Sanjay se come sus palabras
Escuchad...
Un año y medio después de la muerte de la madre de Sikander, Hercules lo envió a Calcuta como aprendiz de impresor. Chotta se sumergió entonces en largas semanas de silencio y risas repentinas, acurrucado en posición fetal o haciendo grandes cabalgadas a caballo, así que lo dejaron en Barrackpore como excéntrico y atormentado consigo mismo, pero Hercules le dijo a Sikander:
—El mundo está cambiando. Tú estás en medio, no eres inglés ni de los otros, nadie va a admitirte, ni en un lado ni en el otro. Así que aprende un oficio nuevo, empieza desde abajo, aprende algo que sobreviva al mundo.
Aquella tarde, Sikander fue a casa de Sanjay, evitando las calles importantes y siguiendo las callejas tortuosas, para llevarle la noticia de su marcha inminente. Después de la muerte de Ram Mohán, los padres de Sanjay se mudaron lejos, a una casita en el corazón de la ciudad (la víspera de la mudanza desapareció el nudo de Sikander, quedando de él tan sólo unas hebras y alambres movidos por el viento). Arun, en los meses que siguieron a aquel episodio, fue perdiendo poco a poco y sin estridencias el favor de la corte y dejó de ver al British Resident; aceptó la oscuridad de su futuro destino con una resignación callada que sorprendió a sus amigos; lo cierto es que ahora parecía contento de volver a su escritura, de dedicarse a sus novelas y leerlas al grupo reducido de amigos íntimos. La madre de Sanjay, mientras tanto, perdió de golpe y dolorosamente todos sus dientes, pareciendo que las muertes de su hermano y su amiga hubieran destrozado su rostro, reduciéndolo a la mitad y doblándolo en años. Por eso, la casa que visitó Sikander había perdido su anterior grandeza y seguía sumida en el dolor. Sanjay lo saludó en la puerta:
—He elegido un seudónimo de escritor.
En los días que siguieron al fuego, después de recuperar la voz, Sanjay había redescubierto su gran amor por el lenguaje, por las palabras, sus formas y sonidos, su afición por el ritmo del ghazal y la grandilocuencia del canto épico; compuso frecuentes y dispersas shers, sin encontrar dificultades en la rima, pero fue incapaz de concentrarse mucho tiempo en un solo tema y conseguir una lírica completa.
—Oh, gran poeta —dijo Sikander—, ¿cómo hemos de llamarte ahora?
—Escucha esto —contestó Sanjay elevando la mirada—:
La naturaleza secreta de todas las cosas surge a la llamada
de su amante, el viento.
Dice Aag: él suspira por mí, mi amado, y, consumiéndonos
el uno al otro, alumbraremos el universo.
—¿Qué te parece?
—No está mal, pero el nombre es horrendo. Búscate otro, Sanju.
—Ya está decidido —replicó Sanjay.
—Te has vuelto muy obstinado.
—Es el momento de ser fuerte —apuntó Sanjay, levantando la voz—, por si no lo sabías.
Lamentó el tono aparentemente airado de sus palabras, pero Sikander, inexplicablemente, se había vuelto amable, tranquilo y flexible, como si el dolor hubiera minado sus pasiones, lo hubiera hecho distante. Así que, ahora, se limitó a mover la cabeza y sonreír.
—No te enfades, orgulloso Aag-Sanjay. He venido a decirte que me voy. Me voy a Calcuta, a aprender el oficio de impresor, letras y tinta.
Sanjay se puso furioso.
—¿Tú? ¿A Calcuta? ¿De impresor? —y le asaltó otra idea—. ¿Impresor en inglés?
—Supongo que sí. La imprenta es de un amigo de Hercules.
—Pero ¿qué sabes tú de las palabras? —cuestionó Sanjay—. Eres un maldito rajput, hecho para los caballos y el sudor. ¡Qué caradura!
—Oh, poeta brahmán de mierda, no te pongas celoso —y Sikander lo cogió del moño y tiró de él.
Enseguida se pusieron a pelear. Sanjay lo hizo lo mejor que pudo, pero, a pesar de sus esfuerzos, no tardó en caer boca abajo, atrapado por alguna exótica llave que lo dejó paralizado y al borde de la agonía.
—Déjame levantar, bastardo —pidió—. ¡Se me está cayendo la cinta del ojo!
—¿Quién es el más fuerte de los fuertes? —preguntó Sikander.
—Tú, tú —chilló Sanjay—. Sikander el Grande, el guerrero, el emperador.
Sikander se apartó y Sanjay se puso a anudar la cinta, estirándola; cambiaba la cinta cada día de un ojo a otro, cuidando de no tener nunca los dos abiertos al mismo tiempo; era mejor no ver nada que ver cosas que no podía controlar.
—¿Por qué no te vienes conmigo? —propuso Sikander—. Hablaré con Hercules.
Sanjay se detuvo, con el lazo a medio hacer, con la boca abierta ante semejante audacia, las posibilidades de la posibilidad, pero luego negó con la cabeza.
—No, nunca me dejarían. Cuando me despierto por las mañanas, mi madre siempre está allí, mirándome. Y esta mañana, mi padre me ha dicho: eres lo único que nos queda.
—Sabes emplear muy bien las palabras —dijo Sikander—. Háblales. Dales razones, deslúmbralos con tu lucidez. Discute.
Pero Sanjay descubrió que las palabras no igualan al amor; su madre se puso a llorar y su padre tosió y escupió sin parar, aguantándose el pecho con las manos. Aquella noche, Sanjay leyó a la luz de la luna y de una vela subrepticia; leyó un panfleto de medio paisa en urdu, publicado en Calcuta en papel basto de color amarillo, con pareados obscenos y chismorreos de las más famosas cortesanas de Lucknow, Renu y Banno, e historias groseras y equívocas de ingleses que se referían a sus superiores con motes: «Se rumorea con fundamento que el muy respetable ROJO se pasea alegremente en su faetón con la esposa del PEZ GORDO...». Al oír a su madre en la habitación vecina, Sanjay apagó la vela y guardó el panfleto debajo del colchón, no fuera que viniera a decirle lo preocupada que estaba por su vista. Volvió el silencio, pero permaneció inmóvil, tendido de espaldas, pensando en las agitadas calles de Calcuta, los carros cargados, los comerciantes, los pintores y los poetas, y en medio de la multitud que reía aparecía la figura seductora de Renu de Lucknow, cargada de pulseras de oro, y cuya belleza enloquecía a los nawabs y arruinaba a los jóvenes que visitaban la ciudad. Renu reía, sus tobillos tintineaban, y Sanjay se giró de lado y empezó a moverse despacio contra un cojín redondo, incómodo por su difícil manejo, por su suavidad voluminosa, pero incapaz de detenerse; Renu giraba entre la multitud, pero aún podía verse el delicado brillo húmedo de su cuello, y Sanjay se incorporó y se sentó, rígido, con el pulso golpeando dolorosamente su pecho, ambos ojos abiertos y la cinta perdida en algún sitio de la oscuridad. Buscó a tientas con ambas manos, tratando de precisar la calidad del sonido que había oído o creía haber oído: ¿había sido una voz, un murmullo que, de alguna manera, tenía la claridad y la brusquedad de un grito?, ¿o había sido tan sólo el canto de un pájaro, o el crujido de la madera en la noche? La puerta dibujó un rectángulo de luz plateada sobre el suelo; fuera había un patio con una planta de tulsi en el centro, y Sanjay supo que quienquiera que hubiera hablado esperaba allí. Apretó las palmas de las manos contra los ojos, sintiendo el líquido bajo la piel, y volvió a echarse de lado y tiró de la sábana hasta cubrirse la cabeza, pero ahora cada momento se hacía más lento, trayendo consigo un nuevo ataque de curiosidad.
Finalmente, se levantó y anduvo despacio hasta la puerta, con el ojo izquierdo tapado con la mano; el patio, pavimentado con ladrillos, estaba rodeado de paredes y arcos blancos y la tulsi se movía ligeramente. Sanjay apartó la mano y abrió el ojo: un hermoso joven, vestido de forma desacostumbrada con un largo dhoti blanco, el pecho desnudo, joyas en los brazos, los ojos pintados de negro, le sonrió.
—¿Quién eres? —preguntó Sanjay.
—Sabía que vendrías —respondió el joven.
—¿Eres Yama? —indagó Sanjay.
—Sabía que vendrías a mí. Soy Kala.
Sanjay volvió a taparse el ojo y sólo quedó el patio y la planta; regresó a la habitación y volvió a salir. Lentamente, duplicó su visión y dejó que Kala tomara forma.
—¿Qué quieres de mí?
Kala se encogió de hombros, abultó los labios y adelantó las caderas.
—Darte nuestro amor.
—Si queréis mi adoración —dijo Sanjay—, no la tendréis. Ni ofrendas ni nada. Para ninguno de vosotros ni para ese necio de Yama.
—Nosotros no...
—No os daré nada —incidió Sanjay—, porque no nos dais nada, no nos podéis salvar, no nos podéis proteger.
—No te pedimos nada —expuso Kala—. Pero recuerda las historias que te han contado y date cuenta de que también somos tus padres, participantes en tu nacimiento, y por eso te amamos...
—Vete —gritó Sanjay, y su voz resonó en el patio—. Vete de mi casa. Te echo. Te prohíbo que entres. VETE.
—Me iré —dijo Kala, muy bello bajo la luz de la luna, con su cabello negro caído sobre la cara y su perfume de agua de jazmín—. Me voy, el mundo entero es mi casa. Permanece en la tuya, cuida de tu padre y de tu madre y llega a ser propietario de una casa en el corazón de tu ciudad.
—Ojalá sufras lo que nos has hecho sufrir, Kala —deseó Sanjay, con las lágrimas asomando en sus ojos— Te maldigo. Te derrotaré.
—Ya estoy vencido, siempre lo estoy, amor mío —respondió Kala con una graciosa inclinación de cabeza y un movimiento de manos propio de una bailarina; y se fue.
—¿Qué pasa?, ¿qué pasa? —quiso saber el padre de Sanjay, saliendo apresuradamente de la casa y seguido de cerca por su esposa.
Shanti Devi tropezó con Sanjay, le apretó los hombros con las manos y le enjugó la cara con la punta del sari.
—¿Qué te pasa, hijo? ¿A quién gritabas? ¿Has tenido una pesadilla?
—Oí una voz en la oscuridad —respondió Sanjay—. No ha sido un sueño, era una voz real.
—Que Rama nos proteja.
—Era una voz y dijo que debo irme. Me dijo que fuera a la ciudad y aprendiera a imprimir, y que allí está mi destino, donde ellos quieren que vaya.
—¿Ellos? —preguntó Arun.
—Los dioses.
—¿Quién sabe lo que era? —lanzó Shanti Devi—, Un demonio, una bruja. ¿Y qué es eso de imprimir, acaso es un trabajo adecuado para ti? ¿Para un brahman? ¿Para nuestro hijo?
—No, olvida eso —pidió Sanjay—. Debo irme. Es lo que me han dicho.
—Si tratamos de detenerte, te irás —dijo Arun—. Crees que es tu destino.
—No lo es —objetó Shanti Devi.
—Se irá, madre de Sanjay —comprendió Arun—. No conoces a tu hijo. Tampoco yo lo conozco. Quizá ni siquiera él se conoce. Crees que es un ser inválido y frágil, pero sabe mover las cosas de un modo que ni tú ni yo imaginamos, así que se irá. Mañana o pasado mañana. Vamos, vamos a dormir —y se la llevó, pero antes de salir se volvió hacia Sanjay—:
Crees que eres más sabio que nosotros y, ciertamente, sabes más. Pero déjame decirte algo antes de que te vayas. He aprendido una cosa en mi vida y es que no existe eso que llaman destino, ni tampoco existe la libertad. Así que vete, te doy mi bendición y te deseo lo mejor.
Y tres semanas más tarde, Sanjay se mostró inflexible y giró la cara cuando un carro se lo llevó de su casa, de su padre y de su madre, un carro que debía unirse al grupo de Sikander en su casa; Arun y Shanti Devi caminaron detrás del carro, sin querer renunciar a la vista de su hijo; caminaron por el bazar de la ciudad, donde el carro avanzaba lentamente, Shanti inclinada sobre el brazo de su esposo. Cuando el núcleo congestionado de la ciudad quedó atrás y el camino se ensanchó y quedó expedito, dejaron de seguirlo y Shanti Devi gritó: «Escribe todos los días», Arun saludó torpemente con la mano y Sanjay los miró una vez, pero enseguida volvió a mirar al frente, con la cara ardiente, los labios firmemente apretados, y pronto el camino quedó oculto en una hondonada y detrás de unos árboles. Sanjay empezó a colocar los paquetes de comida y ropa que su madre le había preparado; bajo su brazo izquierdo había un saco de tela basta con el último regalo de su padre: el manuscrito completo de las obras de Mir. Sanjay sacó una hoja al azar y leyó:
Un día, entré en los talleres de los sopladores de vidrio
y pregunté: Oh, fabricantes de copas,
¿tenéis por ventura una en forma de corazón?
Rieron y me contestaron: Preguntas en vano.
Oh, Mir, cada copa que ves, cada vaso,
fue un día un corazón que fundimos al fuego
y soplamos en forma de copa.
Es todo lo que aquí ves: no hay cristal.
Ashutosh Sorkar era un hombre en forma de tambor vertical; cuando se ponía de pie en medio de los diversos segmentos de su instrumento, una prensa de imprimir, vestido sólo con un langot, su estómago sobresalía enormemente de su pecho, compensado convenientemente por un par de grandes y apretadas nalgas, y sus ya orondas mejillas siempre hinchadas por un buen trago de paan. Tenía el cabello liso y peinado hacia atrás, pero sus ojos eran penetrantes y, como consecuencia de su larga permanencia como maestro impresor en la Markline Orient Press, caminaba con una lenta majestuosidad que a Sanjay le hizo recordar enseguida a su viejo amigo Gajnath, el rey de los elefantes. Tenía, además, algo que Sanjay no supo definir, un refinamiento a pesar de su mínimo vestido, una delicadeza en su modo de hablar y manejar las cosas, que Sanjay achacó al cosmopolitismo que daba fama a la gente de Calcuta.
—Así que me llamaréis Sorkar chacha —dijo en urdu con acento bengalí—, o chacha, nada de Sorkar sahib o Sorkar moshai, nada de eso. Me han dicho que tú eres Sanjay y tú James.
—Sikander.
—¿Sikander? Ah, un gran nombre, un buen nombre. Tú, por supuesto, aprenderás para ser encargado, así que estarás en la parte delantera, en la pequeña tienda, y te ocuparás principalmente de atender a los clientes, con sus pedidos y cuentas. Y tú, Sanjay, trabajarás aquí conmigo, componiendo, colocando los tipos, en fin, haciendo el libro. En nuestras tareas contamos con la capaz colaboración de nuestros amigos Kokhun y Chothun, un par de veteranos de las bolas de tinta y operarios de la máquina de imprimir.
Kokhun y Chothun eran hermanos, casi idénticos, con la misma piel oscura y los mismos miembros recios; sonrieron y se frotaron con las manos la fina musculatura del estómago.
—Los alimento y los alimento —comentó Sorkar—, pero no cambian. Vosotros también estáis delgados, habrá que poneros un poco de carne de Calcuta encima, rosogullas, pescados y cuajadas. Caballeros, vais a descubrir la cocina de los dioses, os felicito.
Y Sikander y Sanjay se pusieron a trabajar en la prensa. La máquina propiamente dicha ocupaba una gran superficie: con dedos ligeros cogieron los tipos de una caja inclinada contra la pared y los dejaron caer en un componedor que, a su vez, estaba cerrado en una forma; esta forma tipográfica (o «chasis de puesta en página», como dijo Sorkar, «repetid conmigo: componedor, forma, chasis»), cuando Kokhun terminó con ella, la llevó a otra mesa donde la entintó con bolas de tinta; luego se la pasó a Chothun, que la puso en la prensa y tiró de la palanca para bajar la plancha, y otra vez la palanca para levantarla, y Sanjay vio asombrado las letras que aparecieron, mecánica y mágicamente, limpias y regulares, sobre el papel blanco. Tirar y tirar de la palanca, dos tirones para cada impresión, en la cara del derecho y del revés, de acuerdo con los misteriosos cálculos de Sorkar, y las páginas iban cayendo una sobre otra, se plegaban y de pronto aparecía un libro, listo para el cosido y la encuadernación.
