En Londres, una batalla entre inmortales

Cuando Sanjay y Sunil descendieron la montaña, la nieve se fundía y los ríos bajaban por las gargantas con saltos imprevisibles. En ocasiones, todo el costado de un risco temblaba, se partía en dos y se despeñaba sobre las aguas tumultuosas, dejando una capa de polvo pardo sobre toda la superficie. Sanjay bajaba rápidamente las laderas, pero Sunil remoloneaba, desconfiado al parecer de un tiempo en el que se habían hecho repentinamente viejos. Sus vidas quedaban atrás, desaparecidas, y Sunil le contó todo lo acontecido en aquellos años: su hijo radiante había muerto, apagado y silencioso; sus padres habían muerto, dolidos y solitarios; la begum Somrú había muerto en la paz de su edad avanzada, deseosa de reposo tras una vida demasiado rica para ser feliz; Sorkar, Chothun y Kokhun estaban muertos; Sorkar, de una fiebre que le hizo delirar y hablar un idioma que nadie entendió en el lecho de muerte de su aldea; habían muerto el reverendo Sarthey y Markline; Sarthey mientras dormía, con una sonrisa de satisfacción en su rostro; Markline, cuando se le reventó una vena y echó sangre por la nariz, cayendo fulminado al suelo en su castillo en Escocia; los dos maestros de poesía de Sanjay habían muerto, tanto el pandit como el inglés, de un ataque cardiaco, cuando Hart fue exiliado de Lucknow como indeseable por el British Resident; todos estaban muertos.

—Me parece increíble que la muerte nos lleve a todos —dijo Sunil—. Realmente ha terminado con todos los nuestros. Nunca lo he entendido. Mientras, nosotros seguimos extraños y vivos.

Pero Sanjay siguió caminando aún con más fuerza al oír este canto de muerte; se rió de los árboles luchando vanamente contra el viento y las aguas segadoras, de los pájaros con sus cabezas levantadas por el terror y su constante lucha. Rió y se sintió completamente solo e invencible. Se sentía lleno de propósito y velocidad, como una flecha a punto de alcanzar su destino.

En Delhi, Sanjay se estableció en Chandni Chowk, y la multitud lo rodeó y lo contempló en silencio. Ahora ya estaba habituado. Le había sucedido en todos los pueblos y pozos. Se detenían a mirar su piel blanca, que, a pesar de las caminatas, no estaba quemada por el sol; sus ojos negros, que poseían la certeza de una nube venenosa. «No habla», se decían en un susurro. Pero tenía una severidad poco común, sobre todo cuando se sentaba en la calle del bazar y contemplaba los carruajes ingleses. Pasó uno, lleno de cestas de merienda y gente de vacaciones que gritaba animadamente, en alegre marcha hacia el Fuerte Rojo. Pocos minutos después pasó otro, y esta vez Sanjay se levantó y lo siguió, y tras él, la muchedumbre. Se detuvieron delante del Fuerte. El carruaje había desaparecido por el portalón y ahora Sanjay buscaba a Sunil. Pero Sunil se había adelantado y ya estaba conversando con un bania marwari, un hombre bien vestido con un turbante ribeteado en dorado y una kurta elegante; se llevaba un pañuelo perfumado a la nariz al hablar.

—¿Adonde van? —le preguntó Sunil.

—Van a ver al emperador —contestó el bania.

—¿Quieres decir que el emperador les ha concedido audiencia?

—No, van a mirar al emperador.

—¿Mirar?

—Sí. Entran y van hasta los aposentos privados. El está sentado en una silla ordinaria. Entran y lo miran, miran al emperador del Indostán. Sonríen. El saluda con la cabeza. Ellos no se inclinan, porque son ingleses. Creo que el emperador pretende escribir poesía. Los visitantes hacen observaciones sobre el estado andrajoso de las cortinas, sobre la mezquindad de los trajes del emperador. Lo llaman emperador del Indostán, pero su poder no alcanza siquiera a su propia ciudad —hizo una pausa antes de continuar—. El emperador del Indostán es una atracción turística —y terminó acompañándose de una carcajada—: También es un buen poeta.

El bania se volvió para mirar a Sanjay antes de seguir su camino y Sanjay vio en él con sorpresa una resolución igual a la suya, y comprendió entonces que todas las heridas recibidas en la caverna igualaban, a veces ni eso, los insultos y ofensas que los otros sufrían a diario. Pasó otro carruaje y una dama inglesa miró a Sanjay con unos impertinentes, y Sanjay supo que ella diría luego en casa: he visto a un hombre casi desnudo, pálido, con el pelo cano y los ojos enloquecidos, querido, ¡un santón! Sanjay lanzó un escupitajo tras el carruaje, y la multitud murmuró sonriendo con malicia, y los guardias de la puerta del Fuerte, inclinando sus lanzas, rieron silenciosamente. Sanjay tomó de Sunil una hoja de papel y escribió.

Sunil levantó la mano pidiendo silencio. Y señaló a Sanjay.

—Escuchad: todo se volverá rojo. Todo se volverá rojo.

Sikander y Chotta aún estaban vivos. Eran famosos y vivían en casas adyacentes, en mansiones, lejos de Chandni Chowk; eran famosos, se contaban historias de sus hazañas. Ellos y su regimiento habían apaciguado la región cercana a Delhi, la habían hecho segura para sus habitantes. Y al hacerlo la habían sometido al dominio de sus amos los ingleses; y los jinetes amarillos eran temidos por su velocidad e imprevisión. Sanjay oía todas estas historias mientras iba hacia sus casas y era como si todos los sueños de su niñez se hubieran hecho realidad de alguna manera. Tal como pensó, las casas tenían jardines unidos por detrás, y entre los jardines había un alto muro, desgastado en un lugar por donde alguien lo escalaba a menudo. Permaneció a sus pies, contemplando la alisada piedra ennegrecida por el continuo paso, y, recorriendo el muro, le pareció tan familiar que buscó con la mirada un gran nudo, un amasijo enredado imposible de deshacer. Pero no había ningún nudo ni relatos bajo el mango, y se sentó y esperó.

Cuando se hizo de noche, cuando los pájaros callaron, apareció una cabeza al otro lado del muro. Se detuvo un momento y luego surgió un cuerpo: era Chotta. Sanjay reconoció la forma de sus hombros, el modo de erguir la cabeza, pero en todo lo demás había cambiado. Chotta era un débil anciano que iba directamente hacia Sanjay con los puños cerrados, y cuando Sanjay lo apartó a un lado, luchó salvajemente, con ojos desorbitados.

—Chotta, Chotta —lo llamó Sunil—. Mira quién es, míranos.

Pero Chotta, en su histeria, no lo oyó, hasta que finalmente Sanjay hizo un ruido con la garganta que los transportó a los tiempos en que, de niños, simulaban una pelea, pero esta vez iba en serio e increíblemente el más fuerte era Sanjay.

—¿Tú? —dijo Chotta, con sus manos cogidas por las de Sanjay—. ¿Eres tú?

Sanjay asintió con la cabeza, mientras Sunil reía. Ahora Chotta daba vueltas alrededor de Sanjay, tratando de verlo en la oscuridad, y Sanjay estaba invadido por la lástima: la piel de las manos de Chotta estaba floja, su aliento se había agriado con la edad, el cabello le había caído de la frente. Se sentaron en el suelo y Sunil contó el viaje de Sanjay, le habló de la caverna en la montaña, de la gran aventura, de la bendición ganada desde la muerte; mientras hablaba, Sanjay oía la difícil desesperación en la lenta respiración de Chotta, la fatiga de los años, las notas de amargura. Cuando Sunil terminó, Chotta se echó a reír.

—O estás loco o lo estoy yo. Cosas como las tuyas no suceden ya. Eres monstruoso, o lo es este mundo.

Sostuvo en alto las manos de Sanjay, sopesando su fuerza. Sanjay sintió la fragilidad de los huesos del anciano bajo sus manos.

—¿Quieres saber qué ha sido de nosotros? —preguntó Chotta—. Escucha, escucha. La historia debe empezar otra vez por Sikander, como empezó al principio. Lo he seguido durante mucho tiempo e incluso ahora, cuando cuento mi historia, cuento realmente la suya. No te sorprenda, sí, he sido el hermano fiel y sumiso, pero ¿crees de verdad que nunca he pensado en esto? ¿Que no sé que soy un actor secundario? Me ha bastado con eso. He observado. He visto una serie de guerras, y los ingleses son hoy los dueños indiscutibles de la India. No hay ejército que se les enfrente. Sikander y yo hemos ayudado a que sea así. Los hemos servido lealmente, hemos abortado rebeliones, apresado ladrones e intimidado a sus oponentes. Somos muy famosos, y somos odiados. Pero tú también nos has odiado. Sikander recuerda que, hace tiempo, le dijiste que vendrías por él. Me dijo, teme a Sanjay por encima de todo, y por eso le preparan muchas camas cada noche y nadie sabe dónde duerme. Pero, por lo menos, podrías decir, tienes dinero y tierras y tus amos te aprecian. No. No. ¿Sabes qué somos? Ellos saben mucho y nos dicen que hay una nueva especie en esta tierra. No es esto ni aquello, no es de aquí o de allá, es nada. Al principio, cuando nacimos, Sanjay, no éramos más que lo que éramos, hijos de nuestros padres y madres, pero ahora somos algo distinto. Con el paso del tiempo, los años han hecho de nosotros un animal nuevo: chi-chi, mitad y mitad, blanco y negro. ¿Sabes lo que esto significa, blanco y negro? Significa que somos blancos y, por Jo tanto, de acuerdo con la ley del rey inglés, no podemos poseer tierras. Ah, sois blancos, ¿no se os honra por eso? No, parece que no somos lo bastante blancos, que somos un poco negros, así que no tenemos acceso a ciertas medallas, aquel cargo está por encima de nuestras posibilidades y aquel ascenso, por supuesto, no puede aprobarse. Somos, Sanjay, esta nueva cosa que nadie quiere. He seguido a mi hermano por eso. Él, él tiene paciencia. Me dice que esté contento. Me dice que no debemos exigir demasiado a la vida. Ahora cocina, prepara chatnis, se pasa las horas buscando un nuevo sabor, un matiz. Se ha hecho sabio. Ahora escribe libros. Ha escrito un estudio sobre las tribus del Indostán, Sanjay, un libro que describe y clasifica. Una o dos veces al año lo invitan a la casa de un inglés importante, se hace un uniforme nuevo y les lleva regalos. Se siente feliz cuando lo llaman coronel. ¿Qué piensas de esto, Sanjay? ¿Puedo sentirme feliz? Yo creo que debo sentirme infeliz. Esto es lo que pensé: si mi hermano es feliz y Sanjay se ha ido, al menos uno debe buscar la infelicidad. Estoy cansado de esta felicidad, de este contento. Me parece odioso, Sanjay, y no sé decir por qué. ¿Es que no debemos estar disgustados? ¿No es la hora de la furia, Sanjay?

Sanjay escribió:

—Vente conmigo. Haremos la guerra. Expulsaremos de nosotros esto que se nos ha metido dentro y todo será como antes.

—Pero ¿qué pasa con él?

—Le pediremos que venga con nosotros.

—Nunca lo hará.

—¿Por qué?

—Porque es un rajput —dijo Chotta sonriendo.

Sanjay le devolvió la sonrisa y ambos rieron, y una repentina y dolorosa oleada de soledad, surgida desde la garganta —Gul Jahaan, Gul Jahaan— lo cogió por sorpresa. Y escribió furiosamente:

—Si se obstina, ya sabremos qué hacer.

Chotta se inclinó sobre él y le puso una mano en la rodilla.

—Es mi hermano. Déjame ver qué puedo hacer. Hablaré con él, no le diré que estás aquí, todavía no. Déjame que le diga esto y aquello, que le pregunte, déjame ver qué dice. Entretanto, permanece aquí. Nuestros espías están en todas partes, menos aquí —se levantó—. Te enviaré comida —mientras se alejaba, dijo por encima del hombro—: También es el tuyo.

Sanjay movió los labios: —¿Qué?

—Tu hermano.

Y de este modo Sanjay hizo su revolución desde un jardín que no era el de su juventud; los árboles estaban todavía verdes, con el cielo brillando tras ellos, y cada tarde Chotta venía a sentarse a su lado, pero nada era lo mismo. Todos los días Chotta traía noticias de Sikander y la curiosidad de Sanjay fue en aumento. Sikander, al parecer, era ahora un erudito. Había escrito un estudio sobre las tribus, un texto académico que se presentó al British Resident. Para cumplir su promesa en el campo de batalla, había construido un templo, una mezquita y una iglesia, una gran iglesia en el centro de Delhi, pero era la imagen de Sikander inclinado sobre la mesa, con gafas y una pluma en la mano, lo que ponía furioso a Sanjay. ¿En qué se había convertido?

