Sikander aprende el arte de la guerra
Después de acoger a Sikander y a Sanjay en su casa de Lucknow, la begum Somrú los puso a trabajar de inmediato. Aunque elegante, no era una mujer que mimara a sus huéspedes y menos si eran jóvenes; «¿qué sois vosotros?», les había preguntado, y la misma tarde encontró un puesto de soldado para Sikander y un aprendizaje de poeta para Sanjay. «Creo en la aplicación», les dijo, «sed lo que sois, jóvenes, sed lo que sois. Eso es lo que importa». A pesar de su afición por los viajes de incógnito, su gusto por la intriga, su reputación de seductora y envenenadora que la perseguía por todo el país (la malvada begum Somrú), era una mujer que sabía obviamente lo que era; fue su seguridad lo que impresionó a Sanjay, su certeza de que cuanto hiciese estaba bien. Gritaba a sus muchachas, era imperiosa, arrojaba el zumo de paan a la escupidera, pzuu, y de alguna manera era descuidadamente urbana. Por su parte, Sanjay se sentía sumido en un mar de dudas: el corte de su pajamas no era el correcto, su cabello estaba toscamente atado, su modo de hablar era claramente provinciano, y cuando ella les dijo que había encontrado acomodo para ellos, Sanjay fue absolutamente incapaz de expresar la delicada fórmula de gratitud que había estado pensando y, en lugar de eso, se sonrojó intensamente.
Les dieron un cuarto pequeño en la parte trasera de la casa, lejos de la zona de las mujeres; desde allí podían oír los prolongados bramidos de las búfalas lecheras y los juegos de los hijos de los criados.
—Qué raro es esto —dijo Sanjay—. ¿Acaso somos sus hijos?
—No lo sé —respondió Sikander—. Duérmete. Mañana va a ser .un día muy largo.
Pero Sanjay miró la oscuridad durante un largo rato y, por la respiración de Sikander, supo que también estaba despierto; había en el corazón de Sanjay una impaciencia que hacía tiempo no sentía, un deseo de que llegara la mañana, una gratitud por lo que el día pudiera traerle. Permaneció echado con los ojos abiertos y pensó en la fama.
Los despertaron por la mañana temprano y les dieron un desayuno sencillo de parathas y leche, tras lo cual un guardia armado se fue con Sikander; Sanjay se sentó delante del cuarto y esperó. Finalmente, a mediodía, uno de los criados inferiores le hizo señas para que lo siguiera y lo llevó por un laberinto de callejas de la ciudad. Salieron al Gomti y caminaron por su orilla arenosa; después de rodear un promontorio sobre el río, se vieron súbitamente frente a un gran palacio blanco que parecía surgir del agua. Era un palacio fantástico, sobrecargado de torreones, arcos y almenas que no se sabía dónde empezaban ni dónde acababan, amplias extensiones de muralla que se entrecruzaban en ángulos extraños, de vez en cuando una brillante cúpula dorada y, por todas partes, tradiciones y arquitecturas entremezcladas. El criado hizo señas a Sanjay para que atravesara una gran puerta (rematada por un disco solar con rayos de acero) y se dio la vuelta para irse.
—Espera, espera —pidió Sanjay—. ¿Qué he de hacer aquí?
El criado se encogió de hombros y siguió su camino sin volverse; la voz de Sanjay resonó tras él en una especie de gran antecámara abierta y abovedada, y cuando se apagó el eco de su voz, lo único que oyó fue el suave y monótono arrullo de las palomas. Sanjay permaneció allí largo rato y luego empezó a llamar, ¿hay alguien ahí?, ¿hay alguien ahí?, cada vez más alto, hasta terminar gritando de puntillas; después de recuperarse de su esfuerzo, tomó una decisión y entró resueltamente. Dentro, la luz se movía de un modo extraño junto a sombras artificiosamente dispuestas, de tal modo que, a cada paso, Sanjay tenía la sensación de pasar de un ambiente a otro, y pronto quedó desorientado y completamente perdido; unas escaleras lo llevaban a corredores que terminaban exactamente en el mismo lugar de partida; durante un buen rato erró alrededor de una enorme sala alargada cubierta por una cúpula sin soportes, y el sonido de sus pisadas rebotó de una pared a otra. Luego oyó una voz, apenas un susurro aunque perfectamente clara, y giró incansablemente tratando de seguirla, pero, sin causa alguna, parecía provenir de encima de su cabeza; se detuvo y se agachó, ahora sorprendido por el silencio, a la espera y descansando. Encontró una puerta y se adentró en la oscuridad, volvió una esquina y de nuevo salió a una luz cegadora y, dando traspiés, llegó a un jardín, atravesó un seto y vio a lo lejos, enmarcada por las hojas, una escena: dos hombres, ambos con barba blanca, reclinados en cojines redondos, aspiraban calmosamente narguiles burbujeantes; sus angarkhas eran muy blancos, casi azulados, en contraste con el rojo intenso de la alfombra en que estaban echados; había una mujer sentada entre los dos, vestida de oro; inclinaba la cabeza hacia un lado y la giraba lentamente con elegante lasitud mientras cantaba con los ojos cerrados; Sanjay se estremeció, y luego volvió el silencio y sólo se oyó el borboteo de los narguiles.
Finalmente, haciendo un esfuerzo, Sanjay se dirigió hacia ellos; mientras caminaba por el sendero, los dos hombres se volvieron a mirarlo, pero la mujer mantuvo los ojos cerrados aunque Sanjay levantara la mano hasta su cabeza inclinada.
—Ah, bien, has sabido encontrar el camino hasta aquí —dijo el más delgado de los dos hombres. Era alto, grande en todos los aspectos, su barba era tupida, y la cabeza calva brillaba encima de su cara alargada.
—Tu nombre es Parasher, ¿verdad? —preguntó el otro, y su ligero aunque inequívoco acento inglés hizo que Sanjay retrocediera un paso; sintió como si la cinta negra alrededor de su cuello se estrechara.
—Sí, ése es mi nombre —pudo decir por fin—. Lamento venir de esta manera, pero no había nadie...
—No importa —dijo el hombre alto—. Quizá tengamos que ser tus ustads en materia de poesía. Soy el pandit Hari Ram Sharma, más conocido por Muraffa. Este caballero es Thomas Hart Bentford, en un tiempo de Nottingham, en Inglaterra, pero ahora residente en estos contornos y conocido familiarmente entre nosotros como Hart sahib.
—Así que has decidido ser poeta; por lo tanto habrás elegido un takhallus —continuó el inglés. Su urdu era perfecto, salvo en la pronunciación ligeramente cerrada de las vocales—. ¿Podrías decirnos cuál es?
—Aag —dijo Sanjay.
En ese momento, la mujer abrió súbitamente los ojos, y Sanjay se sobresaltó y guardó silencio: los ojos de ella eran dorados y luminosos, las pupilas, marrón oscuro, y mirándose en ellas Sanjay se sintió pequeño y extraño, incapaz de adivinar lo que ella pensaba o sentía, como si fuera de otra especie.
—Un seudónimo sorprendente —observó el pandit.
—En efecto —apuntó el inglés pasándose los dedos por la barba y dejando al descubierto su labio superior—. Sí. ¿Cuál será la lección de hoy?
—Observación, me parece —propuso el pandit—. Observa, Aag mío. Por aquella puerta se va a un jardín secreto. En el jardín hay miles de pájaros, quizá más, pero no te diré el número exacto. Entrarás en él y tratarás de anotar cuidadosamente cada canto, y, al final del día, nos dirás cuáles son los cinco más bellos, y por qué.
Sanjay se inclinó con una reverencia y caminó hacia atrás, inclinándose y sintiéndose ridículo; cuando por fin estuvo en la enorme jaula, agachado ante el vuelo bajo de los pájaros, se sintió aún más ridículo. Había leído muchas historias de poetas jóvenes y de las tareas que los maestros les imponen, tareas que buscan probar más el afán de los jóvenes discípulos que su talento o habilidad, pero siempre creyó que tales exámenes sucedían tan sólo en las leyendas y no a las personas reales del duro mundo de hoy.
—Y los jodidos pájaros se pasaron todo el día cagándose encima de mí —le contó a Sikander aquella tarde—. ¿Qué tenía que aprender de eso?
—Quizá que la belleza también caga —dijo entre risas Sikander—. Pero ¿acertaste al elegir los mejores cantos?
—No —contestó Sanjay—. Se limitaron a decir «equivocado» y se acabó. Ni siquiera tendré una segunda oportunidad; mañana será una tarea diferente. Vaya par de viejos zoquetes de los que se supone que tengo que aprender.
—Pues no vayas.
—Tengo que ir. La begum Somrú se ofendería.
Pero no era eso: tenía que ir porque la mujer dorada no le había dicho ni una palabra, a pesar de que él la había mirado directamente a los ojos mientras le dirigía su último saludo; lo había mirado con algo que era peor que la indiferencia, algo absolutamente impenetrable y desconocido.
—Tengo que ir —repitió Sanjay.
—No te creo —dijo Sikander.
—¿Qué es lo que no crees?
—Estás tramando algo. Te conozco demasiado bien.
—Muy bien. Había una mujer allí.
—¿Una esposa o una hija?
—No, no lo creo.
—¿Entonces?
—Cantaba. Toda vestida de oro.
—¿Y?
—Tiene los ojos dorados.
—Oh, idiota. Olvídala.
—¿Por qué?
—No es para ti. Ni para mí.
—¿Por qué? No es mucho mayor que yo. Quizá dos o tres años, o cinco.
—Aun así, estaba allí por ellos, no por ti.
Al oír aquello, Sanjay se sintió tan disgustado que las lágrimas asomaron a sus ojos y de nuevo sintió dolor en la garganta; metió los dedos debajo del pañuelo del cuello y empezó a frotarse.
—Me importa una mierda.
—Escucha, Sanju —siguió Sikander—. Escucha. Hay aquí una muchacha, creo que es la hija de una lavandera. Esta mañana vino a traer un cesto de ropa. Tiene el pelo negro y brillante, la cara redonda, los ojos grandes y los pechos como manzanas. Vi que te miraba.
—Yo no la vi.
—Ese es tu problema, nunca ves lo que te rodea y, en cambio, te fijas en cosas estúpidas. Escúchame, pequeño bobo, y oye la sabiduría de la vida: presta atención a las hijas de las lavanderas.
—No la deseo.
—Ahí, en pocas palabras, está tu problema: eres un idealista.
Cualquiera que fuera el problema, Sanjay fue incapaz de olvidar a la mujer vestida de oro, cuyo nombre, como pronto descubrió, era Gul Jahaan; era el amor de Lucknow, la cortesana del momento, y su retrato aparecía en las cajas de cerillas y se vendía en afiche, y las canciones que cantaba hacían furor entre los jóvenes nobles y elegantes. Cada día, Sanjay iba al palacio blanco, donde era sometido a una serie de tareas interminables e inútiles: encontrar flores inexistentes, lavar un sinnúmero de fuentes y cosas por el estilo; aunque sabía que todo aquello era para probar su fortaleza y aumentar su hambre de poesía, se enfurecía y maldecía, y sólo una cosa hacía que soportara sus trabajos: el recuerdo de los ojos de Gul Jahaan. A veces, estos ojos eran su fuerza y, cuando se sentía agotado y su boca se llenaba con la amargura de la derrota, esta imagen daba un nuevo vigor a sus cansados miembros; pero otras veces, sobre todo a las extrañas horas del crepúsculo, cuando despertaba de una pesada siesta, Gul Jahaan lo atormentaba con su distancia, y la altura de su órbita, más alta que la de la luna, le hacía sentir tan frenéticamente su soledad que se tiraba del cabello y se apretaba la cabeza entre las manos, resistiendo las ganas de dar patadas en el suelo. En esos momentos, Sikander, reconociendo la locura en los ojos de Sanjay, lo tomaba del brazo, se lo llevaba a pasear por las posesiones de la begum y le contaba lo que había aprendido durante el día.
—Escucha —le decía—. Escucha. Hoy he conocido al ustad Kaliharan, que es, entre los vivos, el maestro arquero más grande de este país. Gracias a la amistad que lo une a mi jefe, Uday Singh, accedió a enseñarme. Hoy, cuando se levantaba el sol y estábamos sentados en el bosque con nuestros arcos, me dijo: «Apunta con tu flecha a aquel pájaro». Lo hice y me dijo: «¿Qué ves?», y contesté, un pájaro. «Pero ¿nada más?», y le dije que no, que sólo veía al pájaro, nada más. Entonces me pidió que disparara, y fallé. «Has fallado porque no has visto todo el árbol, sus miles de hojas, todo el bosque», me dijo, y, mirándome todavía, disparó y el pájaro huyó volando. «Ve a mirar», me dijo, «y encontrarás una pluma de su cabeza atravesada por mi flecha». Y así fue. «Cuando apuntes, mira al pájaro, mira el cielo de arriba, la tierra de abajo, mira todo y entonces no fallarás, porque no puedes fallar.»
—¿Qué crees que significa eso? —preguntó Sanjay.
—No lo sé —contestó Sikander—. Pero él no falló. Nunca falla.
Pasaron las semanas y cada quince días, más o menos, Uday llevaba a Sikander a otro maestro, y la habilidad de Sikander y su aptitud natural le ganaron la admiración de todos; ahora, cuando pasaba, la gente se giraba para mirarlo y algunas veces, en sus lecciones, era evidente que muchos, casi todos soldados, querían estar presentes. Entretanto, Sanjay trabajaba; en ocasiones se le permitía asistir a las fiestas organizadas casi de noche en el palacio blanco. En tales casos se le obligaba a estar en silencio, detrás y observando, y llevar y traer cuanto necesitaban el pandit y Hart sahib; cuando Gul Jahaan estaba presente, su pasión lo trastornaba y no podía ver otra cosa, pero en las demás ocasiones observaba y aprendía; comprobó que el mundo de la poesía era como cualquier otro frente de lucha, con sus facciones, sus propias maniobras, sus prolongadas batallas y sus derrotas que todo lo destruyen. En el transcurso de seis meses, Sanjay pudo contemplar a un anciano caballero que concibió una pasión por un hermoso poeta joven y le entregaba grandes sumas de dinero, además de su importante apoyo, recibiendo a cambio muy poca atención y alguna que otra humillación; el momento exacto en que un poeta que ya había dado sus mejores frutos —y que durante un tiempo fue considerado una promesa— descubrió que había dejado de ser aquella promesa, que sólo era un anciano y que su valor literario ya había sido juzgado y no merecía más que una nota a pie de página en la biografía de otro cualquiera; también, una batalla literalmente sangrienta por el uso apropiado de una palabra persa en la poesía urdu, en una disputa que empezó con una observación incidental, siguió luego con cuchicheos y miradas de soslayo a lo escrito, y terminó con un duelo a bastonazos, impremeditado pero sincero, después de una merienda en una plantación de caña de azúcar. Sanjay comprendió que el fruto de la poesía es dulce, pero para que a uno le dejen emplear el idioma ha de aprender otras cosas, uno debe saber moverse en el mundo, debe estar bien considerado y, en definitiva, debe conocer a las personas adecuadas, y habiéndose dado cuenta de todo esto, se aplicó con toda sinceridad a las tareas que le imponían.