Aquella noche, en medio de resmas de papel y olor a tinta, Sanjay sacudió a Sikander para despertarlo; dormían en unas colchonetas tiradas sobre la tarima que circundaba la sala de impresión.
—Escucha, Sikander —dijo Sanjay—. Piensa en lo que aquí pasa. ¿Viste las páginas, cómo caían, una tras otra? Antes, cuando la gente hacía un libro, tardaba semanas y meses en escribirlo e incluso, cuando se sacaba de una plancha, había que retocarlo después de un tiempo, errores por todas partes y el grabador siempre encima, todo torpeza. Pero, ahora, se escribe algo, se colocan los tipos, lo compruebas y ya está: taca-tac, taca-tac, página tras página, libro tras libro, las palabras multiplicándose, todas iguales, todas milagrosamente idénticas, millones de millones, cubriendo el mundo, taca-tac.
—Taca-tac —gruñó Sikander—. Duérmete, idiota.
—¿Dormir? Pero, rajput, ¿es que no lo entiendes? Todo ha cambiado ahora, los caballos y las espadas se han terminado, ahora digo una palabra, mañana es un libro y al día siguiente el mundo cambia, taca-tac.
—Pobre mundo —observó Sikander, y se dio la vuelta hacia su lado y se acomodó en la almohada.
—Piensa, piensa, algún pobre necio, un cura, un poeta, se estruja la cabeza en su mesa, haciendo algo, y en el tiempo que tarda en escribir un capítulo y que le hagan dos copias, o una docena, yo he descargado veinte mil ejemplares de mi libro en la puerta de su casa... está listo, ahogado, acabado. Piénsalo.
Sin volverse ni mirar, Sikander echó hacia atrás el brazo y golpeó a Sanjay en el pecho con la palma de la mano.
—Duerme o, si no, seré yo el que acabe contigo.
Sanjay se calló y se echó de espaldas, pero los pensamientos de una fama más allá de lo imaginable lo mantuvieron despierto: que Sikander tenga el reino, pero en los hogares hablarán con mis palabras y me obedecerán. Se levantó y buscó en su equipaje el manuscrito de Mir, y se sentó en la oscuridad, abrumado de ternura por la inocencia de su padre; el papel era frágil bajo sus dedos y se preguntó cuántas copias existían de las obras de teatro de su padre, cuántos habrían leído los escritos de su tío, cuánto tiempo pasaría hasta que sus trabajos cayeran en el olvido y ellos mismos se desvanecieran para siempre.
A la mañana siguiente, Sanjay se colocó junto a Sorkar en la caja de los tipos; a cada letra requerida, Sorkar señalaba al compartimiento apropiado y gritaba: «¡A mayúscula! Triángulo con dos patas, parte superior, ¡arriba, Sanjay, arriba! ¡Efe! Soldado con los brazos extendidos hacia atrás. ¡Ele! Soldado arrastrando una pierna. ¡I! ¡T! Soldado con sombrero inglés. ¡O! Círculo vacío. ¡Ene! Soldado agachado detrás de otro». En tres días Sanjay aprendió todo el alfabeto y, en un arranque de osadía, quiso leer una frase o, por lo menos, decirla de viva voz, y se inclinó sobre un montón de páginas que Chothun acababa de imprimir. Se fijó en ellas y entonces se dio cuenta de que tenía que reconocer imágenes de un espejo, que las letras que él conocía estaban al revés, que bajo la tutela de Sorkar había aprendido un lenguaje de hierro puesto del revés; torció el cuello y ladeó la cabeza para poder ver las letras impresas como las otras, sus antecedentes de metal, e inmediatamente sintió náuseas y se mareó.
—¿Cansado? —preguntó Chothun, mientras lo sujetaba—. No te preocupes, ya te irás acostumbrando.
—No, no estoy cansado. Es sólo este inglés, es difícil de leer.
—Un idioma divertido —comentó Kokhun—. Yo hace tiempo que me di por vencido, ahora lo miro y sólo veo las letras, cada una por separado.
—¡Cobardes! —gritó Sorkar desde el otro extremo del local, donde examinaba junto a Sikander un libro de contabilidad—. ¡Mercachifles! No lo infectéis.
—Sorkar sahib lo ha dominado —contó Kokhun.
—Lo ha derrotado —añadió Chothun.
—En efecto —dijo Sorkar, caminando hacia el centro de la sala con los pulgares en la banda de la cintura—. Escucha, Sanju, al principio estaba tan asustado como tú. Este inglés gruñía como un león y me daba miedo acercarme.
—¿Cómo lo aprendiste? —preguntó Sikander, levantándose de su silla—. ¿Tuviste un maestro?
—No, ningún maestro para Sorkar sahib —intervino Kokhun.
—Domesticó al animal él solo —explicó Chothun—. En una lucha igual y justa. Él...
—Callad vosotros dos —pidió Sorkar, con una rápida mirada a Sikander.
—Dinos, señor —dijo Sanjay—. ¿Es un método secreto?
—Por favor —insistió Sikander.
—No, no —respondió Sorkar—. Basta de charlas. Volved al trabajo.
Sikander volvió a su mesa y Sanjay a sus letras del revés. Luego, aquella misma tarde, Chothun imprimió un montón de páginas y se sentó junto a la máquina, secándose los brazos y el pecho con un trapo; Sikander salió de su nicho, se quitó la camisa y cogió la palanca.
—Está bien —comentó cuando vio el nerviosismo de Chothun y Kokhun—, no os preocupéis.
—Lo que quieren decir exactamente es que este trabajo no es para ti —dijo Sorkar—. Después de todo, eres un sahib...
—Soy un rajput —afirmó Sikander.
Cogió la palanca y se puso a trabajar, pronto Kokhun y Chothun tuvieron que darse prisa para mantener su ritmo. El cuerpo de Sikander aparecía suave, cuadrado y denso, de un pardo brillante, incesante y regular en el movimiento, con la cara inexpresiva y la mirada perdida, hacia dentro. La palanca se movía, taca-tac, taca-tac, mientras los impresos se apilaban, resma sobre resma. Al día siguiente, y al segundo día, Sikander trabajó y todos lo miraron, asombrados de su vigor y fuerza; la tercera tarde, Sorkar lo detuvo y le ofreció un vaso de lassi dulce.
—Basta —dijo Sorkar—. Ya es bastante, oh, magnífico Sikander, o terminaremos el trabajo antes del fin de semana, y eso no ha ocurrido nunca en Calcuta. Toma, bebe.
—¿Cómo aprendiste inglés? —preguntó Sikander, con la mano todavía en la palanca.
—Te lo enseñaré, te lo contaré. Anda, bebe, bebe.
Sikander tomó la vasija de acero y él y Sanjay se sentaron en el suelo y bebieron mientras Sorkar desaparecía en el almacén. Kokhun y Chothun se sentaron en cuclillas enfrente de ellos y luego regresó Sorkar y puso un paquete en el centro del círculo, un objeto rectangular envuelto en una tela roja. Se limpió las manos en el dhoti y, con gran ceremonia, desató el gran lazo del paquete. Kokhun y Chothun sonrieron, sabedores de lo que allí había; Sorkar desplegó la tela y descubrió un libro grueso, encuadernado en piel y grabado en oro. Levantó la tapa y mostró el grabado del frontispicio, un hombre barbudo, con ojos soñadores.
—¿Puedes leerlo? —preguntó Sorkar a Sanjay, señalando el título de la primera página—. ¿No? No importa, a mí me pasaba igual al principio, cuando lo robé —sonrió a Sikander—. No sabía leer ni una palabra. Hace ya tiempo de eso. Fue cuando empezó esta imprenta y el mismo señor Mark— line trabajaba aquí, y yo era el chico de los recados y la limpieza, y más de una tarde el señor Markline se echaba aquí, en este mismo sitio, bebiendo de una botella negra, dándome pescozones cada vez que me ponía a su alcance. Hace mucho tiempo de eso, él era joven entonces, acababa de llegar por mar, sus ojos eran azul pálido como hoy, su cabello castaño y liso. Era delgado, siempre nervioso y tenso, siempre impredecible. Quería que se hiciera todo exactamente como él decía y cuando no era así se ponía furioso, se le enrojecía la cara y hablaba un idioma que nadie entendía. Yo, a veces sin querer, movía la cabeza y sonreía, pero eso lo enfurecía más, aparecían lágrimas en sus ojos y me pegaba. Una vez me pegó con una caña, me pegaba porque había polvo donde no debía haberlo, porque las bolas de tinta no estaban en su sitio, por cualquier cosa, ya lo he olvidado. Después, borracho, se tumbaba en el patio, al calor, y yo me sentaba, sintiendo el escozor de los golpes en mis hombros, llorando. Yo era joven, pero ya tenía esposa y tres hijos en mi pueblo, mi madre y un terreno pequeño. Me sentaba, maldecía y no me lo podía creer. Cuando lo oía roncar, iba y me quedaba de pie a su lado, viendo lo largo que era, con sus piernas colgando del catre, sus brazos robustos y musculados, sus labios sonrosados, y pensaba, ahora podría matarlo, envenenar su bebida, ponerle una krait en el baño. Pero junto a su cama estaba este libro, uno de los pocos que había traído consigo, libros hermosos que miraba de vez en cuando, ejemplos, supongo, del arte tipográfico inglés. Cogí el libro y me lo llevé afuera, fuera de la casa, y lo escondí en el banyan, en un hueco. Luego abrí una ventana, pero entré por la puerta, la cerré, esperé unos minutos y grité, un ladrón, amo, un ladrón. Se levantó a trompicones y echamos a correr, encendimos faroles y miramos las cerraduras. Finalmente vio la ventana abierta y descubrió que lo único que faltaba era el libro. Oí pisadas, dije, y vi que alguien se inclinaba sobre su cama. Levantó el farol a la altura de mi cara, pero yo le sostuve la mirada, ¿y qué iba a hacer? Bueno, volvimos a dormir, pasaron los días y los meses, tuvimos pedidos, imprimimos, y los negocios fueron bien. Empecé a ayudar en la composición y llegó un día en que me puso al cargo de la imprenta y él se dedicó a otros negocios, hizo dinero y dejó que yo llevara esto, viniendo una vez al día para revisar las pruebas, luego una vez cada dos días, y luego con menos frecuencia. Una noche, cuando hacía semanas que no lo veía, salí y me traje el libro, lo saqué del árbol y lo traje aquí. Se había estropeado, la piel se había acartonado y el papel se había curvado. Lo abrí y miré este grabado, el del hombre barbudo con el pendiente en la oreja, y recordé las cicatrices en mi espalda y me dije, tienes que leer esto. Yo, ¿sabéis?, en aquella época, sólo conocía las letras, separadas y por sí solas, y quizá algunas palabras aisladas. Pero me dije, debo leer esto. Y empecé por la primera página, este título, ¿lo ves, Sanjay? Inténtalo.
—Ele-a-ese —dijo Sanjay—. O-be-erre-a-ese.
—Léelo seguido —animó Sorkar.
—¿Ele-a-ese?
—Las —dijo Sikander con una sonrisa.
—Ob...
—Obras —le ayudó Sikander.
Después de muchas dudas e intentonas, Sanjay logró decir: «Las o-bras com-pletas de Wi-lliam Shakes-peare».
—Y así empecé a leer —continuó Sorkar—, Al principio, las obras completas eran una jungla, y el lenguaje, arena movediza. Las metáforas se me enredaban en los pies como serpientes mordaces, los símiles se me escapaban como ciervos asustados, llevándose todo el significado con ellos. Todo era extraño y, en medio de la enredadera colgante y enmarañada de esta gramática extranjera, todo sonido resultaba cacofónico. Temí por mí mismo, por mi salud y mi cordura, pero entonces pensé en mi propósito, en dónde estaba, en quién era, y en el dolor, y continué.
—Bravo —comentó Kokhun.
—Valiente —dijo Chothun.
—Y así, día tras día, fui leyendo, hasta llegar al final, sin entender mucho, pero aprendiendo. Al año siguiente, volví a leerlo. Y otra vez al año siguiente. Y de esta manera he leído las obras completas treinta y cuatro veces, y de la jungla extranjera he hecho mi propio jardín. Me he ganado este terreno palmo a palmo con mi cuerpo, y esta tierra es mía, Willy es mi hijo. Preguntadme cualquier cosa y responderé adecuadamente. Preguntad. Decid una palabra.
—Corazón —dijo Sikander.
Sorkar sonrió, y después declamó en inglés:
El escudo de once hojas de Sikander no puede resistir
el empuje de mi corazón.
—¿Qué significa eso? —preguntó Sanjay.
—Ya lo aprenderás, ya lo aprenderás, pero dame otra palabra.
—Poder.
Un poder mayor del que podemos contradecir
ha sepultado nuestros propósitos.
—Pero ¿qué significa? —insistió Sanjay, levantando la voz.
—Ya tendrás tiempo, hijo mío —respondió Sorkar—, Pero escucha:
El tiempo descubrirá lo que la retorcida astucia esconde;
quien oculta su fuerza, al final se ve obligado a mostrarla.
—Quiero que me digas lo que significa —pidió de forma hosca Sanjay, pero, sin hacerle caso, Sorkar prefirió instruirlo en el lenguaje. Ahora, cuando componían, pronunciaba las palabras y le daba sus significados, paráfrasis y comentarios; mientras hacía esto, a Sanjay no se le pasó por alto que Sorkar robaba aplicada y persistentemente al inglés: el papel se declaraba agotado cuando aún quedaba un buen espesor en la resma de cada cuba de tinta, Kokhun y Chothun se llevaban una décima parte formas en perfecto estado se tiraban en un montón de un cuarto trastero. Y, por supuesto, todos, excepto Sikander, trabajaban a un ritmo preestablecido, interrumpiendo a menudo la tarea para beber, descansar o meramente reflexionar; además, Sorkar era aficionado a pararse murmurando mientras se rascaba la cabeza, miraba bizqueando la regleta de composición, como si estuviera calculando, después de todo lo cual, en lugar de pedir una letra a Sanjay, sacaba una de un estuche tapado con una tela roja que tenía debajo de su taburete. Insertaba esta letra especial en su regla, sonreía afectadamente a Sanjay con una mueca que tiraba de su cara hacia el centro, haciendo que pareciera un sapo con algo en la papada. «Oooh sííí», decía regodeándose en su papel de maestro, y Sanjay reconocía su terrible acento bengalí, «la siguiente, por favor, la letra uve, para hacer la mitad de «river», que significa río, fluido, flujo o corriente abundante de cualquier cosa».
Sí, me inclino ante ti, oh, gurú mío, hubiera querido decir Sanjay, pero ¿por qué sacaba la «i» de debajo de sus magníficas posaderas? ¿Qué parte del lenguaje era ésa?, pero ya tenía claro que Sorkar sólo le enseñaba lo que quería, y transmitía sus conocimientos según alguna norma secreta o algún misterioso juicio ajeno a toda adulación o influencia. Así que Sanjay esperaba, tratando de complacerlo, concentrado en el lenguaje, y le preguntó a Sikander por el misterio.
—¿Qué crees que hace? Miré las letras después de imprimirlas tú, y la «i» de «river» es exactamente igual que las demás.
—No lo sé —respondió Sikander, se dio la vuelta y se puso a dormir.
Se había vuelto extrañamente sombrío y distraído; cada día trabajaba en la prensa, imprimiendo, empujando la palanca hacia delante y hacia atrás, hasta aturdirse por el cansancio y la monotonía; por las noches se dejaba caer en la cama y dormía enroscado en las sábanas, insensible a los ruidos y olores de Calcuta que atravesaban las paredes y mantenían a Sanjay despierto hasta tarde, pensando en las cortesanas del panfleto, pero sin que nunca se decidiera a conocer la ciudad por sí mismo. Cuando las voces se acallaban y dejaban de crujir las ruedas, el olor a madera quemada, a podrido, a jarabe espeso, lo seguía atormentando, y murmuraba: «Kali-katta, Kali-katta», hasta caer dormido, soñando con secretos.
Una mañana, Sorkar vino a despertarlos temprano.
—Vamos, vamos, vosotros, es día de cuentas y Markline sahib quiere veros, ha preguntado por vosotros.
