La extraña pasión de Benoit de Boigne

Cuando las oscuras nubes del monzón asomaron por el horizonte, Sandeep salió de los bosques, en las estribaciones del Himalaya, y echó a andar, deteniéndose a menudo para respirar el aire helado, hasta llegar al ashram de Shanker. Allí lo recibieron cortésmente Shanker y los demás sadhus, que le trajeron una buena comida y agua clara. Después de comer e interesarse por el progreso de sus meditaciones, Sandeep se sentó cómodamente y dijo:

—He oído una historia.

Shanker se levantó y trajo un té balsámico y un cojín para Sandeep. Por último, cuando todos estuvieron sentados formando un pequeño círculo alrededor de Sandeep, Shanker respondió, con voz suave:

—Estamos impacientes por escucharlo, señor. Cuéntenos.

Y Sandeep comenzó:

—Escuchad...

En una de mis correrías por los espesos bosques verdeantes que se extienden a los pies del Himalaya, llegué a un claro donde crecía una hierba mullida y los dorados rayos del sol se filtraban a través del alto ramaje. Cansado, me senté en una piedra, suave y oscura, y abrí mi hatillo; cuando me llevaba la última manzana a la boca, vi una forma al otro lado del claro, una forma imprecisa, confundida entre el verde y las sombras, entre el negro y el pardo de los árboles del fondo. Me levanté y me acerqué, aliviando mis pies en la tupida hierba.

Namasté, ji —dije, juntando las manos, porque era una mujer delgada y nerviosa, de piel oscura, vestida con cortezas, sentada con las piernas cruzadas sobre una piel de ciervo, con la cabeza inclinada, de tal modo que su cabellera enmarañada le caía hasta las piernas. Miraba fijamente, sin pestañear, sus manos juntas y ahuecadas—. Namasté, ji —repetí, pero ella no respondió. Me arrodillé a su lado y vi que miraba, con rara intensidad, un poco de agua que mantenía recogida en el cuenco formado por sus manos. Su rostro estaba demacrado. Miré a su alrededor y vi que la hierba crecía sobre los bordes de la piel de ciervo, había hojas muertas enredadas en su pelo negro y las uñas le habían crecido tanto que se curvaban hacia dentro, retorcidas y fantásticas. Recordando entonces a nuestro primer poeta, que también buscó un misterio en sus manos y encontró la poesía, resolví permanecer en el claro del bosque y servir a esta mujer que meditaba sobre el agua, viendo probablemente cosas para mí inimaginables. Durante largo tiempo, no sé cuánto, atendí a sus necesidades, limpiando de ramitas su cabello y cortándole cuidadosamente las uñas con un cuchillo afilado, mientras ella, sentada como una estatua, no parpadeaba ni una sola vez ni apartaba su mirada del secreto de sus manos. Dejaba cada día a su lado frutas silvestres y una vasija de agua fresca. Una vez por semana, más o menos, al despertarme, encontraba vacía la tosca vasija de barro y desaparecida la fruta. Supongo que tendría que haber sentido miedo, pero, mirando su cara, curtida y arrugada, ni joven ni bella, sólo podía sentir afecto. No podía imaginar que pudiera hacerme daño; yo era, después de todo, su shisbya, su discípulo. Sabía que un día levantaría hacia mí sus ojos y sonreiría.

Pasaron las estaciones sin que me marchara, y pronto me acostumbré a la rutina de buscar comida, cortar la hierba y limpiar, sin esperar nada de ella, ninguna explicación, ninguna gratitud, ninguna sonrisa. En aquel claro del bosque, en aquel mundo de sol, de lluvias y de ruidos nocturnos, tuve la sensación de haber encontrado el lugar donde debía pasar el resto de mis días, quizá el resto del tiempo, sirviendo a mi silenciosa señora. Cuando el viento gemía entre las ramas, era como si desapareciéramos los dos, fundidos con las luces y las sombras del bosque, hasta no ser más que dos partículas en la vasta oleada de vida que se arremolinaba a nuestro alrededor, fluyendo y refluyendo al compás de la salida del sol y al ritmo de la lluvia.

Una mañana, volví al claro llevando un puñado de tamarindos maduros y dos chikus. Puse la fruta sobre la piel de ciervo, recogí la vasija, y estaba a punto de alejarme cuando oí:

—Gracias.

La voz sonó ronca y profunda. Me puse en cuclillas y la miré a través de sus cabellos gruesos y negros que caían como una cortina. Subieron lentamente las manos ahuecadas y el agua se vertió sobre su cara y su pecho; luego me miró con sus grandes ojos negros, parpadeantes, y sonrió con la sonrisa de un niño feliz y mostró una mella grande entre los dos incisivos superiores.

—Muchísimas gracias —repitió. Hice un gesto afirmativo, incapaz de decir palabra—. ¿Has estado aquí mucho tiempo?