Sikander, entretanto, llegaba cada noche a la casa con diferentes historias de sus numerosos maestros; aprendió el arte del manejo de la espada con bastones de madera de Lale Kan, el hombre-patta, que podía derrotar con su bastón a cinco sables afilados de Delhi, dejándolos tendidos como borrachos; estaba Ilahi Baksh, maestro de la daga recta, pequeño y feo, pero cortaba tan rápido y tan sutilmente que muchos hombres habían muerto mientras se reían de él; Arvind Khakka, el artista de la mano temible que colocaba tres ágiles palomos debajo de una cama, se sentaba en ella y mantenía a los tres palomos debajo con sólo girar y mover los pies, hora tras hora, hasta que los espectadores quedaban aturdidos y le rogaban que parara.
—Y todo esto es cierto —contaba Sikander cada noche—. Si no me crees, ven a verlo cualquier día. Qué lugar de artistas es este Lucknow, qué paraíso.
Sanjay tenía sus dudas, pero por las tardes prefería guardarse para él su escepticismo, porque entonces, cuando estaban juntos, después de bañarse, llegaba el momento de ser invitados a presentar sus respetos a la begum; cada noche seguían al mayordomo por los corredores iluminados con antorchas hasta la terraza, donde una flauta derramaba su nostalgia sobre el crepúsculo y la begum estaba sentada entre sus mujeres. La conversación de ella era impredecible, abarcando desde la metafísica a temas culinarios o cómo hacer conservas; se mostraba informal con ellos, íntima y burlona, y una tarde preguntó a Sanjay:
—¿Cómo son realmente tus maestros, Sanjay? Dime la verdad.
—Son buenos maestros, generosos y...
—No digas tonterías.
—De verdad, son buenos.
—Sí, pero ¿cómo son?
Esta vez su voz se agudizó y quebró un poco al final.
—Son raros —dijo entonces Sanjay—. Viven en apartamentos distintos, cada uno a un extremo del palacio blanco, y casi todo el día lo pasan separados, ocupados en sus asuntos. Luego, por la tarde, toman juntos el té. Pero la cena es lo más importante; cada noche tiene lugar en un sitio o en otro, al estilo inglés o al indio, con los alimentos y bebidas y vinos apropiados a cada caso, y así, un día el inglés se viste con un angarkha y habla en urdu y al día siguiente el indio se pone una chaqueta gris, zapatos apretados y habla en inglés. Es un asunto curioso, pasan de un estilo a otro y no sé por qué lo hacen.
—¿Cómo es el trato entre ellos?
—Formal y muy correcto. Cada noche, cuando los huéspedes se han ido, se hacen una reverencia y se estrechan las manos o se hacen un saludo, según sea una noche inglesa o una noche india. Entonces se retiran, cada uno a su sitio. Todo es muy raro.
—Es una buena cosa —opinó la begum—. Pero tú estás inquieto, ¿por qué?
Sanjay se encogió de hombros, pero la begum esperaba la respuesta. Para distraerla, dijo:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Quizá.
—Una pregunta impertinente.
—¿Y bien?
—Cuando oímos tu historia o, por así decirlo, la historia de nuestro nacimiento, había un señor Somrú. Y ahora oímos ciertas cosas de él, y tenemos curiosidad.
—¡Realmente impertinente! —contestó la begum, pero sonreía.
—Aunque admitirás que es una curiosidad natural.
—Muy bien. Os lo diré —y se arrellanó en su asiento. Estaban en la terraza y lejos, por encima de ellos, flotaba una constelación de cometas encendidos—. Os lo diré, pero seré breve, porque la brevedad está a la orden del día, todo ha de ser rápido—rápido, cada vez más rápido, ya no hay lugar para las largas historias antiguas, hay algo en el aire. Así que escuchad la historia de Somrú. Escuchad...
Sabéis, era un hombre triste, taciturno, de expresión lúgubre; andaba por el mundo como si llevara una gran carga sobre sus hombros. Por qué era así, nunca me lo dijo, pero hasta lo que para nosotros es placentero para él era una especie de aburrimiento; nunca pude saber si una comida le gustaba más que otra, o si un baile le atraía más que otro. Vivía, por lo que pude ver, en un mundo gris, donde todo estaba a media luz y, por consiguiente, falto de color; he oído decir que en lo más profundo de las aguas todas las cosas parecen negras. En cierto modo aquello me convenía, porque yo hacía lo que me parecía y todas las cosas le daban igual, y decía, bueno, pues está bien. Pero, un verano, un grupo de descontentos de mi guardia se amotinó y me vi obligada a abandonar mi Sardhana, y cuando huía con Somrú, vimos a lo lejos, a la luz del sol naciente, un centelleo, y supimos que nos perseguían: nos habían traicionado. Sabía muy bien lo que harían conmigo, faltos de honor como eran, así que saqué una daga, la puse contra mi pecho y empujé, y me pareció que se me abría la carne, que la daga me penetraba, pero cuando bajé la mirada vi que no había ni una gota de sangre, que la muselina de mi dupatta estaba intacta. Mis manos estaban firmes, no temblaban, y lo intenté otra vez, deliberadamente, con calma, y si bien durante un momento me sentí aturdida, no sucedió nada. Entonces encajé la daga en la madera del carruaje y lo intenté de nuevo y de nuevo tuve una momentánea pérdida de sentido, y luego me encontré allí sentada, perfectamente y sin un rasguño; mientras tanto, viendo la daga desenvainada, su larga hoja curva y brillante, una de mis criadas, una muchacha vanidosa y frívola, echó a correr a lo largo de la caravana, llamando a gritos a Somrú en tono alarmado: «¡La begum ha muerto, la begum se ha matado!». Somrú frenó su caballo junto a ella y, según me contaron, preguntó «oh, ¿de verdad?», en un tono mezcla de interés y alivio. Y bruscamente sacó su pistola, un arma grande y pesada especialmente fabricada para él, colocó el cañón bajo su mentón, enarcó ligeramente las cejas y luego sonó una explosión y todo su cuerpo se alzó un metro en el aire y (juran que es cierto) permaneció suspendido y sin moverse una eternidad, hasta que cayó aplastado sobre el suelo, salpicando todo.
Entonces, los amotinados cayeron sobre nosotros y me capturaron (yo miraba aturdida la hoja inútil de mi daga) y me llevaron de regreso a Sardhana, donde, después de ofensas y abusos, me encadenaron a un cañón en el patio de mi propio palacio. Aquí, dejadme que os diga, tuve tiempo y motivo para considerar los misterios de la existencia: ¿por qué vivía y cómo? Sucia, con la cabeza descubierta y el cabello embadurnado de lodo y sangre, con las ropas desgarradas, estuve durante días allí sentada, sin agua ni alimentos, deseando la muerte. He de deciros que no me quedó ninguna dignidad: el sol, el metal ardiente, el polvo, las insaciables necesidades del cuerpo, te despojan de todo; grité, los maldije, a ellos y a sus madres, y les dije lo que haría con sus hermanas. Forcejeé hasta que mis brazos y tobillos estuvieron en carne viva y aun así no moría. El undécimo día me recliné sobre el cañón y pasé por unos momentos de extraordinaria lucidez, el cielo era azul como el seno del océano profundo, el olor del estiércol procedente de las cuadras impregnaba el aire y todo se volvió claro: para algunas personas existe el lujo del honor y la bendición de una muerte rápida, pero para mí sólo existía la vida. Vivo, vivo y viviré, porque la vida es buena y vivir es necesario. Y dejé de gritar y esperé, esperé dos días hasta que llegó el rescate. Se mofaban de mí, yo no decía nada y me dieron latigazos. Y esperé, esperé. ¿Y sabéis quién vino? ¿Lo sabéis? Claro que lo sabéis. ¿Quién es el guerrero que vino en busca de un reino? ¿Quién es el amigo fiel, el paladín caballeroso? Lo conocéis porque él también forma parte de vosotros: Jahaj Jung.
Al decimotercer día, justo antes del alba, George Thomas y su banda de locos asaltaron las murallas; qué matanza hubo entonces, qué preciosa la sangre derramada. Acabaron con los amotinados y me liberaron, la noticia había llegado hasta su George-garh y vino en mi ayuda. Pasamos juntos unos pocos días inmensamente felices, luego se marchó, en busca de su sueño. Un final feliz, ¿no os parece? Pero esperad, esperad, la historia no termina aún. Volví a sentarme en mi trono, pero me di cuenta de que el suelo temblaba bajo mis pies y, efectivamente, unos meses más tarde sucedió. Dos de mis criadas, de mis muchachas, que habían estado conmigo desde que eran pequeñas, se enamoraron y decidieron que tenían que liberarse de mi servicio, pero no sólo eso, sino que debían robarme lo suficiente para vivir con holgura. No, no vinieron a pedir mi bendición ni mis regalos, en lugar de eso robaron mi dinero y no sólo mi dinero, sino también tres de mis libros que, conviene que lo sepáis, eran libros raros y secretos, libros de magia; no contentas con esto, quisieron disimular el robo y, con ese fin, prendieron fuego a mi biblioteca. Perdimos mucho, pero recuperamos algo, al precio de la carne quemada y dos hombres muertos, y capturamos fácilmente a las muchachas, antes de cruzar el río las atrapamos, matamos a los amantes en combate y trajimos a las muchachas y los libros. Me senté a mirarlas, a estas niñas a quienes conocía desde que eran inocentes de todo amor, miré sus caras lozanas manchadas por las lágrimas, escuché sus lamentos, y todo el rato sentía la expectación en el aire, la creciente desobediencia, las futuras rebeliones y robos, presentes ya en los ojos de los que me rodeaban. Así que besé a las dos y di mis instrucciones. Primero las desnudaron y las azotaron hasta dejarlas inconscientes, luego se excavó un agujero en el suelo, junto a la biblioteca. Se las reanimó y se las arrojó al agujero; cuando se tapó el agujero, puse mi asiento sobre él y aquella noche fumé allí mi narguile. Todo estaba en silencio. Cuando me levanté para ir a la cama, sentí que mis pies se hundían en el suelo y me pareció que mi carne se había reafirmado y había ganado peso. Pero ¿lo entendéis? Vivo.
En lugar de asustarlo, la historia inspiró en Sanjay un sentimiento de confianza hacia la begum Somrú: se sintió seguro y atendido, tanto que a la noche siguiente le confió sus cuitas amorosas y le pidió consejo sobre qué hacer en el futuro.
—La quiero —le dijo, en tono plañidero.
—Bien, nunca la he visto, pero, por lo que sé de ella y de todas las mujeres, has de hacer lo siguiente: conviértete en un gran poeta y en un gran amante, y entonces quizá obtengas lo que quieres.
De los dos, el primer objetivo era algo que podía perseguir con naturalidad: prestar atención a las lecciones en el palacio blanco, hacer todas las tareas, observar, escuchar, leer. Fue el segundo el que encontró inexplicablemente difícil, por más que todo a su alrededor fuera un paisaje amoroso, un constante e interminable teatro de pasión y oportunidad ingeniosamente dispuesto: el jefe de los camareros estaba enamorado de la mayor de las doncellas de la begum, y sus encuentros secretos en la más alta de las terrazas eran motivo de sonrisas en toda la comunidad; había relaciones amables entre algunas de las mismas doncellas, pasos cautelosos y tintineo de pulseras en la noche; por la tarde, cerca de los establos, las caricias furiosas de un soldado y su amante casada con otro; y, por supuesto, las visitas de un cierto noble de mediana edad se esperaban con impaciencia por los bellos versos con que expresaba su pasión por un muchacho, primo suyo, con el que se había educado; y cada tarde, la gente acudía para ver a un joven desdichado que vagaba por delante de la casa de la joven esposa de un viejo mercader, de la cual se enamoró desesperadamente después de atisbar sus ojos durante una procesión del Moharram. Parecía, pues, que alrededor de Sanjay, además de las ocupaciones corrientes de la vida, había una fiebre incesante de enamoramientos, suspiros, infidelidades y carne, pero se sentía ajeno a todo aquello, por más que Sikander le señalara oportunidades o invitaciones no muy sutiles; al final, su actitud fue tan evidente que hasta la misma begum lo advirtió.
—¿Por qué —le preguntó— vas hinchado como un globo, que parece siempre que estás a punto de estallar? Ya sé que no es delicado por mi parte decírtelo de esta manera, pero hace años que renuncié a la delicadeza. Sobre todo cuando trato con mis íntimos. Vamos, desembucha.
—Bueno —dijo Sanjay con un aire un poco petulante, porque sabía que la gente lo consideraba algo raro—. Bueno, no quiero a ninguna otra, la quiero a ella.
—Qué idea tan absurda —contestó la begum riendo— ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Crees que cuando seas un gran poeta ella va a soñar contigo si sigues siendo un muchacho torpe y sin experiencia? ¿Adonde va esto, dirá Gul Jahaan, qué hago con esto? Idiota. Te querrá por las cualidades de tus amores anteriores, por la, digamos así, profundidad de tu conocimiento.
—Pero es que no me apetece con cualquier otra.
—En el nombre de Dios, ¿de dónde has sacado esas ideas absurdas? Te lo ordeno: busca una mujer y acuéstate con ella. Tampoco es para tanto. ¿O sí lo es?
Se encogió de hombros; poco podía hacer porque no entendía muy bien lo que sentía; era un sentimiento que surgía de algún rincón de su alma y se extendía y se apoderaba tiránicamente de todo su ser; no ofrecía explicaciones ni permitía resistencias; se rendía a él inevitablemente y con una sensación de alivio. Desde que se enamoró de Gul Jahaan notó la aparición en su cuerpo de unas extrañas marcas, marcas regulares en blanco con la forma de ciertos caracteres del alfabeto inglés; la primera, una A mayúscula invertida, apareció encima de su ingle la misma tarde que vio a Gul Jahaan en el jardín, apareció súbitamente y permaneció allí unos pocos días antes de desvanecerse tranquilamente y sin dolor. Al principio no le dio importancia, tomando las marcas por una alteración de la piel, un trastorno leve que su imaginación confundía, pero después de la B y la C, en una sucesión ordenada y constante, se vio obligado a admitir que lo que había comido estaba todavía en su cuerpo; la D que ya esperaba apareció en su mano derecha, en el dorso, y durante unos días llevó la mano vendada, pretextando que se había torcido la muñeca. Salvo el pandit, Hart sahib y Sikander, sabía que nadie podría identificar estas extrañas marcas de su cuerpo, pero prefirió llevar trajes holgados y largos que las ocultaran; ya era bastante que él mismo se sintiera extraño y marcado para que además pudieran tratarlo como a una rareza extranjera en la ciudad que él había soñado como hogar propio, no habría podido resistirlo. Así que Sanjay guardó silencio a pesar de las bromas y preguntas, guardó su loco amor para sí mismo y trató de aprender poesía.