Les dijo que se pusieran la mejor ropa, la chaqueta negra de Sikander y la kurta de seda de Sanjay, vigiló cómo se bañaban, y luego los subió en un riksha, uno a cada lado de él, colocó un rollo de papel en su regazo, y partieron. Dejaron atrás la ciudad y subieron a un transbordador para cruzar el Hugli; el sol de la mañana surgió del agua, el único remo crujió con el oleaje y el barquero cantó una incomprensible canción bengalí llena de nostalgia. Luego, con Sanjay todavía vacilante por el balanceo del agua, llegaron a la casa, un bungalow situado lejos de una tapia blanca, entre setos recortados y senderos. Esperaron en la antecámara, sentados incómodamente en gruesos divanes, entre oscuras mesitas cargadas de plata, un paragüero hecho de una pata de elefante, cuadros de paisajes fríos y pastoriles y una serie de cabezas disecadas. Entró un criado alto, vestido de blanco, y les hizo un gesto para que pasaran por una doble puerta.
En el umbral, Sorkar puso una mano en el hombro de Sanjay.
—Tus zapatos —dijo.
—¿Qué?
—Tienes que quitártelos.
Sanjay sintió que la ira le subía desde el estómago y que se ponía colorado, pero Sikander ya estaba inclinado sobre sus botas.
—Tú no, baba —dijo el criado a Sikander.
Pero ya se había quitado las botas, y Sanjay tuvo que darse prisa en quitarse las sandalias porque Sikander ya atravesaba la puerta, animado por primera vez desde hacía semanas.
El inglés estaba sentado en una tumbona de caña, con los pies sobre los brazos alargados del asiento. Sanjay no se atrevió a mirar directamente sus ojos azules y se fijó en su camisa blanca, con las mangas arremangadas que dejaban ver los largos músculos de los brazos, los pantalones marrones y las botas manchadas de barro; sintió el frío del mármol bajo los pies descalzos.
—¿Eres James? —preguntó Markline, y Sanjay se sorprendió de entender cada palabra, a pesar del acento; se sintió repentinamente confiado y levantó la mirada: el cabello del hombre era rubio y fino, caído sobre la frente, su piel roja y un poco arrugada, pero sana, sus dientes amarilleaban y sujetaban firmemente un largo cigarrillo marrón.
—Sikander.
—Ya veo —dijo Markline, dejando caer los talones sobre el suelo e inclinándose para mirarlo de cerca—. Ya veo.
Sikander sostuvo valerosamente la mirada y Sanjay pensó con orgullo, por primera vez en su vida, es mi hermano. Markline disimuló una sonrisa y giró la cabeza hacia él.
—¿Y éste es el muchacho de la otra familia?
—Sí, señor —confirmó Sorkar.
—Muy interesante —replicó Markline—, Un chico despierto —y se volvió hacia Sikander—: Conocí bien a tu padre; de jóvenes, estuvimos juntos en Calcuta. Haz que se sienta orgulloso de ti, trabaja duro —bajó la cabeza un poco para inspeccionar más de cerca a Sikander, pero éste ya había recuperado su aire de indiferencia hacia todo; el inglés alzó la mirada hacia Sorkar, con las cejas enarcadas, y luego hacia Sanjay—: ¿Y este chico? ¿Qué quiere ser?
—Escritor, señor —contestó Sanjay, sorprendido, porque quería haber dicho poeta.
—Hablas inglés, ¿verdad?
—Un poco, señor.
—¿Cuánto hace que lo aprendes?
—Unas pocas semanas, señor.
—Fantástico. Ése es el tipo de trabajo que necesitamos aquí.
Y, después de decir esto, alargó los pies al criado, que se arrodilló para quitarle las botas y le acercó un par de zapatos negros, de aspecto suave, con lo cual terminó la entrevista. Sikander y Sanjay fueron conducidos a la otra habitación y les dijeron que volvieran a esperar. Los animales disecados de la pared, unos pocos ciervos con cornamenta, dos jabalíes y un nilgai, miraban con lo que parecían ojos sombríos y despectivos, y Sanjay trató una vez más de entablar conversación con Sikander.
—Me gustaría saber cómo los caza.
Pero Sikander estaba absorto mirando la pata del elefante, cortada a la altura de la rodilla y ahuecada, y entonces Sorkar apareció en la puerta.
—Vamos, vamos —dijo—. Vamos a casa.
Pero se detuvieron en un mercado y Sorkar compró tres sers de rosogullas blancos, que fue dando a los chicos mientras caminaban. Sanjay se comió los suyos y se lamió el sirope de las manos.
—¿Por qué tenía barro en las botas? —preguntó.
—Juega al polo —contestó Sorkar—. Pero tú le gustas, dijo que debería haber más chicos como tú, deseosos de aprender, ávidos de cambiar, me parece que fue la frase que dijo.
—¿Ah, sí? ¿Dijo eso?
—Sin duda.
Sanjay siguió caminando, moviendo la punta de la lengua entre los labios.
—Debe de ser muy fuerte, ¿verdad?
—Lo es —respondió Sorkar, y prendió con dos dedos el último rosogulla de las hojas y lo suspendió delante de la boca de Sanjay. Este se detuvo, cerró los ojos y abrió la boca y dejó que entrara rodando, empujado levemente por los dedos de Sorkar, trayéndole el vago recuerdo de su niñez, cuando le deslizaban la comida entre los dientes, pero Sorkar siguió hablando—: Es fuerte, sin duda, pero déjame contarte una historia —Sanjay abrió los ojos para mirarlo y vio que Sorkar chasqueaba los dedos y tenía una expresión pensativa—. Es fuerte, por supuesto, pero considera lo que voy a decirte, a ver si te divierte. Tú eres un chico tranquilo, observador, y aunque miras alternativamente con uno u otro ojo, ves las cosas muy bien y me he fijado en que te fijas en el estuche que tengo debajo de mi taburete, que cojo de vez en cuando una letra de allí, y quisieras saber por qué, pero eres educado y no me lo preguntas. Pero ¿qué crees tú que es? Habrás tratado de hacer alguna deducción, habrás pensado algo, ¿qué?
—Que las letras no son diferentes —dijo Sanjay.
—Y si lo fueran, ¿entonces qué?
—Entonces tendría que mirar las letras.
—¿Con qué propósito?
—Para ver si dicen algo, podría ser un código, como el que usan los reyes en sus mensajes secretos, una clave de espía.
—Has leído tu ejemplar de Chanakya, ¿verdad? Pero ¿por qué poner una clave en las cosas que imprimimos, folletos del gobierno e informes de la Compañía? ¿Qué tendría que decir yo? ¿A quién voy a decírselo? ¿Qué clase de espía sería?
—No lo sé —contestó Sanjay.
—Ay —suspiró Sorkar—, la deducción tiene sus límites, ¿lo ves? Hay que conocer la otra mitad del mundo —siguieron por la carretera y pasaron por un mercado de verduras—. Dejad que os cuente una historia. Suponed que hay un hombre que ama a Shakespeare, que adora al dulce Willy, y suponed que este hombre trabaja en una imprenta. Y digamos que, un día, a este hombre lo llama su jefe, el dueño de la imprenta, y le encarga un trabajo muy especial, un librito de sesenta y cuatro páginas que ha de hacerse en papel grueso y encuadernarse en suave piel de ciervo, un librito para distribuirlo privadamente. Y suponed que nuestro hombre lleva el manuscrito al taller y empieza a componerlo y entonces se da cuenta de que es un ataque a Willy, donde se afirma que alguien como él, iletrado, mezquino, borracho y rústico, víctima de las supersticiones y vulgaridades del pueblo, no pudo ser quien escribiera esas obras de teatro divinas, esa obra espléndida, sino que fue otro hombre, un habitante refinado de la ciudad, cortesano, noble y, sobre todo, científico, que dio al mundo sus magníficos sueños bajo seudónimo, para librarse de las repercusiones políticas; que este hombre, el verdadero autor, era un racionalista, un observador de la naturaleza humana, filósofo y poseedor de una vasta cultura, gloria mundi, Francis Bacon, el mismo lord Verulam.
¡Pruebas!, podrías exigir, ¿en qué maldito infierno hay pruebas de eso? Todo esto, este robo al pobre Willy, se basa sólo en una hipótesis egoísta, en la negativa a aceptar que uno que no es de los suyos pudiera crear algo tan bueno y excelente, y en algún increíble descubrimiento de prueba mecánica en el texto, es decir, que en los sonetos podía leerse acrósticamente «Bacon» al revés, y «Francis» en diagonal, una auténtica mierda inconcebible como no podéis imaginar. Así que suponed que nuestro amigo el impresor, que considera a Willy como su amigo personal, quizá su único y mejor amigo, se sienta con su manuscrito, con esta cosa en la mano y piensa, tengo que hacerlo, voy a tener que hacerlo, y mira el retrato del pobre Willy, con su cabeza calva y sus grandes ojos, con esa expresión recatada que habla de heridas recibidas y perdonadas, y el impresor piensa, si estos pomposos cabezas huecas buscan claves, voy a darles claves. De modo que aquella semana, en lugar de regalar las sobras del taller (o, para decirlo con claridad, el material robado de la imprenta) a un apurado periódico bengalí o urdu, las vendió. Y luego se buscó a un grabador, un viejo y apergaminado bengalí de Dhaka, joyero, montador de tipos y grabador de lápidas a ratos perdidos, y le encargó un conjunto de caracteres nuevos. Estos tipos o caracteres eran casi idénticos, pero no del todo iguales, a los que iban a emplearse para hacer el libro de Bacon, y de esta manera nuestro amigo construyó una clave: calculando, calculando, sustituyó algunos caracteres del libro por otros, de tal modo que sólo alguien muy inteligente, con un ojo entrenado y muy observador, pudiera verlos, pues difícilmente se distinguían unos de otros; luego, si un lector atento advertía estos extraños caracteres, según estaban dispuestos en la línea, y los relacionaba, dependiendo de sus conocimientos matemáticos y de su habilidad para descifrar un código, podría descubrir el mensaje escondido. El código se basaba en el número de caracteres extraños entre...
—Sí, pero ¿qué decía el mensaje?
—Bien —continuó Sorkar—, para el librito de Markline, que se titulaba ¿Fue sir Francis Bacon el verdadero autor del teatro de Stratford?, el mensaje cifrado decía: «¿Chupaba la madre de este autor pollas de cerdo a la luz de la luna de Stratford?». A la semana siguiente, la imprenta imprimió un informe de la Compañía titulado Estudio físico y económico de los territorios indios orientales, con especial atención a Bengala, y nuestro amigo deslizó subrepticiamente el siguiente mensaje: «La Compañía hace viudas y trae la hambruna, y a eso le llama paz». Y en Religiones y pueblos de la India: Viajes de un racionalista, «Este escritor ni ha viajado ni tiene uso de razón»; en Gran Bretaña y la India: Reflexiones sobre el surgimiento y ocaso de las civilizaciones, «Gran Bretaña es el pus del cáncer de Europa»; en Estadísticas del cultivo del arroz y del trigo en Bengala durante los años mil ochocientos tal y tal, lisa y llanamente, «Que os den por el culo».
Sorkar se detuvo porque Sikander se estaba riendo: doblado de risa en mitad del camino, gritando, y golpeándose los costados, sin poderse dominar. La gente se paraba a mirar, sonreía, y dos niños empezaron también a reír, porque la risa de Sikander era apetecible, cómo el agua fría de un búcaro en verano, un sonido de alivio y gratitud.
—Es muy bueno —dijo finalmente Sikander, con la cara enrojecida bajo su piel morena, alargó la mano y agarró a Sorkar, de modo que caminaron juntos, lado a lado—. Cuéntame más.
Y Sorkar le obsequió con los mensajes acumulados durante una década, camuflados hábilmente en el territorio ajeno de los libros de Markline: a juicio de Sanjay, el contenido de estos eslóganes escondidos estaba entre lo más pueril y sentimental, en su mayoría, y lo más inane. Pero Sikander gozó sobremanera con todos ellos, lo cual complació a Sorkar, que se esforzó por recordar más, pues por precaución no los conservaba escritos, inventándose otros: ¿habría puesto un adulto sensato e inteligente en un libro titulado Meditación comparativa sobre la metafísica del cristianismo y del hinduismo «La comida inglesa es la peor del mundo, apta únicamente para asnos y antropomorfos»? Sanjay escuchaba la risa de Sikander con sincero gozo, lo cual ocultaba una inquietud profunda y vergonzante; por lo que podía recordar, guardaba en alguna parte recóndita de su alma, que ni él mismo conocía, una envidia por la facilidad de Sikander para relacionarse con la gente, por sus bromas no forzadas, por su habilidad para conversar con cualquiera en cualquier situación y con toda naturalidad, y quizá por eso Sanjay se había sentido extrañamente satisfecho con el retraimiento y silencio del otro durante aquellos días. Fue como si la serenidad interior de Sikander hubiera traído sobre su físico y su despreocupación de rajput la maldición que siempre había pesado sobre Sanjay: la maldición de una vida interior que absorbía su atención y competía y derrotaba al mundo exterior, sueños que no se aquietaban, aquella doble visión involuntaria que lo llevaba a encontrarse con dioses y a medio intuir el porvenir. Pero ahora Sikander volvía a ser extrovertido, compartía bidis con Kokhun y Chothun, se sentaba sudoroso, abrazándose los hombros, llamaba «chacha» a Sorkar y adoptaba un tono zumbón y familiar, y los tres impresores se dejaban llevar por su encanto y afecto, tan profundo e ilimitado como el que sentían los soldados por él cuando era niño. Así que Sanjay, tratando de acallar el resentimiento que sentía dolorosamente en alguna parte de su pecho, se retiraba a los libros que estaban amontonados en desorden desde el suelo hasta el techo, horrorizado al comprobar que tampoco allí encontraba refugio; mientras leía no podía evitar la búsqueda de mensajes cifrados según la clave de Sorkar, pero le dolían los ojos cuando trataba de encontrar la diferencia infinitesimal entre lo disfrazado y lo real, y la cabeza le daba vueltas calculando las relaciones numéricas entre las letras cifradas según las complicadas reglas de Sorkar, y al final, los mensajes que aparecían eran extraños e incomprensibles. «Fríe el pescado», decía en Carbonates y sulfatos, y en La historia elemental de McNally para niños se decía educadamente: «¿Puedes venir mañana a mirarlo?».
Al principio creyó que estos curiosos mensajes se debían a que no sabía identificar los tipos, que pasaba por alto los caracteres de Sorkar allí donde los había puesto o que cometía errores en sus cálculos, pero una tarde, cuando cerró el Almanaque de astronomía, oyó nítidamente una voz que decía en urdu y con acento panjabí: «Tras su jubilación fue muy feliz». Sanjay dio un salto, miró a su alrededor, pero estaba solo en la habitación y la puerta estaba cerrada; volvió a coger el Almanaque, lo hojeó y, como no sucedió nada, tragó saliva y sonrió para sus adentros aliviado, pero cuando hojeó el libro en sentido contrario, oyó una voz de mujer que hablaba una especie de dialecto del sur, entrecortado, incomprensible pero diáfano, como un mynah en una noche de primavera. Sanjay tiró el libro, que voló por los aires con un aleteo de páginas blancas, tropezó con la pared y cayó en el suelo boca abajo, por fin callado; huyó de la habitación en busca de Sikander y los demás, que estaban sentados en un charpoy, comiendo el paan de después de la cena y eructando alegremente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sorkar—, Vas dando saltos como una gacela.
—Nada —respondió Sanjay, que se sentó junto a ellos y trató de eructar más fuerte que ninguno, porque temía empezar a oír murmullos de los papeles e impresos esparcidos por todo el taller.
—Buen intento —dijo Sorkar después de uno de los eructos de Sanjay—. Fuerte pero falto de vigor. Inténtalo otra vez.
Pero todos los esfuerzos de Sanjay se vieron derrotados por las poderosas exhalaciones eruptivas de Sikander, que parecían vibrar por todo su cuerpo antes de surgir por su boca y cantar en el aire como el gran resuello de una almeja.
—Asombroso —corearon Kokhun y Chothun—. Tremendo.
