...ahora...

Cuando Abhay terminó de teclear, se levantó, rehuyendo la mirada de sus padres, y atravesó despacio la puerta de salida. Saira corrió al patio y anunció a los niños que la historia había terminado por aquella tarde, y luego se fue tras Abhay.

Yama se levantó de su trono, me hizo una reverencia y se esfumó. Oí el tumulto de los niños en el patio al levantarse y empezar a marcharse. Sentí entonces mis mandíbulas doloridas y me di cuenta de que había estado toda la tarde con los dientes apretados. Me incliné y me acurruqué sobre la cama, sintiendo la crispación de mis músculos en los muslos y la espalda.

—No ha sido tan difícil, ¿verdad? —me comentó Hanuman—. Descansa ahora. Hasta mañana.

—Gracias —dije—. Gracias a todos vosotros.

—No pueden oírte, pero no importa. Son amigos.

Me di la vuelta para acercarme a la máquina, pero alguien apagó la luz y se me cerraron los ojos; cuando desperté, la luna dibujaba formas afiladas en el suelo y por la ventana entraba una brisa fría, perfumada de jazmín. Salté de la cama. En un rincón flotaba inmóvil una nube plateada de polvo; trepé a la ventana y estiré el cuello, pero la cerca y las pesadas ramas me ocultaban las estrellas. Deslizándome entre las barras, salté la cerca y caí al suelo.

Mientras me balanceaba entre los árboles, vi una figura solitaria en el maidan, paseando lentamente por el perímetro. Era Abhay. Como yo, estaba inquieto. Me senté en la horca de un árbol y lo miré durante un buen rato, mientras trataba de reconstruir el pasado con el fin de sacar algo de él. Supongo que Abhay trataba de hacer lo mismo.

A las seis en punto de la tarde siguiente, Yama apareció sentado en su negro trono. La multitud de fuera era ruidosa e inquieta. Me acomodé delante de la máquina de escribir y chasqueé los nudillos.

—Espera —dijo Hanuman—. No podemos empezar sin Saira.

Tecleé preguntando dónde estaba y Ashok negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿Quiénes son todos ésos? —preguntó Mrinalini, que había echado una mirada al patio—. No todos son niños, quiero decir.

—Alguno se lo habrá contado a su tío preferido o algo así —apuntó Abhay—, y luego, como es natural, se ha corrido la noticia.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Mrinalini—. El patio está a rebosar.

Hubo una llamada decidida a la puerta. Mrinalini la abrió y dio un paso atrás. Entró Saira, con la cara sucia de haber llorado, cogida de la mano firme de una mujer grande y gruesa, vestida con un salvarkamiz verde, una versión de Saira con más edad.

—Hermana —se dirigió a Mrinalini—, ¿qué es lo que me ha contado Saira? Anoche vino muy tarde a casa, y cuando le pregunté dónde había estado, no quiso decírmelo. Esta tarde, otra vez, ya estaba dispuesta a irse a donde fuese, toda entusiasmada. Así que le dije que si no me lo decía... —me vio entonces, sentado delante de la máquina de escribir—. Por Alá, es cierto. Un mono. Y una máquina de escribir.

—No quería dejarme venir —lloriqueó Saira, limpiándose las mejillas con el dorso de la mano—. Mama, éste es Sanjay. ¿Lo ves? Escribe a máquina.

Mama me estaba mirando con los ojos desorbitados, medio horrorizada, medio asombrada.

—«Namaste, ji —escribí— Soy Parasher. Tu hija me ha ayudado cuando lo he necesitado.»

Retrocedió, moviendo la cabeza a un lado y a otro.

—Mrinalini, ¿qué cosa es esta que tienes en casa?

—Zahira —respondió Mrinalini—, no te preocupes. No es nada malo.

—¿Cómo lo sabes? Podría ser cualquier cosa.

—Hanuman está aquí —dijo Saira—. Hanuman el Grande.

—Sanjay no ha hecho nada malo todavía —dijo Mrinalini.

Zahira, perpleja, miró a las dos. Empecé a escribir otra vez, pero me detuve cuando sonaron tres estruendosos golpes en el patio, uno tras otro.

—Mrinalini —observó Zahira—, eso ha sido en tus macetas de flores —se oyó una rotura de cristales—. Esa es tu ventana corredera. ¿Quién es esta gente?