—Te has vuelto tan fuerte —le decía Chotta—. Fíjate en esto —ahora le pedía que hiciera pequeñas exhibiciones de su fuerza, que le hacían reír—. Mira, este clavo.

Y Sanjay lo retorcía hasta convertirlo en una herradura, y Chotta reía complacido. Sanjay escribió en el suelo:

—¿Le has hablado de la guerra?

—Sí —contestó Chotta—. Y dice: la guerra destruye al vencedor.

—¿Quiere aquí a los ingleses?

—Dice: he comido su sal.

—¿No lo insultan?

—Dice: soy un rajput y he comido su sal.

—Ellos lo traicionan cada día.

—Hace conservas y chatnis. Por las mañanas, los verduleros acuden a su puerta trasera y él les compra frutas. Colecciona recetas. Mezcla cosas en la cocina. Cuando le hablo de la guerra me mira sorprendido, como si le hablara de algo nuevo.

—Se ha hecho viejo.

—Quizá.

—¿Viene alguna vez por aquí?

—¿A los jardines? No, éste es mi sitio. Paseo por aquí. Tengo ocho esposas, Sanjay, y muchos hijos, pero vengo aquí y me encuentro solo. Cuando era un muchacho y me sentía solo, pensaba, cuando me case nunca más estaré solo. Pero ahora todo va tan mal, con ellos y con todos, que vengo aquí en busca de soledad. Tan solo me siento que lloro mucho por las noches y no sé qué es lo que echo de menos. ¿Por qué me siento solo, Sanjay?

—No lo sé.

—Nadie lo sabe. Tengo la impresión de que es una enfermedad incurable, que contraje hace tiempo.

—Ya pasará.

—Creo que nunca pasará.

Sanjay sentía también la soledad, pero no se jactaba de ella; lo hacía sentirse como un pájaro enorme surcando los cielos, agudo y brillante. Y cuantos venían al jardín, comerciantes, soldados, doncellas y criados, todos acudían a él con el respeto que se tiene por algo tan extraño que ya no produce temor. Lo escuchaban predicar la muerte de los ingleses, su expulsión del suelo del Indostán, su deshonor y próxima desgracia, pero era él quien les interesaba, su enorme fuerza y la blancura brillante de su piel. De este modo, a su edad avanzada, suspendido en una juventud helada, Sanjay alcanzó secreta fama en toda la nación y, en cierta manera, hizo realidad uno de los sueños más acariciados de su niñez.

Más adelante, una noche de verano, Sanjay oyó a Chotta que se dirigía al jardín; Sanjay ahora no podía dormir y el lugar del sueño lo ocupaba con planes y cálculos. No notaba diferencia por las noches, salvo en el cambio de temperatura y en la disminución de los ruidos, y preparaba su estrategia en la oscuridad; trataba de efectuar un levantamiento en armas simultáneo en todo el Indostán, una batalla orquestada, y sabía que le llevaría años, décadas, pero ya no le asustaba el tiempo. Por eso estaba despierto cuando Chotta llegó al jardín después de la medianoche, pero no estaba preparado para las preguntas que venía a hacerle.

—Dime otra vez lo que sucederá.

—Todo se volverá rojo.

Mientras Sanjay trazaba las palabras en la piel de Chotta, notó el sudor frío de su brazo, pero el pulso era firme y pausado.

—¿Quién morirá?

—Todos ellos.

—¿Quiénes?

—Todos.

—Muy bien.

Chotta se levantó y caminó de regreso a la casa, pero se detuvo un momento.

—Sabes, ya no consigo enfadarme —dijo—. Debe de ser la edad, o el tiempo.

Antes de que Chotta se marchara, Sanjay había intentado moverse, decir algo, pero estaba muy oscuro y, en cualquier caso, el otro no habría visto lo que escribía. Volvió a sentarse, resopló por los orificios de la nariz, primero por el derecho y luego por el izquierdo, pero durante toda la noche no pudo continuar con sus planes. Había algo que creía recordar, pero que olvidaba en el momento de evocarlo.

Aparecía el sol de la mañana sobre los tejados cuando Sanjay oyó los primeros disparos. Se levantó y corrió a la casa, y mientras corría se felicitaba por su nueva velocidad, pero los tiros eran más rápidos, se sucedían sin pausa y había algo muy deliberado en ellos. Venían como un tamborileo regular y Sanjay supo que llevaban la muerte, por eso, cuando atravesó la sala de estar y vio a una criada apoyada contra la pared ensangrentada, ya se lo esperaba. En el patio interior había tres cuerpos más, debajo de la mesa del comedor había un cocinero acurrucado con la mandíbula destrozada y en las escaleras que conducían a la terraza yacía una mujer con la cabeza hacia abajo, con su chunni como una larga estela verde ascendiendo hasta el rellano superior. Los disparos se oían ahora en la terraza y cuando Sanjay llegó a ella vio a Chotta recargando un arma pesada y negra.

—¿Has visto una de éstas? —le preguntó—. Es un revólver. Seis tiros sin recargar.

Tenía el sol detrás y apareció ante Sanjay como una silueta oscurecida por la luz blanca. En el suelo había un reguero de sangre que avanzaba lentamente por las juntas de las baldosas; cambiaba de dirección en ángulo recto, primero a un lado y luego al otro.

—Milagroso —siguió Chotta—. Dispara, dispara y dispara.

Sanjay le arrebató el arma y con el mismo gesto lo empujó contra la pared. Con una mano en la garganta lo levantó con facilidad contra la piedra. Sintió entonces un golpe debajo de la cintura, dejó caer a Chotta, se giró y agarró una mano en su cara, inmovilizándola. Sikander luchó primero por soltarse y luego palideció asombrado.

—¿Tú?

—Sí, es él —dijo Chotta, saliendo de detrás de Sanjay y desabotonándose el cuello de la chaqueta—. Es él. Ha vuelto de las montañas heladas con una nueva fuerza —se quitó la chaqueta, la dejó en el suelo y empezó a quitarse la camisa—. No lo ha hecho él. He sido yo.

Sikander estaba inclinado hacia delante, mirando a Sanjay, sosteniéndose la mano donde los dedos de Sanjay habían dejado marcada su huella. Con el rostro inexpresivo, apartó la mirada lentamente para fijarla en Chotta.

—¿Tú?

Chotta estaba sentado en el suelo quitándose las botas. Se sacó una y la tiró por encima de la terraza.

—¿Por qué?

—Porque estoy decepcionado.

—¿Con qué?

Chotta estaba ahora desnudo y sentado con las piernas cruzadas en el borde de la terraza, sobre el patio.

—Contigo. Tú me has decepcionado —respondió Chotta—. ¿Recuerdas lo que queríamos ser? Queríamos ser príncipes. Tú tenías que ser emperador y yo tenía que seguirte. Y lo hice. Quería tu gloria. He pasado mi vida siguiéndote, y ahora estoy furioso por lo que has hecho de mí. Yo tenía que ser un príncipe, un rajput, un soldado. Estaba seguro de mí mismo. Hoy no soy nada. ¿Sabes por qué no soy nada? Porque soy un angloindio, esa cosa que no pertenece a nadie. Soy libre y no soy nada. A veces soy soldado, a veces comerciante; unas veces esto y otras veces aquello. Soy todo y nada a la vez. Y como no soy nada y mi casa está llena de nada, doy vida a la nada. Por eso los he matado a todos y ahora voy a matarme. Dame la pistola.

—No, no —Sikander se inclinó y levantó a Chotta cogiéndolo por el cuello—. ¿Qué es esto? ¿Qué te ha ocurrido?

—No puedes oponerte a esto, gran hermano. Ni siquiera pueden impedirlo tus enormes brazos —Chotta se apoyó en Sikander y le habló suave y cariñosamente—. Desde que Sanjay volvió de las montañas tengo una visión clara. Antes de eso, mí vida transcurría en una neblina de esperanza y embriaguez. Pero Sanjay lleva consigo la frialdad del aire de las montañas, y quien se le acerca respira esa frigidez, y entonces vi con claridad mi casa, por fuera y por dentro. ¿Y sabes lo que vi? Vi que pretende ser grandiosa pero se desconcha por todas partes; vi el negro del hollín en los techos que nunca antes había visto, vi las viejas telarañas en los rincones, las arañas muertas y secas desde hace tiempo, vi que mi soberbia cubertería made-in-England era barata y despreciable, y vi todo lo que no había visto antes. Y vi que mis esposas estaban resentidas, que sus risas eran afiladas e irresistiblemente nostálgicas, que fumaban sus narguiles con pesar y no con alegría. Y fui preguntando, una a una, ¿por qué estáis resentidas? ¿Y sabes que ninguna me preguntó qué quieres decir con eso? Sólo me dijeron sus razones: no tengo suficientes chales de lana; mis hijos no son bastante inteligentes; odio el lugar donde vivimos; nunca he sido muy guapa. Pero ninguna de estas razones me satisfizo, me parecieron evasivas, y finalmente pregunté a mi esposa mayor, la que amé primero. Se encogió de hombros y contestó, porque no hemos llegado a ser lo que habíamos pensado, porque ¿qué eres tú?, ¿qué somos nosotros? Y reflexioné y vi que no éramos nadie. Y, no sé por qué, le pregunté, ¿me has sido infiel alguna vez? Dijo que no, luego dudó, me miró a la cara y creo que pensó en lo viejo que soy. Y dijo, sí. ¿Con quién?, le pregunté. Y respondió que eso no importaba. ¿Con quién?, insistí. Con un criado. Y entonces vi que nuestras vidas no serían nunca más nuestras. No me enfadé con ella: le pregunté porque casi esperaba aquella respuesta. No estaba enfadado. La amaba. Pero no era esto lo que esperaba de mi vida. Y lo hice. La decepción es una enfermedad tormentosa.

Sikander dejó caer las manos a los lados y Chotta volvió a sentarse con las piernas recogidas.

—Es curioso que no matara a los niños —continuó—. Iba a hacerlo, pero no pude —levantó la mano—. Dame la pistola.

—No —afirmó Sikander—, No lo permitiré.

—¿Todavía crees en tu fuerza? —cuestionó Chotta riendo—.

Pobre hermano, sigues siendo un niño. Pero hay cosas que tu fuerza no puede impedir. La decepción es más fuerte que mil como tú. Mira. Dicen que la virtud y la penitencia dan al ¡j hombre poder sobre su propia muerte. Pero yo te digo que la decepción es más fuerte que cualquier otra cosa. En el J nombre de la decepción, pido que la muerte me lleve —miró f a Sanjay—. Véngate. No me decepciones.

Cerró los ojos y aspiró profundamente. Su cuerpo adquirió un color rojo intenso, cubierto todo él de miríadas de pequeños puntos que brillaban como carbones encendidos.

Luego un ardor cubrió toda su piel, un fuego cauterizante difícil de mirar, y su cuerpo fue cayendo lentamente hacia atrás, sobre el suelo de la terraza. Los puntos se fueron apagando hasta dejar la piel nuevamente blanca. Sikander se inclinó para incorporarlo.

—Está muerto.

La sangre goteó desde la terraza y formó abajo un charco informe.

En el funeral, Sanjay entregó una nota a Sikander.

—Ven conmigo —le decía. Y mientras Sikander leía, escribió otra nota—: Trae a tus hombres; terminaremos con todo esto.

—No puedo —respondió Sikander—. He comido la sal de ellos.

—Eso es una vieja excusa en la que ni tú crees ya.

—Estoy obligado.

—¿Incluso después de esto?

—No veo otra salida.

—¿Te opondrás a nosotros?

—Supongo que tendré que hacerlo.

—Esta vez te mataré.

Sikander no respondió a lo último y Sanjay se dio la vuelta hacia la pira, que brillaba con un resplandor rojo. Entró en ella, sintiendo el calor no como un dolor, sino como un elemento extraño que presionaba su piel, y salió con un puñado de ceniza negra en las manos. Cuando se alejaba, Sikander lo llamó:

—¿Qué ha ocurrido contigo?

Sanjay lo señaló, queriendo decir: exactamente lo que te ha ocurrido a ti.

Aquella tarde, mientras el sol se ponía, Sanjay vio cómo Sunil preparaba ocho montones de chapatis, cada uno espolvoreado con la ceniza negra. El olor de la harina le trajo recuerdos, pero Sanjay los apartó y dio sus instrucciones: cada montón de chapatis debía enviarse en una de las direcciones de la rosa de los vientos. En cada aldea o pueblo debían entregarse los chapatis a quienes estuvieran más llenos de ira. Estos debían comerlos, salvando sólo una pequeña cantidad, que debería desmenuzarse y espolvorearse sobre los chapatis que ellos mismos prepararan, para enviarlos a los vecinos del siguiente pueblo. De este modo se extendería el sabor amargo de la guerra, multiplicándose con cada comida, hasta que se volviera agresivo e incontrolable y llegara la hora. Sanjay escribió: «No puede detenerse».