Volví a asentir, y entonces me salieron todas las preguntas que había ido acumulando durante los largos días de silencio. Ella negó con la cabeza y no me dijo su nombre ni de dónde venía. Pero sí me dijo que había huido del mundo de los hombres y las mujeres, disgustada por la inconstancia y la naturaleza efímera de sus placeres. Un día, en su huida, se encontró en aquel claro del bosque y tomó la determinación de hallar la solución, la razón, el secreto, o morir. Se había sentado en aquella piel de ciervo y había puesto su mirada en algo distante, ni cerca ni lejos, y había disciplinado su respiración hasta sentir cómo alimentaba su cuerpo en cada momento. Más adelante, mucho después, la tormenta del monzón se desató a su alrededor, rugiendo y golpeando, y oyó una voz que gritaba en el torbellino: «Tu deseo es demasiado severo; tu austeridad consume a los habitantes de los tres mundos. ¿Qué es lo que quieres?». Y ella respondió: «Lo completo no existe; nada permanece, nada vive; sólo hay cambio, lo irracional, lo irrazonable; sólo nacimiento y muerte repitiendo siempre la misma historia, por más que parezca diferente. ¿Por qué?». Se oyó una carcajada. «¿Por qué? Ya lo sabes. Mira en tus manos.» Y cuando bajó la mirada y la posó en sus manos, el agua de la lluvia chorreó desde su frente y formó un charquito en sus palmas extendidas, que ella conservó cuidadosamente, y en el charquito vio amor, nacimiento y muerte, poetas y guerreros, libros y ejércitos, la rueda que gira, gira. Despertó de su sueño cuando vio que yo ponía fruta a su lado. Como no quedé satisfecho con su explicación, se rió un poquito y empezó a contarme cuanto había visto, y con todo ello hizo una historia, claro. Y esto fue lo que me contó. Como Valmiki y Vyasa, que son nuestros mayores, incomparables y deslumbrantes, ella me habló del honor entre los hombres, del verdadero amor que siempre se recuerda, como en las historias de reyes y demonios que los ancianos cuentan a los niños... pero no penséis que esta historia no es verídica, porque es itihasa: así fue; dejad que esta historia aparezca entre vosotros, como sucedía hace mucho tiempo, e iluminará vuestros corazones y limpiará vuestras almas, pero id con cuidado, porque no es una historia para quienes tienen el estómago débil o el corazón nervioso... pues en ella se dan las cimas de la pasión y las profundidades de la soledad, las heridas frescas del acto amoroso y los sonrientes, animosos y odiosos rostros de la muerte en los campos de batalla. Recordad, los actores y la obra, la canción y los cantantes son lo mismo, no se diferencian, recordad y escuchad. Escuchad...

«Mi vida ha sido un sueño», se oía repetir a Benoit de Boigne en los salones parisinos cuando su vida tocaba a su fin, frase por la que los asiduos a aquellos salones, personas elegantes y secretamente desdeñosas, interpretaban que sus aventuras en el Indostán lejano y desconocido le parecían ahora fantásticas e inventadas. Pero cuando De Boigne, pasándose el pañuelo por la cara y tapándose los ojos con la mano, murmuraba «mi vida ha sido un sueño», quería decir que en aquella lejana y desconocida tierra llamada Indostán había encontrado las sensaciones y los colores, reales pero insufribles, de un sueño; había sentido que fuerzas desconocidas lo impulsaban y movían como en un tablero de ajedrez; había sentido un roce misterioso que lo había empujado de una ciudad a otra, de un campo a otro.

Mientras se criaba en Chambéry, en aquella parte de Europa que llaman Saboya, el alma de Benoit La Borgne, más tarde conocido como Benoit de Boigne, fue invadida por un viento cálido cargado de quimeras y fantasías, muy fuera de lugar en el hogar sencillo de un cura en donde había nacido. En aquel lugar tranquilo, de discretas luces y piedad rancia, La Borgne leía una y otra vez un ejemplar antiguo y manoseado de un libro, El romance de Alejandro, con historias de Aristóteles, escrito por un oficial prusiano llamado Blunt. La Borgne leía y soñaba con tesoros escondidos, guerreros con turbantes y princesas en apuros; tocaba una extraña y primitiva música en un piano desafinado, recibía lecciones de esgrima y sorprendía a su maestro por la ferocidad y determinación de sus estocadas. Pasaba gran parte de su tiempo en un arroyo que discurría por la propiedad de su familia, donde giraba incansablemente un molino de agua. Le gustaba entrar en él, sentarse en la madera añosa y contemplar cómo el giro de las ruedas impulsaba la maquinaria con exactitud predecible, chirriando, aplastando. Los trabajadores de aquel molino se acostumbraron a la presencia de Benoit La Borgne, sentado, con el mentón apoyado en una mano, hipnotizado por la regularidad del clic—clic—clic de los engranajes. En aquel movimiento igual y metronómico, el niño, y luego el hombre, encontraron una especie de paz; mientras las miríadas de granos de trigo se apretujaban como arena, bajaban por la tolva y salían luego finamente molidas en un polvo de blancura uniforme, La Borgne, divertido y embelesado, alimentaba otro mundo en su interior.

Aquel niño soñador, algo apático, se convirtió en un joven fornido, de frente amplia y despejada que parecía sacada del busto marmóreo de un antiguo filósofo griego. Su estatura, sus rasgos, su retraimiento, su costumbre de mirar a lo lejos, su corazón agitado por lo inexplicable, la súbita aparición de imágenes internas, todo ello dio a La Borgne un aire no intencionado de superioridad; y fue esa mirada distanciada la que, estando en la taberna de una posada, se posó inadvertidamente en un funcionario sardo, en el año europeo de 1768.

El funcionario, ocupado con su comida, sintió en su nuca la mirada ardiente de los ojos grises de La Borgne. La comida era basta y provinciana, pero apetitosa. Dejó el cuchillo sobre la mesa y se volvió lentamente para mirar por encima de su hombro. La Borgne estaba sentado, con un vaso de vino que no había probado delante de él, y las manos sobre la mesa; su mirada, preñada de algo que podía tomarse equivocadamente por altivez, estaba fija. Haciendo un verdadero esfuerzo, el funcionario volvió a su plato; llamó con un gesto al camarero.

—¿Quién es ése? El que está detrás de mí.

—Benoit La Borgne. Su padre, que es cura, quiere que sea abogado, pero él no hace nada.

El sardo volvió a mirar a La Borgne, todavía perdido en su sueño, con los ojos abiertos, atraída su alma por vaguedades innombrables que no sabía adonde lo llevaban.