Escribir, para Sanjay, resultaba arduo; había oído hablar de poetas de altos vuelos y gran imaginación que se atrevían con elegías enteras antes del desayuno, una estrofa simple durante el mismo y un ghazal después, pero para él cada palabra exigía una colocación laboriosa, como la de un ladrillo; cada frase necesitaba mortero y adquirir consistencia, y en algunos casos, reparación, y así se pasaba las tardes y las semanas, en su labor solitaria. Era tan agotadora la tarea que después se creía un virtuoso, digno de Gul Jahaan, e incluso superior a Sikander, que siempre regresaba del campo cubierto de polvo y quemado por el sol. Porque, a pesar de todo, al final, cuando terminaba el poema, había algo en él que le parecía raro, poco habitual; la excentricidad no estaba en el lenguaje, ni siquiera en los detalles mundanos de la vida diaria que procuraba mantener pululando como gusanos en el texto, sino en la pose, en la actitud. Fue incapaz de descubrirlo hasta una tarde, cuando estaba leyendo su última estrofa a Sikander.
—¿Has escrito últimamente a tus padres? —preguntó Sikander cuando Sanjay acabó su lectura.
—¿Por qué me lo preguntas?
—No sé. Se me ha ocurrido. ¿Estás enfadado?
Sanjay negó con la cabeza, pero estaba molesto por haber sido descubierto: cuando oyó la pregunta, vio con claridad que su poesía era un rechazo, que donde su padre y su tío fueron sentimentales, él quería ser cerebral; científico en lugar de místico; frío y seco en lugar de extasiado; breve en lugar de extenso. Durante un tiempo esto le pareció tan simple, tan automático y estúpido, que dejó de escribir y trató de encontrar otra manera de expresarse, pero por primera vez tenía la oportunidad de llevar su obra al palacio blanco para leerla allí; era un día de primavera y los dos ustads recibieron a los estudiantes fuera, en el jardín. Los otros dos estudiantes eran muchachos de la ciudad, a quienes Sanjay evitaba instintivamente; rezumaban aceite y perfume y ahora, mientras leían sus poemas, los furiosos latidos en los oídos de Sanjay le impedían escuchar. Finalmente, terminaron su lectura y le llegó su turno; cuando concluyó, lo primero que vio fueron sus bocas abiertas, con las encías teñidas de rojo por el paan.
—Muy peculiar —comentó el pandit.
—Sí —corroboró Hart sahib—. En mi opinión, un poco demasiado personal.
Sanjay los miró, inclinados sobre las páginas, repasando los versos, marcando, garrapateando y corrigiendo, y, sorprendentemente, en lugar de temor o nerviosismo, sintió piedad a la vista de las dos cabezas canosas reunidas; miró directamente a sus compañeros estudiantes y los escandalizó con una sonrisa, y a partir de entonces pensó siempre en ellos como ovejas melancólicas. Cuando le devolvieron sus poemas, hizo una profunda reverencia y se apartó el mechón de pelo con gesto burlón; una vez fuera del palacio, se guardó los versos en su largo sobretodo sin mirar las correcciones y se marchó contoneándose a su casa.
Cuando llegó Sikander, se sentó en el suelo y se quitó con gesto cansado las sucias polainas de sils piernas, empezó su habitual relato sobre sus maestros. Jettu era famoso en todo el Indostán por su espada de combate; Mirak Jan, el rey del arte jal—bank, no tenía rival en sus conocimientos de lucha bajo el agua; Mahadeo Sharma, experto en binaut, sigiloso y repentino, siempre desarmado, pero tan hábil que un rosario en sus manos se convertía en un instrumento letal.
—¿Para qué aprendes todas esas cosas inútiles? —le interrumpió Sanjay.
—¿Inútiles?
—Todo eso se ha terminado: el combate consiste hoy en masas de hombres con mosquetones de carga rápida que se mueven como grandes máquinas. ¿Es que no lees los periódicos? ¿A quién le importa que conozcas todas esas técnicas? Por más que las domines no sirven de nada.
—¿Y qué hago entonces?
—Es evidente. Si no sirven, déjalas de lado.
Sikander se encogió de hombros y se alejó recogiendo sus ropas; momentos después, con los cabellos aún húmedos por el baño, preguntó:
—¿Vienes esta noche conmigo?
Cada noche, después de la audiencia con la begum, se iba con sus amigos a la ciudad, paseaban por las animadas calles de los mercados, comían algunas veces y visitaban a mujeres en alguna ocasión, pero lo que más hacían era pasear, gastar bromas y saludar a los conocidos.
—No —dijo Sanjay—. Tengo que ir a casa del pandit.
La verdad era que no estaba obligado a ir al palacio, pero quería hacerlo; Sikander, al marcharse, sonrió, pero ni siquiera era por Gul Jahaan por lo que Sanjay quería ir al palacio blanco. Era una atracción más fuerte, un secreto más absurdo: por las noches, cuando no tenía nada que hacer, a Sanjay le gustaba ir a una cierta habitación del palacio, entre las dos alas, en la que había miles de libros, gran cantidad de periódicos e innumerables panfletos en grandes estanterías y en montones y rimeros desordenados. Los sirvientes se referían a esta sala como la biblioteca, pero nada de tan bella palabra preparaba al visitante para la confusión que encontraba: altos y polvorientos estantes que se perdían en lo alto, entre la oscuridad de los techos y la difusa luz de las lámparas; mezcla indiscriminada y promiscua de autores, temas y nacionalidades; tesoros insospechados tirados de cualquier manera por todas partes. Allí, Sanjay se rendía complacido a su glotonería, se tendía perezosamente en un lecho de periódicos antiguos de todas las partes del mundo y se embelesaba con los relatos de lo que ocurrió, lo que ocurrió inmediatamente después, y después y después; su apetito no se contentaba sólo con historias y novelas (que las había en abundancia), sino que requería los breves fragmentos de las cartas al director, los pies de página históricos, las introducciones a los tomos científicos y los anuncios de lociones para el cabello que aparecían en las páginas finales de los libros. Leía y leía, y sólo se iba a casa cuando los somnolientos criados lo echaban, impacientes por apagar las lámparas y cerrar las puertas; en el camino de regreso a casa su mente vagaba de una imagen a otra, desordenadamente, y a menudo no podía dormir hasta bien entrada la madrugada.
Muchos meses más tarde, en una neblinosa noche de invierno, Sanjay estaba en la biblioteca con la mente ausente hojeando un montón de Times de Londres; la rápida sucesión de nombres, agonías y lejanos debates políticos reducía a Gul Jahaan a un dolor remoto, a una ausencia persistente percibida a través de un filtro, y así Sanjay se sentía cómodo. Poco a poco se dio cuenta de que había otra persona en la sala y levantó la mirada de mala gana: era Hart sahib, que por ser día indio vestía una larga choga púrpura y un turbante. Al levantarse, Sanjay notó con disgusto que Hart vestía con innegable elegancia: el turbante era perfecto y la postura desenfadada.
—Siéntate, siéntate —dijo Hart (en un urdu impecable) acompañándose con un gesto de la mano—. Sólo quería charlar contigo sobre la sesión de la mañana.
Sanjay había llevado otros tres poemas, más chocantes que un perro verde, y reaccionó de mal humor y con rebeldía cuando el pandit habló de ataques innecesarios a la tradición, de lenguaje afectado, ordinario y realmente mundano y señaló que el tema era inadecuado. Ahora Hart sahib buscó un taburete, se sentó en él y con un ágil movimiento de la mano arregló los pliegues de la choga sobre sus tobillos.
—Lo que haces es natural y esencial —empezó—, pero me parece que es demasiado sencilla tu manera de hacerlo. Tienes la natural intolerancia e impaciencia de la juventud, y estás adquiriendo una cierta fama de joven díscolo y cosas de ésas.
Al oír esto, Sanjay sintió una repentina oleada en la sangre, un brinco doloroso de victoria en su pulso y Gul Jahaan lo invadió todo, con su perfume afrodisíaco y su embrujo.
—¿Querrías, querrías, si estudio la poesía de Europa, querrías ayudarme? ¿Puedes enseñarme?
La expresión de la cara de Hart fue enigmática, un poco triste y no alegre como hubiera esperado Sanjay; sonrió y dijo:
—Escucha. Déjame decirte algo, algo que probablemente no debiera decirte. El pandit se enfadaría conmigo, pero déjame decirte: tienes un gran talento. No lo desperdicies en luchas. No lo gastes en hacer la guerra contigo mismo.
—¿Me enseñarás?
Hart guardó silencio, su cara pálida quedó iluminada por el haz de polvo luminoso procedente de la puerta.
—¿Por dónde empezarías? ¿Por Shakespeare?
—Eso es viejo —contestó Sanjay—. ¿Qué se escribe allí ahora? ¿Qué es lo nuevo?
Y así empezó Sanjay su estudio del inglés y a escribir una poesía nueva, sin precedentes, así empezó a perseguir la fama y la perfección.
Seis meses después, Sikander y la begum, los dos casi al mismo tiempo, anunciaron su propósito de abandonar Lucknow; la diplomacia de la begum, basada en subterfugios, estaba fuera de lugar, su conversación estaba agotada y anhelaba con nostalgia volver a su Sardhana, mientras Sikander, al parecer, había terminado su aprendizaje y ansiaba la realidad de la milicia. Todo esto, pensó Sanjay, era normal: se trataba de las separaciones inevitables de la vida adulta, los caminos divergentes que se alejan del paisaje común de la infancia; todo era demasiado natural para sentir pesadumbre; al mismo tiempo lo invadía una especie de euforia al ver cómo aumentaba rápidamente su producción poética, un editor se interesaba por ella y crecía su esperanza de fama juvenil. Y así, la mañana de los adioses lo sorprendió sin temor ni pesar y sí, en cambio, con una especie de seguridad y confianza en sí mismo. La begum se puso en marcha a la salida del sol y todo hubiera ido tranquilamente de no ser por el sorprendente anuncio que hizo en el momento en que levantaban el palanquín del suelo.
—He decidido convertirme al cristianismo.
Al oírla, Sanjay corrió al lado del vacilante carruaje («Huh-ha-ha-huh») y quiso mirar a través de las cortinas de encaje.
—Es posible que seas tú el primero en saberlo —siguió ella— Después de mis discusiones con los diferentes gobernantes, de mi entendimiento de la política y de mis adivinaciones del futuro, he llegado a una conclusión: vamos a perder; todo se volverá rojo. Si quieres vivir, piensa en esto.
A pesar de ir cargados con el palanquín sobre los hombros, los porteadores corrían más que Sanjay, y al final tuvo que detenerse con los muslos temblorosos; después de un rato, volvió y buscó a Sikander.
—Y tú —le preguntó—. ¿En qué te convertirás?
—Volveré a Calcuta y me entregaré a alguien, a algún amigo de mi padre. Después de que me cojan y me devuelvan bajo custodia, pediré unas cartas de presentación. Iré en busca de De Boigne; anda todavía por aquí, ya has oído las hazañas que de él se cuentan, cada día una nueva. El me dará trabajo.
Sanjay lo miró desinteresadamente, calmado, pero aquellos peligrosos planes de prosperar en el futuro, aquellos cañonazos de cambio en lo esencial, hacían pedazos su pretendida indiferencia; ¿de qué servían las frágiles ideas de un soldado, de un poeta, si todo el tiempo, soterradamente, tiene lugar una siniestra conversión que te deja, al revés que la serpiente, igual por fuera pero cambiado por dentro? Logró reponerse después de un rato y aquella noche se despidió de Sikander con serenidad, incluso con elegancia, pero aún tardó varios días en volver a escribir con su acostumbrada vehemencia y vivir con arreglo a su seudónimo; pronto volvió a los perros verdes, pero aún pasó varias noches en que su proyecto de innovación le parecía distante e incluso repulsivo. En esas noches, la oscuridad se poblaba de recuerdos y voces (he sido insultada, qué es quien come y lo comido, Nachiketas, dadme la muerte), e incluso más lejos, el recuerdo enigmático del rugido de un tigre resonando en las aguas moteadas de sol y una incursión en las montañas con la nieve esperando. Pero este desasosiego fue desapareciendo y los días pasaron, continuó el trabajo, las semanas fueron iguales y los meses se alejaron uno tras otro, los años pasaron y Sanjay dejó de acordarse de todo. De todo excepto de la leyenda de Sikander el soldado, una leyenda que crecía con cada narrador, y Sanjay escuchó historias increíbles de su amigo: sus tropas de caballería eran tan rápidas que podían estar en dos lugares al mismo tiempo, se las veía una noche en un sitio y a la mañana siguiente en el campamento enemigo, a cientos de kilómetros de distancia, dispuestas con las lanzas; Sikander era el más valiente de los valientes; en un duelo con seis jinetes alanceó a dos de un golpe, al retroceder mató con el mango de la lanza a otro, cortó la cabeza de dos más con un sable y perdonó al último; sí, era generoso, más con los enemigos que con los amigos, porque en eso consiste el honor auténtico; era prudente y en la durbar de su regimiento dejaba que los veteranos gobernasen, había amor entre los hombres y el regimiento estaba unido; era la mejor unidad de caballería irregular del Indostán; no conocían el miedo, eran audaces y arrojados, eran hermosos. Escuchando todo esto, Sanjay pensaba que, después de todo, quizá Sikander llegara a ser rey algún día, y la gloria de la leyenda de Sikander le hizo darse cuenta del lento aburrimiento de su propia vida y se preguntó acerca de sus propias ambiciones, pensando, ¿es esto todo, no hay más, es esto la vida?
—Pero siempre —dijo Sandeep—, en el futuro, glorioso y perfecto, estaba Gul Jahaan. Cuando el aburrimiento se hacía insoportable, cuando la nostalgia de la infancia lo invadía, aparecía ella, recordada con todo detalle. Y así siguió viviendo.
—Pero —objetó un monje— ¿qué sucedió realmente con Sikander?