Y dijo Sandeep:

—Así fue como Sanjay preparó el fuego para los ingleses. Fue de ciudad en ciudad, viajando constantemente a pie, causando la frecuente extenuación de Sunil. Su comida apareció en todos los poblados, desde Bengala al Panjab, y, como era polvorienta, escasa y corriente, los ingleses no le dieron importancia, al menos hasta que fue demasiado tarde. Hubo siempre las intrigas habituales y mezquinas de los reyezuelos, el servilismo de los criados hacia sus amos, la lealtad de los soldados a su sal, la constante agitación del océano del comercio, y no hubo un solo inglés que comprendiera que todo había cambiado, que Sanjay caminaba por las calles del Indostán, ahora llamado India. Sanjay estaba pálido, con el duro brillo de una máquina de acero, su cabello era blanco, era silencioso, pero hablaba a hombres y mujeres de sus humillaciones y rencores, les decía que pensaran en lo que amaban. Les demostró que estaban perdidos. El país se sumió en el silencio y los ingleses creyeron que aquello era la paz.

Sanjay volvió a Delhi porque allí había un hombre que sabía quién era y lo que quería: Sikander. Sikander lo sabía y luchó contra él en todo momento, reunió información, envió espías e informó a los ingleses, que nunca le creyeron. En Agrá, Sanjay reunió un grupo de comerciantes musulmanes de caballos, pero tres meses después de empezar su trabajo secreto, Sikander los arrestó por traición y los ejecutó; Sanjay preguntó, ¿quién es su mejor amigo? La respuesta fue un nombre inglés y Sanjay dijo (con amargura), matadlo. Así se hizo y Sikander, en represalia, arrestó a un hombre, inocente de la muerte del inglés, pero que era esencial para los planes de Sanjay en Delhi, y este agente, un noble, fue procesado por el asesinato y colgado como un vulgar criminal. Ante esta ofensa, Sanjay no pudo soportarlo más y envió un mensaje a Sikander pidiendo una entrevista. Y acordaron que se verían en Hansi una oscura noche amavas. Se encontraron en el yermo donde Jahaj Jung libró su última batalla. Sanjay, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba cómo una ligera brisa levantaba el polvo contra sus muslos. A alguna distancia había una puerta, un arco vacío, resto de algún edificio desaparecido, y a su abrigo estaban Sunil y sus hombres. Tres eran campesinos, otro era el hijo menor de un pequeño terrateniente de Avadh, dos mercaderes de granos y una docena de ex soldados de todas las edades. Tenían frío, pero no miedo, ni siquiera de los jinetes amarillos que esperaban, porque habían visto a Sanjay romper de un solo golpe el cuello de un hombre y conocían su sangre fría y su habilidad. Sanjay sentía la impaciencia de sus hombres y el frío del invierno en su pecho desnudo le daba vigor. Sólo temía que Sikander no viniera, que en su vejez se hubiera vuelto cauteloso y tuviera miedo a la oscuridad. Sanjay deseaba que viniera, y no era la ruina, la puerta, lo que lo conmovía, sino pensar que fuera lo que fuese aquello que él y Sikander iban a hacer, sería el fin de una vida. Esto le resultaba tristemente refrescante. La tierra invernal se había renovado y estaba húmeda y llena de promesas.

Finalmente, Sanjay divisó una breve fila de antorchas que ondulaban en el horizonte. Se acercaban lentamente, manteniendo una especie de paciente disciplina, una distancia permanente entre ellos que Sanjay nunca había conseguido de sus hombres, a pesar de su apariencia y del pavor que le tenían. Era una habilidad que aún ahora envidiaba, esta gracia militar sin aparente esfuerzo, de modo que cuando Sikander tiró de las riendas de su caballo, Sanjay ya estaba furioso.

—Hola —saludó Sikander—, Qué largo camino infernal para encontrarnos.

Avanzó entre las cautelosas filas de sus hombres y abrazó a Sanjay, dándole dos palmadas en la espalda. Sanjay retrocedió y vio que sonreía, que su alegría era sincera. Pero Sanjay no tenía interés en perder el tiempo con preámbulos y escribió una nota.

—¿Por qué nos combates?

Sikander tomó la nota, pero movía la cabeza de un lado a otro, tratando de ver en la oscuridad. Sanjay señaló la nota.

—Pero ¿puedes ver con esta oscuridad? —preguntó Sikander más horrorizado que asombrado.

Sanjay cogió una antorcha y la puso encima de la cabeza de Sikander, iluminando su cabello gris, la piel oscura que parecía porosa a la luz roja y su rostro con papada. Lentamente, Sikander bajó la mirada al papel que tenía en la mano. Sanjay vio una breve calva en la cabeza que tenía delante y súbitamente se sintió lleno de piedad.

Caminaron un poco, alejándose hacia el centro del campo, y se sentaron en el suelo, uno cerca del otro; Sanjay sostuvo el brazo de Sikander y trazó en él un mensaje tras otro, todos preguntando lo mismo.

—Ven con nosotros. ¿Por qué no quieres venir con nosotros?

Sikander se encogió de hombros.

—¿No entiendes que tendré que matarte?

Sikander asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué, por qué vas a morir por ellos?

Sanjay le habló de los ingleses, lo que eran, lo que ya habían hecho y lo que querían hacer.

—No es únicamente que nos roben. No es únicamente que los hijos de nuestros nietos morirán de hambre porque nos sumirán en la pobreza y la debilidad. No es sólo eso. ¿Recuerdas la voz que yo solía oír, la voz de Alejandro? Están locos, quieren más que tierras, quieren cambiar el mundo. No pararán, nunca, y cuando los ingleses se vayan serán otros, matarán todo en su búsqueda de la belleza. Están locos. Todo dejará de existir excepto su locura. ¿Lo entiendes? Debemos luchar ahora contra ellos o estaremos perdidos para siempre. Tu hermano ha muerto y era mi hermano. ¿Recuerdas a tu madre? Estamos todos perdidos.

Sikander permaneció en silencio y Sanjay pensó, no, no es esto, hace falta un cambio de táctica. Y volvió a escribir.

—¿Por qué? ¿Es por lo que te han dado? ¿Crees que te han dado honores y riquezas? Han hecho de ti, Sikander, un monumento nacional. Eres una de las atracciones de Delhi. Llegan con sus hijitos, sus niñeras e institutrices, sus perros y sus cestas de la merienda, y lo primero que hacen es ir al Fuerte Rojo, señoras y caballeros, madres y padres, pequeños y babas, miren el lugar donde el Sha Jahan solía tener su corte; luego van al minarete Qutab, tías y tíos, ahora estamos ante la torre más alta del mundo, la maravilla del continente, y luego vienen aquí, ¡damas y caballeros ingleses, por favor, miren a este hombre, a este hombre oscuro, a este negro de aspecto humano, un mausoleo! Su piel se ha hecho piedra, sus huesos, madera; alberga la muerte de las esperanzas y las ambiciones, pero sirve para alojar a los grandes de Gran Bretaña. Se cree que una vez vivió aquí un emperador, un gobernante que conduciría a sus gentes, pero, como pueden ver, eso fue mera ilusión, y quien vive aquí ahora es un viejo chocho y loco (las tumbas de este país están habitadas por lunáticos) acompañado de buitres que huelen a podrido. Pero no os asustéis, pequeños, el viejo no os va a hacer daño, pasad, sentaos en sus rodillas, os contará una historia, una bella historia de aventuras y conquistas, conoce muchas, os ha servido bien, ha matado a muchos hombres en todo el país para defender a vuestros padres. Ahora espera impaciente a los visitantes, sediento de oyentes, para sonreír, menear la cabeza y entretenerlos; mirad con qué comicidad representa el episodio, cómo salta y se mueve, así cabalgaba... así blandía la espada... Oh, sed amables, niños, señoras, pagadle con una sonrisa. Y luego, cuando se van, dicen, así que, joven Robert, ¿te ha gustado el santuario, no resulta divertido dentro de este curioso estilo provinciano de los indios? Pequeña Esther, deja eso, no, es parte del mausoleo, no, no puedes llevarte un par de ladrillos. Roger, no dejes que Rover vaya a esos rosales, puede hacerlo allí, en el muro del edificio. Vamos, vamos, Edward, no juegues en la calle, mira por dónde andas, no emplees ese lenguaje, sobre todo refiriéndote a esos vagones, llevan algodón a Manches— ter, hierro a Leeds y oro al Banco de Inglaterra. No, Edward, todo eso no pertenece a esta mansión (no es una mansión, es un monumento conmemorativo), nos pertenece, porque este monumento conmemora la rendición, la fatiga, la cobardía. Mira esa placa, ¿qué dicen esas letras, Edward? Tú conoces esas letras, ¿no sabes leerlas? Dice, en letras esculpidas, que el dharma ha muerto, que el rey ha abdicado. Quiere decir, Edward, que ellos han perdido, que nosotros hemos ganado. Vamos, niños, daos prisa, ahora iremos al zoo, a ver los animales, ¿verdad que será bonito? Monos gesticulantes, simios imitadores. Han hecho de ti, Sikander, un animal, y de alguna forma ni siquiera te sientes insultado.

—Es cierto todo cuanto dices —respondió por fin Sikander—. Pero soy lo que soy y no puedo cambiarlo. Pero tú eres lo que quieres negar: tú ya has cambiado. No puedo traicionarlos porque he seguido siendo lo que he sido siempre, el hijo de mi madre. Y tú tienes que luchar contra ellos porque te has convertido en lo que eres y en lo que serás. Esto también es cierto —hizo una pausa—. Dices que te he traicionado, pero soy un rajput y he dado mi cuerpo. Nunca he temido a la muerte, como ninguno de nosotros. Nos hemos reído de ella. Pero tú, tú tenías que haber sido poeta. Tenías que habernos dicho lo que íbamos a ser, lo que éramos. Yo habría sido un rey, o cualquier cosa si me hubieses mostrado cómo. Eres tú quien nos ha traicionado. Te has traicionado a ti mismo porque te has convertido en otra cosa.

Sanjay le dio una bofetada y Sikander recibió el golpe sin decir nada, sin un solo gesto.

Pelearon en medio de un círculo de antorchas, rodeados de una profunda oscuridad. Había empezado a caer una lluvia inesperada, ráfagas irregulares de humedad que arrancaban del suelo un olor intenso a arcilla. Sanjay apareció de pie, desnudo en medio del círculo, esperando a que Sikander, tiritando, se quitara la chaqueta. Este se secó la cara con ambas manos y luego, sin más formalidades, empezaron. Acabó muy rápidamente. Sanjay comprobó enseguida la gran habilidad de Sikander, sus años de experiencia, que hacían que se moviera con tal arte que aparentaba lentitud. Sikander alcanzó a Sanjay una docena de veces durante los primeros segundos, golpeando en los hombros y la cabeza, hundiéndole el pulgar curvado debajo de las costillas, buscando el nervio en la parte interna del muslo, pero de nada le sirvió todo eso. Sanjay era duro e incansable. Los golpes no le afectaban y se limitó a esperar. Finalmente apresó a Sikander en un abrazo, rodeándole el pecho y levantándolo en vilo mientras Sikander ponía cara de asombro. Sanjay giró y lo volteó hasta que ambos cayeron al suelo, manteniendo el abrazo y presionándolo contra la tierra, y sintió la tensión de Sikander, cómo se resistía, su enorme fuerza empujando atronadoramente desde el suelo, una, dos, tres veces, hasta que el cuerpo de Sikander se quebró. Sanjay vio cómo se dilataban sus ojos grises y luego se relajaban. Sikander estaba muerto.

Mientras Sanjay se alejaba sin volver la vista atrás, los soldados de Sikander levantaron las antorchas para verle la cara. Comprendió que estaban memorizando su cara, que los había hecho sus enemigos, y les devolvió la mirada con expresión de orgullo. Esta confianza no lo abandonó cuando se alejó montado en su caballo ni cuando se sumió de nuevo en su trabajo. Se movía tan rápidamente que Sunil tuvo que organizar dos equipos, uno para vigilar y trabajar y otro que dormía, porque Sanjay siempre estaba despierto. No hubo aldea ni regimiento, por pequeña u oscuro que fuesen, que no visitara con sus chapatis y sus conferencias de medianoche. Era incansable, y cuando Sunil le dijo que habían enterrado a Sikander en Hansi, se encogió de hombros y continuó con lo que estaba haciendo, una reunión con los jefes de catorce pueblos cercanos a Agrá. Y dijo a estos hombres: estad preparados; fabricad armas y ocultadlas bajo el suelo de vuestras casas; reunid a vuestros compañeros, disciplinadlos, entrenadlos y esperad. La hora se acerca.