—¿Por qué me mira, señor?

La Borgne no dijo nada. El sardo echó atrás su silla y se levantó.

—¿Por qué me está mirando?

La Borgne fue reparando poco a poco en aquella cara que tenía delante, una cara oscura y con bigote que lo miraba. Sin pensarlas, las palabras le vinieron a los labios.

—Su cara: me recuerda el trasero de un cerdo.

El sardo sintió un estremecimiento de rabia. Metió la mano en los bolsillos en busca de sus guantes. Recordó que los había dejado en una silla y se volvió a buscarlos, pero La Borgne, movido por un impulso salvaje, ya se había adelantado y había rodeado la mesa que los separaba; el sardo sintió que una mano lo hacía volverse y se echó hacia atrás, con la mejilla derecha escocida.

—Fuera —dijo La Borgne antes de salir.

Fuera, detrás de la posada, el sardo intentó sobreponerse a su aturdimiento, a punto de convertirse en miedo; se quitó la casaca, apretó los dientes y miró a La Borgne, tratando de dominar su ira, pero el rostro frío e inexpresivo del otro y sus movimientos relajados sólo sirvieron para aumentar su nerviosismo. El sardo tuvo que desviar la mirada, al suelo, a la cerca amarilla y a la tierra parda, a los insectos que se arrastraban por el pequeño patio, a los excrementos y al gato que, inmóvil, le devolvía la mirada con sus ojos oscuros y centelleantes.

Creció el desasosiego del sardo; a los pocos minutos temblaba, pero para entonces ya era demasiado tarde, porque cruzaba su espada con la de La Borgne, de mirada pétrea; poseído por el pánico, el oficial se lanzó a fondo apuntando a los ojos de su adversario, pero el ataque fue parado con tal fuerza que le dobló la muñeca y tuvo que retroceder, levantando la espada para bloquear un tremendo tajo dirigido al cuello; la mano y el brazo del sardo vibraron con el golpe, y luego, su sangre, de un rojo intenso, manchó el brillante acero clavado en su vientre, sangre que manchó también la mano de La Borgne. Mientras caía lentamente de rodillas (su sable rodaba alejándose sobre la áspera tierra enrojecida), el sardo miró a La Borgne y lo vio parpadear y medio sonreír por primera vez, y quiso preguntarle por qué, cómo, cuándo, por qué, pero la cara ya se había disipado en la niebla, desconocida, irreal.

La Borgne tuvo que enfrentarse después a los testigos, a un magistrado furioso y a un padre escandalizado. El magistrado lo amenazó con procesarlo y meterlo en prisión, pero se calmó tras las repetidas visitas del buen sacerdote y la promesa de La Borgne de abandonar la provincia. Lleno de gratitud y de buenos propósitos, La Borgne partió para Francia e ingresó en las filas de los famosos mercenarios de la Brigada Irlandesa.

Pasó los años siguientes en Landrecies, Flandes y la Île-de-France, aprendiendo de hombres procedentes de todas las partes de Europa el oficio y las artes del soldado. Durante un tiempo, entretenido con la instrucción y la reconstrucción ilusionada de las victorias del pasado, La Borgne mantuvo la mente clara, sin que la ocupara el brillo de la sangre o el olor de animales fantásticos; conservó El romance de Alejandro escondido en su baúl cerrado con llave. Sin embargo, empezó a escuchar las historias que se contaban en los cuarteles a la puesta del sol, historias que perfumaban los sueños de aquellos hombres rudos, llenos de cicatrices, que dormían contraídos sobre lechos de madera. Se contaba la historia de un descomunal diamante que brillaba a la espera de que alguien lo arrebatara de la frente de un grotesco ídolo pagano. Otra de un árbol mágico que, cuando lo sacudían, dejaba caer perlas y rubíes. Había magos de piel atezada cuyas maldiciones herían y mutilaban como el arma de un guerrero furioso, mujeres bellísimas que serpenteaban, se retorcían y se insinuaban y, siempre y sobre todo, riquezas inimaginables. Estas historias sedujeron a La Borgne; sin quererlo, buscaba a los mejores narradores, aquellos que sabían crear las fantasías más encantadoras y grotescas; luchó por liberarse, porque gozaba de la monotonía de los días definidos por el toque de corneta y los libros de reglamentos manchados de sudor. Por primera vez en su vida era libre y presintió el peligro de encandilarse con aquellos cuentos de apariencia inocente que tendían su tela de araña a la luz del crepúsculo.

Y, en efecto, una clara mañana se encontró contando la historia de Alejandro y el nudo gigante. «Escuchad», dijo al corro de hombres llenos de cicatrices, y mientras contaba la historia, cambiándola y acariciándola con sus palabras, sintió el conocido y peligroso torbellino de su corazón, como una tempestad de vivos colores en un paisaje lejano y desconocido. Entendió que había aprendido lo suficiente, que su tiempo de paz había terminado, que no podía escapar de la tiranía del futuro. Al día siguiente se licenció del servicio y empezó a vagar por Europa hasta recalar en Grecia, donde un tal almirante Orloff mandaba el ejército ruso contra los turcos, en una guerra que ha salido del recuerdo y el mito para entrar en el silencio de las bibliotecas.