Sanjay ahogó su resentimiento y su recién adquirido disgusto por los juegos gástricos y aplaudió con los demás, y aquella noche insistió en dormir en la terraza de la casa, a pesar del ligero viento fresco y la amenaza de lluvia. Después de aquella tarde, trató de evitar los libros, pero no fue capaz de mantener su propósito más de un día: miraba a hurtadillas las páginas que Sikander imprimía, y a la tarde siguiente, lleno de remordimientos, cogió un texto sobre artillería, lo dejó, volvió a cogerlo y leyó diez páginas, produciéndose un perfecto desconcierto de voces en su cabeza a medida que leía medio atontado frases que no podía entender. Disgustado consigo mismo, caminó por la casa con una expresión de fiera determinación en su rostro, provocando las burlas de Sikander y que Sorkar quisiera administrarle una purga; esta vez, su determinación duró tres días completos, y luego, una noche, saltó de la cama, corrió a la zona de carga, donde esperaban los libros y folletos apilados y atados para ser puestos en los carros de reparto, y leyó toda la noche a la luz de un farol chisporroteante, hasta que la cabeza le dio vueltas y le dolieron los ojos; cuando llegó la mañana, supo que estaba cogido en una trampa, que estaba atrapado para siempre por las palabras, y en el instante en que se dio cuenta de esto, mientras una bandada de gorriones maniobraba vertiginosamente en el patio, recordó a su tío Ram Mohán y maldijo con rabia y pesar la recién encontrada sofisticación de Calcuta; no puedes elegir de qué estás hecho, sea saliva o polvo de los vientos que aún soplan desde otras generaciones, pero lo peor de todo es que una mañana te enteras de que tus huesos se han alimentado irremediablemente de las mismas cosas pasajeras que tenían que haber muerto con tus antepasados, las mismas esperanzas, frustraciones, amores y debilidades, que estás atrapado para siempre por sus mismos ideales, por su misma complicada lascivia.
De este modo aprendió Sanjay su primera lección de karma, y vivió en Calcuta rodeado de voces lejanas y cercanas; las había de mujeres panjabís, cantantes sindhis, hombres de negocios gujaratis, intelectuales cachemiros y otra miríada de lenguas que no entendía, algunas que no había oído nunca y algunas que estaba seguro de que no podían venir de ninguna boca del subcontinente indio, cloqueando y chasqueando fonemas y sílabas nasales clara y completamente extranjeras. Pero como estas voces —o articulaciones secundarias, como las llamaba— procedían de libros, de novelas, crónicas, documentos y manuales que ofrecían un flujo permanente de información coherente y aparentemente importante, Sanjay consideró que el trato era equilibrado. Pensó que para escuchar la clara música de la lógica, uno ha de tolerar y reconocer el ruido del caos turbulento; que los blancos palacios han de construirse, desgraciada pero necesariamente, encima del lodo pestilente, y continuó con sus lecturas.
Poco después, un día, Sorkar se le acercó con las manos cuidadosamente cruzadas sobre el estómago, con una especie de untuosidad apenas perceptible.
—Sanjay, hijo, él te necesita.
—¿Quién? —preguntó Sanjay. Los otros, Sikander, Chothun y Kokhun se secaban el sudor o se sacaban la pelusilla del ombligo con un cuidado que recordó de pronto a Sanjay la descripción que su padre hacía de los cortesanos cuando terminaba de leer un nuevo poema: tan bárbaramente corteses como las grandes señoras con una ramera inesperada. Y Sanjay le espetó—: ¿Por qué me miras de esa manera?
—El señor Markline quiere verte —dijo Sorkar.
—¿Por qué?
—La verdad es que no lo sé —respondió Sorkar—, El mensaje sólo dice que espera verte mañana por la mañana, a las once, en su casa. Que has de ser puntual, etcétera.
—¿Por qué yo, qué quiere de mí? —quiso saber Sanjay con vehemencia, consciente desde el primer momento de estar fingiendo, porque desde su visita al bungalow esperaba algo como aquello y la realidad era que había exhibido su inglés precoz con la esperanza de impresionar al inglés.
Los demás se encogieron de hombros y volvieron a su trabajo, dejando a Sanjay pensando en el difícil encuentro y aún más en la visita del pasado, que fue reconstruyendo cuidadosamente, dejando a un lado los recuerdos engañosos de autoestima, poniendo rectos la espalda y el cuello, como imitando la postura erguida de Markline para mirar sus ojos azules. Durante toda aquella noche Sanjay se imaginó a sí mismo calzado con botas brillantes como un espejo y con camisa blanca, con la figura esbelta y musculosa de un jinete oscuro en un paisaje imaginario; pero por la mañana, impaciente y nervioso, sin necesidad de que Sorkar le apremiase, se puso su achkan blanco y su mejor dhoti. Salió temprano y estuvo en el Hugli media hora antes de lo necesario, pero la cháchara de los barqueros y el lento y cómodo cruce del río le afectaron los nervios como los dedos de largas uñas de un músico de sitar, terminando por ordenarles que fueran más deprisa, deprisa.
El barquero dijo algo en bengalí a los demás pasajeros, y todos rieron, mientras Sanjay bajaba la cabeza, rojo como la grana; no aceleró su marcha la barca, pero el perezoso chapoteo de la pértiga en el agua marcó el ritmo de la canción del barquero. Los pasajeros hablaban quedo, reclinados en sus asientos, y algunos siguieron sonriendo al mirar a Sanjay. Uno de ellos se le acercó diciendo:
—Es una famosa canción sobre un joven que enloquece de amor, que corre al lado de su amada venciendo obstáculos y dificultades inimaginables.
—¿Por qué corre? —se le escapó a Sanjay, en contra de su voluntad.
—Porque la amada, después de una vida de desdenes y rechazos, se está muriendo. Y lo llama a su lado. Y nuestro joven la amaba verdaderamente.
—Qué tontería —dijo Sanjay, y se dio la vuelta enfáticamente.
Trató de volver a su anterior estado de esperanza y apasionamiento pero, por segunda vez en pocas horas, pensó en su padre y en su tío, fastidiado por esta mezcla de culpa y ligera aversión que rezumaba de alguna parte de su alma: de pronto se dio cuenta de que hacía semanas que no había visto el manuscrito de Mir, regalo de su padre, y no tenía ni la más ligera idea de dónde podía estar, entre el revoltijo de papeles y pruebas que atestaban la imprenta. Cuánto sensacionalismo, pensó, todo este mirism, por qué el amor ha de ser siempre una agonía, y luego recordó con profundo sobresalto que no había escrito a su madre desde hacía un mes, posiblemente dos, y puso su atención en lo que le rodeaba, el agua abajo y el sol arriba. Observa bien, se dijo, observa y recuerda, porque hoy será un día decisivo en tu vida; pero el agua estaba lisa y parda y el cielo era enorme, de un azul deslucido, y los demás pasajeros de la barca formaban el habitual grupo de rústicos, comerciantes y tipos indefinidos, en cuclillas y hablando atropelladamente, es decir, el tipo de compañía que uno no desearía para un viaje al futuro. En la orilla, la barca dio un bandazo en el mismo momento en que Sanjay saltaba a tierra, y se hundió en unos buenos centímetros de agua; su blanco dhoti se manchó de barro hasta las rodillas. Su enfado y esfuerzos para limpiarse fueron inútiles y subió la pendiente de la orilla casi llorando, hacia el verde de los árboles, con la tela mojada y maloliente pegada a las piernas.
En la casa, esta vez, lo llevaron directamente a Markline, que estaba comiendo algo de color marrón ayudándose con un cuchillo y un tenedor centelleantes; mientras Markline cortaba metódicamente la carne en su plato, dividiéndola en cuadrados idénticos, Sanjay reprimió un súbito ataque de náusea.
—Buenos días, señor —dijo, tal como había aprendido en Etiqueta para el niño.
—Buenas —contestó Markline—. ¿Por qué llevas esa cosa en el ojo?
—Veo doble —explicó Sanjay.
—Doble. ¿Te ha visto un doctor?
—¿Dok-tor? ¿Dok-tor? —Sanjay se cambió de pie, y sintió el agua que le escurría desde las rodillas.
—Doctor —repitió Markline—. ¿Te ha examinado un doctor? —tragó un trozo de carne y repitió despacio—: Doc-tor.
—Oh, doctor, doctor —dijo Sanjay contento porque por fin entendía—. Sí, sí, pero no hicieron nada. Vinieron muchos hakims y vaids.
—Quiero decir un doctor de verdad —continuó Markline—. Vamos.
Fuera esperaba un carruaje cerrado; subieron a Sanjay para que se sentara entre el conductor y el mayordomo de Markline, el hombre alto y delgado que enseguida dijo llamarse Ardeshir, y luego se sentó en silencio, con las manos juntas sobre las rodillas. El conductor también guardó silencio, y Sanjay pensó que todos los criados de Markline eran curiosamente callados, pero se olvidó de todo esto cuando traquetearon por las calles y la gente interrumpía sus conversaciones para mirarlos embobados. Sanjay echó los hombros hacia atrás e hizo como que miraba a algo que flotara en el aire a unos treinta metros; aquella atención le complacía, pero al poco rato llegaron a un maidan rodeado de carruajes. Markline saltó al suelo, seguido de Ardeshir, y enseguida se perdió entre la multitud de firangis que se arremolinaba alrededor del vehículo, llenando el aire de un inglés demasiado rápido y coloreado por acentos indescifrables. Sanjay siguió al conductor al otro extremo del terreno, donde se sentaron en cuclillas, entre otros hombres que Sanjay inmediatamente reconoció como criados; sintió una leve sacudida de ira y vergüenza y, por un instante, pensó en su madre, pero luego, súbitamente, en el maidan apareció un grupo apelotonado de caballos, y el aire se llenó de vítores y gritos.
El polvo hervía en la tierra y los jinetes aparecían y desaparecían en la niebla amarilla, golpeando con unos bastones una bola que botaba de un extremo al otro del maidan; algunas veces, el vertiginoso grupo de hombres y caballos seguía a la pelota hasta donde estaba sentado Sanjay, y entonces, durante unos instantes, le parecía estar rodeado de gritos y oscuros ojos saltones, músculos equinos de hierro, dientes amarillos, cascos de caballos, bastones que silbaban en el aire y sonaban entrechocando entre ellos, chillidos. Luego todo esto se desvanecía en el polvo, dejando su corazón golpeando con tanta fuerza que parecía romperle las costillas; en algunos momentos, el viento barría la nube de polvo y dejaba ver, lejos, al otro lado del terreno marcado, los carruajes donde estaban las mujeres firangis, ondeando sus pañuelos, animando con voces que llegaban apagadas y afiladas por la distancia, y sintió una nostalgia no desagradable pero indefinida, como si echara en falta algo que nunca había conocido.
Cuando se acabó el partido, Markline, cubierto de suciedad y polvo, subió al carruaje sin decir palabra y se pusieron en marcha; Sanjay se dio cuenta de que en todo el tiempo del partido nunca pudo distinguir a Markline entre los jinetes, como si aquel deporte concediera un raro anonimato a los jugadores. Al llegar delante de la casa, Markline señaló con el dedo a Sanjay.
—Espera —le dijo. Entró en la casa y volvió, con sus grandes zancadas, momentos después, llevando un pequeño objeto rectangular que lanzó a Sanjay—: ¡Cógelo!
Sanjay levantó los brazos, deseando, por una vez en su vida, poder coger una cosa al vuelo, pero la cosa, por supuesto, trazó una espiral en el aire y golpeó dolorosamente su pecho; se le saltaron las lágrimas y tuvo que agacharse para recogerlo del polvo.
—Léelo —ordenó Markline mientras se daba la vuelta y se alejaba—, y vuelve la semana que viene.
Era un libro, y Sanjay examinó la primera página, acercándose el papel a la nariz; olía a humo y el título estaba dispuesto simétricamente en letras sencillas y negras: La poética de Aristóteles.
Aquella semana, Sanjay estudió el libro: el sentido era bastante claro, aunque restrictivo para el creador artístico; al parecer insistía en la monotonía emocional, en que se evocara el sentimiento de uno desde el principio hasta el final de la construcción, como si la unidad se definiera como lo homogéneo o idéntico; parecía haber una noción peculiar de la emoción como algo que debe expulsarse, vaciarse, evacuarse de hecho, como si el propósito final del arte fuera una especie de movimiento intestinal del alma; pero todo era razonable y, en cierta manera, comprensible, por más que violara todas las reglas que Sanjay había intentado aprender de los discursos fragmentados de Ram Mohán, por más que, tal como se presentaba, de él no se desprendiera, como ejercicio intelectual, un sistema de creencias, una darshana del mundo. Lo sobrenatural y pavoroso del libro era la voz que susurraba desde sus páginas, una voz que susurraba y silenciaba las demás, que sumía en el silencio la imprenta, en la cual quedaba sola y hablaba, hablaba una y otra vez repitiendo una frase: «Katharos dei einai ho kosmos». E incluso al anochecer, cuando el libro estaba cerrado, o durante la cena, Sanjay oía las repetitivas sílabas perdiéndose por los patios y volando por encima de los muros, bajo el viento y el rumor de los árboles; y persistía, suave y razonablemente al principio, pero maniática en su insistencia, mañana y noche, katharos, katharos, hasta que Sanjay las sentía atronando sus oídos y apretaba los puños contra su cabeza, sin prestar atención al dolor.
Lina mañana de aquella misma semana, Sikander se vistió y fue a ver a sus hermanas; volvió de noche, ya tarde, con aspecto cansado. Sorkar lo hizo sentar para una larga cena y luego lo acompañó a la cama; Sanjay permaneció despierto hasta la mañana, oyendo el constante susurro, pero también oyó la respiración de Sikander y supo que tampoco podía dormir.
—¿Cómo están? —preguntó por fin Sanjay.
—¿Quiénes?
—Tus hermanas.
—Bien. Están bien —calló unos momentos, y luego—: Esta noche he estado recordando.
—Claro —dijo Sanjay—. Acabas de verlas.
—No —aclaró Sikander—. No a Emily y Jane. A ellos. A Ma.
—¿Y a mi tío?
—Sí.
—Escucha, Sikander —empezó Sanjay, pero de pronto se calló, azorado.
—¿Qué?
—¿Sabes que estoy leyendo un libro?
—Sí.
—Es un libro de un griego.
—¿Sí?
—Y cuando lo leo oigo una voz.
Sikander se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Una voz? ¿Quieres decir una voz que dice algo?
—Sí.
—Pobre Sanjay.
—¿Cómo que pobre Sanjay? Sabía que no tenía que decírtelo. Maldito rajput.
Sanjay saltó de la cama y se quedó temblando en la oscuridad.
—No quise decir pobre Sanjay en ese sentido —aclaró Sikander, con fría furia—. Siéntate, Sanju, siéntate —Sanjay se sintió calmado, susceptible como siempre al encanto de Sikander—. ¿Qué es lo que dice?
—No sé, habla en otra lengua, debe de ser griego, «Katharos dei einai ho kosmos», dice todo el tiempo, katharos, katharos.
—¿Un fantasma, crees? ¿Un espíritu ligado al libro?
—No, alguna otra cosa. Pero no es eso, no es eso lo que me asusta. Es que creo que sé quién es, no sé por qué, pero la reconozco, la voz.
—¿Quién?
—Es Alejandro. Ya sabes, Alejandro Magno.
—¿Alejandro el Loco? ¿El Carnicero?
—Sí, él.
—¿Fue él quien escribió ese libro?
—No. Y no sé por qué creo que es su voz.
Se tumbaron en silencio, luego Sanjay preguntó:
—¿De dónde era ella, Ma?
—No lo sé realmente —contestó Sikander—. Nunca habló de eso. Pero acostumbraba hablar, a veces, de un sitio llamado Ahwase oía fuera el canto ocasional de un pájaro—. Sanjay, ¿para qué hemos nacido?
Pero Sanjay no tenía respuesta a eso; poco antes de caer dormidos, cuando salía el sol, Sikander habló en una voz apenas audible:
—Averigua lo que dice Alejandro, Sanju.
Sanjay volvió a visitar a Markline al final de la semana, y de nuevo lo llevaron al partido de polo, al polvo cegador y, luego, a la mansión, y en el porche entabló una conversación con el inglés.
—¿Leiste el libro? —preguntó Markline.
—Sí —contestó Sanjay—, de principio a fin.