—¿Y con Chotta?
—¿Y con Jahaj Jung?
—Sí, sí, esperad —respondió Sandeep, un poco preocupado—, todo llegará. Escuchad esto: en esos años, durante esos años, con poca frecuencia e impredeciblemente, Sanjay recibía cartas de Sikander. Unas veces las traían soldados; otras, mercaderes, pero siempre que venían el curso de la vida de Sanjay quedaba interrumpido; se sentía presa del pánico, como si su propia vida le pareciera extraña. La primera carta, por ejemplo, llegó cuando acababa de publicar sus primeras poesías y, a causa de la carta, Sanjay se sintió extrañámente solo durante sus propias celebraciones, y mirando sus poemas pensaba, qué raro es esto, palabras sobre una página, tan frágil y artificial, negro sobre blanco.
—Pero ¿qué decía la carta?
—Pues escuchad —dijo Sandeep—, escuchad...
Ésta fue la carta.
Hermano mío:
Hace tiempo que observo tu poca disposición para escribir algo que no sea poesía, por eso no tengo muchas ganas de enviarte algo al modo epistolar: ¡cuán exactas han de ser las normas para quien rehúsa el empleo de las palabras en algo que no sea un canto! Pero estoy decididamente resuelto a no separarme de mí infancia y me aferró a ti por más que lo temas o lo desapruebes, y por consiguiente, escribiré algo, aunque sea pobre e indigno de alabanza. Así, pidiendo excusas por la rudeza del lenguaje de un soldado, indulgencia para la tosquedad de un hombre que sólo emplea las manos, perdón por su natural torpeza, empiezo con el habitual preámbulo: Con la ferviente esperanza de que esta carta te encuentre feliz, con la mejor salud, etc., etc.
¿Qué voy a contarte? No soy ducho en la narrativa y la realidad de la vida de un soldado está llena de trivialidades, detalles inacabables, largas esperas y aburrimiento; a pesar de eso, intentaré contarte algo. Me dejaré de florituras y espero que lo que te cuente te entretenga. Presta atención: te dejé con pesar, lleno de tristeza, estas separaciones son demasiado definitivas, como si te partieran o te desgarraran. Por primera vez pensé en la muerte, por primera vez pensé que la vida no es infinita. ¿Lo pensamos alguna vez, tú y yo, juntos? Partí y llegué sano y salvo a Calcuta; allí planeé que me descubriera en un bazar un criado del coronel Burns (mi padrino, ¿te acuerdas?). Me llevaron a su casa y empezaron las lágrimas, las recriminaciones de mis hermanas, mensajes urgentes a mi padre, en fin, ya te lo puedes imaginar. Soporté todo con paciencia y, cuando las cosas se calmaron un poco, terminaron por preguntarme, bien, ya que no quieres ser impresor, ¿qué es lo que quieres ser? Dije únicamente, seré soldado, y eso fue motivo de otro diluvio de lágrimas, consejos para disuadirme y cosas por el estilo, terminando con la objeción de que los británicos no me emplearían por ser nativo. Bueno, dije con toda tranquilidad, serviré a los marathas; más negativas y discusiones, pero yo me mantuve firme y al final obtuve lo que quería: una carta de presentación para De Boigne, y me marché.
Ahora daré un salto brusco (¿está permitido en la narrativa?) hasta mi encuentro con De Boigne, ahorrándote el viaje, las aventuras sin importancia y los largos y placenteros días de viaje en invierno. Lo encontré en medio de su campamento, donde vive rodeado de sus brigadas; son, Sanju, hombres extraños, silenciosos, disciplinados, y a la vista está que son buenos en el combate, pero de todas formas no sé qué les pasa, les falta algo, algo que no conozco. Y él, sentado en su durbar, imponente, con su reluciente uniforme verde, rodeado de reverencias y adulaciones; en cuanto lo ves te das cuenta de su poder, pero hay algo muerto en él. Estoy seguro de que podrías captarlo en una o dos líneas, un simple trazo de tu pincel experto grabaría para siempre ese algo: es su gran estatura; la papada, pesada y roja; la manera de sentarse en su sillón, del todo despreocupada, flácida; su respiración, que hace subir y bajar lentamente su enorme pecho. No estoy muy seguro de que entiendas lo que digo, pero recordarás que se supone que es uno de nuestros progenitores, y mientras le hablaba recordé aquella extraña historia y me estremecí. Es cierto, temí de alguna manera por nosotros; no era miedo a su poder, sino a lo que ha hecho de él lo que es.
No habló mucho, apenas miró mi carta, pero me dio el empleo, de modo que cuando salí de allí ya era soldado o, al menos, podía llamarme así. Era un oficial muy joven y los veteranos que supuestamente estaban a mi cargo cuidaron de mí, indicándome que hiciera esto o lo otro; pero, en fin, lo que tú quieres saber no son los detalles aburridos de la instrucción, la logística o el pienso de los caballos, sino el destino de todo esto. Pues sí, he entrado en combate; me han herido y también he matado. ¿Que cómo es? Es imposible decirlo con palabras. La primera acción la tuve en la Guerra de las Tías, una guerra civil vergonzosa de la cual debes conocer los detalles: una guerra entre facciones marathas, causada por la negligencia del nuevo gobernante hacia las viudas de su tío, el rey anterior, o, por lo menos, por descuidar a dos de ellas y prestar una desacostumbrada atención a la más joven y bella; y alrededor de esta disputa de familia cristalizaron todas las viejas rivalidades y el pueblo tomó partido, y así empezó. Me sorprendió que lo más apropiado para mí fuera iniciarme en esta guerra, pero en fin, luchamos arriba y abajo del Decán y un día, retirándonos después de una batalla perdida, se me ordenó que mantuviera una posición con dos cañones y dos compañías. Pues bien, lo conseguimos y quizá hayas oído algo de esto en Lucknow: cargaron ellos, disparamos nosotros, resistimos, luego cargamos nosotros, los dispersamos y se acabó. ¡Con qué brevedad se cuenta! Pero ¿cómo fue? Fue largo, muy largo; aguantamos y los hombres caían a nuestro alrededor; las balas que silbaban, los regueros de sangre, el sonido de las balas al herir los cuerpos, todo esto y lo que sentía no puedo describirlo, yo estaba tranquilo, no asustado como el ratón ante la serpiente, que es incapaz de moverse, sino aterrorizado todo el tiempo, pero, aun así, dando órdenes, yendo de un sitio a otro; no gozando (¡qué expresión!), sino como un buceador que ha renunciado a salir a la superficie. ¿Qué era? Era el empacho del mundo, de su enorme peso, de su locura, y también de la vida y de sus apetitos; he estado en guerras, y me he casado, no una vez, sino dos, y sé que me casaré más veces. A veces pienso en lo que soy, Sanju, y me miro las manos, observando cómo cogen las cosas, mientras a mi alrededor está este enorme torbellino, el cielo inmenso, las montañas. Soy un soldado, soldado no es simplemente lo que yo hago, es lo que soy, soy un soldado en este mundo que no comprendo; ¿es eso lo que se entiende por dharma? El mundo tiene hambre de mí y yo tengo hambre del mundo.
Pero basta de filosofar; te entretendré con mis siguientes aventuras: escucha, pues, cómo luché contra los rajputs. Hacíamos la guerra contra Jaipur y vi la carga de los rathors, inconcebible para quien no la haya visto. Imagínate un campo, un desierto de malezas, los ejércitos alineados, y de pronto, un cambio de luz, un trueno grave y una nube de luces centelleantes que se convierte en multitud de lanzas; los vi caer, Sanju, desaparecer bajo los cañones de una brigada, pero vinieron otros y cargaron sobre ella, arremetiendo toda la unidad en la polvareda, y, disipada ésta, persistieron, riéndose del ataque a otra formación de caballería en desbandada. Surgían ondulantes del campo de batalla, sin ningún temor, sin flancos que les apoyaran; no importa cómo fue, pero cuando volvieron a la carga, en grupos confiados de dos y cuatro, el signo de la batalla había cambiado y nosotros, es decir, las brigadas de De Boigne, acabamos con ellos fácilmente. Me alejé de la matanza y cabalgué delante, atravesando los montones de cadáveres ennegrecidos que marcaban las líneas de Jaipur; a lo lejos, el sol se ponía tras las dunas, no se movía nada, nadie me disparó, no se oía nada. Flotamos en medio de una espesa humareda, rota de vez en cuando por las grotescas ramas de algún árbol, retorcidas como garras; ante mí se alzaban oscuras y amenazantes rocas y hubo un momento en que un cuervo aleteó junto a mí, sin hacer ruido, pero desprendiendo un intenso hedor a podrido. No sé cuánto tiempo cabalgué, pero finalmente llegué a un altozano y me encontré en el campamento de Jaipur, con tiendas vacías y zapatos desperdigados por doquier, pero ni un suspiro. Me adentré en el campamento y llegué a una tienda situada en el centro, una tienda enorme, con pendones ondeantes en lo alto; las paredes interiores estaban pintadas imitando un jardín. Mis pies se hundían en las alfombras; había grandes almohadones cubiertos de telas doradas y frutas en el suelo, como si alguien acabara de salir; tanta riqueza me afectó de una manera extraña. Por alguna razón que no sé explicarme, me puse a llorar, y así, con el rostro humedecido, fui apartando las cortinas de seda y pasando de una habitación a otra, y por último, en el mismo centro, me atrajo un centelleo dorado: era un pez curioso, de latón, caído en el suelo. Lo recogí, lo apreté en mi mano y salí aturdido y monté en mi caballo; en el camino de vuelta, me fui cruzando con nuestros soldados y todos reían y repetían mi nombre, Sikander, Sikander, hasta casi formar un coro, y cuando pregunté, dijeron que aquel pez era el símbolo de un soberano, el emblema del reino de Jaipur. Sikander, Sikander, susurraba aquel campo de fantasmas, mientras regresaba a casa.
El vencedor de aquella batalla, De Boigne, se fue a Europa poco después: la caravana que transportaba sus riquezas tenía casi cinco kilómetros de longitud, yo la vi. Nadie sabe realmente por qué se fue, por qué en aquel momento, pero vi cómo se iba; nos saludó a todos, pero tuve la impresión de que no nos veía. Me pareció un hombre que había pasado por el mundo, que lo había dominado, sin saber nada de él; recordando aquellas historias de la infancia, me incliné cuando pasó junto a mí, y sus ojos tenían la opacidad de los espejos.
¿A qué viene este relato, Sanju? No sé por qué he elegido estos momentos para ti, ¿sabes tú por qué? Creo que pronto me ascenderán. Sanjay, yo, Sikander, te pregunto: ¿es esto, es esto el dharma?
Tu amigo, Sikander
La siguiente carta llegó dos años más. tarde, justo la mañana después del día en que Sanjay hizo el amor con Gul Jahaan por primera vez; se la entregó a Sanjay un monje budista viajero, que murmuró, om mani padme bum, y dejó a Sanjay cavilando sobre lo sucedido la noche anterior. La carta de Sikander, como la primera, lo obligó a evaluar su propia vida, a pesarla y a medirla, cosa que no le gustaba.
Aquella mañana se sintió débil y tembloroso; un ligero soplo hubiera bastado para derribarlo. Ahora, después de lo acontecido, todos sus planes y maniobras para ganarse a Gul Jahaan le parecieron triviales y absurdos: lo que durante un tiempo lo había consumido ahora sólo le inspiraba autodesprecio. El placer había sido mayor de lo esperado (miró, asombrado, sus pechos desnudos iluminados súbitamente por la luz de la luna), pero hubo algo más; contempló después el sueño de ella, acurrucada como una bola, quieta, pequeña y cansada, y se sintió tan solo que creyó que iba a llorar. Al día siguiente se buscó mil pretextos para estar ocupado, llevando la carta de Sikander en el cinturón, y, por la tarde, fue a una fiesta organizada por sus amigos. Su pasión por Gul Jahaan era bien conocida: todos habían advertido sus movimientos hacia ella, su creciente importancia como poeta de sentimientos ardientes e iconoclasta, cómo ella apreciaba esto y, finalmente, el último episodio; por todo ello lo recibieron con fervientes saludos, con felicitaciones sin palabras pero evidentes en las anchas sonrisas. Pero ninguno de ellos, cuando levantaron sus copas, conocía la extraña desdicha de Sanjay, su inexplicable tristeza escondida; una decepción más profunda, que ni él mismo quería admitir. Intentaba no pensar en ello, en aquello que parecía una presencia acechante en la selva, sentida pero no reconocida; sonrió y rió con sus bromas y sólo al final de la fiesta, cuando todos callaron y lo miraron expectantes, supo lo que era: recitó dos de sus poemas, que los amigos encontraron deliciosos y alabaron, y mientras aplaudían, todo el peso de la revelación cayó sobre su pecho y se debatió de pronto con el conocimiento absoluto de que sus poemas eran triviales, agudos e incendiarios, pero sólo llamativos, que le habían ganado la fama y por consiguiente a Gul Jahaan, que por eso y para eso los había escrito, que toda su revolución era un simple salto en el vacío, una pose, que se había malgastado a sí mismo y a su idioma. Y en la hora que debería haber sido la de su gran triunfo, Sanjay sonrió con amargura y lloró secretamente una elegía por él mismo, por su talento otrora inocente. Y cuando por fin se quedó solo, con los vítores y las felicitaciones aún en sus oídos, leyó la carta.
Hermano mío:
Al parecer sigues siendo cauteloso con la palabra escrita; he sabido de ti, pero no por ti mismo. He seguido tu carrera, incluso en los polvorientos destacamentos que suelen ser mi morada, y he tenido el privilegio de leer algunos de tus versos. Aunque esas frases bien pulidas expresan ira, su amplia popularidad en todo el país me hace pensar que estás bien. Por eso no te deseo los bienes habituales y confío en tu prosperidad. Te contaré, sin más, mis siguientes aventuras, y quizá tú extraigas un mayor significado de estos acontecimientos. Reconocerás, al menos, que son extrañas en demasía.
Quizá sepas ya que Chotta está conmigo; se hizo soldado como yo y durante un tiempo sirvió a la begum Somrú, y aunque ella lo trató bien, pensó que debía estar conmigo. Cuando vino lo acompañaba Uday, mi maestro, que ahora sirve con nosotros, lo cual es una ventaja que me complace. También estoy contento de que Chotta esté aquí; es callado, como siempre, o quizá un poco más que antes, y me satisface tenerlo bajo mi cuidado. Tan pronto como llegó lo llevé a los «barbas grises» de mi brigada, subedars veteranos, y les dije: padres, éste es mi hermano, que será oficial como yo y a quien os presento; os pido que cuidéis de él como habéis cuidado de mí, que cuidéis de él como de un hijo pequeño. Inclinaron gravemente las cabezas y me sentí más tranquilo; hay algo en Chotta que me preocupa. Pero de esto te hablaré en otra ocasión, ahora tengo que ceñirme a lo principal de mi aventura (te escribo entre marchas): te contaré la historia de mi guerra con George Thomas.