Una vez más, La Borgne pasó una época desigual y fragmentada, con breves momentos de consciencia y largos períodos de aturdimiento, y una mañana, antes del alba, en un mar que clareaba de la negrura intensa al gris opaco, se vio a bordo de una barca destartalada, atestada de marineros y soldados rusos, que se dirigía lentamente hacia una mole oscura llamada Tenedos. Asía una pistola en una mano y un sable envainado en la otra; escuchando el lento crujido de los remos, palpando la suave curva de latón en la pulida madera de la empuñadura de la pistola, sintiendo el áspero roce de la vaina del sable en el pulgar, La Borgne pensó en lo que ocurriría en pocos minutos, pero no sintió miedo. A su alrededor, el siseo entrecortado de las oraciones se elevaba por encima de la barca, pero La Borgne sólo podía sentir un hechizo estimulante —el agua golpeaba suavemente los costados de la madera— y una serenidad mágica; trató de imaginar lo que iba a ocurrir, el desgarrador estruendo del cañón y la sangre. Los primeros pájaros gorjearon nerviosos sobre la orilla cuando el horizonte se tiñó de rojo.

Ya en la orilla, se agachó y corrió al frente de una fila de hombres, hacia la oscuridad concentrada bajo la espesura de palmeras y maleza. Oyó un carraspeo suave detrás de él, un carraspeo curioso, líquido, y volvió la cabeza para mirar; sus piernas se separaron y tuvo la sensación de que su cabeza resbalaba hacia atrás; un viento suave levantó la arena. Se dio cuenta de que el sol había salido. Pies, pies enormes, oscuros y torpes, silenciosos, pasaron junto a él. Una gaviota revoloteó en lo alto. El cielo es enorme, puede engullirte.

Despertó en un carro traqueteante, lleno de sangre y gemidos de los heridos rusos. Sintió la mordedura de una cuerda en las muñecas atadas a la espalda; a cada movimiento del carro sentía la explosión de una prolongada punzada de dolor que empezaba en la nuca y acababa en los ojos. Levantó la cabeza y sus mejillas rozaron telas mojadas y carne ensangrentada, y luego trató de sentarse. Una cara barbuda le enseñó los dientes desde la parte delantera del carro y gritó algo en un idioma desconocido; mareado, con la cabeza dándole vueltas, La Borgne vio cómo un brazo se curvaba detrás de la cara y retrocedía, y una tira larga de cuero trazaba un arco y desaparecía de forma borrosa para estallar, con un sonido parecido al de la madera al quebrarse, sobre su sien. Cayó de espaldas sobre el fondo sucio del carro y lloró.

Un mes más tarde, La Borgne y los demás supervivientes del desastroso ataque ruso a Tenedos fueron vendidos como esclavos. Vestidos con harapos, avergonzados por las esposas de sus muñecas y humillados por el vociferante regateo, los prisioneros evitaban mirarse a los ojos y ni siquiera se despedían cuando se los llevaban. La Borgne se sintió de nuevo invadido por una calma nada natural; las esposas y la condición de animal adormecido le habían liberado de sus visiones, de modo que se tomó la vida de esclavo con entusiasmo. En la familia de un noble turco de mediano rango, cortó leña y acarreó agua con satisfacción y una especie de afecto; los hijos de la familia pronto se aficionaron al fornido hombre de piel pálida y trataron de enseñarle su idioma, burlándose de él a menudo e incluso abofeteándolo si tardaba en aprender. La Borgne sonreía y sacudía la cabeza como un oso, como un animal cazado que está contento en cautividad, lejos de la jungla.

Entretanto, el turco entabló negociaciones con el sacerdote, el padre de La Borgne, mediante cartas y mensajeros; dos años después de la batalla de Tenedos, llegaron a la casa del turco grandes sacos de oro a lomos de muías. Cuando le dijeron que era libre, que podía marcharse, que debía marcharse, La Borgne, sentado en cuclillas a la manera oriental, se cubrió la cara con las manos y lloró; tenía un niño turco de nueve años junto a su rodilla derecha y una niña de cuatro a la izquierda.

Luego, en Constantinopla, esperó una inspiración, una orientación, esperó que algún poeta loco y fantasmal volviera a pulsar sus resortes, diera sentido a su vida y lo llenara de envidia, lujuria, codicia, ira y amor. Al no ocurrir nada, pues no se le acercaron caballos fantasmales ni le hicieron señales misteriosas, desilusionado, La Borgne anduvo perdido por las populosas calles, abriéndose paso entre vendedores de naranjas, alfareros y mullaks; poco a poco, empezó a percibir una palabra por encima del zumbido y los murmullos de los bazares y cafés, una palabra que destacaba incluso cuando se pronunciaba en el rincón más alejado de una sala atestada de gente, una palabra que sonaba en sus oídos como el toque de un tambor lejano: Indostán.

La Borgne entendió. Provisto de cartas de presentación de varios nobles europeos a quienes había conocido en sus andanzas, se puso en camino hacia San Petersburgo y se presentó en la corte de Catalina. No hay razón, ninguna razón comprensible hoy, tantos años después, que explique por qué aquella mujer, aquella reina, decidió financiar el viaje al Indostán de aquel extranjero. Pudo haber sido que recordara el viejo anhelo del zar Pedro de enviar sus ejércitos por los pasos del Hindú Kush y el Himalaya, conquistar las fabulosas riquezas del Indostán y extender las fronteras del imperio que había soñado hasta las cálidas aguas del océano índico. O quizá fue tan sólo que Catalina vio en él un alma afín a la suya, otro rostro de mirada perdida y obsesiones ocultas. O quizá Catalina consideró poco prudente detener a quien luchaba por el futuro, a una persona llamada por lo que estaba por venir, como algunas personas se sienten llamadas por la religión... El caso es que una semana después de su primera audiencia con la zarina, La Borgne cabalgaba hacia el sur.