—Buen chico. Guárdalo y vuelve a leerlo cuidadosamente —dijo Markline—. Estúdialo bien si quieres llegar a ser escritor de cualquier tipo —se había sentado en un sillón de caña y bebía un brebaje blanquecino de un vaso; se inclinó hacia delante y, con el dedo índice extendido, dio un golpecito a Sanjay en el pecho, debajo de donde se juntan las costillas—. Hay mucho ahí dentro —continuó, golpeando de nuevo—, mucho que hay que sacar fuera y arrojar lejos. Si quieres llegar a ser algo. Montas un caballo con hándicap, con excesivo peso, ¿entiendes? Todo el peso de siglos de superstición y pura ignorancia. He leído vuestros grandes libros, toda la gran sabiduría de Oriente. Y nunca había visto semejante cenagal, tal cúmulo de oscuridad, confusión, nigromancia, estupidez y avaricia. Los argumentos serpentean y en un instante pasan del dolor a la burla. Relatos dispersos se entremezclan e interrumpen. Enormes batallas, con millones de hombres a cada lado, se suspenden para que un patriarca moribundo pueda pronunciar un discurso sobre el deber, un discurso que se extiende a lo largo de bloques de cincuenta páginas. Metáforas que reclaman la atención, sartas de símiles en cada línea. Los personajes se enamoran o matan sólo para explicar que sus actos son consecuencia de vidas anteriores. Los personajes mueren sólo para renacer de nuevo. Los principios no son realmente principios, las partes medias son insoportablemente largas y complicadas, nunca termina nada. ¡Aquí la tragedia es imposible!
Markline pareció advertir que había elevado la voz en exceso y se había enardecido; se echó hacia atrás en la silla y apuró su bebida.
—Estúdialo cuidadosamente —continuó Markline—. Este libro es el origen de todo lo bueno en literatura; aplica los principios de la ciencia al arte del poeta, y pone el reino de la imaginación bajo la luz clara de la lógica natural. Enuncia principios probados durante siglos y aprobados por la filosofía. Ese librito vale más que todas las bibliotecas y los llamados grandes libros de la India. Guárdalo, jovencito, y estúdialo.
Cerró los ojos y pareció que la entrevista había llegado a su término; Sanjay se levantó y se alejó, pero Ardeshir lo detuvo y le entregó un montón de libros.
—Para la semana próxima —explicó Ardeshir.
Sanjay tomó los libros y salió dando traspiés, con la mente ligera y aturdida, todavía sintiendo en su pecho, cerca del corazón, el dedo del inglés; oyó la voz de Markline que le decía «¡Recuerda!». Sanjay se volvió y permaneció en el sendero del jardín, entre los rosales cuidadosamente ordenados, deslumbrado por el sol que se ponía por encima del bungalow.
—Recuerda —gritó Markline—, si quieres progresar debes desprenderte de tu pasado. ¡Amputarlo!
Sin saber por qué, Sanjay contestó gritando:
—Katharos dei einai ho kosmos.
—Muy bien —exclamó Markline—. Buen chico. ¿También griego?
—No sé. Lo aprendí no sé dónde. ¿Qué significa?
—Significa, hijo, que el mundo debe limpiarse —Markline levantó su vaso en dirección a Sanjay—. ¡El mundo debe limpiarse!
Sanjay no le dijo a Sikander lo que Alejandro susurraba en el patio polvoriento de la imprenta; en lugar de eso, se encogió de hombros cuando le preguntó y se entregó a un estudio aún más obsesivo de todos los libros que podía encontrar, empezando por los de Markline y siguiendo con los que la imprenta le ofrecía, sin dejar de lado aquellos que se limitaban a dar una lista del tonelaje de trigo enviado desde Bengala en un determinado año, o las actas de la reunión de un comité del distrito de Chittagong. Su lectura era omnívora —a diferencia de su dieta—, imparcial y masiva. «Catarsis, catarsis», murmuraba Sanjay en respuesta al incesante katharos, katharos de Alejandro, con la sensación de estar a punto de desvelar un gran secreto, pero también porque, al mismo tiempo, se sentía acosado y preocupado por un temor creciente y paralizador. No sabía a qué temía, pero era un miedo, un horror que acechaba en la sombra de las tardes y casi le instaba a que se quitara la cinta del ojo e invocara a los dioses que antes había maldecido; pero recordó su orgullo y quiso convencerse de que las cosas que veía y oía eran irreales, resultado de las heridas del cuerpo y restos de una pasada demencia que era mejor olvidar. En lugar de eso buscó refugio en las letras, se sumergió en ellas desesperadamente, durmió con los libros de almohada, cubriéndose con ellos, siempre con uno abierto sobre su pecho y varios cerca de la cara para poder olerlos; cada mañana se despertaba pensando: si pudiera entender verdaderamente esta catarsis, si pudiera mantenerla en mi cabeza, en mi corazón y en mis manos, vencería mi miedo, lo haría irrelevante, lo haría desaparecer de este patio, y tú, Alejandro, te irías a gritar a algún desierto, entre lagartos y huesos blanqueados por el sol, y susurrarías tus limpiezas y tus órdenes al viento, nos reiríamos de ti y te olvidaríamos.
Pero el temor aumentaba con cada visita a la casa de Markline, con cada nuevo libro, mientras que el gusto del inglés por Sanjay parecía aumentar con cada nueva palabra que el chico aprendía; cuando, conversando, Sanjay empleaba la palabra gigantesco, Markline sonreía; si era descontento, echaba la cabeza atrás y reía, y con perspicaz, le daba una palmada en el hombro. Después de oír raciocinio, empezó, espontáneamente, a contarle su vida a Sanjay, mirando por encima de los árboles mientras saboreaba su bebida: fue el más joven de muchos hermanos en el hogar de un lord y, después de educarse en las mejores universidades, se alejó de su familia y de su país porque las leyes de la herencia lo relegaban a vivir ociosamente, sin responsabilidades, a llevar una existencia de frivolidad y sensualidad vacua; en la India rechazó las oportunidades que el comercio y la política ofrecían a los de su cuna; prefirió, en cambio, dirigir sus actividades hacia el dominio de las ideas, puesto que, después de todo, son las ideas, inmateriales y aparentemente pasajeras, las que determinan el curso de la historia y los actos de las naciones. Y ahora la Markline Press y empresas asociadas suministraban libros a toda la India y Oriente, y los beneficios y el dinero eran la adecuada recompensa de Markline, y la patria su sueño, pero había decidido permanecer en Calcuta para ser un elemento vital y contribuir a aquella gran tarea, la apertura de Oriente.
—Y aquí me tienes, amigo mío, porque como amigo te considero, y en la medida en que compartimos un idioma, debes empezar a tenerme como un aliado benevolente, como un benefactor de más edad, preocupado por todo lo que concierne a tu bienestar, corporal, espiritual y de todo tipo. ¿De acuerdo?
—Sí —contestó Sanjay.
—La próxima vez, alguien examinará tu vista —dijo Mark— line—. Un doctor que verá si puede curarse tu doble visión.
—Sí —replicó Sanjay, sonriendo.
Y estuvo sonriendo todo el camino de regreso, sin importarle en absoluto las miradas ocasionales que atraía la cinta sobre su ojo y que había atraído a lo largo de lo que ahora le parecía toda su vida consciente; pero cuando volvió al taller y contó a los otros lo de su curación reaccionaron de una manera que sólo podía calificar de desconfianza y estrechez mental.
—Ten cuidado —le advirtió Sorkar—. Ten cuidado con los ingleses. Su generosidad es venenosa, su amor es destrucción, sus curas son robos.
—Veneno y destrucción —dijeron Kokhun y Chothun.
—Muerte —dijo Sikander.
—¿Tú? —cuestionó Sanjay—. ¿Tú también? ¿Cómo, con tu padre y todos los demás, tú... que eres inglés?
Y de pronto, sin que viera moverse a Sikander, una mano de éste aferró su garganta, lo levantó y lo sacudió, con los dedos formando un collar de hierro, y a través de las lágrimas de sus ojos vio la cara roja de furia de Sikander y su puño levantado. Sikander gritaba, cada palabra más fuerte que la anterior:
—¡Soy un rajput!
Y Sanjay dejó de verlo, sintió como un crujido en la nuca y un relámpago en los ojos, y luego se vio en el suelo, llevándose las manos a la garganta y tosiendo.
—Él quería matarte —lanzó Sorkar, inclinándose sobre Sanjay. Luego se alejó, seguido de Kokhun y Chothun.
Sanjay se sentó y se frotó la parte posterior de la cabeza, que había chocado contra la pared, consciente de haber traspasado la línea invisible de algo íntimo y sin palabras, porque en todos los años de estar juntos, Sikander nunca le había hecho daño; después de una hora de reflexión, no sintió ningún rencor y lo único que pensó fue, qué provinciano. Esta opinión adquirió mayor fuerza en la semana que siguió, porque Sikander no le dirigía la palabra como no fuera para decir, pásame esa forma, o ¿tienes ya lista la segunda página?, o añade plomo; así que Sanjay trabajaba en silencio, eligiendo frenéticamente los tipos del estuche, con una eficiencia y rapidez que nunca había tenido. Nadie le dijo que fuera más despacio, de modo que, cuando al tercer día de la semana llegó un nuevo manuscrito, envuelto en papel negro y con una nota en la cual Sanjay reconoció la letra de Markline (rabillos descendentes, letra pequeña y apretada, de apariencia y contenido extranjero), había terminado toda su tarea de la semana y pudo reclamarlo para él solo.
—Especial —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Es lo que dice aquí. Voy a verlo —por supuesto nadie contestó. Desgarró el papel y apareció un pequeño libro negro—. Una reimpresión —añadió Sanjay, pero sintió un doloroso nudo en la garganta, porque en la cubierta aparecía el título en letras doradas: Las maneras, costumbres y rituales de los nativos del Indostán; siendo ante todo un relato de los viajes de un cristiano por las tierras del Indo, y su llamamiento a todos los creyentes responsables; el autor, por supuesto, era el reverendo Edward M. A. Sarthey.
La nota de Markline hablaba de «máxima prioridad y atención», pero, además, a Sanjay lo consumía la curiosidad, así que, sin decir palabra, se puso a trabajar; puso el libro abierto en el centro de su mesa y cogió la regleta con la mano izquierda, y pronto estuvo tan absorbido por el texto que las letras empezaron a alinearse volando, como si las palabras se formaran solas: Sanjay nunca había trabajado tan rápida e intensamente. La narración se desarrollaba de forma lenta en una prosa plagada de exhortaciones eclesiásticas y observaciones autocomplacientes, pero Sanjay siguió con resuelta concentración la vida de Sarthey, desde una escuela pública de Middlebury hasta el sacerdocio, sabiendo horrorizado el choque final al que conducían todas sus dudas, castigos y devociones infantiles. En medio de una frase que empezaba: «Pero afortunadamente, por designio de la Gracia Divina, yo...», Sanjay apartó bruscamente la regleta, ocasionando una lluvia de letras que entrechocaron y resonaron metálicamente sobre las máquinas, luego cogió el libro y buscó ávidamente desde la última página hacia delante, buscando los nombres familiares, el fuego, las cenizas. Qué, qué, quiso saber Sorkar, pero Sanjay terminó por encontrar su página, y leyó en voz alta, en un tono cada vez más alto y más firme: «En el verano de aquel año, una extraña tragedia afectó a un amigo y benefactor, un cierto capitán cuyo nombre omito por respeto a su intimidad y sentimientos. Este caballero se había casado, en un acto de compasión y protección cristianas, con una dama india de la elevada casta rajput, que había quedado privada de familia y futuro durante un sangriento asedio. La unión produjo cinco hijos, pero fueron dos de esta progenie, las hijas, la causa de una desavenencia que condujo a un acto irracional de autodestrucción. El capitán deseaba educar a sus hijas según las normas de la sociedad civilizada, sacarlas del pozo oscuro de la ignorancia, pero la madre, viendo en este incumplimiento de la antigua santidad del purdah una violación de su honor y orgullo rajput, se quitó la vida. De este modo, la oscuridad interior de la India, aquella barbarie de siglos, se cobró otra víctima...».
Al llegar aquí, Sanjay arrojó el libro y la fuerza de su impulso debió de desencuadernarlo, porque las hojas salieron desperdigadas y cayeron al suelo con una blanca neblina.
—¡No es verdad, no es verdad, no es verdad! —gritó, con la voz rota, moviendo los brazos de un lado a otro, con la cara congestionada, hasta que Sorkar lo asió fuertemente y Sikander lo levantó en vilo y lo dejó en un catre que trajeron Kokhun y Chothun. Lo obligaron a echarse, sosteniéndolo con una mano y acariciándolo con la otra, hasta que se sosegó, aunque siguió respirando ansiosamente, con un sonido parecido a sollozos, pero sin lágrimas.
—Silencio —dijo Sikander.
—Pero no es verdad —respondió Sanjay—. Mienten acerca de ella.
—Ya lo sé. Todos sabemos que no fue así.
—¿Qué importa que lo sepamos? Esto es lo que dirán al mundo.
—Sí.
—¿Qué quieres decir con sí? Tenemos que hacer algo. Déjame que me levante —se sentó, abrazándose el cuerpo—. ¿Qué podemos hacer? Quememos el maldito libro.
—¿Para qué? —cuestionó Sorkar— Ha salido de una de estas máquinas, recuérdalo, más de un lakh por segundo, suficiente para inundar el mundo.
—Pues rompamos las jodidas máquinas.
—Aún más inútil... hacen más que las que puedes destruir.
—Hablar en contra. Escribir algo —propuso Sanjay.
Se lo quedaron mirando e incluso él mismo se dio cuenta de lo ridículo que sonaba aquello, pero oyó en alguna parte del patio las palabras katharos, katharos, y sintió de pronto la ligereza de su cuerpo, como si se elevara de la cama y flotara en el espacio, y supo que tenía que seguir hablando, que si se detenía ahora, si callaba, estaría perdido para siempre, traicionaría a los muertos, a sus padres, a todos ellos, los deshonraría y su memoria no sería más que una mentira, y medio mundo, medio mundo con sus animales, árboles, festivales, dioses, filosofías, libros, guerras y amores, más de medio mundo perdería su sustancia y se convertiría en nada. De modo que Sanjay inspiró profundamente y, a la manera de una salmodia, empezó a decir en inglés: «No sucedió así, no sucedió así, no sucedió así...».
Sikander y Sorkar se miraron.
—Calla, niño, calla —dijo Sorkar, pero Sanjay siguió su canto. Se sentaron a su lado y le frotaron los brazos y las piernas, mientras Chothun corría a buscar un vaso de agua y Kokhun susurraba promesas de golosinas si callaba, pero siguió su canto; al cabo de dos horas, Sikander le tapó la boca con la mano, pero Sanjay se resistió y siguió con sus palabras, amortiguadas, como un murmullo lejano. Al final tuvieron que dejarlo y volvieron al trabajo, y Sanjay siguió y siguió, en un tono pausado que se acompasaba con la voz invisible del patio; continuó cuando llegó la noche, deteniéndose para beber agua pero, aun así, murmurando en medio de una nube de burbujas, y pasó bien la noche, con la voz clara y ganando fuerzas cuando se acercaba la mañana. Pero al final de la tarde del segundo día empezó a dolerle la garganta y la pared que tenía delante comenzó a hincharse y se deshizo en oleadas; los otros lo contemplaban y empezaron a llegar vecinos, amontonándose en la puerta para mirarlo. Al tercer día, al mediodía, ya no decía más que la palabra «no», una y otra vez, enunciando el monosílabo con voz rota y saboreando sangre y flema; sólo sentía su cuerpo si se arañaba con fuerza, hasta dejar señales azuladas en su piel. Aquella noche levantó la mirada y vio flotando encima de los espectadores un grupo de hermosas cometas de colores brillantes, y vio volando por encima lo que inmediatamente tomó por una procesión de dioses: Ganesha, Hanuman y, por supuesto, Yama, además de otros; se tocó la cinta del ojo, para asegurarse de que la tenía puesta. Cerró los ojos, pero siguió sintiendo su cercanía y la frialdad y fragancia del aire ante su presencia. Abrió los ojos, tratando de descifrar sus expresiones, pero permanecieron divinamente inescrutables, y les hizo entonces un gesto obsceno, sin que reaccionaran de ningún modo, y continuó con su mantra: «No, no, no, no, no...».