—La ira es una semilla prolífica —dijo Sandeep a los monjes—. Se puede desperdigar descuidadamente y arraiga con rapidez. Aparecerá en las grietas de vuestras ventanas, se extenderá por los tejados, surgirá de las piedras del pavimento, repentinamente, por todas partes. Sanjay dijo a hombres y mujeres: tratan de haceros diferentes; y en todos los pueblos se supo la verdad de esto. Era verdad. Luego apareció una clase nueva de cartuchos (ya lo sabéis, es un hecho histórico), una nueva manera de fabricarlos, y Sanjay dijo, si os lo ponéis en la boca, hará de vosotros algo diferente. Ofende todas las creencias, se dijeron los soldados entre ellos, es impuro. Los historiadores os dirán que eso es incierto, que el nuevo cartucho no estaba engrasado ni con buey ni con cerdo. Pero Sanjay dijo: quieren haceros diferentes, si os lleváis esto a la boca, os convertiréis en algo distinto. Y era verdad, era verdad entonces y es verdad ahora. Al saber esto, la gente sintió ira y la ira no se puede dominar. Sanjay tenía un plan, un calendario odioso por su complejidad; hubo consignas por todo el Indostán, células de conspiradores comprometidos, escondites de armas, escuelas de rebeldes, pero como Sanjay ya no era del todo humano, olvidó la rabia. Olvidó la furia porque él ya no la sentía; algunas veces, durante sus conferencias, escupía y enrojecía, pero todo era fingido. Sanjay creyó que aquella especie de ira era un estorbo y la ignoró. Lo que él sentía era una gran determinación; ya no podía sentir otra cosa aunque quisiera. Pero, finalmente, la ira se sobrepuso a los planes de Sanjay y los desbarató.

Una calurosa tarde de mayo, en una ciudad de Bengala' llamada Ranchipur, Sanjay oyó disparos. Estaba sentado bajo un árbol en el bazar, sobre un rocoso pedestal construido alrededor del árbol. Los tiros no tenían la cadencia regular de las tropas acantonadas en las cercanías, sino que eran ráfagas que sólo podían surgir de un combate. El tiroteo, como el ruido sordo de la lluvia, se oyó una y otra vez, y en el silencio que siguió, toda la calle permaneció quieta, callada, hasta los perros caminaron de puntillas, y cuando parecía que todo había pasado, que nada más podía ocurrir, se oyó el ruido apocopado de un revólver, dos tiros, luego tres sobre otro, fap-fap-fap, y entonces todo el mundo en el bazar echó a correr. Los tenderos gritaban mientras cerraban las puertas, un caballo pasó corriendo por el callejón, de pronto aparecieron zapatos y chappals desperdigados por toda la calle, las armas tabletearon y su eco resonó en las casas. Sanjay también corrió, y cuando llegó con Sunil a la refriega, dos bungalows se derrumbaban ya bajo las llamas. Había pequeños grupos de soldados por todas partes, algunos corriendo de un lado a otro con propósitos definidos, otros agazapados y charlando con desgana.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sunil—. ¿Qué está pasando?

Nadie pareció oír sus preguntas, y dejó de preguntar para mirar a un criado, un hombre con uniforme blanco y turbante, que atravesaba la multitud llevando una sopera de plata llena de algo blanco, con el cucharón todavía dentro. Su rostro estaba surcado de lágrimas. Sanjay se adelantó y cogió a un soldado de infantería por el cuello y lo levantó.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sunil.

—Ayer, en Meerut, encadenaron al Treinta y tres porque se negaron a usar los nuevos cartuchos. El tribunal militar los condenó a treinta años de servicio, les arrancaron los botones, los encadenaron en público y metieron a todos en la cárcel. Así que sus amigos los liberaron, cogieron las armas y mataron a todos los ingleses, y ahora ya están en Delhi y el emperador es otra vez emperador. Los ingleses están muertos. Ya no existirán más en el Indostán. Hemos sido vengados.

Sanjay lo soltó y corrió hacia la multitud, pero de toda la organización que había preparado cuidadosamente no vio nada entre la gente que lo rodeaba. Sunil preguntó por algunos hombres, aquellos elegidos para ser líderes, pero nadie sabía dónde estaban. Había algunos soldados, incapaces de hablar, y uno maldecía a quienes lloraban y les escupía. Una enorme humareda negra oscurecía los campos y los caminos del acantonamiento con una sombra tupida. El incendio dominaba ahora un barrio, alrededor de una pequeña iglesia, y las balas que golpeaban la campana producían un extraño tañido. Sanjay corrió alrededor del cementerio próximo a la iglesia, alineando a los soldados y ordenándoles que dispararan a las ventanas. Pronto dejó de sonar la campana, los disparos se oyeron regularmente y Sanjay condujo una columna a la parte trasera de la iglesia. Al acercarse sintió que su cuerpo aumentaba de peso y a cada paso sus pies se hundían más profundamente en el suelo. Pero no podía frenar su velocidad y, empleando toda su fuerza, continuó adelante. Recibió dos tiros desde una ventana alta, pero no se detuvo para mirar atrás y se vio ante una pesada puerta de madera que arrancó de sus goznes con un solo golpe de su hombro derecho.

Dentro, a través de la espesa niebla de humo, Sanjay vio bancos volcados y cuerpos tendidos en el suelo. Un hombre de cabello rojo yacía a sus pies, con el cuello cortado y la cara vuelta de lado. Sanjay dio un paso adelante, sintiendo su peso increíble, y percibió vagamente a un oficial de uniforme rojo que levantaba la mano hacia él. Sanjay intentó moverse, pero ahora le costaba respirar, como si algo le oprimiera el pecho. La bala le alcanzó en el lado izquierdo del vientre y sintió el golpe en su espina dorsal antes de oír la explosión. Pero logró avanzar lentamente, arrebató la pistola al inglés (mudo, con la boca abierta) y la tiró a un lado, dejando que los sables que le seguían se encargaran del hombre. La larga nave se llenó entonces de gritos y Sanjay recorrió el pasillo central, indiferente al combate que se desarrollaba a su alrededor, esforzándose a cada paso. Al final de la nave subió los dos escalones de la pequeña tarima y levantó las manos por encima de la cabeza. Se hizo el silencio en todo el edificio, un silencio profundo, sin pájaros, viento ni agua, y Sanjay bajó sus puños cerrados y se volvió hacia sus hombres. Todos lo miraban, miraban el agujero azul a la derecha de su ombligo. Sonrió, escribió una nota para Sunil y, con un dedo tembloroso, señaló en su cuello la oscura cicatriz que rodeaba su garganta como una marca indeleble.

—No os preocupéis —leyó Sunil—, ya he comido antes el metal de los ingleses.

Sanjay estaba fuera de la iglesia, organizando a los hombres en secciones, cuando trajeron a las mujeres y a los niños. Habían estado escondidos en un almacén del sótano de la iglesia. Eran cuatro mujeres y siete niños, más un bebé vestido de azul.

—Soy la señora Treadwell —dijo una de las mujeres. Estaba en avanzado estado de gestación y llevaba su vientre delante de ella como una carga—. He venido a visitar a mi hermana. No soy de aquí —tenía un precioso cabello rubio, un vestido blanco con un enorme polisón y un broche de ámbar negro en forma de caballo—. Oh, ¿habla inglés alguno de ustedes? Seguro que hay alguien que hable inglés.

Nadie le habló, todos giraron la cara y, finalmente, Sanjay hizo un gesto a Sunil para que las devolvieran a la iglesia. Ahora que estaba fuera, Sanjay podía respirar libremente, y comprendió que era el lugar, la influencia extraña del edificio lo que hacía que el metal pesara en su cuerpo y tirara de su carne hacia abajo. Era la gravedad ajena la que lo afectaba.

Sanjay ya tenía resuelto dirigirse a Lucknow, donde la guarnición inglesa resistía el asedio de los soldados. Pensó en sus prisioneros y razonó: la India debe limpiarse. Estaba profundamente convencido de que tenía que ser limpio y eficiente. Y, pensando en Lucknow, sintió: la India debe limpiarse. Y Sunil leyó en la hoja de papel: «La India debe limpiarse». Había empleado la desacostumbrada palabra inglesa, leyó en voz alta la diminuta letra del papel, pronunciando lin-dii-aa.

—Debe limpiarse —dijo a los hombres.

—¿Y qué significa eso? —preguntaron.

—Que no hay que dejar ni a un inglés aquí —escribió Sanjay.

Al oír esto, los hombres rompieron la formación y se alejaron de la iglesia murmurando entre ellos. Sanjay los llamó para que volvieran con un enérgico gesto del brazo.

—¿Qué sois? ¿Quiénes sois? —les preguntó—. ¿No lo sabéis? ¿Cuántos de vosotros han muerto ya? ¿Acaso dudáis de que su intención es destruimos? ¿No habéis visto los cadáveres de los inocentes en su camino? ¿El fuego? ¿El humo? Ninguno de sus soldados tenía nada que decir, ninguno quería hacerlo. Nadie lo habría hecho.

Permanecieron cerca de la iglesia durante tres días, mientras Sanjay les repetía que debían limpiar la India. Cuando formaron la primera mañana, la cuarta parte se había marchado. A la noche siguiente puso centinelas, pero a la mañana siguiente se habían ido once hombres, entre ellos tres centinelas. Sanjay comprendió que la guerra de voluntades que había iniciado con sus hombres acabaría con su guerra antes de haber empezado realmente y, a la tarde del tercer día, envió a buscar hombres al bazar. Vinieron dos carniceros sin trabajo, un alcahuete y tres matones que se alquilaban de guardaespaldas. Todos estaban borrachos cuando aparecieron en el campamento, y una vez allí, Sanjay les dio gruesas bolas de opio que fumaron hasta bien entrada la tarde. Entonces los envió a la iglesia. Cuando salieron, jadeando en la oscuridad, Sanjay aplicó una antorcha a la oscura madera de la puerta. El rojo del fuego dibujó un gran círculo en la noche y las llamas iluminaron su camino hacia Lucknow.

Todo Lucknow había quedado reducido repentinamente a una cosa: el combate singular que tenía lugar alrededor de la casa del British Resident, donde los ingleses resistían a los regimientos que habían sido suyos hasta el día anterior. Era un pequeño edificio blanco sobre una ligera altura, rodeado de árboles, setos y las casas de los funcionarios; el perímetro británico serpenteaba entre bosquecillos, tapias divisorias y alrededor de un cementerio. La mañana en que Sanjay llegó a Lucknow, el calor era irresistible para los combatientes, pero los artilleros alrededor del campamento estaban instalando una barrera irregular dentro de la posición británica. De vez en cuando una nube de mortero blanco agitaba las paredes del edificio del Resident, y vítores desganados surgían de las filas de los atacantes. La desorganización, la improvisación y la falta de profesionalidad del ataque causaron la furia de Sanjay. Los hombres estaban esparcidos por el campo de batalla en un cómodo despliegue, algunos durmiendo, otros afilando sus sables y muchos cocinando. Los regimientos estaban mezclados, muchos soldados se habían deshecho de sus uniformes o les habían añadido toques coloristas —pañuelos, escudos de otras unidades, yelmos de la caballería británica— que imposibilitaban saber quiénes eran o de dónde venían.

—¿Quién está al mando de esto? —preguntó Sanjay.

Los que estaban despiertos se encogieron de hombros.

A la mañana siguiente, Sanjay organizó una carga. Había intentado entrar en la casa del Resident durante la noche. Su plan consistía en entrar y matar a los ingleses. Estaba confiado, se sentía invulnerable, pero cuando finalmente empezó a andar notó cómo, a cada paso, aumentaba la densidad de su cuerpo, de modo que, cuando sólo estaba a unos treinta metros de los parapetos ingleses, apenas pudo moverse. Cada paso le costaba más que el anterior; finalmente hubo una explosión en las trincheras que tenía delante y sintió el peso añadido de una bala inglesa en su hombro izquierdo. Se volvió entonces e inició la retirada, pero cuando llegó a salvo a las líneas propias tenía cuatros piezas más de metal dentro de su cuerpo. Y así supo que el dios le había hecho trampa al concederle su fuerza invulnerable y que tenía que depender de la voluntad incierta de sus compatriotas para terminar la tarea. Por consiguiente, los había preparado para una carga y dos regimientos de caballería formaron a la espera de sus órdenes. Las filas estaban igualadas, como en un desfile, y brillaban como el acero a la luz de la mañana. Los oficiales rodearon a Sanjay.