Encontró en Alepo una caravana que se dirigía a Bagdad; hostigada por la caballería persa, resto de un ejército diezmado por los turcos, la larga fila de carromatos se dio la vuelta cuando sólo había cubierto la cuarta parte del camino. Pero La Borgne, obediente a sus visiones y a las voces in— tenores, embarcó en una nave con destino a Alejandría. Una tormenta desarboló al barco cerca del delta del Nilo, lo zarandeó como a un juguete y lo hizo pedazos, arrojando a los pasajeros al mar gris acerado. Un grupo de mercaderes árabes montados en camellos encontró a La Borgne vomitando bilis amarilla y verde sobre la blanca arena de una playa. Los árabes fueron fieles al código de honor del desierto, un código que les prohíbe maltratar al débil y al enfermo. Recogieron al infiel y lo ataron a la silla de un camello. Tres días más tarde lo arrojaron, boca abajo, al fango de las afueras de El Cairo y desaparecieron entre cálidas nubes de polvo.

La Borgne se recuperó rápidamente de la insolación y el hambre. De nuevo, su estatura, su porte y su aire misterioso, la impresión que daba de vencer los peligros y su propósito decidido, le proporcionaron dinero y cartas de presentación; extraños le vaciaron sus bolsas, extraños lo alimentaron y vistieron. Armado y pertrechado con lo necesario, La Borgne se hizo a la vela con rumbo a Madrás por mares tranquilos que la curvada proa hendía por igual, encontró una mar propicia en el cabo de Nueva Esperanza y, tras Madagascar, largos y tranquilos días con vientos de popa. No hubo más tormentas. Apoyado en un mamparo, La Borgne se sintió en paz. El Indostán al que iba vivía el ocaso del imperio mogol y era víctima de las consecuentes luchas fratricidas. Había sitio para un soldado.

Diez años después de abandonar el hogar paterno, La Borgne volvió a sentir el olor de la hierba y del limo y supo que estaba en casa; un esquife lo llevó a una playa lisa y ancha. Se arrodilló, llenó sus manos de arena y la derramó sobre su cabeza. La arena se adhirió al cabello haciéndole aparentar más edad de los veintisiete años que tenía. Rió; sintió el sol en la cara. Se despojó de la chaqueta y se lanzó al agua. Unos pocos niños, oscuros y curiosos, vestidos con muchos pliegues de tela fina y blanca, salieron de la hilera de árboles que bordeaba la playa. La Borgne rió otra vez.

En Madrás conoció a Moulin, un funcionario francés alto y delgado, con una cicatriz que le cruzaba la cuenca vacía de un ojo, desde la frente hasta la parte superior del labio. Moulin leyó las cartas de presentación que traía La Borgne, se lo llevó a su desordenada casa, en medio de una espesura de árboles, y le señaló el cuarto de baño; cuando La Borgne salió de él, encontró ropa nueva, unos pantalones de algodón ajustados y una ligera casaca, finamente bordada, que parecía flotar sobre su piel. Moulin y La Borgne se sentaron en una terraza, donde la suave brisa despeinaba sus cabellos. Unos criados trajeron fuentes con comida.

—Esto es pulau —explicó Moulin—: arroz y carne.

Y La Borgne se inclinó sobre el plato, llevándose la comida a la boca con ambas manos, comiendo a dos carrillos.

—Tengo un cocinero de Lucknow —siguió Moulin—, Ese plato es zarda, arroz con azafrán y uvas, y esto es kabab, buey picado, y esto es paratha, pan.

La Borgne se sintió embriagado por los ricos aromas de las especias, intensos y pesados. Más tarde, los criados trajeron narguiles que borboteaban suavemente. La serenidad del atardecer se apoderó de La Borgne y se sumió en un profundo sueño.

Lo despertó el ruido sordo sobre las piedras de cascos de caballos. Se incorporó y vio que Moulin miraba a lo lejos, hacia el oeste, donde una fila de jinetes se dibujaba sobre la puesta de sol.

—Aprende sus lenguas —dijo Moulin, y señaló su cicatriz—. Pueden hacerte esto, pero a menudo envían un mensaje la noche antes del ataque solicitando que se les conceda el honor del combate —sacudió la cabeza—. Alguien se apoderará de todo esto. En el campo luchan unos contra otros, como en una riña personal. Yo, que era barbero en Lyon, como ahora de esta manera —se frotó la cara y añadió con mal humor—: Pronto cogerás una disentería. Diarrea.

—No, no la cogeré —dijo La Borgne, y, en efecto, no la cogió, y por su cabeza pasaron los recuerdos de los días y luego de los años con creciente rapidez. Recuperado, encontró un empleo en la milicia francesa destacada en Pondicherry.

Allí, por primera vez, entrenó a tropas indias y encontró, con independencia de la edad o la religión de los hombres, aquella mezcla peculiar de orgullo, lealtad y autosuficiencia anárquica que distinguía a estos soldados de cualesquiera otros en el mundo. La Borgne instruyó, ordenó y entrenó... se sintió en paz; luego, como era de prever, tuvo que marcharse.

Esta vez fue una visión diferente, un estremecimiento de la carne; lo encontraron en el lecho de la esposa de otro oficial. Los oficiales formados a la manera europea eran muy pocos y los duelos estaban prohibidos, así que La Borgne montó en un caballo negro y acudió a la llamada del interior del país, sumido en la confusión de los clanes, estados y castas que se disputaban la herencia del manto mogol; digamos que cabalgó por llanuras polvorientas y ríos desbordados, desde Calcuta a Lucknow y luego hasta Delhi (donde el mogol Shah Alam, escondido en su palacio, buscaba alivio a las miserias de esta vida en la piedad), y otra vez hacia el sur; digamos que, por último, atrajo la atención de un rebelde llamado Madhoji Sindhia, un hombre que gobernaba en nombre del Peshwa pero quería que se refirieran a él como Patel, jefe de un poblado; La Borgne entró al servicio de este astuto maratha empleando todos sus conocimientos, su presencia y algunas veces su fuerza física para transformar a aquellos hombres habilidosos, valientes, individualistas e indisciplinados, procedentes de todos los clanes y clases, en una masa única, mecánica, una falange, una máquina que pudiera avanzar y retroceder ordenadamente, obligada a la sincronización por la certidumbre mágica de La Borgne (a veces tenía que reprimir la carcajada y el sarcasmo ante los rudos jinetes que desfilaban olisqueando elegantemente una rosa); él persistió enérgicamente y, hasta cierto punto, logró lo que se proponía.