Ya sabes que luchamos contra los británicos, los sijs esperaban en el nordeste y la presa era Delhi: quien posee Delhi posee la India; el mogol está acabado, debilitado, pero el trono es sumamente importante, se asienta en la autoridad de los siglos. Thomas estaba al norte de Delhi, a poca distancia, y todo el mundo sabía que un día u otro lo sacarían de allí, el día antes del ajuste final de cuentas con los ingleses. Los marathas decían: si ponemos nuestra atención en Calcuta y Thomas cae sobre Delhi, todo está perdido, y lo mismo pensaron los ingleses. Así que decidieron atacar a Thomas y nadie acudió en su ayuda porque a nadie convenía: en este juego de estados todos son enemigos. Así que la emprendimos contra él. Se retiró a su ciudad de Hansi y lo alcanzamos en un lugar llamado Georgegarh, una fortaleza construida por sus hombres y bautizada con su nombre; atacamos, se defendió y resistieron muy bien. Al caer la noche habíamos perdido nuestra escasa ventaja numérica y si no hubiera sido por la falta de luz lo habríamos pasado mal. Pero aparte de la suerte hubo algo más: me enfrenté a él en el campo de batalla. Al final del día dirigí una carga contra su retaguardia (de no hacerlo nos habrían vencido), y en una escaramuza en una escarpa, me vi con él cara a cara: era él sin duda, un hombre gigantesco cubierto de una armadura arcaica; su golpe en la empuñadura de mi espada me dejó insensible la muñeca, retrocedí titubeando y caí, pero me dejó ir y luego nos alejó el combate. Llevaba la cabeza cubierta por un yelmo que le tapaba la nariz y las mejillas, pero sus ojos eran de un azul intenso y me pareció que, entre la polvareda, me seguía con la mirada.
Más tarde, aquella noche, cuando volví al campamento, varios oficiales, colegas míos, me miraron de un modo raro y, cuando me detuve, me dijeron que Chotta había muerto: varios lo habían visto caer bajo un tajo del mismo Thomas. Y corrí al campo de batalla, a la luz cambiante y nebulosa de la luna, y busqué a mi hermano, tropezando con los montones de cadáveres; bajo aquella luz indecisa pero inequívoca, los muertos parecían extenderse hasta más allá del horizonte y todo parecía irreal, como si fueran comediantes y aquella catástrofe sólo fuera un escenario, el montaje correspondiente a las consecuencias de una descomunal batalla. Durante horas me sentí como si flotara en esa ilusión, con mi corazón ardiente, hasta que, de pronto, vi otra sombra inclinada, otro hombre inclinado sobre la tierra y su carga: era Chotta, que, al igual que yo, teniéndome por muerto, víctima de un tajo del mismo Jahaj Jung, me buscaba. Nos abrazamos locos de contento, me mostró los jirones de su cota de malla rota, allí donde había recibido el golpe; me dijo sin tapujos que había huido de Thomas, incapaz de enfrentarse a la fuerza y la furia de aquel hombre. Y así estábamos, abrazados, mirándonos y riendo, cuando algo me hizo ponerme rígido y contraer la espalda; me aparté de Chotta y vi encima de nosotros una figura maciza y silenciosa, con yelmo puntiagudo y una armadura de amplios hombros, armado por todas partes, destacando su silueta angulosa, acechante y temible sobre las rápidas nubes, y pensé que algún espíritu vengador del campo de batalla había tomado forma delante de nosotros y me quedé helado, paralizado; entonces dijo: vine a buscaros.
Era Thomas: al acabar el día, no pudo olvidar dos enfrentamientos, aquellos en que nos derribó; no pudo conciliar el sueño ni pensar en otra cosa. Por eso salió y nos había encontrado y nos preguntaba quiénes éramos nosotros; le dije nuestros nombres, sin que le sirviera para reconocernos, y nos miró, asombrado y confundido. ¿Sois nativos?, preguntó luego, y dije que sí, que nuestra madre era una dama rajput, y, al oírlo, adoptó una expresión de lo más rara, y dijo, ¡sois los hijos de ella! De modo que, después de todo, Sanju, algo hay de verdad en aquellas viejas historias, y pareció creerlo sin preguntar nada más y, a partir de aquel momento, nos trató en todo como a hijos suyos. Esto, como puedes imaginar, nos llevó a la situación más extraña, porque aquella noche, en el campo de batalla, nos abrazó y después se negó tajantemente a luchar contra nosotros; y si digo esto es porque a la mañana siguiente todos esperábamos temblando su ataque, que, con toda seguridad, acabaría con nosotros. Nos tenía en desventaja y, si hubiera venido, nos habría derrotado, y según las leyes de la guerra tenía que haber venido, esto estaba perfectamente claro para todos los oficiales y soldados de aquella batalla. Pero no vino y cada minuto y cada hora que pasaba nos acercaba a los refuerzos que venían; y esperamos en aquel arenal sangriento, el día fue pasando y no hizo nada; aquella noche, Chotta y yo salimos otra vez y nos estaba esperando. Le pregunté, ¿por qué te has detenido hoy, por qué no atacaste? Y dijo, muy sencillo, porque no lucharé contra vosotros. No podía decirle, vamos, ataca, es tu última oportunidad, pues habría sido desleal, ya que cada momento suyo de inactividad era un regalo del cielo para aquellos a quienes yo servía, pero le pregunté: ¿por qué? La pregunta pareció extrañarle. Se limitó a encogerse de hombros y repitió: no lucharé contra vosotros. Y así transcurrieron quince días y nuestros dos ejércitos permanecieron quietos, separados por las dunas, y hubo muchas discusiones a la hora del rancho acerca de por qué Thomas, el temible Jahaj Jung, estaba paralizado, por qué esperaba, y Chotta y yo no dijimos nada. A la noche decimoquinta, Chotta no pudo callarse y le dijo, si no atacas mañana estarás perdido, los refuerzos están a un día de marcha, pero, de nuevo, Thomas negó con la cabeza.
Tengo que decir que, para entonces, Chotta y yo sentíamos un gran afecto por aquel hombre: era fuerte, honorable y nos trataba con amabilidad, acariciaba nuestras cabezas al encontrarnos y al despedirnos. ¿Por qué?, le dijo Chotta furioso, ¿por qué? Pero Thomas se encogió de hombros y, luego, a pesar de mis esfuerzos, Chotta le gritó, desaparecerás de la faz de la tierra y nadie te recordará, desaparecerás como un sueño, aunque seamos tus hijos debes luchar contra nosotros. Así es como sucederá, contestó él. Salté de un barco para huir de esa historia; y no añadió más. Sólo cuando se separó de nosotros aquella última noche, se dio la vuelta y nos llamó: no lucharé contra vosotros, soy indio, pero ¿qué sois vosotros?
Nunca supe lo que quiso decir con aquella pregunta, porque a la tarde siguiente llegaron nuestros refuerzos y entonces estuvo completamente perdido. ¿Qué quiso decir con aquella pregunta, Sanju? ¿Por qué me preguntó aquello? Pensé todo el rato en su significado, mientras íbamos de un campamento al otro para negociar su rendición y establecer las condiciones; finalmente, el desenlace fue el mejor posible: fue destituido, despojado de sus tierras y exiliado del Indostán para siempre, pero se le permitió llevar su fortuna consigo. Dio su acuerdo, no tenía otra opción, y antes de su marcha, lo invitamos a cenar con nosotros; no transcurrió bien la cena. En la cara de nuestro comandante, Perron, había un gesto desdeñoso, y sus favoritos, por imitarlo, adoptaron un aire insolente; mientras, Thomas, reclinado en su silla, bebía. Finalmente, Perron levantó su copa y brindó «por la derrota de todos nuestros enemigos». Thomas rugió: «Yo no he sido derrotado», volteó su espada sobre la cabeza y Perron echó a correr como un cerdo asustado; calmamos a Thomas y lo llevamos a su casa. Mientras caminábamos al lado de su palanquín, en medio de la oscuridad, él estaba echado, mirando las estrellas, murmurando la historia de un hombre anciano en el bosque y de otro hombre en una ciudad arruinada, y nos contó cuán maravillosa era su ciudad, Hansi, que él había construido y poblado. Intenté decir algo, pero ¿qué iba a decir a un hombre que acababa de perder su reino, que lo había perdido por amor? En la última puerta había un centinela, uno de esos hombres insufribles pagados de su propia fuerza, y este centinela nos retó, ¿quién anda ahí? Y los hombres de Thomas dijeron, es Jahaj Jung, el sahib Bahadur, y el tipo aquel, que debió de haber oído hablar de la riña y estaría deseoso de ganarse el favor de Perron, alzó la espada y dijo, no conozco a ningún sahib Bahadur, sólo veo a un borracho, ¿quién va? Y, te lo juro, había visto cómo aquella noche Thomas se bebía tres botellas de vino, pero antes de que pudiera pensar nada el centinela estaba sentado en mitad del camino sosteniéndose la muñeca y mirando la sangre que brotaba de su herida y Thomas volvía hacia mí sacudiendo la sangre de su espada. Me hizo una reverencia y dijo, pude haber ganado (yo asentí con la cabeza), pero te deseo aquí una vida feliz. Sonrió y añadió: yo encontraré mi felicidad, pero no aquí, no con toda esta riqueza; un anciano vendrá a buscarme y caminaremos juntos hasta las montañas. Luego se fue y a la mañana siguiente lo escoltaron hasta Delhi, y desde allí a Calcuta. Nunca volví a verlo. Me pregunto ahora qué quiso decir con aquellas cosas, si eligió ganar o no, de qué anciano hablaba y por qué, y no sé qué pensar. Pero sé una cosa: después de irse, hablamos con sus hombres (y eran muchos) para que se unieran a nosotros; les ofrecimos buenas condiciones para que entraran a nuestro servicio, pero todos, como un solo hombre, dijeron que habían cabalgado con Jahaj Jung y que no servirían a otro, y luego se rasgaron las vestiduras y cada uno de estos soldados se convirtió en sadhu. Yo lo vi. ¿Qué era este hombre, Sanju? ¿Quién era para inspirar semejante acto a sus soldados? Creo que nunca lo sabremos, pero sé que Chotta lloró por él, que Thomas nunca fue allí, a Europa, como nos había prometido; nos dijeron que, camino de Calcuta, a la vista de unos bosques verdeantes, murió. Lo encontraron una mañana sonriendo en su sueño. Creo que no veremos nunca cosa igual: él renunció a un reino, y sus hombres, en su memoria, se hicieron monjes.
Estoy envejeciendo, Sanju; me he vuelto a casar, no una sino cinco veces más, en total siete veces. Soy feliz, tengo trabajo, sé cuáles son mis ambiciones y sigo adelante, pero hay ocasiones, algunas noches de lluvia, en que me despierto de pronto y siento que me acecha una aprensión inexplicable, siento otro entendimiento, no sé decirlo, no sé qué es, pero el camino no es recto, nada está claro, todo son desviaciones, círculos y viajes con destinos desconocidos; te he contado confiadamente la historia de George Thomas, Jahaj Jung, pero tengo la sensación de no haberla entendido ni de haberlo entendido a él: el significado nos rodea por todas partes, en el polvo de Hansi y en aquel bosque, y no puede entenderse ni expresarse.
Tu amigo, Sikander
Con el paso de los años Sanjay fue escribiendo menos; el acto de poner palabras en el papel era cada vez más una mentira, una traición opresiva a la vida misma, y llegó el día en que se sintió completamente incapaz de escribir. Sentado a su mesa y con la pluma en la mano, se sentía como un actor; aunque garabateaba signos en el papel blanco, flotaba sobre sí mismo, contemplando cómo pasaban los minutos, sin encontrar una sola palabra en su interior. Pasó la mañana sentado, hasta bien entrada la tarde, arañando en su alma, forzando la memoria, buscando y rebuscando recuerdos, pero terminó por admitir que no le quedaba nada, nada, y, al reconocer esto, sintió un enorme alivio. Apartó el papel, cerró la caja de las plumas y salió rápidamente al atardecer de la calle; fuera todo estaba extrañamente silencioso y, mientras paseaba, gozó con las bandadas de pájaros en el crepúsculo, el aire fresco, el tupido follaje de los árboles.
—Llevabas hoy mucha prisa —le dijo Gul Jahaan cuando se sentaron—. Te vi llegar por el jardín.
—Hoy me siento feliz —contestó Sanjay.
Ella lo miró fijamente unos segundos, y él a ella; el rostro de Gul Jahaan, que una vez le pareció exótico, lo conocía bien ahora.
—Yo también me siento feliz —dijo ella muy seriamente. Hubo una larga pausa antes de repetir—: Soy feliz.
—¿Qué ocurre?
Lo miró calmosamente, con las palmas de las manos hacia arriba y sobre su regazo; de pronto, sonrió y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Vas a ser padre.
Sentado con ella, con su espalda firmemente apoyada en él, Sanjay pensó en esta persona que tenía en sus brazos como una identidad completa, complicada y difícil; le giró suavemente la cara hacia él y le preguntó:
—¿Cómo viniste a esta Lucknow? ¿Dónde naciste?
—Nunca me lo preguntaste en todos estos años.
—Dímelo ahora.
Y mientras ella hablaba de tíos ^hermanos perdidos hacía tiempo, de la madre, del pueblo, estudió la cara que tenía ante él: toda una historia de traumas y esperanzas, muy diferente del sueño de su propia infancia, y aun así poseía la amable y acogedora fuente de la esperanza, de la belleza irresistible; el calor de ella lo hería e interrumpió su relato besándole los párpados, ella le respondió riendo y, finalmente, murmuró:
—Pareces cansado. ¿Estás cansado?
—Sí, un poco.