Hubo persistentes cuchicheos e idas y venidas entre los espectadores, y cuando le trajeron una jarra de leche caliente comprendió que, aparte de la preocupación de ellos por su salud, lo que querían era que callara; movió repetidamente la cabeza y cuando lo sujetaron con las manos se revolvió y forcejeó, gritando todo el tiempo «no no no no no», pero finalmente le sujetaron la cabeza, le taparon la nariz y lo forzaron a abrir la boca, y sintió el sabor ferruginoso de la leche entre sus dientes y el calor del metal sobre sus labios, las voces susurrantes y cloqueantes, el arrastrar de los vestidos de los dioses encima de su cabeza, flotando como abanicos de seda sobre su frente, envolviéndolo en rojo, oro y azul; luego no pudo hablar y se durmió.
Cuando despertó, dos días y dos noches después, tenía que ir a casa de Markline e, impaciente, se dispuso a hacerlo a pesar de las súplicas de los demás.
—No vayas, no vayas —aconsejó Sorkar—. Has estado conmocionado, ¿quién sabe lo que puede ocurrirte?
—Escucha, Sanju —dijo Sikander—, No tienes que ir. Podemos decir algo, cualquier cosa. Le diremos que estás enfermo.
Sanjay negó con la cabeza: quería visitar a Markline y no sabía por qué; cuando pensaba en él, en su cara rubicunda, en sus brillantes botas y en sus maneras precisas, sentía una furia suprema, pero aun así quería ir. Hizo sus preparativos y se vistió con más cuidado de lo habitual, buscando entre sus kurtas hasta encontrar una tiesa y azulada por el almidón. Sus compañeros fueron con él hasta el río y cuando subía a la barca Sikander le dijo:
—Te esperaremos aquí.
Ya a bordo, empezó a imaginar lo que iba a ocurrir: en un minuto se vio discutiendo con Markline, persuadiendo al inglés de que el libro era falso, deslumbrándolo con la sutilidad de sus argumentos y destruyendo sus objeciones con fuerza contundente; al minuto siguiente le estaba cortando el cuello a Markline, de lado a lado, y le brotaba una sangre negra como la tinta espesa de la imprenta. Las imágenes se fueron haciendo vagas e imprecisas a medida que se acercaba a la otra orilla, y cuando puso el pie en tierra se vio incapaz de acudir a ninguna de ellas para vencer el miedo que lo envolvía como los remolinos que se levantaban de la arena y silbaban en su nariz; cuando atravesó la puerta del jardín, sólo era consciente de que Markline estaba en la casa y todo lo demás desaparecía, ya no había árboles, los pájaros no cantaban, todo, ilógicamente pero sin ninguna duda, se reducía a la nada ante el terrible e invisible poder del hombre que estaba allí dentro, ante el terror que lo dominaba. Cuando dio el siguiente paso, los pies dejaron el suelo y se vio flotando, avanzando unos seis metros a cada impulso, hasta que pedaleó con las piernas buscando la gravilla y logró poner los pies en el suelo; con expresión culpable, miró a su alrededor por si alguien lo había visto y, luego, arrastrando los pies, llegó hasta la casa.
Recuerda, pensó Sanjay, recuerda, y fueron las únicas palabras que le vinieron a la mente mientras los criados lo conducían por las habitaciones de la casa blanca, pero no pudo recordar la cara de su madre ni el olor de su padre; cuando finalmente estuvo delante de Markline no oyó nada, salvo las palpitaciones de su propio corazón.
—Hola, joven amigo —saludó Markline—. Hoy tienes buen aspecto, estás encendido.
No, no me encuentro bien, hubiera querido decir Sanjay, pero se quedó mirando lo que comía Markline, un pedazo pardusco que se hacía negro y rojo cada vez que Markline lo cortaba; el inglés usaba un fino cuchillo de plata que apenas movía al cortar y un tenedor de cuatro dientes con el que trinchaba la carne, produciendo cada vez cuatro burbujas rojizas que pronto desaparecían en su boca. Sanjay movió la cabeza, cerró el ojo y trató de hablar, pero sintió que algo duro como el metal atenazaba su garganta; no sabía qué quería decir, pero sabía que no podía, que lo que era posible decir no podía decirlo en inglés, ¿cómo podía decir en inglés rosas, amor fatídico, pasión casta, mi padre, mi madre, su amor nunca dicho, orgullo, honor, por lo que un hombre vive y una mujer debiera morir? Cómo decir en inglés la esquila lejana de la vaca al ponerse el sol, el peso verde de los árboles después del monzón, el polvo aventado y el canto de las mujeres, la sombra elegante de un minarete tendida sobre el mármol blanco, la bondad paciente de la gente que uno encuentra al borde del camino, la confianza afectuosa de tías, tíos y primos, las hogueras del invierno y los chappatis frescos, en inglés, todo esto, que es la forma y el contorno del corazón de una nación, todo esto permanece sin decir y sin poder ser dicho, invisible, y así todo lo que Sanjay pudo decir fue:
—No.
—¿Qué quieres decir con ese no? —preguntó Markline, inclinándose hacia delante. Miró intensamente a Sanjay un momento, con una arruga vertical en el entrecejo, y luego añadió bruscamente—: No importa. Ahora vendrá el doctor —y sonrió—. Estará aquí dentro de pocos minutos.
Sanjay bajó la cabeza, sintiendo la oleada continua de la náusea: había visto carne muchas veces antes, en casa de Sikander la comían con curry casi a diario, pero la que había en el plato de Markline parecía lamentable y deforme, y por mucho que lo intentaba le resultaba inimaginable que hubiera sido parte de algún animal.
—Observo que miras mi comida —comentó Markline—, y no me extraña nada. Tu estado presente bien pudiera ser el resultado de una falta de alimentación apropiada o, al menos, estar agravado por tu dieta —se apoyó en el respaldo de su silla—. Hagamos un pacto secreto: yo haré cuanto esté en mi mano para curarte, pero tú, a cambio, tienes que hacer algo por mí. ¿De acuerdo?
—¿El qué?
—Tienes que romper con las costumbres que te debilitan. Seamos francos, uno de nosotros tiene poder y el otro no. Nosotros, los ingleses, gobernamos tu país porque nos apoyamos en una dieta científica, tanto corporal como intelectual. Si tú esperas seguir nuestras huellas, debes abandonar la superstición. Sé que quieres hacerlo, pero debe haber entre nosotros una señal de que has tomado esa decisión, de que has dado el primer paso decisivo —y con movimientos rápidos y precisos cortó una porción rectangular de carne y se la ofreció con el tenedor—: Come.
Sanjay se balanceó adelante y atrás, miró a su alrededor buscando ayuda: vio que la superficie de la mesa era de mármol veteado y las patas, de madera de teca oscura; había dos mesitas auxiliares con un cañón de latón en cada una; había un cuadro en la pared de una mujer con túnica blanca y un cisne volando; un reloj de oro sobre una repisa, con las manillas moviéndose a saltos mecánicos y regulares.
—Come —repitió Markline, y esta vez su voz sonó dura e imperativa.
El olor rancio llenó la cabeza de Sanjay, sintió la presión en sus labios, luego la sintió en la boca, tragó al sentir el roce de las puntas del tenedor al retirarse sobre el labio inferior, se dilató su esófago al paso de la masa cartilaginosa y luego se contrajo, pero tenía la boca llena de sangre, y gritó, gritó una vez llamando a su madre, y cayó.
Despertó con el resplandor de una luz penetrante y el roce de unos dedos inquisidores; la luz era cercana, blanca y abrumadora, los dedos presionaban en su frente y mantenían sus ojos abiertos. Gimiendo, giró la cabeza para apartarse de los dedos y tiró de las manos; oyó una respiración sobre él, un aliento amargo.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo —la voz era desconocida, pero por encima de ella oyó la voz de Markline.
—Es el doctor, Sanjay. Estate quieto.
Sanjay se apartó y se sentó; al principio sólo pudo ver la luz vertiginosa de unos diamantes entrecruzados que luego dio paso a una doble imagen de Markline sosteniendo una oscura linterna que proyectaba un único rayo de luz intensa. El doctor caminó alrededor de Sanjay y luego se detuvo, inclinado sobre él, con las manos en las caderas.
—Mira —apuntó—. No hay señales de estrabismo. El daño es interno, tal como pensé.
Sanjay se puso una mano sobre el ojo derecho, saltó de la cama y corrió hacia la puerta.
—Espera —dijo Markline—, Sanjay...
—¿Qué he comido?
—Sanjay...
—¿Qué era?
—Ternera.
Sanjay huyó de la casa; el suelo ardía fuera e hirió sus pies, pero no se detuvo. En la playa, cerca del agua, se arrodilló y trató de vomitar, primero con un dedo en la garganta y luego con dos, pero el único resultado fue una serie de arcadas que le causaron horribles dolores de estómago y lo dejaron postrado, con la cara en el agua. Bebió a grandes tragos y, finalmente, logró que desapareciera el sabor de su boca, pero siguió sintiendo su estómago pesado, endurecido, inflexible. Cuando llegó la barca buscó un sitio en la popa, tratando de no ver a nadie, con el rostro entre las rodillas.
—¿Qué te ha hecho ese cabrón? —preguntó Sikander en cuanto bajó de la barca.
—Estás muy pálido —observó Sorkar.
—Blanco —añadieron Chothun y Kokhun.
Pero Sanjay se negó a decir una sola palabra y caminó descalzo por las calles de Calcuta hasta la casa. A la mañana siguiente, trabajó normalmente, pero ahora ponía los tipos lentamente, colocando los caracteres en la regla con deliberado cuidado, componiendo el libro de Sarthey con exactitud desapasionada. A mediodía habló con Sorkar.
—¿Dónde vive el hombre?, el de Dhaka, el grabador.
—¿Qué quieres hacer?
—Lo mismo que tú: poner mis palabras debajo de las suyas.
—Usa mis tipos.
—No. Esto es personal.
—¿Con qué le vas a pagar al grabador?
—Ya encontraré la manera.
Sorkar tenía sus dudas pero, al final, le dibujó un mapa en el reverso de una octavilla; aquella tarde, con el mapa en el bolsillo, Sanjay se fue solo a la ciudad. Salió sigilosamente del taller, evitando así que Sikander se ofreciera a acompañarlo; anduvo rápidamente, doblando con precisión las esquinas y adivinando los recodos del camino; tenía grabadas en la memoria las líneas del mapa y no necesitó consultarlo. Se detuvo en un barrio pobre musulmán y se dirigió a un grupo de hombres sentados en hamacas.
—Busco a Kabir, el grabador.
—Yo soy Kabir —contestó un hombre delgado, con una barba gris que le llegaba a la cintura.
—Trabajo para Sorkar Moshai en Markline. Necesito que me grabe y moldee un juego de tipos.
—Entra —respondió Kabir, el grabador, y condujo a Sanjay a una habitación diminuta, casi poco más que un nicho en la pared; los muros estaban recorridos por hileras de estantes repletos de joyas y tipos.
—¿Es Sorkar Moshai quien lo necesita?
—No, yo.
—¿Tú?
—Sí, yo. Igual que hiciste para Sorkar Moshai, necesito un duplicado de la letra Baskerville de diez puntos.
—¿Con las mismas modificaciones en la fuente?
—No. Para mí haz sólo más grueso el remate, de modo que en la impresión parezca como un borrón de tinta.
—¿Un borrón de tinta? ¿Tan grueso?
—Así es como lo quiero.
—¿Sabes lo que cuesta?
—No tengo dinero.
—¿Qué tienes?
—Las obras completas de Mir. A mano y en papel fino.
—¿Vas a desprenderte de eso?
—Para mí vale la pena.
—¿Por qué?
—He sido insultado.
Fuera, el sol se había puesto y los narguiles de los hombres borboteaban en el silencio del crepúsculo; los bazares estaban iluminados y atestados de gente. Por todas partes se olía a comida, el denso olor de mithai mezclados con especias procedente del puesto de un chatwallah—, ahora que había tomado la decisión y puesto manos a la obra, se sintió tranquilo y solo, sin ira ni amargura, sin ningún miedo. No tenía hambre, y la oscuridad y la luz amarillenta lo distanciaban de quienes lo rodeaban, viéndolos curiosamente como figuras aplastadas y lejanas; cuando llegó al taller no quiso cenar, se acostó y permaneció despierto toda la noche, escuchando a Alejandro.
Tres días después, Kabir, el grabador, envió recado para decir que los tipos ya estaban listos; mientras tanto, Sanjay había buscado y encontrado el texto de Mir en un montón de libros, entre Principios de física y páginas sueltas de un manual de cría de animales. Cuando recibió la llamada de Kabir, quitó el polvo al libro y acudió con impaciencia; en aquellos tres días no tocó el libro de Sarthey y pasó el tiempo pensando en lo que pondría y cómo lo codificaría dentro del texto. En la casa de Kabir, el grabador le entregó los tipos en pequeños paquetes, envueltos en papel, luego se sentó y miró el manuscrito de las obras de Mir, pasando las páginas suavemente, de una en una.
—Escucha —dijo Kabir—, Esto es demasiado como pago.
—Tómalo —insistió Sanjay. Había abierto uno de los paquetes y examinaba las letras «m» y «x»—. Lo mereces por tallar cosas como éstas.
—Aun así es demasiado. Di un número al azar y te daré esa página. Para que la guardes.
—No. Es tuyo. Gracias.
Cerró sus paquetes y salió a la calle; como iba deprisa, Kabir salió corriendo detrás de él.
—Toma ésta —su voz sonó ronca mientras le metía en el escote de la kurta una página arrugada—. Tómala.
Lo miró a la cara y, oyendo detrás de él que los jóvenes en lungis empezaban a moverse, asintió con repetidos movimientos de cabeza, retrocedió por el callejón y echó a correr, sintiendo la aspereza del papel hecho una bola en su pecho. Cuando los callejones lo llevaron a una calle más ancha, se detuvo y buscó dentro de su kurta, encontró la página de Mir y la tiró en mitad de la calle, en un charco; el resto del camino hasta el taller lo hizo rápidamente, imaginando lo que iba a hacer, pasando los dedos por los paquetes, sintiendo su peso y el contorno duro de las pequeñas letras debajo del papel. Fue inmediatamente a su mesa y dispuso las letras sobre el tablero; sin detenerse, las puso en un estuche y empezó a componer, comenzando donde se había interrumpido días antes, pero, en lugar de trabajar con la velocidad frenética de antes, trabajó con un ritmo pausado y regular, sin pausas ni titubeos. Cuando los otros acabaron su trabajo del día, fueron a verlo durante un rato, y luego lo dejaron con su tarea, sin hacer preguntas; trabajó toda la noche a la luz de un farol y a la mañana siguiente no sintió cansancio alguno, convencido de que no se engañaba, de que no cometía errores, de que la resistencia de su cuerpo y mente era el don de su furia, como la llama incesante que surge de las grietas de la tierra. Trabajó todo el día, sin comer ni beber, y, viendo aquello, Sorkar susurró quedamente:
Porque no tiene lágrimas que derramar:
para él este dolor es un enemigo
y usurparía sus ojos cenicientos,
limpiándolos con lágrimas tributarias:
pero buscará a tientas el camino de la cueva de la Venganza.
La composición e impresión del libro le llevó tres días y en todo ese tiempo Sanjay no comió ni durmió; cuando estuvieron listas las galeradas, las puso en un sobre rojo y se las dio a Sorkar para que las enviara a Markline.
—No iré nunca más allí —afirmó.
Las galeradas volvieron con una nota: «Excelente. Ningún error». Tiraron una impresión, que tardó veintiún días, y Sanjay siguió sin comer ni dormir; a las preguntas contestaba con un encogimiento de hombros, sin hablar a nadie, ni siquiera a Sikander, del ladrillo que sentía en el estómago. Cuando acabó la impresión, Sanjay rompió las formas; separó y envolvió de nuevo los tipos de Kabir, puso los paquetes debajo de su almohada y durmió durante once días, soñando un único y largo sueño en el que caminaba entre estrechas formas monolíticas grises que surgían de la niebla.
—Despierta, despierta.
Cuando despertó estaba oscuro fuera, Sikander lo sacudía y oyó a lo lejos la voz de Markline.
—Levántate, levántate. Se ha dado cuenta de tus malditas letras, ha visto las letras más gruesas que aparecen regularmente, pero no ha descifrado tu código, así que Sorkar le ha dicho que era culpa de la tinta, que se había corrido, pero ha traído gente y están buscando los tipos escondidos. ¿Dónde están? Está rojo como la grana, dispuesto a matar a alguien. Encontraron debajo del taburete los tipos de Sorkar, pero no les parecieron diferentes y Sorkar dijo que era un juego de repuesto. Pero si encuentran los tuyos, ya verás lo que va a ocurrir.