—¿Dónde está la artillería? —preguntó uno.

—¿No habrá un bombardeo de cobertura? —preguntó otro.

—¿Cuál es el objetivo?

—¿Hay unidades de refuerzo?

—¿Qué hacemos si rompemos la línea enemiga?

Sanjay los escuchó a todos y deseó que Uday estuviera a su lado, pero Uday hacía tiempo que había muerto (y Sanjay no quería pensar en su discípulo Sikander). Éste era un oficio que no dominaba y no tenía disponible a ninguno de sus practicantes. Todos los indios eran oficiales jóvenes, no había ningún capitán. Las preguntas continuaron.

—¿Dónde están las unidades médicas?

—¿Y ya no habrá forraje para los caballos?

Sanjay terminó por garabatear con enfado:

—Éste es vuestro objetivo: ellos son pocos y vosotros muchos. Si sois hombres, apoderaos de la posición.

Los oficiales se encogieron de hombros y se volvieron con sus hombres, y unos minutos más tarde la fila avanzó al paso. El clamor surgió de las trincheras y un momento después los gritos surgieron de las posiciones inglesas. Cuando los caballos iniciaron el trote, las primeras granadas estallaron entre ellos levantando estelas de polvo. Luego empezó la fusilería, los jinetes tropezaron con los cuerpos caídos y recularon ante los primeros parapetos. Hubo unos disparos de pistola momentáneos y un jinete espoleó su caballo para saltar la tapia, pero cayó instantes después y los regimientos de caballería se retiraron ante el fuego graneado. Sanjay los vio regresar, todavía animados, pero tembló de impaciencia y rabia. Había admitido siempre que la milicia era cuestión de habilidad, que para ser soldado se necesitaba fuerza, agilidad y buena vista, pero ahora comprobaba, igual que en los días que siguieron, que se trataba de una ciencia arcana, que toda la fuerza del mundo no bastaba sin experiencia, que el éxito en la batalla era tan elusivo como el sabor de la buena poesía. Este duro aprendizaje lo puso en ocasiones tan furioso que levantaba piedras y las lanzaba a través del claro hasta el edificio del Resident, asombrando a los soldados y acentuando su propia frustración, porque al instante sabía que aquello no servía de nada.

Pasaron los días. Hubo una carga tras otra, noches de cañoneos relampagueantes y explosiones, un valor enorme pero nadie que supiera cómo romper las defensas. Finalmente empezaron a escasear las municiones de los atacantes y cargaban las armas con cualquier metal que encontraban. Dispararon a las paredes del edificio del Resident clavos, alfileres, herraduras, palancas, patas de cama, cuchillos, tenedores y cucharas, y una tarde Sanjay vio todo un caballo de bronce volando por encima de su cabeza. Paseaba por el perímetro del campo buscando brechas, zonas débiles. Por más que miraba, sabía que no tenía talento para ello, sabía que un verdadero soldado vería inmediatamente un terreno indefenso donde él sólo veía un prado ondulante, líneas de fuego donde él sólo veía macizos de flores silvestres. Pero seguía buscando y ahora sólo veía el caballo de bronce, cada vez más pequeño, hasta que desapareció sobre los tejados destrozados.

—Ha salido de él. Mira, te digo que sí.

Sanjay se volvió. Había dos niños, sudorosos y sucios, que llevaban sacos llenos de trozos de granadas lanzadas por los británicos. Eran dos de los muchos que erraban por las líneas y la tierra de nadie recogiendo la extraña metralla que ahora se empleaba para matar. Uno tenía en la mano una letra de metal, una x de un tipo de imprenta que Sanjay creyó reconocer. Se acercó al niño, tomó la letra y la frotó entre los dedos. Estaba caliente y la superficie estaba gastada.

—Cayó de su brazo —dijo un niño al otro—. Lo juro.

Sanjay miró su brazo izquierdo. Encima de la muñeca tenía un trozo de piel colgando. Lo tocó y la piel se desprendió y cayó flotando al suelo. Cerca del codo tenía un bultito, algo duro que sobresalía de la piel con una forma que conocía. Se frotó la piel con la uña y, como si fuera una viruta de madera, salió una Y que cayó tintineando en el suelo. Los chicos gritaron de alegría y la recogieron.

—Haz más —pidieron—, haz más.

Y aquel verano, pequeños fragmentos del idioma inglés silbaron sobre el campo de los británicos y los mataron; mataron a clérigos, recaudadores de impuestos, esposas, hijos rubios, jóvenes ambiciosos y novias con dotes de cinco mil libras. El idioma atravesó tejados y mató a los recién nacidos que había debajo. Su fuego hizo del edificio del Resident un cascarón humeante, y todo olió a muerte en Lucknow.

Al desprenderse el metal de su cuerpo, Sanjay se sintió más ligero. Vio que podía acercarse cada vez más al edificio del Resident sin sentirse paralizado y supo que en pocos días podría entrar y acabar con todos ellos. Pero entonces sucedió algo terrible: a medida que expulsaba el hierro, todo su mundo se volvía gris. Su firme resolución se enfriaba y daba paso a inacabables ambigüedades, sobre todo a primeras horas de la mañana. ¿Es esto necesario? ¿Deben morir todos? Por la mañana, la voz del obeso Sorkar lo perseguía con sus poemitas shakespearianos y le parecía que las piedras de Lucknow rezumaran breves fragmentos líricos. Se dio cuenta de que sus hombres perdían poco a poco la furia y el ímpetu de los primeros días y se sentaban cerca de los cañones para fumar o dormitar. Empezaron a desertar durante la noche y tuvo que escarmentarlos con duras reprimendas y ahorcamientos sumarios. Pero sentía en su interior aquella falta de definición, aquella confusión, aquella mezcla de bien y mal, de blanco y negro. Se vendó el torso y las piernas para retener las letras en su cuerpo, pero el metal siguió saliendo igualmente y quedaba atascado entre las vendas, de modo que ahora tintineaba al andar. Vio también que la cicatriz de su cuello empezaba a desaparecer y supuso que significaba que se estaba volviendo humano otra vez.

—Yo quería cocinar.

Era Sunil. Cuando Sanjay se volvió hacia él, se sentó trabajosamente en cuclillas y descansó una mano en el muslo.

Con la guerra, había perdido la salud vigorosa de la montaña, y ahora era un frágil anciano y su cuerpo temblaba constantemente. Sanjay estaba, como de costumbre, contemplando el edificio del Resident, pero se alegró de tener compañía porque así olvidaba que su cuerpo estaba perdiendo fuerza. Ahora, los objetos que lanzaba no pasaban de la tierra de nadie y tuvo que dejar de hacerlo para no minar la moral de sus hombres. Últimamente, después de muchos años, empezaba a sentir la necesidad de dormir, pero temía cerrar los ojos, porque una vez que se durmió soñó con una iglesia y se despertó temblando.

—Quería cocinar, pero te seguí —siguió Sunil—. Te esperé en la montaña cuando daba por cierto que habías muerto.

Sanjay asintió con la cabeza.

—Quería decirte que me voy. Me voy a mi pueblo. Hay algo que falla aquí. Hay algo que falla en el sabor de todo esto. No es como pensé. Incluso si ganamos, estará mal. He reflexionado sobre esto largo tiempo y ahora estoy convencido de que está mal. Me voy. No quería ser desleal y por eso te lo digo. Puedes colgarme si quieres.

Sanjay se inclinó y tomó la mano de Sunil. Tenía la palma áspera y manchada de hollín. La mano parecía ingrávida y tenía la transparencia de la edad. Sanjay quiso decirle que, pasara lo que pasara, aquélla era la mano de un gran artista. Pasara lo que pasara. Pero cuando quiso escribirlo no pudo, porque sus manos temblaron y el lápiz sólo trazó en el papel rasgos indescifrables. Sanjay levantó la mirada al sol y vio, en lo alto, muy lejos, un lento círculo de aves. Había un anillo retorcido en el suelo, surcos cavados en la tierra, trozos de piel, fragmentos de máquinas, metal y madera, troncos astillados de árboles, destrucción por todas partes. Después de un rato, Sanjay retiró lentamente su mano y se levantó. Se dio la vuelta y se alejó de allí.

Los ingleses incendiaron Lucknow. Finalmente, las fuerzas de socorro se abrieron paso y el fuego se extendió por todos los tejados. Los que quedaron en la ciudad pelearon tenazmente, pero su oportunidad había pasado y no pudieron salvarse. Sanjay estaba en una mansión, un palacio que una vez habitó una famosa cortesana llamada Nur, donde los pocos valientes que quedaban del regimiento de Ranchipur montaron la última defensa. Sanjay cargaba sus mosquetones, corría de una ventana a otra con sacos de cartuchos. Atronaban y retumbaban los disparos y el humo y el calor de la habitación eran sofocantes. Cada latido de su corazón resonaba dolorosamente en la mente de Sanjay y le impedía pensar. La sangre hacía resbaladizo el suelo y Sanjay cayó, descubriendo la olvidada sensación de la fatiga absoluta. Pero continuaron los disparos. Sanjay cargó un mosquetón deslizando los dedos sobre el cartucho y el ardiente metal del cañón. El hombre de la ventana se volvió para dirigirle una sonrisa y el moño de la cabeza se balanceó.

—Rojo, rojo —dijo riendo—. Rojo.

Entonces Sanjay empezó a rodar por el suelo y la ventana y la pared se curvaron hacia dentro en medio de una nube de polvo y humo y vio cómo el techo se desplomaba graciosamente, se sintió caer él mismo y supo que todo había acabado, pero el sonido que llenaba su cabeza no era el de la explosión, sino el de un río caudaloso, un agua arrolladora e incesante.

Cuando Sanjay se despertó era de noche. Tenía las piernas enterradas en los escombros y durante horas se esforzó por librarse del enorme peso que lo oprimía, hasta que por fin pudo salir. Mientras se ponía de pie con dificultad, vio que los incendios continuaban y que, alrededor de él, la ciudad estaba reducida a polvo. Anduvo tambaleándose entre las ruinas y vio cadáveres por todas partes. Algo se alejó de él con un curioso sonido y al brillo de las llamas vio que eran buitres hinchados de comida, demasiado pesados para volar, saltando torpemente entre ellos y formando una masa móvil. Desprendían una intensa fetidez al aletear y aquel olor lo persiguió mientras buscaba una salida. Pero la ciudad había desaparecido y no sabía qué dirección tomar. Se dio cuenta de que caminaba en círculos, como si la oscura humareda sobre él y los carbones encendidos del suelo giraran en un torbellino; quiso gritar, pero no tenía lengua para hacerlo y tuvo que atravesar la ciudad ardiente en silencio.

Al alba se encontró caminando por la orilla del Gomti. Sin saber cómo, había dejado la ciudad atrás, pero ahora, en el campo, las granjas estaban abandonadas y las aldeas vacías y humeantes. Divisó una gran banyan, con las ramas firmemente apoyadas en la tierra: parecía que no hubiera cambiado, que fuera perfecta a pesar de la guerra que había destruido todo a su alrededor. Buscó refugio en su sombra y contempló las sombras ondulantes sobre los campos. Se quedó quieto porque no tenía nada dentro de él, ninguna decisión, ninguna idea del futuro, ningún recuerdo del pasado. El cielo presentaba la luz difusa de su aridez. Los únicos sonidos eran los ásperos chirridos de los grillos. Cuando oyó a los caballos supo que traían la muerte y la deseó con impaciencia, porque la quietud le resultaba insoportable.

Los jinetes, en su mayoría ingleses, llevaban sujetos con una cuerda a una docena de hombres harapientos. Andaban éstos con las manos firmemente atadas a la espalda, trastabillando cuando la cuerda tiraba de sus cuellos.

—Aquí hay otro.

—Colgadlo.

El que habló era un hombre delgado y calvo, con un traje gris, sucio, con manchas terrosas. Había dos hombres, indios, delante de él, y Sanjay los miró sin comprender durante un largo rato antes de darse cuenta de que sus túnicas eran amarillas.

—¿Te acuerdas de nosotros? —dijo uno de ellos en voz baja—. Dios es muy bueno. Tienes que recordarnos.

Sanjay asintió. Eran dos de los hombres que le miraron a la cara después de pelear con Sikander.

—Por tu culpa permanecimos leales a los ingleses. Ahora se ha acabado. Pagarás por Sikander.

—Vamos, acabad con él —gritó el inglés.

Sanjay sintió el alambre en sus muñecas y el dolor en los hombros cuando tiraron de él hasta ponerlo debajo de una rama. Un nudo corredizo cayó sobre su cabeza.

—Este año tendremos buena cosecha.

