...ahora...

Nos pusimos a comer, sentados en el suelo, en círculo, felices y sonrientes. Abhay se sentó a mi derecha, Saira a mi izquierda, y Ashok y Mrinalini enfrente. También se sentaron con nosotros los padres de Saira, y los niños se sumergieron alegremente en la comida y los olores, en la abundancia de todo. Verduras y comida no vegetariana, rajma y parathas, pescado y arroz, tanduri y frituras, salazones del norte y del sur, gujaratis y de Calcuta, de todo tuvimos, y Abhay reveló de pronto un sorprendente talento para preparar chatni. Saboreé su chatni de mango; desde fuera, por encima de los muros, llegaban el sonido de la música y los gritos de los vendedores ambulantes, muchos de ellos vendiendo juguetes para los pequeños, frutas exóticas y golosinas poco corrientes. Nuestro terreno del maidan, a pesar de todo, estaba lleno ahora de bebés llorones y de madres embarazadas con ojos soñadores.

—¿Dónde está ese Ganesha? —preguntó Hanuman, desperezándose en una de las vigas y rascándose la barriga.

—Dirigiendo la cocina —contestó Yama—. Espero que sea algo especial.

Era algo especial, sí, pero no desacostumbrado, de hecho algo muy corriente. Lo sabía porque era yo quien lo había pedido. Me levanté, hice un gesto a los demás para que siguieran comiendo, y me fui detrás de la casa, donde, bajo los pipáis, tres halwais llevaban cocinando sin parar desde primeras horas de la mañana. Junto a los tres grandes karhais había cestas llenas de brillantes y dorados laddoos bundi-ka.

—Ha costado un poco, pero ahora ya lo hacen correctamente —dijo Ganesha. Los tres halwais tenían los rostros enrojecidos y los codos sudorosos. Al principio se opusieron a las instrucciones de Ganesha que yo había escrito en unas notas. Pero ahora miraban orgullosos la perfección de los laddoos—. Un buen laddoo —añadió Ganesha— no es algo sencillo.

Y llamamos a la gente para que saliera de la casa, me senté junto a las cestas y les fui dando los laddoos. Hicieron cola en una larga y serpenteante fila y los repartí entre todos.

Luego Abhay y Saira vinieron ante mí, con sus laddoos intactos en las palmas ahuecadas de las manos.

—¿Dónde están los tuyos? —preguntó Saira.

Cogí uno. Hanuman se sentó apoyado en la pared, Ganesha a mi lado, y Yama se apoyó en el tronco de un pipal.

—Por la vida —dijo Abhay, levantando su laddoo.

Y por la muerte, vocalicé con los labios, pero no sé si me entendieron.

Y nos comimos los laddoos, mientras los dioses nos miraban.

Después enviamos los laddoos sobrantes para que se distribuyeran en el maidan. Me senté en la terraza y contemplé el sol poniente sobre la ciudad y la ruidosa y alegre multitud de abajo. Vi cómo comían todos, pasándose las bandejas de hojas de unos a otros. Vi sus caras ilusionadas y sonrientes bajo aquella luz dorada. Los pájaros giraban locamente encima de nosotros, subiendo y bajando en oscuras oleadas. Se oía la música desde todas partes, y, detrás de ella, el murmullo de las voces, tan profundo e infinito como el mar.

—Es hora de empezar —anunció Abhay.

Hice un gesto de asentimiento y me dirigí a la escalera, pero, de pronto, me sentí aturdido y tuve que sentarme.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Abhay.

Cerré lo ojos, volví a abrirlos y escribí:

—Estoy muy cansado.

Se sentó en cuclillas a mi lado y me puso una mano en el hombro.

—Quizá debamos descansar hoy. Un día de descanso en la narración.

—No. Ahora no. No me queda tiempo. No queda mucho.

—Seguro que los jueces te dejarían descansar esta tarde. Dadas las circunstancias.

—No. No es eso lo que quiero decir. Las historias te cambian según las cuentas; esta historia podría continuar eternamente, pero ya no me asusta el silencio. Ya te he contado cómo derroté a la muerte. Pero Yama ha dejado de ser mi enemigo. Debo continuar, no para mantenerlo alejado, sino simplemente para terminar. Ya casi hemos terminado y debemos terminar para poder empezar de nuevo. Acabemos. Date prisa. Estoy cansado. Estoy vivo, pero he perdido casi todas mis fuerzas. Déjame contar mientras pueda. Escucha...