...ahora...

Cuando terminé, me aparté del teclado y me eché de espaldas en la cama, me sentía cansado, pero estaba tranquilo y en cierta manera limpio, como si me hubieran absuelto de algo; Saira se sentó con las piernas cruzadas a mi lado, con una mano sobre mi hombro. Era raro, pero ya no sentía miedo y cuando Abhay empezó a hablar, la vehemencia de su voz me asustó.

—¿Qué? —me preguntó—, ¿que se ha acabado? Levántate. Tienes que contarnos más cosas. Continúa.

Negué con la cabeza y levanté una pata: no hay más.

—¿Es que tienes miedo? ¿Te das por vencido? —se acercó y se agachó junto a mí—. ¿Quieres que al final el necio de Yama se salga con la suya? Eres un narrador de cuentos. ¿Acaso te sientes débil? ¿Se te ha secado la imaginación? El Libro del Regreso no ha terminado. Levántate y haz tu trabajo.

Hanuman nos miraba desde una viga, saltó columpiándose y aterrizó junto a Ganesha, que estaba sentado en un rincón balanceando la trompa de un lado a otro.

—Muy raro —comentó Hanuman.

—Sí —apuntó Ganesha—. Parece que, después de todo, le gustas.

—Ha olvidado su miedo a la locura.

—¿Qué es locura y qué es cordura?

Y los dos se echaron a reír y Hanuman empezó a hacer cabriolas y Ganesha sacudió su poderosa panza. Pero no vi a Yama y cuando lo busqué en el trono lo vi vacío, no estaba por ninguna parte. Entonces, cuando volví a echarme, con la cabeza sobre una almohada, vi que había alguien detrás de mí, detrás de la almohada: era un anciano de finos cabellos blancos y ojos dorados, vestido de blanco y con el hombro derecho desnudo, sonreía y me miraba.

—¿Quién eres?

—¿Aún no conoces a tus amigos?

Sus ojos no pestañeaban nunca, serenos como un lago, y en ellos vi reflejados mil pendones rojos y blancos, el brillo de las lanzas, las ancas sudorosas de los caballos y los jinetes orgullosos, vi el destello del sol y el viento sobre las llanuras, y me vi a mí mismo, con mi cara de mono y mi otra cara al lado, transparentes y mezcladas, las cicatrices de una repetidas en la otra, y mientras me miraba, otras mil aparecieron flotando detrás: De Boigne, George Thomas, la begum Somrú, Ram Mohán, Arun, Shanti Devi, Janvi, Hercules Skinner, Sorkar, Markline, toda una multitud de caras, incluso la del griego loco Alejandro, todas estaban allí.

—Sí, sé quién eres —contesté—. Por fin te conozco: eres Dharma, amigo de hombres y mujeres. Estás eternamente con nosotros, incluso cuando no sabemos verte, caminas a nuestro lado por nuestras calles y al final volvemos a ti. Eres Yammam-Dharmam, y eres nuestro padre.

Me sonrió y puso su mano en mi hombro. Su tacto era frío. Luego surgió un griterío fuera, un estallido de voces airadas. Ashok salió rápidamente y cuando volvió, al cabo de unos minutos, su rostro expresaba preocupación y dolor.

—Había una pelea entre tres grupos —contó—. La policía los ha separado.

Cesaron los gritos en el maidan, sólo se oía el rumor de miles de voces.

—¿Cuál ha sido la causa? —preguntó Mrinalini.

—Cualquiera sabe —respondió Ashok—. Ahora todo se ha convertido en política.

—Deprisa, Sanjay —pidió Abhay—. Debes seguir. Continúa y te escucharán.

Y me levanté despacio, volví a la máquina de escribir y tecleé todo esto, luego me dirigí a Abhay.

—El contrato dice que se ha de contar una historia. Hoy no has contado tu parte y debes hacerlo. Había una invitación para un partido de criquet, ¿verdad que sí? Cuenta la historia. Pero yo he terminado. Saira, y vosotros, amigos míos, os estoy agradecido. No temáis, no hay nada que temer. No os apenéis, la tragedia es una ilusión. Somos libres, somos felices y, juntos, la dicha es completa. Abhay, cuando yo termine, reposaré mi cabeza en el regazo de Yama y escucharé tu historia, y la historia no terminará nunca, la representaremos en su maya y alcanzaremos la dicha infinita.

Y dejé de hablar. Saira está sentada a mi lado, callada, con mi mano fuertemente apretada entre las suyas, y está llorando.