Fue un niño, nacido muerto, perfectamente formado, de complexión dorada, con los puñitos cerrados; el siguiente fue oscuro, casi azul, sin ningún grito que anunciara su llegada al mundo; hubo otros tres que nacieron muertos. Cuando Gul Jahaan quedó embarazada por sexta vez, habían agotado todos los vaids, munshis, gurús y habían hecho todas las peregrinaciones de Avadh; finalmente no les quedó más recurso que esperar. Esta vez no pudieron contarse historias esperanzadoras y estaban demasiado cansados para lamentarse. Esperaron el nacimiento con la resignada aceptación con que se suele afrontar la muerte inevitable, con esa horrible impaciencia que hace desear que las cosas ocurran y terminen lo antes posible. Ahora apenas se tocaban y vivían en una especie de tranquila camaradería; Sanjay recibía los ingresos de sus primeros libros pero, en ausencia de obra nueva, había un lento pero perceptible descenso hacia la pobreza, que igualmente aceptaba como inevitable. A Sanjay le pareció que la melancolía de su vida no era tan desagradable como había pensado; había un cierto placer en esa decadencia y no la encontró dolorosa, salvo algunas tardes, cuando caía dormido y se despertaba, sobresaltado por el terror de la edad, pensando, estoy envejeciendo, soy un viejo.
Toda esa lasitud se vio barrida de golpe por una única noticia de un doctor inglés itinerante, un hombre que se movía por el campo, ayudando a todos en la consulta nocturna de su campamento, sin importarle la posición, la edad o el sexo de los pacientes. En el breve tiempo de sus viajes, su habilidad le había ganado una buena reputación, salvando a enfermos febriles y desahuciados, aliviando el dolor de mutilados en accidentes e incluso, según contaban, devolviendo la vista a quienes eran ciegos desde niños; debido a esto, eran muchos los que acudían a este hombre, e incluso los más ortodoxos y desconfiados hacia los extranjeros desecharon sus temores y buscaron su consejo.
Fue Gul Jahaan la primera en oír de este hombre, e inmediatamente empezó a hacer planes con la pasión de la criatura que se ahoga lentamente y ve la oportunidad de salvarse; vendió parte de sus joyas y encargó nuevos vestidos, refiriéndose a él siempre como «el doctor inglés». Sanjay reaccionó cautelosamente, desconfiado y lleno de recuerdos, pero incapaz de borrar la esperanza, sintiéndola en su interior como una oleada incontenible; había aprendido a observar a los ingleses con desconfianza y, en consecuencia, escribió a conocidos, envió mensajeros y esperó la información acerca de este inglés excesivamente generoso. Esperó Sanjay con una curiosidad febril, mezcla de esperanza y despecho, de modo que cuando supo el nombre del doctor rió histéricamente durante un buen rato; le pareció que la vida tenía su propio sentido, curioso y juvenil, de la estética, porque el nombre era, por supuesto, Sarthey.
Supo lo demás sin tener que preguntarlo, que era el hijo del hombre que había conocido, y que este hijo era un profesional precoz y muy célebre; era brillante, había publicado dos libros sobre el tratamiento de las enfermedades infecciosas y ahora viajaba por el Indostán con el propósito declarado de recoger material para la publicación de un tercero sobre enfermedades tropicales. Se daba por supuesto que era hermoso y alto, que su cabellera era larga (para un inglés) y que sus ojos eran azules; Sanjay sabía todo esto e intentó explicárselo a Gul Jahaan, para decirle que no debían ir, que sabía que no debían ir. Pero en cuanto empezó a hablar vio una nueva luz en sus ojos, la alegría que agitaba su pecho, su media sonrisa mientras lo miraba llena de amor, sin escucharlo; se sintió derrotado, movió la cabeza y dijo:
—Bien, supongo que tenemos que ir.
—Pues claro que iremos —respondió ella.
Fueron al campamento del doctor cuando éste estaba cerca de Lucknow, en una aldea desconocida, a unos ocho kilómetros de la otra orilla del Gomti. Cruzaron el río en una barca alquilada y Sanjay se sentó en la popa, mirando hacia atrás, contemplando cómo la ciudad retrocedía en las sombras y luego se presentaba en un conjunto de luces diminutas, cada vez más pequeñas. El campamento del inglés estaba trazado en líneas rectas alrededor de la sencilla tienda gris del doctor; lo primero que vio Sanjay fueron los limpios senderos de gravilla en aquel campamento provisional, cruzándose nítidamente como un tablero de ajedrez. Los enfermos esperaban pacientemente en la oscuridad, dispuestos en filas por los ayudantes del doctor; Sanjay habló con uno de estos ayudantes y luego volvió con Gul Jahaan.
—Tenemos que esperar —dijo, y se encogió de hombros.
—Esperaremos —respondió ella. El burqua amortiguaba su voz—. Esperaremos.
El sufrimiento iguala: en la oscuridad, Sanjay se sentó junto a obreros y campesinos y reflexionó sobre esto; de vez en cuando se oía un sonido apagado, un gruñido lejano, roces de ropa cuando alguien se levantaba trabajosamente y daba unos pocos pasos arrastrando los pies. Cuando los llamaron, la luz de la tienda del doctor, blanca y afilada, le hizo daño. Procedía de una nueva clase de farol que ardía con una insólita llama azul; Sanjay bizqueó a la luz helada y se sintió tan aturdido que no oyó la primera pregunta que le hicieron.
—¿Es ciego? —esta vez era otro el que hablaba, en inglés.
—No, no soy ciego —replicó Sanjay en inglés—. La paciente está fuera.
—¿Habla usted inglés?
Esta vez Sanjay pudo verlo: vestía de oscuro, con un traje formal inglés que Sanjay sólo había visto en grabados, y llevaba una corbata negra. A Sanjay sólo se le ocurrió que debía de tener calor con aquella ropa.
—Sí —dijo finalmente Sanjay—, hablo inglés. Mi nombre es Parasher.
—Encantado. Soy el doctor Sarthey. ¿Y el paciente?
—Ella está fuera.
—Bien, estoy seguro de que usted comprenderá que he de hablar con ella, con la paciente —la sonrisa del doctor era mínima y amistosa afirmando un conocimiento común y compartido.
—Por supuesto —contestó Sanjay, dándose cuenta a su pesar de lo ridículo de la situación—. Voy a buscarla.
Fuera, Gul Jahaan se levantó el purdah para hablar mejor con Sanjay; lo escuchó gravemente, después preguntó:
—¿He de exponerle mi cara?
—Es probable.
—Peores cosas he hecho —dijo ella—. Y esto es por nuestros hijos e hijas.
Se levantó y caminó apresuradamente tras él; dentro, habló resuelta y directamente y, sin vacilar, tendió su muñeca al doctor. Este, a su vez, se sentó en una silla de hierro, prescribió descanso, caldo de gallina, algunos medicamentos que él facilitaría y, finalmente, aconsejó que la asistiera un buen médico en el momento del parto.
—Dile que no tenemos otro médico —dijo Gul Jahaan—. Dile que nos vendremos con él.
—¿Viajar conmigo? —se extrañó el doctor cuando Sanjay se lo tradujo—. Es difícil y también... —pero se detuvo y miró seria y atentamente la cara pequeña de Gul Jahaan enmarcada por el burqua negro, mientras ella le devolvía la mirada sin pestañear.
—Sí —afirmó Sanjay—, Está totalmente decidida.
—Sí —comprendió Sarthey—, entonces me parece bien.
Ya venían preparados para esto; Sunil, ahora con la calva reluciente de cocinero importante y famoso, presidía el séquito de Gul Jahaan. Vinieron con carros, camas y mosquiteros y se instalaron a poca distancia de las tiendas del inglés, respetando y adoptando las líneas y ordenamiento del campamento. Aquella noche ella se entregó a Sanjay con júbilo; su placer era siempre lento, sin prisas, completamente consciente, pero esta noche parecía una forma de conocimiento por sí mismo; se sentaron uno frente al otro, se unieron, quietos salvo en los movimientos y fluctuaciones secretas, se miraron a los ojos y siguieron hasta que la pasión dio paso a una mayor lucidez; estaba oscuro, pero Sanjay podía verla perfectamente, como si su pelo negro y la redondez de sus pechos irradiaran una luz interna; él rió de pronto porque el aire fuera tan claro; cada toque de los dedos de ella penetraba en el cuerpo de él como una palabra y lo transfiguraba con su olor y su presencia omnipresente.
Al día siguiente vieron con claridad que estaban en un campamento extranjero: el joven doctor prohibió cualquier tipo de actuación de Gul Jahaan; era famosa en todo el estado de Avadh y, debido a ello, hubo muchos más visitantes de los pueblos y ciudades y algunos solicitaron el placer de oír su canto. Sarthey lo prohibió, sin enfado ni severidad, pero, en cualquier caso, dijo que aquello era .imposible. En todo lo demás se mostraba cortés, y Gul Jahaan se plegó a sus deseos con el fin de formar parte de su campamento; cada día el doctor la examinaba y vigilaba de cerca su dieta, algunas veces enviándole alguna exquisitez de su cocina. Sanjay, por su parte, hablaba a menudo con Sarthey, que parecía encantado con su inglés, su interés por las cosas inglesas y, en especial, por la poesía; pronto el doctor empezó a llevarle libros, hablaron de historia, discutieron de economía y comercio, cuestiones prácticas de geografía y progreso y el vasto potencial del futuro. Al principio, las conversaciones versaron sobre estos temas, pero luego, cuando paseaban a caballo por la mañana, empezaron a surgir silencios entre ellos, que Sanjay reconoció incrédulamente como la forma natural de proceder entre amigos. Estos momentos, mientras el sol dibujaba un fino perfil rojizo en las nubes, poseían el inequívoco sabor de la intimidad y Sanjay, en contra de su voluntad, encontraba placentera la compañía del inglés, que sentía curiosidad por todo, quería conocer los nombres de las plantas; llevaba el pelo estirado hacia atrás desde la frente, y su cara, delgada y seria, tenía el hábito de adornarse con una sonrisa repentina, y cuando esto sucedía, rebotaba sobre la silla, se llevaba la mano a la boca y sofocaba la risa. Aunque Sanjay sabía que eran de la misma edad, se sentía mucho más viejo, como si ya saboreara el tiempo de las cenizas y el compromiso, mientras que el otro no había experimentado siquiera la amargura de las esperanzas rotas de la juventud. Y, por encima de todo, más valiosa que otra cosa, estaba la inteligencia de Sarthey, que no era ingenio, sino una capacidad de atención, morosa y circular, que enfocaba, insistía, comprobaba y finalmente aprehendía; descubrir esto en el inglés le resultó sorprendente, porque durante toda su vida Sanjay había ocultado en su soledad orgullosa un cierto convencimiento de su precocidad y entendimiento que jamás había visto en otro, salvo en este hombre. Por eso Sanjay recordó su pasado y predijo sin dudarlo un futuro de desastre, pero ahí estaba, esta camaradería, espontánea y sin razón alguna; a pesar de todas estas cosas, en aquellos momentos de la mañana, Sanjay no se sentía humillado por hacerle una pregunta tras otra, qué hacéis por la mañana en Inglaterra cuando os levantáis, cómo se hace el desayuno, etc., y las respuestas venían sin pausa, y, a su vez, las preguntas de Sarthey.
Al parecer, Gul Jahaan se tomaba estos encuentros con la divertida tolerancia de las mujeres hacia las cosas de los hombres y empezó a referirse a Sarthey como «tu inglés», a quien temía, por sus ojos azules y su porte ascético. Pero Sanjay, que estaba a su disposición para traducir, lo veía a veces por las noches cuando pasaba consulta: sus dedos precisos en los vendajes, los nudos derechos y perfectos, la mirada clara mientras limpiaba las heridas y furúnculos, los ojos distanciados del dolor y de las caras crispadas, y, sin embargo, compasivos; todo esto era lo que Sanjay consideraba amable.
Fue en esta época cuando llegó otra carta de Sikander. La trajo un vendedor de dulces, que dejó el pequeño envoltorio entre dos rosogullas.
Sanjay,
estoy herido.
Otra guerra, otro combate: no te cansaré con los detalles desgraciados de la vida de un soldado. Baste decir que la lucha por la supremacía en el Indostán continúa rabiosamente, cambian las alianzas y los soldados mueren. Esta vez fuimos atrapados en campo abierto en una lucha desigual, sin apoyo ni esperanza; retrocedimos lo mejor que pudimos, pero rompieron nuestra formación. Luego se nos echó encima la caballería y fue horroroso; lancé cuchilladas y hubo un momento, mientras corría, en que pensé de pronto en mis esposas, mis hijos, y entonces partí en dos a un hombre con toda facilidad. Yo gritaba algo, no sé qué era, no sé decírtelo, salté hacia delante y ellos retrocedieron asustados; luego, vi de soslayo a un jinete que espoleaba a su caballo y se dirigía hacia mí, me di la vuelta para encararme con él y vi cómo levantaba la pistola, sentí un fuerte golpe en mi muslo, como si alguien me hubiera golpeado con una barra de hierro y me hubiera alcanzado hasta el abdomen, un golpe seco que me dejó entumecido, vi el fogonazo en su mano y caí al suelo y me pareció que el sonido del disparo resonaría para siempre en mi cabeza.
Cuando desperté, Sanjay, era de noche, y estaba clavado en la tierra como si un enorme dardo doloroso me atravesara el vientre. Desde la ingle, el dolor se extendía por estrechos caminos que horadaban todo mi cuerpo y se agudizaba a cada movimiento que hacía. Al principio me dio miedo hacerlo, pero finalmente llevé trabajosamente mi mano hasta abajo, palpé los bordes en carne viva de una herida y sentí la deformidad del cuerpo cuando está reventado. Mientras palpaba esta hendidura, sentí que el caos se cernía sobre mí y grité, no de dolor, sino de miedo a este desorden que quería devorarme y pulverizarme en una obscena mezcolanza. Madre, grité, madre, madre. ¿Sabes lo que me asustaba, Sanjay? Las secuelas de la batalla, los miembros humanos desperdigados como basura, todo reducido a pulpa, sin que nada sea ya esto o aquello, uno u otro, sino sólo desecho destinado al torbellino del fuego. Era esta enorme confusión, esta anarquía, la que sofocaba mi aliento. Dejé que el miedo se apoderara de mis sentidos y, agradecido, me abandoné, pero salió la luna, la vi y ya no pude esconder nada: madre, madre, madre. Mis susurros se unieron a los lamentos de los que estaban cerca y todos lloramos a coro en la oscuridad; bajo la luz blanca y plana todo se hizo negrura afilada, sombras y perfiles acerados; de noche, la sangre es negra. Luego oí la voz de una mujer: Sikander, estoy aquí. Madre, dije. Pero vi a una mujer hermosa y alta, toda blanca, con la piel iluminada desde dentro y la boca roja: era Kali. Se acercó a mí, Sanjay, y me estremecí, horrorizado y sobrecogido, extasiado e inconsciente; la noche se rompió en pedazos, la luna tembló y se hundió en la tierra. Cuando recuperé los sentidos y pude ver y pensar, oí la voz: «Sikander, ¿eres tú?, ¿eres tú?». Era Uday: oí el dolor en su voz, la agonía del disparo de un arma anónima que hizo añicos su pierna; me dijo que lo vio venir un momento antes del golpe y luego quedó destrozado. «Aprende la lección, joven Sikander, en esta guerra la habilidad sólo puede llevarte hasta aquí; cuando la bala quiere, cuando te busca, ni el honor ni nada te salva.» Y seguimos hablando y el dolor fue menguando, pero sentí que volvía, el torbellino del cielo, una rueda de carro girando y girando y yo mismo dispersándome en cien fragmentos y lugares, la voz de Uday, resiste, chico, resiste, aguanta, pero yo estaba ido, la oscuridad dividida, y desde lejos vi el montón de cuerpos aplastados, las lanzas rotas y clavadas, oí las palabras delirantes de los heridos, agua, agua, por favor, agua. Me pareció entonces que Kali me tenía en sus brazos, me acunaba, con mi cabeza apoyada en su pecho, y miré sus ojos de loca y dije, madre; luego se puso encima de mí, sentada con las piernas cruzadas sobre mis ingles: Sikander, ¿de qué tienes miedo? Se rió, su negro cabello ondeaba alrededor de su cara, y bailó sobre mi cuerpo, aplastándome desde la cabeza a los pies, y me dijo, Sikander, no estás hecho para ser feliz. Por último se tendió a mi lado, me acarició la frente y dijo, no tengas miedo, no hay nada que temer, y supe que me decía la verdad, el dolor desapareció, sonreí y caí dormido.