Era un hombre viejo que estaba junto a Sanjay. Las venas y arrugas de su cuello resaltaban sobre la soga. Hablaba con el soldado que le seguía en la fila, un subedar musulmán de barba elegante y puntiaguda y ojos maquillados. Su uniforme estaba desgarrado y sucio, y sangraba por un corte en la mejilla. Permanecía erguido, con los hombros hacia atrás, y llevaba gallardamente el dogal al cuello, como si fuera un pañuelo.

—Se atrasan las lluvias.

—Pero serán abundantes.

—Sí, pero esta zona no es muy buena para el trigo. Esta y las siguientes cinco aldeas están en un meandro bajo del río. La tierra es salobre.

—¿Ah, sí? Mi aldea está al norte de Delhi. Es la mejor tierra de trigo de todo el Indostán. Veinticuatro quintales por acre. Nunca menos.

El inglés del traje recorría la fila de arriba abajo. Hacía gestos con la cara y bizqueaba.

—¿Qué quiere? —preguntó el subedar.

—Creo que quiere asustarnos.

Se echaron a reír y el inglés les dio la espalda y se alejó con la cabeza torcida en un gesto altanero. Sanjay vio que llevaba las manos cruzadas a la espalda y en ellas un libro.

—Buena tierra —comentó el subedar. Luego se le estranguló la voz cuando un soldado inglés que estaba detrás de él tiró de la soga colgada de la rama. Su cara se giró a un lado mientras lo izaban y pataleaba en el aire.

Sanjay sintió un dolor en los hombros, el roce de sus pies en el suelo y luego algo como un plano luminoso que se moviera en su pecho, aplastándolo y cegándolo. El tiempo cambia y ve el mundo roto en pedazos, los campos ondulantes dando vueltas en la distancia, el pataleo de pies cercanos, el sol girando a su alrededor, el trueno de los cascos de los caballos, las lanzas, el color amarillo, una oleada de rojo en sus ojos, se levanta, silencio.

Cuando Sanjay se dio cuenta de que estaba muerto pero que aún no se había liberado de la memoria y de la experiencia se puso furioso; y como no podía hablar, maldijo en silencio a Yama, lo maldijo por la mezquindad de su venganza, por su rencor implacable, por hacer que se retorciera al extremo de una soga, frío, inanimado, indudablemente muerto, pero todavía vivo. Y estaba seguro de estar vivo porque, mientras giraba lentamente, veía el color cambiante de las plantas y las espigas granadas de los almiares, y vio los cadáveres pudriéndose colgando de la rama, y vio las aves posadas con naturalidad en los hombros del oficial y picoteando en su cuello. Pero estaba muerto y no estaba muerto, porque vio a los ingleses cabalgando por los campos, conduciendo largas columnas de prisioneros, campesinos, granjeros, pequeños comerciantes (nunca hubo tantos rebeldes) hacia baterías de cañones, a cuyas bocas eran atados uno por uno; y cuando dispararon los cañones, vio explotar los cuerpos y las entrañas desperdigarse por la tierra y las cabezas volar y dar vueltas a una altura mayor que la de la banyan. Giró lentamente y las aves revolotearon alrededor de él, pero ninguna se acercó, y en la impenetrable mirada oscura de los pájaros se vio derrotado, no vencido en la batalla (lo cual, después de todo, no era tan importante), sino en el corazón, porque al no querer convertirse en otro había cambiado por completo, porque a causa de la ira no sólo había perdido su país sino a sí mismo. Yo no soy yo, se dijo, y la soga se rompió con un crujido y cayó de espaldas al suelo. El movimiento le resultó familiar y agradeció el golpe, por más que la tierra fuera dura e inmisericorde. No sintió dolor, sólo una vaga conmoción. Rodó sobre el suelo tratando de librarse de las ataduras de sus manos y finalmente pudo liberar una, arañándose la piel, y se palpó la cara, el cabello rígido como paja, y se sentó y se miró el cuerpo desnudo, frío y blanco, y había algo de niño en su cuerpo, por lo pequeño y débil, con brazos y piernas curiosamente renovados, medio formados, y lloró: deja que me vaya, deja que me vaya, no quiero más de esto, deja sólo que me vaya.

—Yo no te retengo —era Yama, apoyado con gesto elegante en el árbol, vestido de frac negro, botines, pajarita gris, sombrero de copa y un bastón con empuñadura de marfil que pasaba de una mano a otra—. De verdad que no lo hago.

—¿Cómo es eso?

—¿Cómo? Eres tú. Eres tú quien no quiere.

Le pareció ver a Sanjay un rictus desdeñoso en los labios de Yama, una afectada satisfacción que hacía aún más completa e insoportable su propia derrota. Sintió oscuramente en su estómago la amargura y el rencor y mientras maldecía una y otra vez a Yama se levantó con esfuerzo y se alejó con pasos torpes, sin saber adonde ir, pero sintiendo la necesidad de moverse. Yama, sin embargo, caminó a su lado, ágil y cómodamente, con delicados pasos, trazando un círculo brillante con su bastón.

—La verdad es que eres uno de los que nunca acaban lo que empiezan.

Sanjay se detuvo y miró buscando algo con que pinchar el globo de autosatisfacción de Yama; finalmente le lanzó un débil dardo.

—¿Por qué vas vestido como un payaso?

—Cómo, ¿pero no lo sabes? Ahora todo el mapa es rojo. Todo es rojo: Victoria va a proclamarse emperatriz de la India. Ahora todo el mundo es inglés. Tú incluido, pero tú ya lo has sido de alguna manera durante algún tiempo. Y algunos de ellos han sido de alguna manera como tú. Un viejo amigo tuyo.

El bastón silbó en el aire y Sanjay vio el oscuro movimiento curvo del cinturón de Sarthey a la luz de la luna y oyó su agudo chasquido. De pronto sintió como si le dolieran todas las articulaciones de su cuerpo.

—Sí —continuó Yama—, parece que hay alguien que todavía está vivo. Un amigo tuyo.

—Londres —dijo Sanjay—, Londres. Todavía no ha terminado. Tengo que ir a Londres.

Yama asintió con la cabeza y, antes de desvanecerse en la trémula calina que cubría la tierra, susurró:

—Sanjay, toda tu vida ha sido un viaje a Londres.

Y Sanjay, que no tenía nada, emprendió el camino hacia Londres; estaba desnudo, no podía hablar, no poseía recursos, pero podía andar y disponía de todo el tiempo, y un hombre incansable que no tiene nada que temer de la muerte puede llegar a Londres, aunque le cueste años y décadas. En el Panjab, a orillas del Ravi, unos ladrones (sin importarles que no hubiera nada que robar) asaltaron a Sanjay y lo dejaron por muerto en el agua, pero se recuperó y siguió su camino, un poco más asustado; cerca de Kabul fue secuestrado por un cacique de poca monta que lo retuvo como esclavo durante trece años en una mísera aldea cercana a Herat pero al cabo del tiempo murió el cacique y, aprovechando la confusión del funeral y las disputas sucesorias, logró salir del lugar y escapó hacia el oeste; llevaba entonces un viejo blusón blanco y en Persia lo dejaron solo porque creyeron que era un santón en peregrinación a La Meca, y durante un tiempo fue seguido por una turba de peregrinos, pero no pudieron mantener su paso y finalmente lo abandonaron con expresiones de admiración; en Basora le dejaron sitio en la cubierta de un barco con destino a El Cairo, pero una tormenta desvió la nave de su rumbo y encalló en una playa desierta, y Sanjay se vio desnudo, cubierto de sal, en una playa arenosa; reanudó el camino y se adentró en un desierto de arena que le pareció inacabable, y los beduinos que lo encontraron se mantuvieron a una respetuosa distancia, porque, a pesar del sol, su piel se mantenía blanca. Se alejó de ellos cuando atravesó una extensión rocosa del desierto, tan terrible que nadie recordaba que alguien se hubiera atrevido a entrar en ella, y cuando apareció en Jerusalén fue detenido como loco y puesto en una prisión donde los pacientes morían por el calor y el hacinamiento; pero no murió, sobrevivió a dos guardianes de la prisión y escapó saltando desde una tapia tan alta que nadie había sobrevivido al salto; en todo este tiempo no se comunicó con nadie, no escribió nada y aceptó todo lo que le venía con la sensación de que todo era conocido y sin importancia, que ya lo había visto antes, sintiéndose empujado por el aliciente del final, impaciente por completar todo; por eso, cuando llegó a las afueras de Jaffa y vio la ventana abierta de un almacén del puerto, entró y se llevó sacos de plata y oro, no con una sensación de triunfo, sino de necesidad, de que era inevitable; luego, los pasajes a Creta y a Otranto fueron fáciles e igualmente fácil fue el largo camino italiano hasta Roma; allí compró una levita, unos pantalones oscuros y unos documentos que lo identificaban como funcionario sardo, y el falsificador le estampó un visado rojo para Inglaterra; Sanjay vio su nebulosa imagen reflejada en el cristal de un armario lleno de libros y pensó súbitamente, no hemos nacido para ser felices.

Londres surgió sobre el muelle bajo un cielo intensamente rojo, y cuando Sanjay lo miró desde la barandilla tuvo que taparse la nariz por el olor que exhalaba el río; el agua era negra y viscosa y le sorprendió el olor porque había perdido la costumbre de que le afectara; había aprendido a ignorar su cuerpo, pero ahora el hedor le producía náuseas y picor en los ojos. Era un olor que no había experimentado antes, sabía que no era humano, que era la ciudad, enorme y electrificada, llena de gases y máquinas, que vomitaba sus detritos en el río. Los tejados parecían negros e infinitos hasta el horizonte y, mientras el barco se acercaba lentamente al muelle, el agua golpeaba suavemente las piedras como si fuera aceite, y Sanjay tuvo la sensación de ser engullido por una gran boca. Cuando puso pie en tierra, todavía con el pañuelo en la cara, los marineros alineados a lo largo del puente lo miraron con la curiosidad que provocaba su reacción; lo habían dejado solo durante el viaje, y Sanjay sabía que había sido su palidez, la blancura de su piel, la frialdad de su mano al saludar, la oscura opacidad de sus ojos, lo que hizo que se sintieran incómodos y se apartaran de él. Pero ahora que el peso de Londres lo acobardaba, pensó que debía de tener un aspecto corriente, debo de parecer simplemente humano.

—Ya se acostumbrará al olor —dijo el hombre que examinaba su pasaporte—. Incluso le gustará al cabo de un tiempo. Una vez en Londres ya no se puede vivir en otra parte. ¿Va a estar mucho tiempo? —Sanjay señaló su garganta, negó con la cabeza y luego escribió con un lápiz en el secante del hombre, que asintió con la cabeza—. ¿Oficial? ¿Herido de guerra? Bien, ya saldrá adelante. Hay quienes pueden hablar pero no saben emplear el idioma. Usted tiene buena mano. Bienvenido a Londres.

Las calles estaban llenas de gente, pero caminaban de un modo que sorprendió a Sanjay, con una rapidez furtiva, empujándose y mirándose por encima del hombro. Oscureció muy rápidamente y, de pronto, las calles quedaron desiertas. Sanjay siguió caminando sin ningún plan, sin saber adonde iba ni dónde estaba. Había empezado su viaje hacía tanto tiempo que ya no recordaba bien por qué había venido. Sentía una extraña opresión en el pecho, algo tan desconocido que no sabía cómo llamarlo, ¿melancolía?, ¿tristeza?, pero que le hacía sentirse insoportablemente solo, desear un amigo, una madre, un padre, una necesidad como la sed acuciante, por eso, cuando centelleó el farol ante sus ojos y oyó la voz, se sintió aliviado.

—¿Qué hace aquí? ¿Adonde va?

Era un policía, con un alto casco negro y una capa, y cuando Sanjay le dijo con señas que era mudo, el hombre lo agarró firmemente por el codo y le puso el farol delante de la cara; un momento después hizo sonar su silbato en medio de la niebla, y en unos minutos un tropel de policías rodeaba a Sanjay. Lo arrastraron por las callejas hasta una comisaría de policía entre una multitud de rostros airados que lo maldecían: maldito extranjero, ahorcadlo. Dentro, lo pusieron delante de una mesa donde tuvo que depositar cuanto llevaba en los bolsillos. Finalmente, pudo garabatear una pregunta.

—¿Qué es esto? ¿Qué quieren de mí?

El joven policía que lo había detenido y que, al parecer, respondía al nombre de Bolton, estaba apoyado en la pared y presenciaba cómo otros dos hombres interrogaban a Sanjay.

—¿Cómo se llama? ¿Qué hace en Londres? ¿Cuándo llegó? ¿Dónde estaba la noche del 30 de septiembre?