Digamos entonces que una mañana La Borgne se encontró en un campo del pueblo de Lalsot, no lejos de Jaipur, con sus dos batallones formados a la izquierda del debilitado ejército imperial de Shah Alam, en línea con la caballería maratha de Madhoji Sindhia; digamos que estos hombres se enfrentaron a los ejércitos de Jaipur y Jodhpur y a las tropas capitaneadas por los nobles mogoles Muhammed Beg Hamadani e Ismail Beg. Los pormenores de esta guerra, oscurecidos por el paso de los años, aparecen hoy confusos; puede decirse, como casi siempre, que las causas fueron el afán de poder, la codicia, el miedo, la ira y la ignorancia, pero también la valentía, la lealtad y el amor; digamos que, en este campo de Lalsot, Benoit La Borgne se convirtió en Benoit de Boigne, que los años de andanzas habían terminado por llevar al niño fascinado por el movimiento sincronizado del molino hasta esa mañana.

Los caballos piafaron inquietos cuando las balas rasgaron con su zumbido el aire, seguido, momentos después, del lúgubre trueno de la artillería; Muhammed Hamadani quedó destrozado por una bala de cañón: su cabeza se elevó en espiral por el aire, salpicando de sangre a sus hombres, que retrocedieron inquietos y murmurando. Ismail Beg, presa del pánico, espoleó a su caballo. Gritando, condujo a sus escuadrones contra la caballería maratha que tenía delante. Los marathas titubearon; a su izquierda, La Borgne vio una centelleante masa de plata que empezaba a avanzar hacia él. Pareció como si una convulsión atravesara las filas de sus brigadas y se oyó un murmullo en rápidas oleadas, hacia atrás y hacia delante.

—Rathor.

—¡Quietos todos en su sitio! —gritó La Borgne, con la voz rota.

Diez mil jinetes rathor se acercaban, hombres cubiertos por cotas de malla y yelmos, hombres del clan rathor de los rajputs del desierto, diez mil hombres increíblemente hermosos, la flor de la caballería del Rajpután, diez mil hombres que afirmaban ser hijos del sol, hombres del clan que ignora el significado del miedo; el sol se reflejó en sus yelmos cuando partieron al trote. Hubo risotadas al divisar la infantería formada en una hondonada cuadrada, porque ninguna infantería había resistido nunca la embestida de la caballería rathor (había canciones flotando sobre los secos y ventosos valles del Rajpután, canciones sobre los jinetes y los espadachines rathor); iniciaron el galope, avanzando resueltamente hacia las líneas de La Borgne; más cerca, más cerca, y los fusileros retrocedieron dejando al descubierto los cañones de La Borgne. Mientras, los rathor siguieron cabalgando con los sables levantados. Y de pronto, la erupción amarilla y roja de la metralla sobre los jinetes, como una lluvia, y él piensa, a partir de ahora seré conocido como Benoit de Boigne. Desperdigados, los jinetes se reagrupan y vuelven a la carga, vuelven a acercarse a los cañones, dan tajos sobre sus servidores, los sobrepasan, se acercan a la línea de De Boigne, cada vez más cerca, y entonces, a la voz de mando, una larga descarga de fuego surge de dos mil fusiles que derriban a los rathor y los arrojan al suelo, súbitamente manchados de una sangre que ennegrece y empapa la arena e impide que la levante el viento (los caballos caen con los ojos desorbitados, con un ruido húmedo y resbaladizo), las descargas se suceden una tras otra, regularmente, crac—crac— crac, y los hombre de De Boigne permanecen firmes, codo con codo, como figuras de piedra, negándose a contestar a las provocaciones que gritan los desconcertados jinetes, las invitaciones a que salgan y demuestren su valor. Los hombres de De Boigne permanecen callados; no hay vítores porque ninguno ha visto antes una cosa parecida; los rathor, con ojos enrojecidos, tratan de replegarse, pero De Boigne da la orden de avanzar y sus batallones se adelantan, en firme calma, y de nuevo los fusiles disparan, precisos y coordinados. Los rathor huyen en desbandada.

Las fuerzas alineadas con los batallones de De Boigne ganaron aquella mañana, pero eso no nos interesa ahora. Aquella tarde, cuando los demás oficiales fueron a la tienda de De Boigne a llevarle regalos, lo encontraron sentado fuera, con la mirada perdida en el horizonte. Los oficiales depositaron sus presentes alrededor de De Boigne y se retiraron haciendo reverencias, pensando que estaba reviviendo los acontecimientos de la mañana, que enfrentarse a los rathor era una experiencia que había que revivir una y otra vez, hasta conseguir olvidarla. Estaban equivocados. De Boigne contemplaba visiones del futuro y se veía luchando en ellas. Veía otros pueblos, otros campos de batalla donde cumpliría el destino de su carne, de su linaje y de su historia, donde sería el instrumento de los dioses perversos que moldean los acontecimientos y el destino de los soldados y de las naciones. De Boigne libraba sus batallas de noche y de día, montado a caballo y en los salones perfumados de los palacios, pero en vano. En otros campos, cerca de otros pueblos tranquilos con nombres como Chaksana y Patan, sus batallones, moviéndose con la precisión de un reloj, diezmaban a otras huestes. Una y otra vez, la enfurecida caballería se abalanzaba contra las líneas increíblemente inmóviles de De Boigne. En Patan, los rathor volvieron a la carga y a la huida, y se oyó una canción en los pasos de montaña del desierto:

En Patan, los rathor perdieron cinco cosas:

el caballo, los zapatos, el turbante,

el bigote lacio del guerrero

y la espada de Marwar...