—No lo sé. Nunca la había visto antes.

—Ni siquiera es de este mohalla. No pueden venir así a tu casa y hacerte esto. Ven conmigo.

Salió Zahira, seguida de Mrinalini. Enseguida oímos la voz perentoria de Zahira y se hizo el silencio en el patio. Sonriente, Saira miró por la puerta.

—Saira, quédate aquí —ordenó Ashok, y Saira volvió con la cabeza gacha.

—Lo organizará en un minuto —dijo Saira.

—Demasiado perfecto —comentó Yama—. Demasiado a tiempo.

—Los tres golpes —dijo Hanuman, bajando de un salto desde su percha y recorriendo la habitación sin dejar de menear el rabo—. Tres golpes como tres golpes de tambor, aumentando in crescendo y rematados por la rotura de cristales, justo a tiempo para llamar la atención de esa señora y hacerla intervenir. Demasiado perfecto.

—¿No crees que hay una mano oculta? —preguntó Yama poniéndose de pie.

—Una u otra cosa oculta —respondió Hanuman—. Pero ¿dónde? ¿Dónde te escondes, quienquiera que seas?

—¿Quién? —pregunté a mi vez—. ¿De quién estáis hablando?

—De alguien que quiere oír tu historia —dijo Yama.

—Alguien que protege a los monos —añadió Hanuman—, pero ése soy yo y ya estoy aquí.

—A juzgar por la cadencia y el ritmo de esos golpes —dijo Yama—, se trata de un esteta. Un protector de los poetas.

—Todavía está poco claro —dijo Hanuman—, pero aplica tu lógica, Yama. Razona. Siento que algo o alguien está aquí. Mira cómo se me ha puesto el pelo de la espalda. Pero mi sangre está hirviendo, como en una persecución, y tú eres el frío, el pensador ecuánime. Piensa. Conoces tus propios métodos, aplícalos.

—Un protector de Parasher, ¿y quién es Parasher? —empezó Yama mientras volvía a sentarse—. Uno que en un tiempo fue cantor y poeta, amante, instigador de revoluciones, un mono. No. No lo veo todavía.

—No —repitió Hanuman, dando saltos alrededor del cuarto, sacando y metiendo la lengua entre sus duros y amarillentos dientes—. Algo, algo, huelo algo. ¿Por qué te has metido en todo este lío, Sanjay? ¿Por qué, cantor, viniste a esta casa?

—Por la comida —dije—. Tenía hambre. No puedes reprochármelo.

—¡Por la comida! —gritó Yama—, ¡Eso es! Eres un ladrón, Parasher, un birlador de ropas, un saqueador, un ratero, un desvalijador.

—Oídme, calmaos —imploré—. Sólo lo hacía para vivir.

—Ladrones y poetas —dijo Hanuman, rebotando por las paredes, con la mirada oscurecida—, poetas y ladrones. ¿Y quién es el obeso patrón de los poetas y ladrones? Muy bien, tú, gordo narizotas, ¿dónde estás? ¡Sal, colmillo roto!

Se oyó un roce detrás de la pared donde estaba la estantería de libros, un roce de algo contra el ladrillo y la madera, y Hanuman saltó a la pared con el brazo extendido. Con el puño hizo un agujero (mis amigos vieron, boquiabiertos, cómo surgía el agujero en la pared) y el puño se hundió en la argamasa. Durante un momento, Hanuman forcejeó tirando, hasta que se oyó una voz nasal:

—Está bien, está bien. Ahora salgo.

Hanuman se apartó de la pared y del agujero salió un ratón caminando, aún con la cola asida por los dedos del Hijo del Viento. De detrás del ratón surgió una pequeña figura que dio unos pasos, agrandándose al caminar. Mi rostro esbozó una sonrisa ridícula; aplaudí; estallé en una gran carcajada.

—¡Oh, narizotas! —dije—. ¡Oh, gordo excelente!

Ganesha se arregló esmeradamente la túnica con sus dedos gordezuelos hasta alisarla, y con la trompa arregló en su cabeza y cuello los brillantes collares de piedras de otro mundo y la corona de oro.

—¿Tienes que ser tan maleducado, mono? —protestó—. Grosero.

Hanuman estaba rascando entre las orejas al ratón, y levantó la vista, riendo.