Sanjay señaló la almohada y se levantó para echar un vistazo fuera, donde vio formas difusas que iban de un lado para otro, que tiraban cosas, y bajo todo el ruido, el susurro «katharos, katharos».
—Escucha —siguió Sikander—, no podemos esconderlos aquí. Tenemos cortada la retirada, no hay escape salvo por el patio, y allí hay cuatro de ellos, además de Markline, pero si los distrajeras, quizá yo...
—No es necesario —dijo Sanjay—. Ahí están, dámelos.
—¿El qué? ¿Para qué?
—Dámelos. Tengo hambre.
—Oye, o estás dormido o te pasa algo.
—No, no estoy dormido, veo todo con entera claridad. Mira, me quitaré la cinta y te veré doble, pero te digo, con toda claridad, dámelos, tengo hambre. Ahora veo que tenía que suceder, lo quisiéramos o no.
—¿Qué? Pero ¿de qué estás hablando? ¿Qué vas a hacer?
—Dame.
Sanjay cogió un paquete y abrió una esquina, levantó el mentón y abrió la boca hasta desencajar las mandíbulas y dejó caer las letras dentro, en un único y continuo flujo, con sus bordes duros, resonando; sintió expandirse su garganta, su lengua lacerada y su boca llena de sangre, pero fueron entrando una a una y juntas, hasta vaciarse el papel.
—Más.
—Oh, madre mía, ¿cómo has podido hacer eso?
—Soy el hijo de nuestra madre. Puedo hacer cualquier cosa. Más. Ahora las cursivas, por favor.
Sintió que una mueca horrible le estiraba la piel de la cara; uno a uno, Sanjay fue cogiendo los paquetes y sintió cómo bajaban los tipos, los sintió en el cuello, en el pecho y cómo llegaban al estómago; sintió el peso en su cuerpo y el endurecimiento de su piel.
—Vamos —dijo cuando terminó, escupiendo sangre—. Vamos a ver el tamasha. ¿Han buscado en la terraza?
—Es el primer sitio donde han mirado.
—Nos sentaremos allí.
—Tu cuello, los veo en tu cuello, está hinchado como el vientre de una pitón. Está negro.
—¿El qué?
—Tu cuello.
—Vámonos.
Atravesaron el patio, levantando y separando los brazos del cuerpo cuando los criados de Markline se les acercaron («veis, no llevamos nada»). Sorkar estaba acurrucado en el suelo, delante de Markline, con la cabeza baja, y Kokhun y Chothun al lado de él; Sanjay miró impávido al inglés y pasó junto a él sin decir una palabra. En la terraza, mientras se sentaba en cuclillas en una zona de sombra desde la que podía ver el patio sin ser visto, sintió algo pegajoso que le bajaba por detrás de los muslos; se sentó y abrió la boca, dejando que la sangre le resbalara por la barbilla.
—Hemos de buscarte un vaid —advirtió Sikander.
—Tranquilízate, no me pasará nada.
Se oyó un grito abajo y a los pocos momentos dejaron un paquete de envoltura roja a los pies de Markline.
—¿Será esto? —preguntó—. Parece demasiado pequeño, y además, me pregunto si has tenido la osadía de usar el código de Bacon en un libro que sabías que iba a leer yo. Pero esto se iba a mantener en secreto, escondido detrás de ropa y cosas así, ¿verdad? Veamos qué es —levantó un trozo de tela y la piel pálida y amarillenta brilló a la luz del crepúsculo—. ¡Maldita sea! ¡Aquí está! ¡El libro que me robaron! —se echó hacia atrás en su silla y luego se inclinó, apoyó los brazos en las rodillas y acercó su cara a la de Sorkar—. Mírame. ¿Por qué lo has tenido tanto tiempo? —Sorkar sé encogió de hombros—. ¿Qué vamos a hacer contigo? Vengo a investigar un pecado, sin encontrar ninguna prueba, y lo único que encuentro es un pecado marchito y agrietado por el tiempo. ¿Te enviamos a tu casa? ¿Te encarcelamos? ¿O te azotamos con el látigo? ¿Cuál ha de ser el castigo que convenga a tu delito? ¿Sabrás resistirlo? ¿Por qué te muestras tan resentido? ¿Acaso me echarás la culpa si te castigo? Recuerda, querido amigo, las palabras del gran poeta, glorius mundi, «Castigarme por lo que me obligáis a hacer, inicuo me parece...».
—Willy —dijo Sorkar.
—¿Qué?
—Fue Shakespeare, no el otro.
—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Un stratfordiano? Un stratfordiano que habla alto y claro, a pesar de la amenaza que pende sobre él, de la posibilidad de los latigazos, de verse forzado a volver a su aldea ancestral, quizá la cárcel y hambre para la familia. Ahora veo lo que ha de suceder, lo que debemos hacer: una cremación pública, una demostración de la destrucción de todo error e incredulidad, la desaparición de la superstición rancia y la confianza ciega. Una antorcha, traed aquí una antorcha. Ahora, mi querido amigo, fíjate en lo que vamos a hacer: cogerás este tomo y, página por página, empezando por ese atroz retrato del impostor, las irás quemando, admitiendo por consiguiente el error de tu proceder y la renuncia a tus pretensiones.
Arriba, Sikander tuvo que levantarse y alejarse de Sanjay, porque se estaba formando un charco en la terraza, un lento río de dos centímetros de espesor que se iba ensanchando a cada momento; a pesar del flujo de su cuerpo que le salía por la boca y el ano, Sanjay se sentía cada vez más fuerte: su cuerpo era cada vez más pesado y notó entonces que su doble visión se iba disipando, que las dos imágenes del mundo, lenta pero inequívocamente, iban convergiendo. Contempló la escena de abajo con desapego, sintiendo la ira en algún lugar remoto y ajeno, oculto tras una costra inevitable de serenidad y resignación; y, abajo, Sorkar lanzó una rápida mirada a Markline, con su cara oscura y sus blancos ojos parpadeando a la luz, sin ira o dolor y sin protestar; tomó la antorcha, abrió el libro y arrancó limpiamente el retrato del hombre del pendiente en la oreja y la mirada triste. Al claro oro líquido del fuego, el rostro del hombre de Stratford se ennegreció más y más y terminó desapareciendo. Las páginas apenas susurraron un levísimo crujido antes de desaparecer en la llama saltarina; cuando todo terminó, sólo había una capa fina de ceniza oscura sobre el patio, un toque de amargura en el aire y el cielo negro encima de todos, y Markline se levantó y se fue sin decir más.
Cuando Sanjay bajó de la terraza, su cuerpo estaba cubierto por una capa oscura de sangre desde la boca a los pies; lo cubría como una piel nueva que crujía al moverse. Cada paso que daba era como un retumbo metálico que empezaba en los talones y vibraba en todo su cuerpo; su carne era ahora tan densa que temió hundir las baldosas del patio.
—Puedo verte claramente —le dijo a Sorkar—. La visión doble ha desaparecido.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Sorkar.
—Se comió sus tipos —explicó Sikander—, Se los tragó.
Sorkar descruzó las piernas y se inclinó hacia delante en la oscuridad.
—¿Y aún está vivo?
—Me siento fuerte —contestó Sanjay—. Más fuerte que jamás en mi vida.
—O sea que, después de todo, te ha curado —observó Sorkar con una breve risa.
—Tengo que lavarme —respondió Sanjay, y al pasar al lado de Sikander lo tomó del brazo y se alejó con él—. La voz de Alejandro se ha ido también. Desearía estar lejos de aquí —le dijo, y luego al oído—: Lejos de los ingleses.
Sorkar lo llamó.
—Espera. ¿Qué es lo que escondiste en su libro?
—Tenemos derecho a saberlo —dijo Kokhun.
—¿Cuál era el mensaje? ¿Y cuál el código? —añadió Chothun.
—No hay más que leerlo —explicó Sanjay.
—¿No había código? —preguntó Sorkar.
—Ningún código matemático. No hay más que leer las letras con el remate grueso.
—¿Cómo es que Markline no pudo leerlo?
—Está en hindi. Debió de pensar que era un galimatías.
—Corriste un riesgo.
—Ningún riesgo. Aunque viviera doscientos años en este país no aprendería una palabra de hindi, y es demasiado orgulloso para preguntar.
—¿Qué decía el mensaje?
—Decía: «Este libro destruye completamente, este libro es el verdadero asesino». Sólo eso, repetido una y otra vez. Perdonadme. Tengo que lavarme.
—Sí —dijo Sorkar—. Tenemos que volver al trabajo.
—¿Al trabajo? ¿Después de todo esto? ¿Después de lo que hizo?
—Debo trabajar.
—Te insultó.
—Sí —admitió Sorkar.
Se puso trabajosamente de pie y se dirigió con lentitud a la imprenta, seguido de Kokhun y Chothun.
En el baño, Sanjay se echó cubos de agua fría sobre la cabeza, con la cara levantada para recibir la corriente purificadora. La capa negruzca se fue disolviendo y desapareciendo en un río espeso salpicado de partículas negras que se tragó el sumidero. La piel que surgió debajo le pareció más pálida que nunca; pronto estuvo limpio de nuevo, con la piel tersa, excepto una mancha púrpura y azulenca que rodeaba su garganta como un collar. Se quitó la cinta del ojo, la escurrió, la desdobló para hacerla más ancha y se la puso en el cuello; en ese momento apareció Sikander en la puerta.
—Deseo irme de aquí —dijo Sanjay.
—Sí —correspondió Sikander.
—Lejos de aquí, lejos de los ingleses. Tienen una monótona tendencia a meterse en mi vida y hacerla incómoda.
—Ya lo veo.
—Deseo librarme de sus juicios. Vámonos esta noche. Ahora.
—Sí.
—Sin decir nada a nadie.
—¿No quieres despedirte de Sorkar Moshai?
—No quiero.
—¿Por qué?
—Es un cobarde sin honor.
—Estás loco. Es el hombre más valiente que has conocido nunca.
—Dile tú adiós.
—Lo haré. Tocaré sus pies.
Cuando Sikander se giraba, Sanjay lo llamó.
—Vámonos a Lucknow.
—¿Por qué a Lucknow?
—Quiero ser escritor. Quiero tener mujeres.
—Quieres muchas cosas esta noche.
—Ahora veo las cosas muy claramente.
Esperó a Sikander en el camino de fuera; la noche estaba rota por ladridos solitarios, y una fuerte brisa agitaba sábanas y camas y hacía crujir las ventanas. Sanjay la imaginó surgiendo del mar, silbando desde las dunas hacia el continente, insensible y sin saber a quién azotaba; la sintió presionando su garganta, rodeando su cuello como un tornillo.
Sikander surgió de la oscuridad, sin hacer ruido, como siempre.
—Vámonos —caminaron en medio de la total oscuridad—. Sorkar me ha dicho que te diga adiós, te envía su bendición. Dice que no te enfades y dice que Willy es su hijo, que te lo dijera, que Willy es su hijo. Y que te dijera, que te dijera con respecto al inglés:
Es él mismo, la mejor parte de él mismo,
el claro ojo de su ojo, el corazón más querido de su corazón,
su alimento, su fortuna y dulce propósito de su esperanza,
su único cielo en la tierra, y su pretendido cielo.
»Y dijo algo más sobre el inglés.
—¿Qué?
—Dijo que Markline es el más generoso de los hombres: practica la caridad, funda hospitales para pobres, se enfurece y enloquece con la injusticia y la tiranía, trabaja más que nadie.
—¿Y por eso Sorkar prefiere quedarse con él?
—No. Sorkar chacha explicó que es esta generosidad la que hace peligroso a Markline.
—Sí.
—Dijo estar bien.
—Sí.
Callaron luego y siguieron su camino, con la cara vuelta hacia el sol naciente en su santuario nocturno: en esta frágil oscuridad, entregados a los juicios maliciosos de la razón, el pasado y el presente se confunden y el futuro se ilumina con la luz radiante de la esperanza, y los espíritus de tus antepasados caminan a tu lado; en el temblor de la tierra bajo tus pies y en los movimientos de los animales indistintos, está el dolor de la madre que ama el universo y lo hace bueno.
En Lucknow encontraron una ciudad enloquecida por la poesía. Llegaron a la ciudad muchos días más tarde, una mañana, al alba, y callaron, sorprendidos, al oír una canción que surgía de las aguas del Gomti como el fuego del sol y que los deslumbró por su ansia de vida; se sentaron a la orilla del río y contemplaron la curva de las garzas reales y las garcetas sobre el fondo oscuro del agua, la niebla matutina que desaparecía lentamente, los lejanos minaretes y cúpulas de la ciudad teñidos, primero de rosa y luego de blanco, mientras los almuédanos llamaban a la oración. Se apagó por último la canción, y más que detenerse pareció sumirse en el silencio del que había surgido y, después, ni Sanjay ni Sikander pudieron recordar la letra; sólo les quedó un sentimiento de nostalgia.
—¿Quién cantaba esa canción? —preguntó Sanjay a un muchacho del bazar que pasaba por el puente cercano y llevaba un cántaro en la cabeza.
—¿Quién, alguna vez, cantó una canción? —contestó el muchacho cantando—. Es la canción de los comediantes —y siguió su camino, moviendo airosamente el brazo y tarareando.
—Esta gente de Lucknow está loca —comentó Sanjay.
Y aquella locura les pareció más evidente cuando el sol estuvo alto: un vendedor de kulfis puso su carro cerca del puente y una multitud, en su mayoría de jóvenes, se arremolinó a su alrededor; los muchachos le gritaban insultos y él contestaba a todos en verso, sin fallar ninguna respuesta; era, al parecer, un vendedor de kulfis famoso por su ingenio y erudición. Sanjay y Sikander vieron que vendía sus kulfis a gente que venía más por sus versos que por sus productos; a medida que avanzaba la tarde oyeron el ronco interrogante de las tablas y la vibración de los sitars; las voces ensayaban dubitativas: «Sa-re-ga-ma-pa, sa-re-ga».
—En este barrio la gente ayuna —observó Sikander.
—Bien —dijo Sanjay—, es donde queríamos estar. Pero ¿tienes hambre?
—Mucha. ¿Y tú?
—También.
Pero no les quedaba dinero; habían sobrevivido durante los dos últimos días de viaje gracias a la amabilidad de los campesinos y a alguna serai caritativa establecida para ayuda de los caminantes.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sanjay.
Sikander se encogió de hombros; para Sanjay era evidente que tendrían que robar y su única duda era si iban a hacerlo a la luz del día, cuando la comida estaba expuesta al público, o si habían de tener paciencia y esperar a la noche. En cualquier caso no tenía miedo de que lo descubrieran: ir a ratear con Sikander, maestro natural del sigilo y la agilidad, era como ir de caza con un asesino fantasmal de pies rápidos, y el botín, antes de que nadie se diera cuenta, ya estaría bajo sus garras.
—¿Cuándo quieres hacerlo? —preguntó Sanjay, pero Sikander lo miró sin entender, con la inocencia de un niño de teta; cuando Sanjay se lo explicó, reaccionó con asombro, como si lo hubiera insultado.
—Soy un rajput —afirmó—. Yo no voy por ahí escondiéndome para coger un chapati por aquí y un par de pices por allá.
—¿Cuál es tu plan entonces —dijo Sanjay enardecido—. ¿Un día de trabajo honrado en el campo? ¿O nos va a caer el oro del cielo?
Sikander apenas prestó atención a las burlas; caminó lentamente por las calles, mirando las cosas, gozando pacientemente de todo con la vista, desde los juguetes de arcilla a las hojas plateadas que remataban los dulces y confites, mientras a Sanjay le subía un dolor de cabeza desde la nuca, no tanto por el hambre que tenía como por la irritación que le causaba la calmosa paciencia de su amigo y por algo que le costaba admitir: que era un forastero en Lucknow. Durante el viaje había imaginado una ciudad que se parecía mucho a la que ahora veía, excepto en algunos detalles, y había pensado en ella con alivio e impaciencia; hubiera sido como volver a casa. Calcuta lo había conmocionado, con su negra maquinaria y sus ruidos, y por eso se había imaginado sentado entre gente educada, cortesanos gentiles de Lucknow que intercambiaban frases ingeniosas de vez en cuando y hacían reverencias; se había visto cerca de un río, a la luz de la luna, inclinándose para acariciar una negra cabellera; pero ahora en Lucknow se encontraba con algo que lo irritaba, quizá las calles estrechas y retorcidas, los tocados evidentemente pasados de moda de los hombres, parecidos a una caja, quizá la manera pausada con que los tenderos pasaban los matamoscas sobre sus mercancías. Era una ciudad muy distinta de Calcuta, y se sintió extranjero en ella.