Indignado por la humillación, cada rathor capaz de manejar un arma emprendió el camino de Merta, cerca de Ajmer. Ochenta mil rathor se reunieron en este valle pardo y seco a la espera de la llegada de los batallones de De Boigne y sus aliados marathas. Se organizaron las huestes y se ordenaron los frentes; los rathor durmieron bien la noche anterior a la batalla, contentos de la oportunidad que se les presentaba de vengarse; los despertó el fragor nunca oído de un ataque antes del alba, al amparo de las últimas sombras nocturnas. Mientras caía la lluvia de balas y metralla, los rathor trataban de sacudirse el sueño producido por el opio, y cuando amaneció el día, se encontraron perdidos en la mayor confusión. Calmosamente, un rana de Ahwa convocó a otros veintidós jefes y, calmosamente, reunieron entre ellos a cuatro mil jinetes; estos cuatro mil prepararon un barril de opio, lo levantaron al cielo y bebieron; se envolvieron en túnicas de seda amarilla, el color de la muerte; calmosamente, cumplieron con todos los ritos dispuestos por la tradición, y luego, los cuatro mil salieron a caballo al campo donde ya avanzaban los batallones de De Boigne. Al grito de «Recordad Patan», los jinetes amarillos se lanzaron a la carga de las filas enemigas. Cuatro de ellas retrocedieron y se dieron de cara con la principal fuerza de De Boigne, ya dispuesta en una hondonada cuadrada. Los rathor se desplegaron para envolver al enemigo y se encontraron con un muro de bayonetas y fusiles. De nuevo, la descarga de los fusiles dispersó la masa de jinetes; de nuevo los rathor, los de las túnicas amarillas, atacaron fieramente. De Boigne contempló en silencio cómo cargaban una y otra vez; apretando los dientes, miró al cielo, luego al horizonte, de nuevo al cielo, y las cargas de la caballería se repitieron. Finalmente, en medio de la polvareda gris, con un olor a pólvora y a sangre que espesaba el aire y escocía los ojos, comprendió que un hombre puede llegar a general a pesar suyo, que algunos no pueden eludir el canto de sirena del futuro. Miró a su alrededor y vio con gran claridad los rostros impasibles de sus hombres mientras recargaban los fusiles, las gotas de sudor sobre la frente de un soldado, un turbante desgarrado impelido por el retroceso de un cañón, un caballo tumbado y coceante con algo húmedo y móvil, rojo y blanco, palpitando como un lagrimón en su cuello, una túnica de seda amarilla, desgarrada y ondeante que se agitaba a cada descarga de fusilería, una mano tendida, con la palma hacia arriba, como suplicando; y volvieron los jinetes a la carga, una y otra vez —no hay retirada para el amarillo—, hasta que sólo quedaron quince.

Y cuando los quince desmontaron se hizo el silencio, un silencio que a menudo surge en las batallas, y en medio de él, increíblemente, se puede oír el gorjeo, los trinos y el aleteo de los pájaros en los árboles lejanos. De Boigne vio cómo desmontaba el Rana de Ahwa, permanecía de pie al lado de su caballo y le acariciaba la cabeza, entre los ojos. El Rana elevó la mirada al cielo y dio una palmada en el anca del caballo. Se alisó la túnica amarilla, se volvió y caminó hacia donde estaba De Boigne, seguido por los restantes rathor. De Boigne contempló la cara del Rana, observó su bigote entrecano y sus tupidas cejas, la barba abundante y los grandes y resignados ojos con bolsas debajo. Caminaron los rathor y no hubo un solo disparo para ellos, ninguno que cumpliera para ellos la promesa de muerte anunciada por la seda amarilla; De Boigne quiso abrir la boca, pero vio que sus labios estaban sellados, que no podría articular palabra alguna; con gran clarividencia, sintió un vacío interno, una terminación, y supo que ya no tendría más visiones; mirando los serenos ojos grises del Rana —ahora ya tan cercanos—, comprendió que esos ojos, claros y de largo alcance, lo habían liberado de su propia visión fantástica; pensó que lo que tenía que hacer ahora era el fin de todo romance; reuniendo todas sus fuerzas en la garganta, dio un grito, sin palabras, sin ningún sentido, sólo un grito para que fuera oído, como el de un animal atrapado por dientes de acero, pero que entendió cada hombre de la formación, y hubo una llamarada, y los ojos grises desaparecieron.

Sandeep llevó una copa a sus labios y bebió. Algo se movió entre los árboles, en lo alto de la montaña de al lado, y una cigarra lanzó su canto de alarma. Shanker se puso un chal sobre los hombros. Y Sandeep volvió a decir:

Escuchad...