Cuando desperté, supe, no sé cómo, que era pasada la medianoche, sabía dónde estaba y ya no sentía aquel vértigo, aquel terror de antes. Traté de sentarme como pude para ver a mis hombres y qué podía hacer por ellos, y estaban sumidos en el tormento del infierno de los soldados, donde el tiempo es eterno, tu sangre fluye, no puedes moverte y no hay agua. En todo mi alrededor oía cómo la pedían con gritos débiles, desesperados, ilusionados, enloquecidos, en todas las formas posibles de la condición humana; y por encima de este clamor susurrante, la voz de Uday, hablando, animando, pero podía advertir sus labios espesos, su lengua moviéndose como una bestia correosa en la seca caverna del paladar. ¿Tan malo es?, oh, maestro, le pregunté, y me contestó, nada es tan malo que no pase, y sus palabras me llenaron de tristeza, porque de pronto comprendí que me hablaba, no sin esperanza, de su propia muerte.
Y así pasó la noche; por la mañana vinieron dos ancianos, los vi caminar desde lejos hacia nosotros, un hombre y una mujer, campesinos a juzgar por sus ropas, llevando pellejos de agua. Eran delgados, de piel arrugada, ennegrecidos por el brutal trabajo, pero en sus ojos había la compasión de mil años. Fueron de uno a otro hombre, dándoles agua, reconfortándolos, hablándoles de esperanza; la mujer vino hasta mí y bebí agradecido; dobló una chaqueta y la puso bajo mi cabeza. Sonrió, desdentada, y dijo, somos campesinos. Pero Uday no aceptó su agua: dijo, gracias, pero no puedo, violaría mi casta. Y yo le dije, tómala, padre, porque hasta en las escrituras se dice que las reglas de la casta no se aplican en tiempos de desastre; pero él contestó, quizá sea así y a nadie acusaría de debilidad por beber agua ahora, pero yo no lo haré. Y empecé a hablarle de racionalismo, de ciencia (recordando las conversaciones que oí en casa de mi padre), de religión; sostuvimos, en resumen, un debate teológico y filosófico, tumbados allí entre la alta hierba, con nuestros cuerpos agujereados. Tocamos todas las cuestiones de creencia y duda que puedas imaginarte y hasta los demás heridos callaron y escucharon; finalmente, le demostré el error de su pensamiento y que no sólo era posible beber, sino que era su deber. Pero dijo, soy un hombre viejo, he vivido demasiado tiempo y he visto demasiados cambios; sin duda tienes razón y yo estoy en un error, lamento disgustarte, pero he vivido mucho tiempo en este dharma, voy a morir dentro de pocas horas y prefiero mantenerme en él. Pero estás sufriendo, le dije sin poder contenerme, ¡cómo debes de sufrir! Y él respondió, éste es mi dharma.
Y durante aquel largo día lo estuve contemplando, tendido y atravesado por mil heridas, terco; por la tarde volvió el enemigo, rompiendo así el compromiso; nos recogieron y nos pusieron bajo techo y nos atendieron buenos médicos. Pero Uday estaba muerto. Cuando me levantaban, la anciana me dijo, no llores, no llores por los muertos. Uday estaba muerto y no pude recordar cuándo calló su voz. Cuando me levantaban, llameó el dolor y me arrancó un grito, pero en el grito había algo de alivio, de descanso; no sé cómo, vi un sentido en aquella confusión: el cielo encima bordeado de pájaros negros, los ojos de la anciana y su esposo, la amabilidad de ellos, el inquebrantable dharma de Uday, la muerte que me rodeaba y la vida que se me abría una vez más, y dije a los que trajeron el agua: prometo solemnemente por el dolor que he sufrido que, más allá de la razón y el error, de esto y de aquello, de nosotros y de ellos, construiré un templo, una mezquita y una iglesia, todo para honrar a mi madre y a mi padre, para honrar a estos hombres que han cabalgado conmigo y para honrar a lo que haya de venir. En aquel momento yo estaba medio loco, pero los ancianos dijeron, eso está bien. Y lo cumpliré; aunque ahora, ya sosegado, no sé lo que quise decir ni puedo recordar exactamente lo que vi en el campo de batalla, lo cumpliré.
He quedado herido para siempre; dicho claramente, la bala me arrancó un testículo. Estoy curado, pero supongo que soy medio hombre. Aunque, si no me equivoco, soy tan capaz como antes; pero antes vivía despreocupado, sólo quería la victoria y era lo único que pedía al mundo. Ahora ya no estoy tan seguro; ahora no puedo dormir, y cuando llega la victoria ya no es tan dulce. Pero estoy divagando, pasaré a contarte mis siguientes aventuras.
Me curé, me liberó el enemigo y de nuevo tomé el mando de mis tropas, pero la desgracia que, como bien sabes, nos amenazaba desde hacía tiempo, cayó finalmente sobre nosotros. Los marathas se levantaron contra los ingleses: había llegado el momento decisivo. Lo esperábamos desde hacía mucho tiempo, Sanjay, y todos sabíamos que tenía que llegar, pero, al final de todo, no peleé al lado de los marathas. Sucedió lo siguiente: pocos días después de iniciada la campaña, Perron (ya sabes, el francés presuntuoso que huyó de Thomas en Georgegarh), bueno, pues este Perron convocó a todos los oficiales nativos en su tienda. Ninguno sabía para qué, pero acudimos, y Perron, sentado formalmente en la corte, fijó nuestro destino: aunque no dudaba de nosotros individualmente, dijo, se había decidido que no podía confiarse la guerra a oficiales que tuvieran parte de ascendencia inglesa. En esta guerra tan decisivamente importante no se podían albergar dudas y, por lo tanto, quedábamos relegados del servicio, libres de ir a donde quisiéramos, se nos garantizaban salvoconductos, etc. Al oír esto, hubo un gran clamor entre los reunidos y un movimiento hacia delante, y Perron palideció un poco y sus guardias echaron mano de sus armas; di un paso adelante y hablé: soy un rajput y mi lealtad es incuestionable, me insultas. No ha habido intención de insultar, contestó Perron, pero cuando hizo su anuncio sonreía levemente y había un tono peculiar de satisfacción en su voz; odiaba a los ingleses y por eso nos odiaba a nosotros. Soy un rajput, repetí. Sin duda, concedió él, pero también eres otra. cosa. Chotta se adelantó y lo detuve instintivamente; la visión de su rostro, marcado con miles de puntos rojos de ira,— me hizo recuperar la calma: Chotta lo habría matado. Así que hice un gesto con la cabeza, incapaz de inclinarme, y los saqué de allí, al sol luminoso de fuera, y caminamos en medio del bullicio del campamento que había sido nuestra vida durante tanto tiempo, de pronto extraño.
Luego tomamos el camino, Sanjay, el más largo de nuestras vidas; dijimos adiós a nuestros hombres, frenamos sus lágrimas y sus deseos de amotinarse y abandonar el campamento. Tomamos la única dirección abierta para nosotros... viajamos hacia los británicos; no soy más que un soldado y era la única posibilidad de servir que tenía entonces, y ahora. Antes de llegar muy lejos perdimos de vista a nuestros camaradas, el camino se estrechó entre campos y bosquecillos y todo fue paz; dije a mis compañeros que siguieran adelante, que los alcanzaría en poco tiempo. Me aparté del camino, encontré las sombras de un grupo de mangos y me apoyé en uno de ellos; cedieron mis rodillas, me senté con las piernas separadas, como un niño, y me dejé caer hacia delante, llorando, manchando mi rostro con el polvo de mi patria.
Y continuamos hacia los ingleses. A la mañana siguiente, no hacía mucho que caminábamos cuando grupos desorganizados de jinetes marathas empezaron a pasarnos y a nuestros gritos sólo respondieron, que vienen los ingleses, que vienen los ingleses. Luego vimos a Perron, sin sombrero, huyendo por el camino en un caballo extenuado y yo eché a correr y lo sujeté de las riendas. Todo ha terminado, dijo, se acabó, los ingleses nos sorprendieron, huid, huid, deliraba lleno de pánico, con sus enormes ojos amarillos desorbitados. Pero no habéis luchado, le grité, no habéis disparado ni un solo tiro, no habéis hecho nada, y sólo respondió que habían venido sin ser vistos y por sorpresa, que no había nada que hacer. Vamos, te ayudaremos, le dije, párate aquí, reagrupa a tus hombres, los derrotaremos. Pero empezó a llorar, se ha acabado, se ha acabado. Y tuve que dejarlo ir, pero dije a los demás, vamos, vamos a reagruparnos y detendremos a los ingleses, y empecé a ensillar mi caballo mientras Chotta me imitaba, pero los demás no se mostraron dispuestos y cuando terminé de apretar las cinchas me sentí sin esperanzas, sólo lleno de rabia: si hubiéramos estado con nuestros hombres aquella noche, quizá no habría habido descuido ni sorpresa ni pánico ni derrota sin combate. El fanatismo de este europeo y sus amigos había hecho perder a los marathas la batalla, quizá esta guerra, quizá su reino; me miró y no supo ver la dignidad del soldado ni el juramento de los rajputs. ¿Qué hombres son éstos, Sanjay? Verdaderamente estamos en un Kali-yuga. En el polvo de aquel camino, cuando todo se hacía pedazos, me encontré solo bajo el cielo inmenso, lejos de mis hombres, y lo que más sentía era la maldad de la enorme trampa que se cerraba lentamente a mi alrededor, sus goznes engrasados y su poder, que me aplastaban. Tengo miedo.
Cuando alcanzamos a los ingleses, se hicieron cargo de nosotros, nos trataron respetuosamente, aunque no dejábamos de ser sus prisioneros; por último, unos días más tarde, nos preguntaron si queríamos servir para ellos. No tenía sitio donde ir, Sanjay, pero aun así dudé, y me dijeron, tus hombres, tu antiguo regimiento, están aquí también y van a servirnos. Les pedí que me dejaran verlos y me llevaron ante mis soldados; en mi presencia, el inglés les preguntó, ¿serviréis para nosotros?, y no hubo respuesta, sólo un murmullo. Entonces, el inglés dijo, os dejaremos elegir a vuestro propio comandante; ¿a quién queréis?^, con una sola voz, todos gritaron, Sikander, Sikander, y aquello sonó en mis oídos como una espada al caer. Sikander, Sikander, me llamaron mis muchachos con las puntas de las lanzas centelleando al sol, y, sin pensarlo, pues me salía de muy adentro, respondí, está bien, vestiremos de amarillo y nuestro lema será Himmat-i-mardan, maddad-i- khuda. Y volvieron a gritar, Sikander, Sikander. Y le dije al inglés: serviremos a vuestras órdenes. Pero no os serviremos contra mi antiguo señor Holkar, y aceptaron; así que ahora tengo mi regimiento en el norte, en el doab, para pacificar y mantener el orden, para guardar Delhi. Así que sirvo a los ingleses, Sanjay. ¿Me han traicionado o he traicionado yo? Estoy aquí sentado escribiendo, es la hora de la recogida de las vacas, y me rodea por todas partes el campanilleo de las esquilas; estoy solo en mi tienda, encerrado entre sus rojas paredes, y me llega el rumor de un arroyo cercano. Tu amigo, como siempre,
Sikander
A medida que pasaban los días del embarazo de Gul Jahaan, su cara se fue redondeando y Sanjay se ocupó de llevarle los dulces que se le antojaban: ras mallai, gulab jamuns y jalebis, y durante todo ese tiempo el campo estuvo inquieto con los rumores de guerra. Cuando Sanjay dijo a Sarthey que quizá estarían más seguros cerca de las ciudades, que incluso pensara en la conveniencia de hacer un alto durante un tiempo, el inglés negó con la cabeza y dijo que tenía que continuar su trabajo. Este trabajo, que no podía interrumpir la guerra con los ingleses, era algo más que la medicina; consistía en clavar en el suelo unas barras de hierro y medir el terreno con un instrumento por el que miraba Sarthey, anotándolo todo en grandes pliegos de papel. Estos croquis sistemáticos, donde se consignaban especialmente las elevaciones, depresiones y cursos de agua, se interrumpían a veces por la aparición de nuevas especies de animales, desgraciadas criaturas a Jas que Sarthey disparaba invariablemente para dibujarlas después en un cuaderno. Sanjay contemplaba toda esta curiosidad con admiración, maravillado por la voracidad del inglés, su apetito por el detalle, pero cuando la mirada de Sarthey iba más allá de la superficie, cuando punzaba y hendía, Sanjay era incapaz de seguir a su lado. La primera vez que Sarthey mató una ardilla y la tendió sobre un tablero, Sanjay miró sin saber lo que iba a ocurrir después: unas tijeras puntiagudas cortaron y abrieron desde las ingles hasta el pecho, unas pinzas metálicas retiraron las capas de grasa de los órganos situados en el abdomen, y por último, la hábil extracción de un saco gris que contenía unas cosas blancas a medio formar. A esto Sanjay le dio la espalda, y después de aquello, aunque llevaba los jalones, los instrumentos de medición e incluso la bolsa de cuero con la serie de cuchillos, prefería excusarse cuando empezaba la disección. Esto lo aceptaba siempre Sarthey con un resignado encogimiento de hombros, como un adulto que tolera los remilgos de un niño: «Eres un sentimental, mi querido amigo» era su comentario acostumbrado, veredicto que Sanjay aceptaba incondicionalmente, pero aun así no lograba que su cuerpo aprobara, que su estómago entendiera lo que su mente percibía como la verdad intelectual y absoluta.
