Lo que sucedió realmente

Los años pasaron y las ciudades—estado se enfrentaron entre ellas, y de toda esta, agitación surgieron imperios, con sus monumentos, su poesía épica y sus ciencias del asesinato y del poder. Hubo batallas olvidadas y otras que se conservaron en la memoria y acumularon los sueños de pueblos enteros, como el granito de arena que forma a su alrededor una perla, y esta acumulación de historias se convirtió en la historia de las historias, las historias de una nación compuesta por muchas naciones, el sueño colectivo de muchos pueblos que eran un único pueblo.

Pero mientras los emperadores y reyes estudiaban el país, enviaban espías y formaban ejércitos, había quienes cultivaban el campo, otros que hacían cosas al servicio de la gente y otros que creaban belleza, en la piedra y la madera, con las palabras, en los vestidos. Los comerciantes surcaron los mares, exportando e importando, y sus arcas se llenaron de oro. Hubo, como siempre, el rico y el pobre, la víctima y el asesino, el amable, el paciente y el repugnante, pero todos dentro de la riqueza milagrosa del mundo, la rueda que gira, y, al final, todos estos hombres y mujeres vivieron una vida plena. Hubo tiempo y ocasión para que los filósofos discutieran y los pandits, por todas partes, debatieran las obligaciones del ritual y los límites de la razón, la existencia de una vida posterior y la necesidad del karma en el acto moral. Y hubo pandits que fueron mujeres, y mujeres que fueron cabezas de familia y más. Hubo mujeres del mundo que ejercieron su oficio, pero adquirieron renombre por su habilidad en las sesenta y cuatro artes y fueron famosas por su ingenio. Hubo un tiempo inocente en que, en ocasiones, se olvidó el dharma, aunque se buscara después, cuando la maldición de un campesino pobre podía hacer inclinar la cabeza de un rey, cuando el orgullo de una cortesana podía cambiar el curso de un río.

Pero el ritual se alimenta de sí mismo y crece como seto salvaje hasta impedir cualquier movimiento, atascar las calles y desmoronar las ciudades. Y así, hombres y mujeres perdieron la visión del bien y de la verdad, y del pasado se hizo una época de inocencia, pero entonces vinieron aquellos que rompieron el equilibrio del mundo: Sakyamuni se sentó a meditar y Mahavira anduvo solo y desnudo. Y ellos y otros vaciaron la copa y luego volvieron a llenarla.

Hubo nuevas de un loco llamado Alejandro, un carnicero que se abría paso a la fuerza por el mundo, que ahora se dirigía al reino. Destruyó muchas tribus, luego libró una batalla campal en el Jhelum5, y después desapareció en las profundidades del continente. Se fue, pero no cayó en el olvido. Algunos dicen que volverá otra vez.

Llegó luego la época de los ricos. Un rey llamado Ashoka hizo la más rara de las cosas: renunció a la conquista agresiva y gobernó para el bien de todas las criaturas. Los comerciantes fueron a los imperios del oeste, llevando mercancías y trayendo oro. Los partidos políticos nacieron y murieron y las tribus hambrientas esperaron al otro lado del Jaybar, pero Bharat, la maravilla del mundo, siguió en paz.

En la corte de Vikramaditya6 (ojalá viva largo tiempo su recuerdo), aquellos hombres perfectos, las «nueve joyas», perfeccionaron las artes y las ciencias. Fuera, al despertar la ciudad, se oían los cantos piadosos en los templos. La multitud llenaba las calles, cada uno con su quehacer. Se oían los gritos de los tenderos ofreciendo mercancías de todo el mundo. Las ancianas iban de casa en casa vendiendo flores. Los nobles caminaban con arrogancia, con sus espadas en vainas de oro, relucientes al sol, contemplados desde los balcones por mujeres perfumadas. Los jóvenes urbanos despertaban fatigados pero contentos de sus diversiones nocturnas y empezaban sus ritos del baño y embellecimiento, preparándose para encontrarse con sus amantes en el jardín. Sus barberos, peinando los cabellos en estilos complicados, les cuchicheaban pasajes de los manuales amorosos. Se oían, a lo lejos, los martillazos sobre el yunque y el golpeteo rápido de los telares.

Al atardecer, las calles se llenaban de música y del canto de las cortesanas. Los aldeanos, borrachos del vino de la ciudad, se tambaleaban por las calles, riendo. Las mujeres se apresuraban en la oscuridad con sus familias, cargadas de flores para los dioses. Cuando la ciudad dormía, los osados ladrones salían para practicar su ciencia, pero los vigilantes estaban atentos.