—¿Qué hacías escondido en la pared, han?

—He sabido que iban a contar una historia y, naturalmente, he venido a escucharla. Aunque parece que la gente de por aquí ha olvidado quién soy.

—El eliminador de obstáculos en persona —gruñó Yama—. Así que fuiste tú todo el tiempo. ¿Interferiste con mis escribas? ¿Has estado conjurando hechizos, facilitando las cosas a este hombre—mono?

—¿Quién, yo? —comentó Ganesha, mirando inocentemente al Señor de la Muerte con sus hundidos ojos de elefante—. No he hecho nada en absoluto. Sólo llevo aquí uno o dos minutos.

—Gracias —dije inclinándome ante el hijo de Shiva—. Gracias.

—No he hecho nada —dijo. Su gran cabeza gris era inescrutable. Batió las orejas suavemente—. Vamos, se acerca el momento de empezar.

Se instaló en la cama, a un lado de la máquina de escribir.

Saira saltó sobre las sábanas y se puso al otro lado de la máquina. Se abrió la puerta y entraron Zahira y Mrinalini. Oí los apagados murmullos que venían del patio.

—Todavía no veo muy claro todo esto —dijo Zahira, poniendo su brazo protector alrededor de su hija.

—Hermana, todo está bien —calmó Mrinalini—, Mi hijo también está aquí.

—Sí, es éste, ¿verdad? —preguntó Zahira mirando con curiosidad a Abhay—, Bien, Alá nos protegerá. Pero ahora sólo quedan los niños en la casa. El resto de la gente está fuera, desperdigada por el maidan, y también quiere oír la historia. ¿Vas a llevar los papeles de un sitio a otro, de aquí al patio y del patio a la explanada? ¿Y habrá que leerlos aquí dentro y después fuera?

—No funcionará —apuntó Ashok—. Crearía confusión.

Ganesha me dio un codazo y me cuchicheó algo, y escribí a máquina:

—«Ganesha está aquí (que él bendiga nuestros afanes por encontrar saber y conocimiento).»

Recibí otro codazo, nada amable, en las costillas (justo cuando Saira chillaba: «¡Ganapati baba moriya, Ganesha está aquí!»), y añadí:

—«Ganesha dice que si tenéis un altavoz estéreo, lo pongáis en el tejado; no hace falta que os preocupéis por los cables.»

Se dieron las instrucciones pertinentes a los niños, deseosos de ayudar, mientras yo explicaba al resto de mi familia (creo que ya puedo llamarla así) lo que acababa de ocurrir. Parecieron un poco preocupados: un dios en la casa estaba bien, y dos, mejor; pero tres al mismo tiempo en una habitación era demasiada divinidad en tan poco espacio, ¿qué iba a pasar si aquello continuaba? ¿Íbamos a ver el interminable panteón, a tantos deslumbrantes huéspedes en pocos minutos? ¿Debíamos prepararnos para recibir la visita de las grandes estrellas (frase de Ashok), las poderosas personalidades (Abhay, inquieto), las esposas de los jefes (Mrinalini, sonriente), como Shiva, Parvati, Visnú y Lakshmi y quién sabe si el mismo Brahma? Era una idea alucinante y nadie podía predecir los actos de los poderosos (Hanuman se encogía de hombros, los rostros de Yama y Ganesha eran inescrutables), así que emití unos ruidos que inspiraron confianza y traté de no parecer nervioso. La hora de comenzar la narración se acercaba.

El altavoz quedó por fin instalado en el tejado.

—Que la niña diga algo —pidió Ganesha.

—«Saira, di algo.»

—¿Decir qué? —y las palabras de Saira surgieron del altavoz de arriba tan claras como el sonido de una bella campana. Se puso en pie de un salto y, haciendo bocina con la mano, añadió—: Uno, dos, tres. Probando, probando, uno, dos, tres.

Su voz llegó hasta el borde del claro del bosque e incluso más allá.

—Obstáculo eliminado —dijo Ganesha.

—No seas presumido, jovencito —replicó Yama—. Muy bien, Sanjay. ¿Dónde estábamos?

Dónde estábamos, dios, estábamos con Benoit de Boigne, en sus viajes por los mares, en su búsqueda de un sueño.

Así, empecé a teclear y Mrinalini leyó todo en voz alta.

Escuchad...