Sentado lejos de la mesa de disecciones, Sanjay se ponía a pensar en su extraña relación con el inglés. ¿Debía confesarle —en el supuesto de que ésa fuera la palabra— su verdadera identidad y su antigua relación con el viejo Sarthey? Pero lo que más importaba era su perplejidad por la amistad que sentía hacia el inglés: Sanjay, tú que una vez maldijiste su raza, ¿por qué te sientes atraído por este hombre, por qué buscas su compañía y le pides su opinión? Y no encontraba la respuesta; por la noche, echado junto a Gul Jahaan, mirando su vientre abultado, le era difícil pensar en lo que sería después el niño que tenía que nacer, y el futuro estaba tan poderosamente iluminado por el inminente nacimiento que le era imposible pensar o ver más allá.
Finalmente, llegó la hora del parto; era verano y fuera, incluso debajo de un mosquitero, el aire era tan pegajoso que lo sentía como una sábana en la cara. Sanjay se agitó inquieto en la cama, probando una»otra postura, quitándose toda la ropa y dejando tan sólo la cinta del cuello. Al final se levantó, se puso sus pajamas holgados de algodón y fue paseando hasta un sitio donde había un matka de agua, aspiró el olor de la arcilla, hundió la mano en la fresca superficie y rompió la luna reflejada; durante un rato gozó de la fragancia y la frescura del agua, pero, de pronto, tuvo que retroceder. No se oía ni se veía nada, pero sabía que había alguien allí; buscó una sombra y esperó. Cuando vio la oscura figura, rió en silencio; recordó una situación parecida de muchos años antes, porque se notaba a la legua que era Sarthey, pero su sigilo, casi felino, era el mismo que conocía desde niño. Riendo, Sanjay siguió al inglés, preguntándose quién sería el amor de Sarthey, ¿una mujer soltera, una de las criadas? ¿O acaso uno de los soldados contratados para la escolta? Pero le pareció un largo camino para ir de noche, porque Sarthey dejó atrás el campamento y siguió el arroyuelo junto al que habían acampado; también parecía un largo camino para ir a tomar un baño. Por último, Sarthey bajó por el barranco cortado por el agua y alcanzó trabajosamente el fondo, por donde corría la exigua corriente; Sanjay se echó en lo alto del borde y contempló cómo el otro se quitaba el traje y se agachaba en el agua.
A la luz blanca, el cabello de Sarthey era negro y le caía como una línea, fina y sólida, entre los huesos de sus hombros; vio su espalda estrecha y la descendente y delicada cadena de sus vértebras. Sarthey estaba quieto, pero entonces Sanjay pudo ver claramente que se abrazaba con gran fuerza, que debajo de su quietud había un mínimo aunque rápido temblor. Se levantó del agua, luego se arrodilló junto al oscuro montón de ropas y sacó algo de él; Sanjay no supo qué era hasta que giró por encima de Sarthey en una oscura línea y cayó con un crujido. Durante un largo rato Sanjay vio cómo el cinturón trazaba su curva y producía un sonido como el de un trozo de madera golpeando la ropa húmeda, una y otra vez, una y otra vez, y cuando la espalda de Sarhey se puso oscura, cuando ya era negra y brillante, Sanjay se alejó arrastrándose y volvió dando traspiés al lado de Gul Jahaan y, con la mano apoyada en la cadera de ella, permaneció tumbado hasta que rompió el día.
Por la mañana, sin apenas pausa entre el frescor gris del alba y el calor blanco del sol, Gul Jahaan empezó a tener su niño. Sanjay se sentó a la puerta de la tienda del doctor, encogiéndose a cada gemido, pero finalmente cesaron los gritos y la tienda brilló con un rico color naranja, como si dentro se hubiera prendido fuego. Una mujer echó a un lado una portezuela de la tienda y lo llamó. Dentro, Gul Jahaan yacía sobre un montón de sábanas mojadas, con la cara arrebolada y los ojos en blanco, respirando en una rápida sucesión de jadeos; sobre ella estaba inclinado Sarthey, con tal expresión de curiosidad vital en su rostro que parecía feliz.
—Nunca he visto cosa igual —dijo sin levantar la mirada—. Ahí.
Y su gesto señalaba una cuna (hecha por encargo en Lucknow) situada en un rincón, ahora ennegrecido y chamuscado, pero apenas visible a causa de un resplandor blanco amarillento que cegaba la vista; con la cara medio vuelta y protegiéndose con los dedos de la luz ardiente, Sanjay se inclinó y vio, en rápidos centelleos, un niño perfectamente formado, de hermosura indescriptible, pero fulgurante y desprendiendo un calor tan intenso de su interior que Sanjay lo sintió en su rostro como una bofetada. Cuando se dio la vuelta, el doctor le señaló a Gul Jahaan, que temblaba como presa de un ataque de malaria, sin que sirvieran de nada todos los paños húmedos que le aplicaban; dejó caer la cabeza a un lado y murió. Bajo la tela de la tienda hacía un calor abrasador y Sanjay se precipitó afuera, pero no encontró alivio en ningún lugar y hasta en las sombras más profundas se respiraba un aire pesado y áspero. Caminar era cruel pero no quiso estarse quieto por miedo a volverse loco y se pasó todo el día entre el bosque y el poblado, y odió la sucia aldea sin nombre entregada a sus penosas labores. Sunil fue todo el tiempo tras él, dándole agua e intentando que comiera algo, y cuando empezó a oscurecer (no recordaba cuándo había cambiado el día), Sunil lo llevó da» regreso al campamento.
—El niño está a salvo, el niño está a salvo —le dijeron en cuanto lo vieron.
En efecto, el fulgor del muchacho había disminuido mucho; ahora se le podía mirar directamente, aunque no durante mucho tiempo, y se le podía tocar ligeramente la piel.
Las mujeres que lo atendían con cubos de agua y paños de muselina murmuraban admiradas por la complexión del recién nacido.
—¿Dónde está Gul Jahaan? —preguntó Sanjay.
—El doctor —dijeron las mujeres, y Sanjay se volvió y echó a correr, sin saber por qué pero como si hubiera alguna urgencia, hacia la tienda del inglés; a la entrada hubo algún nerviosismo, como si quisieran detenerlo, pero no hizo caso. Entró y vio sobre una mesa alta de madera la figura blanca y aplastada de un cuerpo, con los brazos separados y las palmas de las manos hacia arriba; tenía un corte vertical que iba desde el esternón hasta el pubis, dos colgajos de piel abiertos hacia fuera y levantados para exponer las distintas capas del cuerpo y la sorprendente profundidad y anchura de los lugares de donde se habían extraído los órganos, que eran dos paquetes grises y una bolsa con bandas y aún punteada de rojo, colocados ordenadamente en el borde de la mesa, y cuando Sanjay entró, Sarthey, inclinado sobre el cuerpo, con tijeras y tenacillas, delicadas pero seguras, extraía un gran triángulo amarillento. Volvió lentamente la cabeza para mirar sobre su hombro, sin abandonar su tarea, con una dura expresión de concentración y las pupilas dilatadas, tenía los brazos mojados hasta arriba.
—Extremadamente curioso —empezó a decir—, muy curioso —luego pareció reconocer a Sanjay—. Mi querido amigo, mi querido amigo...
Pero Sanjay ya estaba fuera de la tienda; corrió sin detenerse a recoger a su hijo y lo estrechó contra su pecho, sin hacer caso de las quemaduras; y corrió y huyó del campamento del inglés.
Acompañado de Sunil, Sanjay cabalgó hacia el este, con su hijo colgado de una fina tela sobre su pecho, y a cada paso reconocía lo equivocado de su reacción. Había leído sobre autopsias médicas y entendía su propósito; conocía bien la importancia de la investigación científica, la necesidad de prontitud y eficiencia ante fenómenos inexplicables; mientras cabalgaba, Sanjay se recriminaba su reacción primitiva y enteramente sentimental, el estúpido melodrama de sus actos, pero mientras su hijo yaciera como un gran nudo sobre su pecho se sentía incapaz de dar la vuelta.
—Lo llevaré a mi madre —le dijo a Sunil— y ella lo cuidará.
Y era evidente que el cuidado era esencial; cada día de viaje a caballo, en medio del polvo y el calor, producía un enfriamiento del niño, una mengua pequeña pero perceptible en su temperatura abrasadora. En cada pueblo, Sunil buscaba una nodriza, pero el niño se hacía más normal cada día, y Sanjay vio claramente que la normalidad era fatal, que su lenta aparición anunciaba la debilidad y la muerte. Viendo que los ojos dorados del niño se apagaban lentamente para ser tan sólo humanos, Sanjay rezaba fervientemente para que reapareciera el antiguo milagro de la luz ardiente, aunque eso supusiera para él, el padre, ampollas en la piel, ojos deslumbrados y dolor.
La madre de Sanjay, al verlo, gritó al principio y empezó a llorar, pero luego, viendo al niño, dominó su pesar y su felicidad, y se puso a cuidarlo con determinación y hábil diligencia. El padre de Sanjay se limitó a sonreír, una sorprendente sonrisa en su boca absolutamente desdentada; ambos progenitores se parecían, él un poco más grueso, ella más fina, como si el paso de los años los hubiera hecho hermanos gemelos en la edad y en el amor. No preguntaron a Sanjay sobre los años de ausencia, en lugar de eso lo atiborraron de comida y le contaron historias de vecinos y amigos que él había olvidado por completo. Y Sanjay se estableció en su antigua casa, ahora agrietada y con las vigas visiblemente alabeadas, habló con sus ancianos padres y sintió su crueldad hacia ellos como una barra de acero en la garganta. En esta penumbra recordó claramente su infancia, con sus colores, olores y sonidos, pero todo el resto de su vida le pareció borroso y sin forma.
El niño siguió enfriándose y acercándose a la muerte; Sanjay sabía que cuando desapareciera la fiebre —si es que era fiebre— moriría. Mientras tanto, el mundo cambiaba, los árboles eran más pequeños, parecía como si la ciudad se hundiera cada día un poco más en el fango, los días parecían más largos, el aburrimiento era inevitable y una especie de terror silencioso en las calles llevaba a la gente normal a la locura; para Sanjay estaba tan claro que todo esto sucedía realmente, que no eran cosas de su imaginación, que en su carta a la begum Somrú pidiendo la ayuda de su magia añadió una prudente posdata que terminaba preguntando, ¿hay también locura en Delhi? La begum ignoró esta pregunta y contestó sucintamente a su petición de consejo: si quieres derrotar el poder del inglés y salvar a tu hijo, quema sus libros; y añadió una breve posdata, muy propia de ella: conviértete; todo esto es inútil; sé lo que soy: me llamo cristiana, pero en lo que me he convertido realmente es en hombre inglés.
Y Sanjay resolvió salvar a su hijo y, acompañado por Sunil, se fue para engañar al extranjero y quemar sus libros. El viaje al norte fue largo y agotador, pero encontrar a Sarthey fue bastante sencillo: estaba acampado en las afueras de Delhi, rodeado de una multitud impaciente de suplicantes. Esperaron a la noche y no necesitaron esforzarse mucho para burlar la vigilancia y hacer un corte en el lienzo de la tienda; una vez dentro quedaron asombrados ante la enorme cantidad de libros apilados en las estanterías plegables y guardados cuidadosamente en cajas de madera.
—¿Cuáles nos llevamos? —cuchicheó Sunil.
—Eso no lo dijo ella.
A pesar de la oscuridad y del riesgo, Sanjay tuvo que luchar contra la urgente necesidad de sentarse, dejarse caer y leer y leer, indiscriminadamente, ávidamente, hasta empacharse de lectura.
—Coge todos los que puedas y vámonos —afirmó con desespero, sintiendo que su voluntad vacilaba.
Amontonaron libros sobre dos gruesas sábanas de algodón, hicieron unos nudos grandes y desmañados, salieron tambaleándose por el peso y atravesaron el campamento como torpes ladronzuelos, protegidos por alguna diosa amable de los ladrones hasta traspasar la linde. Levantaron juntos los bultos, gruñeron y empujaron desde abajo con todo el cuerpo, y lograron cargar los libros en los caballos que esperaban; éstos se pusieron en marcha resoplando y con paso no muy seguro, con Sanjay caminando a un lado y sosteniendo los bultos con la mano; parecía que los libros aumentaban de peso a cada instante. Aunque desde un punto de vista científico sabía que eso era imposible, estaba tan convencido que, en contra del consejo de Sunil y de sus reclamaciones de que fueran más deprisa, cada media hora se detenía para que descansaran los caballos.
El alba los sorprendió en mitad de una gran llanura cubierta de maleza y rodeada de niebla, el aire estaba lleno del sonido metálico e incesante de los grillos.
—Quémalos aquí —apuntó Sunil—. Quémalos aquí y acabemos de una vez. Y en cuanto acabemos nos vamos.
Pero Sanjay dudó; luego, recordando la cara de su hijo, asintió con un gesto de la cabeza y, juntos, bajaron los libros al suelo. Mientras Sunil hacía saltar chispas y encendía mechas, Sanjay tomó unos cuantos volúmenes e hizo un rimero con ellos; al principio las llamas apenas tocaban las tapas y los lomos de piel, y Sunil sopló y avivó el fuego con su probada experiencia de cocinero. Luego surgió una llamarada que Sunil, prudentemente, alimentó con álbumes, cuadernos y manuales; Sanjay se sentó en una piedra, mirando en silencio, y no pudo resistir la tentación de coger un libro, estudiar la página del título, el lugar de su publicación, las páginas finales y una o dos del medio, dejándolo sólo cuando Sunil se lo quitó resueltamente de las manos y lo depositó suavemente en el fuego.
Algo se derrumbó en la hoguera, la ruptura silenciosa de alguna encuadernación de piel y, con un soplido, las llamas despidieron hacia lo alto una oleada de páginas retorcidas que se desperdigaron por el suelo. Cuando Sanjay se inclinó para recogerlas, advirtió que estaban llenas de la escritura a mano más pequeña que jamás había visto, una letra increíblemente fina aunque precisa, trazada con plumilla en tinta verde, en renglones ordenados de un margen a otro, sin errores ni tachaduras.
En la página ennegrecida que tenía bajo su pulgar, Sanjay leyó:
Estoy en el infierno. Estoy en el infierno. Al segundo día de estar en Norgate pensé esto repetidamente. Durrell mé sacó de la cama, diciendo, arriba, perra. Byrd y yo éramos las nenas