros, el sonido de las esquilas se hizo cascado e hiriente, las casitas, con sus infinitos recuerdos, me parecieron aburridas y decadentes, los árboles enormes y horribles, como acechando la loca estupefacción del jardín con su profusión desordenada, el cielo era brillante y terso a la luz del sol, y sentí náuseas, soledad, y mi ser era un puntito duro, una bolita girando y parpadeando en una inmensidad oscura donde no había principio, medio ni final: sin significado. Y en medio de mi terror, vi que los monos, cuyas pelambreras rojizas brillaban al sol, me miraban con ojos inexpresivos.
Cuando pude levantarme, regresé lentamente a mi silla, me senté y traté de recuperar el aliento. Sentí lágrimas en mis ojos y volví la cara. El hotel Rugby volvía a tener la forma que me confortaba y las nubes empezaron a formarse en el valle, y sentí en la piel de mi rostro que iba a ser otra tarde lluviosa. Tuve que tragar saliva varias veces antes de poder hablar, y cuando lo hice, ya no me quedaba ninguna irritación. Sólo tristeza.
—Sí —respondí—. Quizá tengas razón y debas volver a casa.
Cuando me despedí de Amanda en Bombay me dijo que volvería a verme pronto, en pocos meses, y yo le dije que sí. Pero no lo sabía realmente, me sentía perdido y todo lo que sabía es que yo también tenía que volver a casa. En el viaje de regreso desde Matheran nos sentimos incómodos y en el taxi, camino del aeropuerto, hablamos de cine. Luego, mientras esperábamos en el aeropuerto, le dije que volvería a los Estados Unidos, que volveríamos a estar juntos.
—Te veré pronto —afirmé.
—¿Estás enfadado conmigo?
—No.
Y de verdad no lo estaba, no con ella, y cuando nos abrazamos y se perdió por la puerta de control de inmigración, sentí una enorme tristeza y supongo que también enfado, pero nunca contra ella. Más tarde, aquel mismo día, subí a un tren correo en dirección norte, el único tren donde pude conseguir asiento, y me puse furioso debido a la lentitud del tren y a sus paradas en cada pueblecito. Estaba furioso con la multitud que subía y bajaba en cada estación. Miré el lento cambio del paisaje a medida que el tren se arrastraba inacabablemente por el país, y estaba furioso con un montón de cosas. Sentía una tristeza inexplicable dentro de mí, una amargura cuyo origen ignoraba, pero la saboreé en el polvo que sentía dentro de mi boca y que parecía hecho para mí.
Allí estaba la casa que yo recordaba, la pequeña casa blanca al borde del claro del bosque, y cuando se abrió la puerta, mi madre se llevó la mano a la boca, dio un grito y luego me abrazó. Mi padre acudió corriendo, también me abrazó y se empeñó en cargar mis maletas. Hablamos mientras mi madre me daba de comer y me regañaba porque no había avisado de mi llegada y por eso no tenía mis verduras favoritas. Aquella noche no pude dormir, y me volví y revolví en la cama hasta la mañana temprano. Luego caí en un letargo que me produjo dolor de cabeza. Me desperté con un martilleo en la cabeza, y cuando quise ducharme, como es de suponer, no había agua. Sudaba y hacía mucho calor. Mientras desayunaba levanté la mirada y vi a un mono de cara blanca en la terraza. Lo conocía bien. Durante años había estado robando cosas a mis padres. Aquella tarde me senté con ellos y traté de hablarles de América, mi madre no paraba de preguntarme «pero ¿cómo es?», pero todo me parecía hueco, como si yo no dijera nada. Luego volví a ver al mono, en la terraza. Se estaba llevando mis pantalones del tendedero. Cuando subí ya se había ido, estaba en un árbol, y le tiré un trozo de ladrillo que le dio por detrás, y huyó por las copas de los árboles llevándose mis pantalones. Bajé de la terraza y supe que tenía que hacer algo. Todo aquel día tuve la sensación de que si no hacía algo el calor y la rabia me harían saltar la cabeza en pedazos. Y me senté en la oscuridad y lo esperé. Pensé en máquinas, en cohetes que se elevaban poderosamente, y la casa en la que yo estaba me pareció pequeña e indefensa y de alguna manera primitiva. Tenía un rifle sobre mi regazo y moví el seguro hacia atrás y hacia delante. El metal era bueno y suave al tacto. Snick-CLACK. Me senté y esperé al mono. Sabía que vendría.