—Tengo hambre —dijo, y se sintió enrojecer cuando oyó el gañido de su voz.
Sikander levantó una ceja, a la manera de su madre, y Sanjay le dio la espalda; caminó con los brazos rígidos, con cuerpo anguloso, avergonzado. Una oleada de aroma a especias hizo que se detuviera bruscamente; se quedó muy quieto delante de la entrada de la tienda de un halwai, y sintió el olor de los kulchas que le subía por la nariz y la lengua, desaparecía por algún lugar de la garganta y le envolvía el cerebro palpitante; osciló de un lado a otro, con la boca dolorida, y, sin mucha resolución, alargó el brazo y cogió un kulcha, se dio la vuelta y echó a correr. Corrió sacando pecho, la cabeza hacia atrás, pero el sonido de los gritos detrás de él se acercaba cada vez más; se revolvió delante de una tapia blanca, más alta que él, y Sikander lo levantó por los aires y lo depositó al otro lado sin miramientos; buscó desesperado en el suelo el kulcha perdido, se sintió arrastrado por el cuello y oyó una voz que decía:
—Por aquí.
Sonó el chasquido de una puerta detrás de ellos y se vieron en un jardín rodeado de una tapia alta de ladrillos. El que había venido en su ayuda los llevó lejos de la puerta y se adentraron en el jardín, era el muchacho cantor del bazar, de una edad aproximada a la de ellos, pero con una calvicie prematura, con una cabeza asentada sobre los hombros como una bola suave; sonrió y continuó caminando de espaldas, agitando la cabeza como si celebrara un gran chiste. Cuando ya estaban fuera de la vista de la tapia, rodeados de pipáis y mangos, se sentó en cuclillas junto a una fuente, ha— riendo restallar el cordón que llevaba sobre su hombro y le rodeaba el cuerpo.
—¿Qué pasó? ¿Qué hicisteis?
—Cogí algo de comida —respondió Sanjay. El ramaje era grueso y entrelazado, por eso, a pesar del sol de la tarde, estaba oscuro bajo los árboles y su piel se enfrió al secarse rápidamente.
—Cuando os vi por la mañana, supe que era cuestión de tiempo. ¿De dónde sois? Oídme, esto es Lucknow, y aquí no hay necesidad de robar, Lucknow os dará lo que queráis. ¿No me creéis? Preguntad. ¿Qué queréis ser aquí? Yo vine para ser cocinero y ya soy aprendiz en una tienda y pronto seré ayudante de un gran chef. Vamos, decid, ¿qué queréis ser?
—Soldado —respondió Sikander—. Quiero ser soldado.
—Yo no quiero ser nada —contestó Sanjay, inclinándose a un lado y acurrucándose sobre la suave hierba—. Nada en absoluto.
Sintió el lodo bajo la hierba, húmedo y de olor refrescante.
—Escucha —dijo Sikander—, ¿Podemos conseguir algo de comer?
—Me llamo Sunil. Seguro que sí.
—Quédate aquí, Sanjay —apuntó Sikander.
Sanjay oyó que se alejaban y luego, ocasionalmente, el susurro del viento entre las hojas, un gorjeo regular mientras se hundía agradablemente en un profundo sueño. Cuando se despertó, alguien lo estaba sacudiendo y los oscilantes árboles de arriba se extendían fantásticamente, altos y curvados, hacia un cielo añil oscuro, como si estuviera debajo del agua; se rebeló contra las sacudidas e intentó sumirse de nuevo en la vacuidad serena, y oyó una voz que decía, Sanju, qué quieres ser, pero resistió, y entonces sintió un retortijón en el estómago y la dolorosa salivación que llenó su boca lo despertó, porque era el cálido aroma de la comida, la prometedora satisfacción. Se incorporó aturdido y las oscuras formas de los árboles se cernieron sobre él y después se alejaron, y luego se repitió la pregunta de lo que quería ser, y por un momento no supo dónde estaba ni quién era.
—Poeta —dijo automáticamente, y empezó a comer, cogiendo el arroz a dos manos de las hojas de plátano que hacían de envoltorio. La comida le salpicó la cara y cayó sobre su pecho, y una de las veces fue tan grande el puñado de arroz que se metió en la boca que se atragantó, aunque con grandes esfuerzos consiguió que le bajara la comida. Comió y comió hasta acabar con todo; bebió en la fuente, directamente con la boca, como un animal. Finalmente, se detuvo y miró el cielo, la terrible distancia y tamaño de las nubes y las extrañas y desconocidas formas de los árboles—. Poeta —repitió con impotencia.
—Si quieres ser poeta, has venido al sitio adecuado —comentó Sunil.
—Sí —añadió Sikander en tono apasionado—. No puedes imaginarte a quién he visto. Hemos ido de tienda en tienda, hablando con la gente que Sunil conoce, recibiendo un poco de comida aquí y allá, y luego hemos ido a la parte trasera de las grandes mansiones y Sunil ha hablado con los cocineros y las doncellas, y al volver de una de esas casas, he visto a un hombre a caballo que cabalgaba lejos, delante de nosotros. Había algo en él, en la manera de mantener erguida la espalda, en la caída de la cabeza, que me llamó la atención, así que llevé a Sunil detrás de la tapia y miré cuidadosamente, y ¿sabes quién era?
Sanjay negó con la cabeza.
—Tan pronto como lo miré —siguió Sikander— supo que lo vigilaban. Tiró de las riendas, dio lentamente la vuelta al caballo y usó la mano para resguardar los ojos del sol, así que escondí la cabeza y me pegué a la valla.
—Era Uday —dijo Sanjay.
—El mismo. Sabía que si nos quedábamos allí nos encontraría; no sé qué habría hecho con nosotros, quizá enviarnos a casa, así que Sunil y yo nos fuimos de allí. Sunil dice que sirve a una gran dama de aquella mansión. ¿Qué te parece?
—Hay que alejarse de él —apuntó Sanjay—. Nos haría volver.
—¿Qué hacemos entonces?
—Quedarnos aquí —respondió Sanjay.
Después de la comida se sentía muy cómodo en aquel bosquecillo y le parecía la situación ideal: escribir un poema entre los árboles; Lucknow, con todos sus encantos, era preferible en la distancia, donde podían disimularse y esconderse sus pequeñas imperfecciones, sus sorprendentes desviaciones de la simetría y la elegancia. Pero su comida era buena y así se lo dijo a Sunil, que inmediatamente empezó a contar historias de cocineros famosos y comilones de corazón generoso.
Hubo una vez (contó Sunil) un cocinero llamado Mashooq Ali, que era famoso por su maestría en disfrazar manjares, y las noticias de sus proezas llegaron a oídos del renombrado experto Ajwad Raza. Este, delante de sus amigos, se jactó de que no había cocinero que pudiera engañarlo, y entonces los jóvenes caballeros, encantados, hicieron una apuesta. En el día señalado, Ajwad Raza se sentó ante una de las comidas de Mashooq Ali, tomó un bocado de arroz y con gran disgusto comprobó que cada grano era un trozo de almendra hábilmente pulido; luego, Ajwad Raza quiso aclararse el paladar con un poco de granada, pero el fruto estaba hecho de azúcar, el zumo era de pera y las semillas eran almendras. Y así, cada cosa que comía era diferente a lo que esperaba, hasta que, finalmente, admitió su derrota y proclamó que el mundo jamás había conocido un artista semejante, y Mashooq Ali, haciendo una reverencia, dijo: Alá es generoso y sus caminos son un misterio.
Otra vez (contó Sunil), hubo un luchador de nombre Abu Kan, un ser monstruoso, capaz de comerse de una sentada veinte sers de leche, dos sers y medio de nueces y frutos secos, seis grandes hogazas de pan y —lo sabemos de buena tinta— una cabra de tamaño medio. Tomaba su gula por virtud y se contoneaba con su enorme corpachón por las calles, hasta que un cierto munshi erudito, un pandit llamado Jayaram, médico del cuerpo y aficionado a las palomas, aburrido de aquel desaforado comilón, lo invitó a cenar. El luchador se sentó en la esterilla, se retorció el bigote y frotó su pecho con las manos, pero como no le traían la comida empezó a reclamar a los criados y a burlarse del munshi. Luego empezó a gritar y a decir que se iba, pero los criados hacían reverencias y se demoraban, diciendo, sólo un minuto, por favor, tenga paciencia. Cuando llegó la comida, el luchador sudaba copiosamente, tenía la cara congestionada, y al levantar la tapadera del plato, vio con ojos desorbitados y enmudecido por la sorpresa que sólo había una pequeña bola de arroz. La engulló de golpe, sin apenas mirarla, y pidió más, pero los criados dijeron, eso es todo, gran señor. Abu Kan maldijo y empezó a levantarse, pensando adonde podría ir a llenar su barriga, pero, de pronto, volvió a sentarse como herido por un rayo. Sintió el estómago lleno y pesados sus miembros, como si se hubiera comido un granero y un corral de gallinas entero. Entonces, los criados trajeron dulces apetitosos y dijeron, aquí está el postre, maharaja, pero Abu Kan no pudo comer; trajeron sorbete y vino, pero Abu Kan no pudo beber. Entonces apareció el munshi en el umbral de la puerta, con un plato del arroz que Abu Kan había comido, y se lo comió todo, cómodamente y con deleite; después bebió agua y tiró el resto de los granos de arroz a las palomas que revoloteaban a su alrededor. Abu Kan entendió la lección y dijo, en verdad el orgullo es la perdición del hombre. Y el munshi contestó, no comas con gula e indiscriminadamente, sino con conocimiento y humildad, porque el corazón de las cosas es un misterio, y lo grande es pequeño y lo pequeño es, en efecto, grande.
Mientras Sikander y Sunil iban todos los días en busca de comida, Sanjay se sentaba en su bosque y escribía poesía; quería que sus versos fueran precisos, elegantes y acerados, pero, inevitablemente, revelaban un toque de Mirism, como un leve condimento que se recuerda más que se saborea; después de uno de esos días, se dio por vencido y decidió escribir un poema amoroso, lleno de suave nostalgia y tristeza, pero las palabras iban a la deriva y al final adoptó un tono tan trágico y lúgubre que parecía sangrar por la lengua, y los pájaros gritaron asustados por la súbita aparición de tanta amargura. Así, cuando quería expresar un sentimiento tan diáfano como el humo del incienso, su lento deslizamiento, lo que salía en su lugar era:
La luna flota y recorre el cielo sin conocer su propio dolor:
lo que deja atrás, la gravidez de lo oscuro después de
la luz sobrenatural.
Oh, Aag, eres el detritus de la invisible marea,
retorcido y monstruoso,
nunca conocido, mucho menos olvidado.
Y cuando lo que se requería era un cuchillo, una hoja fina y flexible que dañara sin que se advirtiera la incisión, obtenía esto:
Dice Aag: ¿Cuál es la consumación que de ti quiero?
Me enoja que no vengas, que me abandones con
pedazos de mi ser dolido.
Pero no sabes cuán bella eres,
ni que eres amada.
Cuando apareces, tu inocencia sopla suavemente
sobre mis llamas, y quedo otra vez indefenso.
Le era imposible ser una cosa u otra, puro y con la totalidad del odio o la luminosidad del amor, y era este estar en medio, o en alguna otra parte, lo que confundía a su audiencia.
—No suena como ningún ghazal que yo conozca —le decía Sunil—, pero es bueno, es bueno.
Sikander, tendido de espaldas, con la cabeza apoyada en las raíces de un árbol, asentía con un gesto a cada verso, pero no decía nada. Y Sanjay siguió probando y, en dos semanas, escribió siete poemas, cada uno mitad ghazal, mitad cualquier cosa, y luego, frustrado, se hundió en el silencio; pasó entonces los días paseando por el perímetro del jardín, deslizando la mano por los pequeños ladrillos de la tapia. Una noche soñó que estaba rodeado por un anillo de fuego, por un círculo que se movía pesadamente junto a un crujido de los huesos, y entonces le faltaba el suelo bajo los pies y se desplomaba y caía en una extensión de agua oscura que tomaba la forma de la luna sin reflejar nada. Supo entonces que tenía que abandonar su jardín, sus árboles, que el mundo no da respiro con sus ambigüedades y, lo que es peor, no evita que se premien. Y habló con Sikander.
—Vayamos a presentar nuestros respetos a Uday.
—Pensé que querías quedarte aquí.
—Sí, pero no eres más soldado que cuando llegamos y yo debo ser poeta.
Y aquella tarde, con Sunil, dejaron el bosquecillo y fueron a la casa —parecía más un palacio—, y Sikander se dirigió al soldado de la puerta.
—Di al comandante que están aquí sus hijos.
Los guardias los miraron con desconfianza, inseguros de lo que significaba aquella relación de parentesco, y hubo muchas prisas dentro, pero no los llevaron al comandante, sino a una mujer. Era, sin duda, una mujer de cierta edad, sentada en un diván bajo; rompía nueces con los dedos, atendida con cuidado y eficiencia por ayudantes y sirvientes; cuando hablaba, su voz era armoniosa aunque un poco rota, como la de una cantante entrenada, si bien tan cortante y con tal carga de autoridad que Sanjay deseó por un momento volver a su bosquecillo.
—¿Hijos? —preguntó la mujer—. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿No hijos inconvenientes?
—Conocemos al comandante sahib desde hace mucho tiempo —contó Sikander.
—No tanto como yo, ni tan poco, a juzgar por lo que decís —replicó ella—. Pero ¿sois hijos de él?
—Ha sido una manera de hablar —aclaró Sanjay—. No somos de este lugar.
—Pero es un hombre extraño y muy callado —siguió ella—.
¿Quién sabe? En cualquier caso, ¿estáis emparentados por la sangre?
—No —contestó Sanjay.
—Por afecto, supongo que ibais a decir. Pero, entonces, ¿quiénes son vuestros padres? Tú, el de la cabeza calva, a ti te he visto merodeando por aquí, pareces un muchacho normal, pero estos dos, míralos, quién sabe de dónde vienen, qué son, muchachos o qué. Pueden ser muchachos, pero también pueden ser demonios, ladrones, cualquier cosa.
—No hemos venido aquí a... —empezó Sanjay, pero Sikander tiró de su brazo.
—Vámonos —anunció—. Excúsenos, por favor.
—Alto —ordenó la mujer, y su voz resonó de tal modo que los ayudantes vinieron a toda prisa, y Sikander dejó el brazo de Sanjay y apretó el paso. La mujer se echó a reír, mostrando sus dientes blancos y las encías enrojecidas—: Qué hombres tan orgullosos sois.
Sanjay se volvió desde la puerta hacia ella, excitado de pronto por la certeza de saber quién era o, al menos, de haber sabido alguna vez de ella; se acercó a la mujer hasta estar a una distancia poco correcta, luego permaneció quieto y la miró a la cara: estaba seguro de que había sido hermosa, pero su atractivo no era lo destacable; era, pensó, un halo de poder, confiado e inexorable, un aire que no impedía en nada su risa vulgar, su lujuria estridente y fácil. Mientras la miraba a los ojos, se vio en sus pupilas, que le parecieron enormes; empezó a sentir vértigo, como si creciera desde su cabeza, como una flor, y antes de que pudiera darse cuenta de este sentimiento sin precedentes, gritó, incapaz de dominarse, como un niño.
—¡Sé, sé quién eres!
—Y yo no sé quiénes sois vosotros —correspondió ella, riendo otra vez.
—Eres la begum Somrú —afirmó Sanjay.
—Quizá lo sea —dijo ella—, pero ¿quiénes y qué sois vosotros?
—Soy Sikander, y he venido para ser soldado.
—Soy Sanjay y, de alguna manera, quiero ser poeta. Pero tú, tú eres la bruja de Sardhana.
El fuego había decaído tanto que era sólo un vago resplandor rojizo en la noche, y ninguno de los sadhus podía ver la cara de Sandeep. De la oscuridad surgió su voz:
Aquí termina el tercer libro,
el libro de la sangre y de los viajes.
Ahora empieza el cuarto libro,
el libro de la venganza y de la locura.