Sanjay enseñó su pasaporte y finalmente cesaron las preguntas; se llevaron sus papeles y salieron, supuestamente para hacer comprobaciones con la tripulación del barco, y esperó en la destartalada habitación, con sus estanterías de archivos y el agradable olor a té y mantequilla. El policía Bolton lo miró durante un buen rato y luego le habló confidencialmente.

—Si me permite, señor, yo en su lugar me cortaría el pelo. Y no saldría a la calle por la noche. No es ésta una buena época para la gente rara, ¿sabe?, para la gente que parece extranjera.

Sanjay escribió una nota y se la dio: «¿Por qué?».

—Pero ¿no lo sabe? —Bolton se echó a reír y se sentó al otro lado de la mesa—. Hay un loco que anda suelto, señor. Un maldito asesino.

El sol estaba alto cuando Sanjay salió de la comisaría, y en la calle la gente compraba y leía los periódicos con una especie de ansiedad, pasándose las páginas de uno a otro y hablando solamente de una cosa. Sanjay compró una galleta a un vendedor callejero y se la fue comiendo mientras bajaba la calle. Últimamente había empezado a sentir otra vez hambre y no había duda de que se sentía cansado y con sueño, de que estaba confundido y un poco aturdido. Se detuvo en una esquina, sin saber adonde ir, cuando un papel desgarrado en una pared cercana aleteó al viento y llamó su atención; cuando lo miró, sintió que la sangre le golpeaba el pecho como en oleadas, y no fue el encabezamiento impreso, «Facsímil de la carta y tarjeta postal recibidas por la Agencia Central de Noticias», lo que resonó en su cabeza, sino la letra manuscrita debajo, las letras pulidas y precisas que aparecían en la página desgarrada:

No estaba bromeando querido y viejo jefe cuando le di la pista... doble acontecimiento esta vez el número uno se acobardó un poco no pudo terminar de una vez no tenía tiempo para escuchar a la policía gracias por guardarme la última carta hasta mi vuelta al trabajo.

Sanjay apartó la mirada de la pared, y vio a dos niños rubios de cabello enmarañado y caras sucias que estaban sentados en el pavimento, royendo un hueso; encima de ellos un gran rótulo blanco anunciaba «Papelería Estebury»; por la calle pasó un largo carruaje de color verde, en cuya parte trasera figuraba en letras doradas la palabra «ómnibus»; pasaron dos mujeres jóvenes con sombreros negros, un hombre llevaba un zapapico, la calle olía a estiércol de caballo, pero cuando Sanjay se volvió hacia la pared, el cartel seguía allí:

Mi cuchillo es precioso y afilado quiero ponerme a trabajar enseguida si tengo una oportunidad.

Sanjay arrancó el cartel de la pared y echó a correr, y entonces la gente se dio la vuelta para mirar y las mujeres se apartaron a su paso; mientras caminaba sostenía el rollo de papel contra su pecho y sintió los latidos de su corazón en los dedos. En la comisaría de policía preguntó por Bolton, y cuando apareció el policía, se fue al lado del largo pasillo y extendió el cartel sobre un banco; señaló el pie del pasquín: «Se ruega a cualquier persona que reconozca la escritura lo ponga en conocimiento de la comisaría de policía más próxima».

—¿Qué pasa, compañero? Acabo de terminar mi turno y me voy a casa.

—Conozco a este hombre —escribió Sanjay al final del cartel—. Tuve ocasión de estudiar su escritura. Era amigo mío. Estoy seguro de que lo ha escrito él.

—Bueno, pues cuénteme. ¿Cómo se llama ese amigo suyo?

Bolton parecía fastidiado ahora y se frotaba con gesto cansado las comisuras de sus ojos azules. Sanjay se preguntó si no tenía interés en atrapar al asesino. Y escribió:

—Se llama Paul Sarthey. Es médico. Tuve oportunidad de conocerlo.

Bolton se rió a carcajadas y, mientras Sanjay lo miraba sorprendido, se desabotonó el cuello de su casaca negra.

—Lo siento, pero durante los últimos días ha pasado por aquí medio Londres. Que el asesino es mi cuñado, que no, que es el hombre que vive al final de la—calle. Y ahora viene usted. Dice que el doctor Sarthey es amigo suyo, ¿verdad? ¿Cómo es que un hombre como él lo conoce a usted?

—Lo conocí en la India —escribió Sanjay—, donde serví en un regimiento de nativos.

Pero le pareció evidente que Sarthey ya estaba absuelto a causa de su posición; según le contó Bolton, Sarthey era un afamado orientalista, escritor y viajero distinguido, acreditado especialista en posesiones orientales de la Casa de la India, médico entre cuya clientela figuraban personas muy importantes, entre ellas la madre de la difunta reina; poseía algunos bienes, pero, sobre todo, se había casado bien, con la hermana de un colega de Norgate, una tal lady Adelia May Haliburton, y aquella boda había sido sonada en toda Inglaterra.

—Además, Sarthey es viejo ahora, debe de andar por los cien años. Y este asesino es tan rápido que es capaz de escapar de cien de nosotros mientras el cadáver está todavía caliente. Mata a dos pasos de una calle llena de gente y nadie ha logrado verlo. ¿Cree usted que un anciano podría eludirnos a todos nosotros? Amigo, está usted cansado. Váyase a la cama y duerma un poco.

Sanjay quería decirle, llevo dentro de mí su escritura, la conozco demasiado bien para equivocarme, pero Bolton se alejó con paso cansado y Sanjay se fue con el cartel doblado y guardado en el bolsillo. No vale la pena, se dijo, tendré que hacerlo por mi cuenta, tengo que acabar con él, tengo que hacerlo. Fue deprisa a la barbería de la misma calle. Mientras la brillante navaja le afeitaba la barba, miró en el espejo la cara que aparecía debajo y, ciertamente, no era la cara de un viejo, aunque tampoco la de un joven. Se había quedado congelada en una indeterminada imitación de la vida, y cuando el peluquero le puso algo grasiento y oscuro en las sienes y le frotó con aquello el cuero cabelludo, la cara que vio en el espejo era asombrosa por los acusados contrastes: los ojos eran ópalos oscuros sobre la palidez mate de su piel; el cabello, con negros y brillantes rizos, enmarcaba una boca de labios rojos. Unas calles más allá, Sanjay entró en una tienda de artículos para caballero y se compró camisas de seda, pajaritas de color carmesí, chaquetas oscuras, pantalones grises, botas finas y suaves y un curioso bastón con la cabeza de un monje en la empuñadura y un largo estilete escondido, y mientras se arreglaba el cuello, Sanjay pensó, maldita sea, podría pasar por un inglés.

—¿Quiere que le enviemos estos paquetes, señor?

—No es necesario —Sanjay reaccionó con tal violencia que tiró al suelo un montón de guantes grises y, mientras el dependiente se inclinaba para recogerlos, retrocedió aturdido, con la mano en la boca. La voz había salido de él, de eso no había duda, pero parecía plana y desencarnada. No tenía idea de cómo había ocurrido, porque no sentía que tuviera lengua.

—¿Está seguro, señor? Es mucho y para nosotros sería un placer.

Sanjay le volvió la espalda (no quería que viera su desconcierto) y habló con los dientes apretados (nótese el acento):

—Preferiría que no.

Todavía había en la frase inflexiones extrañas para un inglés, un ligero canturreo, pero la pronunciación era casi aceptable, y, sobre todo, era innegable y concretamente una voz. Recogió sus paquetes y huyó de las miradas de los tenderos, y ya lejos, en un coche de caballos, probó de nuevo.

—Por favor, ¿sabe de un buen hotel?

Le pareció que la voz le venía del estómago, o de más abajo, de los huesos de sus muslos o de la planta de los pies, y la respuesta del cochero se perdió entre las lágrimas de Sanjay; pensó que, después de todo, lo vernáculo no es sólo un problema de lengua, que en este extraño mundo nuevo un hombre tenía que morir y dejar atrás su tierra nativa para hablar un nuevo idioma.

Aquella noche, Sanjay salió del hotel y caminó por las calles de Londres como un inglés; vio que si caminaba confiadamente lo miraban pero lo dejaban en paz, y se sentía confiado porque vestía como un caballero y, además, tenía el bastón-espada, y una cachiporra (comprada aquella tarde en una tienda de artículos deportivos) en el bolsillo de la chaqueta. Además de armas, disponía de información: en una larga entrada del Debrett10 leyó que el doctor Sarthey vivía ahora retirado tras un largo período de servicios al Imperio; su esposa había muerto tras veinticuatro años de matrimonio, sin dejar descendencia, de modo que la mansión del West End era administrada por criados; abundaban los títulos y honores del doctor Sarthey, entre ellos el de comendador de la Orden del Imperio Británico y el agradecimiento de la corona en más de una ocasión; sus escritos eran numerosos y esenciales para el conjunto del saber. Sanjay supo también que Sarthey no recibía visitas, porque aquella tarde había sido rechazado por un terco mayordomo que ni siquiera quiso dar recado a su señor, diciendo que el buen doctor no veía a nadie, de ninguna manera y nunca, ni aceptaba tarjetas ni cartas; Sanjay había pensado que una advertencia podría bastar para impedir futuros crímenes, que el hecho de que alguien lo supiera lo disuadiría de seguir actuando, y llegó incluso a decir al mayordomo: «Dígale que sé que es él», pero para entonces la puerta ya se había cerrado, y mientras dudaba fuera de la alta tapia del jardín, apareció un policía al final de la calle y Sanjay comprendió que la casa de Sarthey era una verdadera fortaleza, y por eso le esperó en las calles.

El aire parecía denso y pesado, y las luces amarillas proyectaban una niebla difusa sobre las negras paredes; se iluminó una ventana en una fachada y Sanjay pensó, es una locura, ¿por qué lo hace? Trató de recordar el nombre de una mujer, la cara que él había sentenciado a muerte, la hermana de alguien; tembló en la oscuridad y tuvo que apoyarse en una fría pared y respirar profundamente el aire pestilente; no, no es locura, de ninguna manera, lo que pensé en aquel momento, los pros y los contras de aquello, es la claridad, la ponderación de las ventajas y los costes, sí, los costes, es eso, es una lógica tan exacta e inevitable que no puede frenarse, es, después de todo, la razón triunfante. Cuando le pasó el ataque tembloroso, Sanjay se irguió, asió firmemente su bastón—espada (recordando de pronto el cuento de su tío acerca de un gran nudo) y murmuró, por primera vez desde hacía mucho tiempo, una breve plegaria pidiendo ayuda a sus dioses, «asistidme ahora», y siguió su camino.

Veía de vez en cuando a mujeres en las calles, y se preguntó por la miseria que las había conducido allí, en medio de aquel terror; tenía que ser algo más que el hambre, por supuesto, tenía que ser el brillo de la vida misma, la certeza de que la muerte es real para todos menos para uno mismo; habló con estas mujeres y les enseñaba una lámina sacada de un libro sobre hombres eminentes, una colección de ensayos laudatorios (el referido al doctor se titulaba «El descubrimiento del orden»); la fotografía mostraba a Sarthey con el mentón levantado y una mano en el pecho; tenía profundas arrugas alrededor de la boca y su cabello era una fina nube blanca. ¿Ha visto usted a este hombre?, les preguntaba, piénselo con cuidado, ¿lo ha visto? Pero no, no lo habían visto, y cuando Sanjay les decía que se alejaran de él, que debían evitarlo, era de Sanjay de quien se apartaban: su voz no sabía mantener el interés de ellas y suponía que la expresión de su cara era suficiente para asustar a cualquiera en la oscuridad de aquellas noches de Londres. Pero persistió, recorriendo las callejas hasta terminar exhausto, con dolor en las piernas y sintiendo el agarrotamiento de su mano sobre el bastón; se detuvo finalmente junto a una cisterna vacía, se apoyó en la pared y descansó una mano en el muslo, y le pareció que la intensa oscuridad reverberaba con el jadeo de su respiración.

—Y bien, ¿eres tú?

La sombra a la derecha de Sanjay se apoyaba en la pared con la misma actitud, como la imagen reflejada de un espejo, y Sanjay huyó de su lado, tropezando con los adoquines y cayendo al otro lado del callejón; entonces vio la alta y oscura figura recortada contra el cielo.

—Una de las putitas me ha contado que alguien iba buscando a mi padre, alguien interesante. Tan interesante que tuve que dejarla sola, pobre afortunada, y he venido a buscarte. Sabía que tenías que ser tú. Mi padre. Imagínate.

Sonaba la risa bajo sus palabras, y cuando adelantó la cara y un rayo de luna la iluminó, mostró unos dientes blancos y perfectos, unos ojos chispeantes sobre la piel juvenil, joven más allá de lo imaginable, con el mentón firme y elegante, tersas y sonrosadas las mejillas, hermoso en definitiva; su paso era gallardo y, ante tanta lozanía, Sanjay sintió náuseas, se dobló sobre sí mismo y vomitó en las piedras.

