...ahora...

—Hete aquí de nuevo —dijo Yama— ejerciendo tu talento nacional para la partenogénesis.

Se había producido un tumulto exactamente en el centro del maidan, reprimido enérgicamente por la policía, pero que aún persistía en los murmullos que surgían de la multitud. Empezó con una disputa sobre los asientos, sobre quién tenía el derecho divino de ocupar un trozo de terreno. Luego, los empujones entre dos personas dieron paso a discusiones partidistas. Lo cual, me dijo Abhay, quería decir que el asunto adquiría ahora matices religiosos, étnicos, de casta, de clases y socioeconómicos.

—No es necesario que me lo cuentes —escribí yo—. Ya lo sé.

—Sí —apuntó Yama—. Por supuesto que lo sabes.

Lo miré con curiosidad. No había sarcasmo en su voz, sólo tristeza. Pero lo más raro es que tuve que disimular, no sin esfuerzo, la amargura de mi réplica:

—Mejor para ti si luchamos. Más cosecha tendrás.

Pero Yama tenía la cabeza hundida entre sus anchos hombros y no me contestó nada.

Saira miraba por la ventana con expresión pensativa.

—¿Por qué nos peleamos todo el tiempo? —preguntó. Cuando se dio cuenta de que todos la mirábamos, se echó a reír y se encogió de hombros—. Lo siento. Ha sido una pregunta estúpida.

—Escucha, joven Saira —escribí en una nota—, olvídate de las peleas, no importa que haya tensiones, cierre de empresas, haríais y tratados sobre misiles, no, hagamos una fiesta. Hagamos la mayor fiesta que el mundo haya visto. Comamos, comamos y comamos hasta que seamos felices.

—Una fiesta, un atracón, un festival de comida —siguió ella con los ojos brillantes; se desperezó y permaneció muy derecha—. Khana de lo que quieras.

Abhay se echó a reír de pronto y cuando habló había alegría en su voz, sencilla, pequeña y completa.

—Una celebración del apetito —apuntó.

—Sí —afirmó Saira—. Bien, vamos allá.

—Un momento, un momento —intervino Mrinalini—, queda un poquito de historia para la tarde, sólo un poquito.