Pasaron los años y hubo otras victorias para De Boigne; amasó una fortuna de trescientas mil libras e hizo de Madhoji Sindhia el hombre más poderoso de la India. A las brigadas de De Boigne se les dio el nombre de Chirla Fauj, por su rapidez inigualada, por su costumbre de aparecer inesperadamente en el horizonte como una bandada de aves de rapiña, por la velocidad sostenida de sus marchas. Con el auxilio de las brigadas de De Boigne, Madhoji prosiguió sin descanso su sueño de fundar una dinastía independiente de marathas. El ganado del pueblo pastaba en lujuriantes jardines regados con sangre; De Boigne, liberado de sus demonios fantasmales, descubrió el aburrimiento y la vulgaridad de la vida diaria; cabalgaba a la cabeza del ejército y era famoso y rico, pero no podía escapar de la monotonía de vivir, de las cálidas tardes de verano, cuando el calor se aposenta en los pulmones, sube por la espalda y se mete con un zumbido en el cerebro. No encontraba ninguna comodidad en el sudor que se acumula en ese pequeño hueco entre los pechos ni en ese sueño pesado que produce el opio. De Boigne oró a los dioses de su nueva patria, pero los ídolos de piedra no se movieron, no hablaron; demasiado pronto nostálgico de los colores que una vez brillaron desde el oscuro centro de su alma, se entregó sin mucha pasión a una aventura con la hija de uno de sus comandantes indios, se desposó con ella y tuvieron un hijo y una hija, pero hasta el amor, el matrimonio y la paternidad le parecieron invenciones lejanas, sueños de humo.

Un día, súbitamente, Madhoji Sindhia cayó con fiebre, se agitó y ardió durante la noche y murió antes de despuntar el día. De Boigne sintió muy cerca de él la muerte, porque ahora comprendía que su vida no tenía ya un propósito que sirviera para protegerlo de las balas en el campo de batalla o de las fiebres del viento ardiente del verano, que nada ni nadie, sino los demás hombres, lo separaban de los jinetes que iban a la carga. De Boigne pensó en sus trescientas mil libras, en los salones de París, en el molino, en su niñez y en que si se quedaba tendría que librar otras batallas sin saber por qué, cuándo ni cómo, sin saber nada con certeza, sin sentir nada salvo dudas, y entonces decidió volver a su país, a representar el papel del héroe que regresa de tierras mágicas, irreales. Y regresó, sin su esposa industaní, que se negó a dejar su hogar y sus parientes por lo que parecía una fantasía; De Boigne se llevó a sus hijos y volvió a Chambéry (con los ojos ligeramente aturdidos de quien ha hecho un largo viaje para encontrar un hogar y regresa al autoexilio) e hizo su papel... bautizó a sus hijos y se casó con una joven noble de diecisiete años, que pronto lo dejó por los salones de París. Anduvo torpemente durante un tiempo entre la soledad de los salones y el brillo de los grandes bailes y no le pasaron por alto las sonrisas afectadas y burlonas cuando resultaba provinciano o se le escapaba una palabra en urdu o persa. Y decidió vivir recluido, ignorando las llamadas de Napoleón Bonaparte, quien, al parecer, también soñaba con las riquezas y el esplendor de una tierra lejana llamada Indostán. Algunas veces, sobre todo cuando otros que habían servido en la India venían a visitarlo, De Boigne hablaba de su pasado, pero siempre hablaba de sí mismo como si fuera de otro, y siempre terminaba con la frase: «Mi vida ha sido un sueño». Y los visitantes se marchaban insatisfechos y un poco decepcionados, sin saber que De Boigne se iba a dormir cada noche deseando soñar, pero no soñaba nada, que, a medida que pasaban los años, deseaba que el pasado volviera a él, que lo persiguieran aquellos ojos grises y serenos, que hubiera algo que le asegurara que su vida había sido real y no únicamente necesaria, pero no se le apareció ninguna imagen y De Boigne descubrió el horror de vivir solamente en el presente y para el futuro. Supo que el presente no es suficiente y que el futuro usa a la gente y la descarta, y una tarde, De Boigne llamó a sus lacayos y se hizo llevar al molino de su juventud. Entró en él y encontró su asiento. Contempló durante un largo rato los engranajes y la poleas rechinantes. Finalmente, con voz ahogada, dijo: «Hubo un comienzo, luego la mitad, y éste debe ser mi final». Ordenó que salieran los trabajadores y pidió una antorcha; tambaleándose, acarició la vieja madera con la antorcha; por último, sus ayudantes lo sacaron a rastras.

Empezó entonces a caminar, una y otra vez, alrededor del fuego, acercándose y alejándose, y poco a poco sintió que le abandonaba el peso de la ira y de la desesperación y, después de tres horas, empezó a decir en voz alta los nombres de sus amigos de la infancia, los nombres de sus primeros perros y el de sus niñeras. Fue algo como un canto, este intentó de recordar a cada hombre, a cada mujer, a cada bestia que alguna vez había tocado, visto u oído, y, a medida que los mencionaba, su memoria se completaba y se enriquecía, y en los días que le quedaron sólo pudo llegar a los amigos de la adolescencia, aquellos con quienes había robado manzanas en los huertos y había visitado casas prohibidas. Dijo a sus criados que aun así su vida no estaba completa, que faltaba mucho, que ya no tenía fuerzas para recordar a cada uno y cada cosa. Se fue debilitando, pero no dormía y, desde su cama, decía al cura que lo atendía:

—He sido esclavo de una idea, y éste es mi fin. Pero no muero.

El cura, que temía las blasfemias exóticas, se santiguó.

—Vas al eterno descanso —le dijo—, a la vida eterna.

De Boigne negó con la cabeza.

—No. Muero. Pero mi vida sigue, y yo vivo, yo vivo, yo vivo.

—Debes creer —dijo el cura en voz alta— que estás redimido, que vas a la felicidad perfecta y eterna.

—No hemos nacido para ser felices —dijo De Boigne, riendo y en tono animado.

Cuando se aproximaba la hora de morir, sus ojos brillaron sobremanera y empezó a hablar lenguas que nadie entendía, y como cuchicheaba aquellas palabras extrañas, algunos creyeron que pedía perdón, y otros que era él quien perdonaba.