—Vamos, vamos. Y yo que estaba tan contento de verte. Alguien, por fin, con quien hablar. Alguien que comprende.

Sanjay buscó en la suciedad y su mano encontró la rigidez del bastón, y en un solo movimiento lo asió y se lanzó a fondo, la espada resbaló sobre el pecho y el hombro del otro, pero Sarthey ya no estaba allí, la espada golpeó las piedras y arrancó chispas azuladas, y Sanjay retrocedió, apuntando la espada a un sitio y a otro, buscándolo, pero el callejón estaba vacío; los ojos de Sanjay veían todavía las chispas en la oscuridad, pero nada más.

—Vamos, cuánta vulgaridad.

La voz venía de arriba, y cuando Sanjay se volvió y levantó la cabeza, Sarthey estaba sentado en lo alto de la tapia, con las piernas cruzadas y balanceando un pie.

—Por supuesto que querrías saber cómo. Cómo puede uno saltar. Lo cual es trivial. Lo importante es saber por qué. Por qué uno se libera de la tierra, boing-boing-boing, como si tuviera muelles en los talones, saltando hasta el firmamento. Ya me hicieron otro corte antes que éste, ¿no lo sabías? —se levantó ágilmente y caminó de puntillas sobre la tapia, con los brazos algo separados del cuerpo—. Me estoy comportando groseramente. Debí haberte preguntado, ¿cómo has salido de esto? Quiero decir, ¿cómo es que no has muerto? Pero no importa. Estoy seguro de que habrá sido algo parecido a lo mío. ¿Sabes que desde esta altura lo que más destaca de Londres es la basura? Se extiende de la manera más desagradable. Aquí, en el corazón de la civilización, hay ochenta mil putas. Rutina y tedio. Lo he examinado con todo cuidado —torció la cara a un lado—. Oh, oh, «¿has visto al diabol con su micrescopio y el escalpol mirando un riñón con un sol ojooo?». Oh, oh, oh —reía a carcajadas imitando la pronunciación de los campesinos indios—. Examen científico, ése es el secreto.

Sanjay respiró hondo, tomó carrerilla y saltó a una tapia baja, gateó hacia arriba y descargó un fuerte revés con la mano en las piernas de Sarthey; el impulso del golpe le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, y vio que Sarthey seguía sin ningún esfuerzo arriba, cada vez más alto, con el abrigo abierto, desplegado como alas en la noche.

—No seas tonto. Ya te lo dije, tengo muelles en los talones, soy ligero, soy aéreo, soy libre. Pero ahora recuerdo, tú y tus cuentos de aquí y de allá. Querías que te explicara todo. Pues bien, te lo contaré. Empezaré desde el principio, así que calla y escucha. Empiezo desde el principio. Regresé. ¿Fue ése el principio? Digamos que lo fue.

Mientras hablaba, caminaba ágilmente por encima de los tejados, por los alféizares de las ventanas, danzando por las paredes, y Sanjay tenía que correr para mantenerse cerca; aún conservaba el bastón, pero Sarthey siempre estaba fuera de su alcance, siempre un poco más lejos.

Volví a Inglaterra poco después de verte en Delhi. La jugada que me hiciste no fue muy limpia, pero pude recuperar todo el material, al menos el suficiente para mi libro. ¿Has oído hablar de mi libro? ¿Estudio científico de la India y su gente, su fauna y su flora? Me hizo famoso, querido amigo, y es cosa grande ser famoso como literato y científico cuando uno es joven, aparte de las invitaciones para cenar; de pronto, cualquier cosa que uno hace adquiere una especie de estilo. Es como si brillaras, el dinero te da una especie de resplandor, pero no sólo el dinero, también el éxito, como un halo de belleza. Podía vérmelo en el espejo, pero, desde luego, no era sólo eso. Era algo distinto, algo que no he dicho a nadie, se podría decir que es un secreto. Todo lo que vi en la India lo puse en mi libro, excepto una cosa, ¿adivinas cuál? Claro que lo sabes: el asunto del niño. Aquel niño que brillaba, que resplandecía. ¿Cómo podía creerlo? Durante un tiempo pensé que el calor me había vuelto loco, que lo había soñado después de una insolación, pero aún conservaba mis notas y vi que mi escritura era firme, razonada, y que, por consiguiente, aquello sucedió realmente. No fue por incredulidad, pero hube de dejarlo fuera. Nadie me habría creído, me habrían tomado por demente. A mí. Así que lo dejé de lado y seguí con mi trabajo, insistiendo en la medicina y la cirugía, concentrándome más en los sufrimientos de aquellos que cuentan. Y no fue fácil. Ocuparme de los cumplidos sociales, adoptar el aspecto adecuado y bailar con gracia cuesta, pero me dio más dinero que curar la malaria. Fui el favorito de ciertas damas maduras gracias a mi rápido ingenio, a mis comentarios referidos a las reinas del día, pronunciados tras la copa de vino alzada, lejos de los oídos de la pobre víctima, ignorante de lo efímero de su triunfo; me encantaban aquellos bailes, el color intenso de los uniformes militares, las joyas centelleantes, los bailarines deslizándose sobre el suelo, pero luego, en el coche, a través de la ventana, atisbaba siempre alguna figura andrajosa temblando en un portal y siempre se me encogía el corazón, y era un sentimiento tan doloroso que temblaba de ira por lo desagradable y opresivo que era aquello, y tenía que echarme en el asiento del carruaje y taparme los ojos con las manos. Me gustaba la ciudad, su amplitud, los rectos bulevares iluminados, pero siempre, en el momento más inesperado, surgían las odiosas burbujas del subsuelo, apaches callejeros con sus caras tapadas por un pañuelo, el olor, los caballos derrengados por las calles. Estaba condenado a arrastrarme, pero tenía otro secreto, un secreto dentro de un secreto, y eso me salvó. ¿Sabes qué era? ¿Puedes conjeturarlo? ¿Imaginarlo? No puedes. Lo que me liberó fue el filo, la hoja, el corte, cuando hice la incisión en la última pared y el niño surgió brillante; entonces tuve la primera causa, el principio del principio y la respuesta definitiva, el hilo conductor, el arco, y el universo se estremeció y durante unos instantes encontró su lugar, estaba allí y no había necesidad de hablar de Dios ni de dioses, comprendí. ¿Comprendes tú? No puedes, pero no importa. Tienes que saber lo que encontré después, aquella tarde, después de que echaras a correr y huyeras con tu hijo. No, no lo encontré en el cadáver, sino en mí mismo, dentro de mí. Y es que me había convertido en espíritu puro, en un principio liberado de esta tierra, podía volar. Fui a dar un paseo por la tarde y cuando empezó a oscurecer decidí regresar al campamento. Estaba en el lecho de un río y empecé a subir a la orilla, caminando ágilmente sobre las piedras, saltando de una a otra, con el agua corriendo a mis pies, y cuando estaba en la última piedra, miré a lo alto, al oscuro borde de la orilla, y salté y me vi allí arriba, con el brillo del agua bien lejos y detrás de mí. No podía entenderlo, la distancia era muy grande, unos diez metros, y entonces pensé que estaba mareado o febril y me fui a casa a dormir. Pero a la mañana siguiente probé otra vez y vi que podía elevarme, estando quieto, hasta unos tres metros de altura. Por supuesto que no se lo dije a nadie, pero cada vez que estaba solo aprovechaba la oportunidad para gozar de este cambio increíble, de este don, aunque pronto descubrí que me iba abandonando, que cada día era menos perceptible, y cuando llegué a Calcuta ya estaba de nuevo instalado en mi existencia terrenal, arrastrando los pies como cualquiera. Hubiera sido una locura contar aquello a alguien, habría supuesto el fin de mi carrera si no algo peor. Y pasaron los meses y me fui habituando a pensar que aquello había sido un delirio, una trampa de la imaginación, la aberración de una mente alejada de su hogar; me dije a menudo que, después de todo, yo era un científico.

De nuevo en mi país, me dediqué a mi trabajo, me casé y, con el ajetreo diario y mi creciente fama, me fui olvidando de aquella experiencia momentánea con lo misterioso, y cuando algunos hablaban de lo sobrenatural en mi presencia, me burlaba de ellos y representaba el papel de racionalista acérrimo; estoy seguro de que ofendí a más de un fantasioso aficionado a temblar contando cuentos de fantasmas en casas de campo. Pero me sentía secretamente como si tuviera mis propios fantasmas: empecé a tener cambios bruscos de humor, sentimientos repentinos que me costaba entender, ataques de ira y largos períodos de depresión, momentos en que todo me parecía tan liso y falto de solidez como el papel y en los cuales me sumía en un silencio paralizante, capaz de ver tan sólo el aburrimiento y la vaciedad de la vida; nunca entendí por qué me sucedía aquello, me acostumbré a aceptarlo como el precio de la inteligencia o, quizá, de la conciencia. Solía sucederme de un modo inesperado. Podía pasar de la alegría de una celebración a este vacío con tanta rapidez y tan imprevisiblemente que las personas con quienes estaba, quizá merecedoras de mi afecto, nunca se daban cuenta, y seguían hablando y riendo mientras yo miraba el rosado enfermizo de sus bocas, la aspereza grosera de sus lenguas y terminaba por odiarlas; una vez me ocurrió durante una cena, estaba con unos amigos celebrando un gran acontecimiento, un gran éxito, me habían concedido la medalla de oro de la Sociedad para el Progreso de la Ciencia, y comíamos sopa de tortuga y carne y había una botella de madeira abierta sobre la mesa, delante de mí. Me sentía feliz cada vez que miraba la pechera de mi camisa, que ahora me parecía bien llena y sólida; los comensales eran gente bien, hasta había un duque en un extremo de la mesa; todo era encantador, pero entonces acerqué la botella a mi vaso y alguien rió, mientras vertía vino en mi copa y sostenía con la otra mano el cuchillo de plata mi amigo Haliburton se rió, y el sonido de su risa me pareció brutal. Sin duda no era así, porque Haliburton es un joven bien educado, y su risa seguramente era encantadora, igual que él, pero me causó la misma sensación que un animal húmedo y asqueroso, pequeño y escamoso, y, de pronto, la luz me cegó y me vi solo en una especie de eternidad; no podía soportar a aquella gente, no podía soportar la mesa cargada de comida ni la charla ingeniosa, no podía soportar nada y me vi transportado al sudoroso infierno de Calcuta, rodeado de caras negras y gesticulantes. Me encontraba tan mal que me levanté de la mesa y, manteniendo la servilleta entre mis dedos, les dije, temo que he de abandonarles momentáneamente, y antes de que nadie pudiera decir nada salí precipitadamente de la sala, dejándolos confundidos, y me vi caminando a toda prisa por la calle, lejos de allí, y de pronto todo fue noche cerrada y cuando quise darme cuenta me encontraba en un lugar de mala muerte donde nunca había estado antes, un patio lleno de basuras al lado de una casa de ladrillo; me restregué la cara y me volví, tratando de encontrar el camino de regreso, pero entonces, al volver una esquina, me encontré con una valla de madera astillada, e inclinada sobre ella había una mujer, y detrás de la mujer, un hombre sobre su espalda, empujando adelante y atrás. Aturdido, me detuve, el hombre me vio y retrocedió torpemente, sosteniéndose los pantalones por la cintura, y echó a correr por el callejón, deteniéndose tan sólo para recoger un sombrero hongo barato que se le había caído al suelo; debía de ser un empleado, un oficinista, pero la mujer ladeó la cabeza para mirarme, sin modificar su postura, todavía inclinada sobre la valla, sin ninguna vergüenza; luego, mientras se erguía lentamente y se volvía hacia mí, cayó la falda, pero durante unos instantes vi la oscuridad, la oscuridad de la creación y de la multiplicación pestilente y traté de pensar, de pensar, pero ella se acercó a mí, «qué pasa, ricura, ¿de visita por los barrios bajos?», y alargó la mano y me tocó la mejilla y en sus dedos había aquel olor, aquel hedor de su sucia existencia, y la empujé para apartarla de mi lado y cayó al suelo, maldiciendo y arrastrándose, y yo aún tenía el cuchillo en mi mano, me incliné y corté a lo largo de su pierna derecha y desgarré la tela y la carne amarillenta de debajo y ella gritó, gritó más y más, pero yo estaba tranquilo, con la frialdad de saber que la inteligencia es investigadora, estaba sosegado y sentí cómo me inundaba la fuerza, como si hubiera reventado una exclusa en alguna parte, sabía que mi propósito era entender, vinieron hombres y sus pasos resonaron en la calleja, estaban furiosos, blandían bastones, pero yo estaba tranquilo, los miré sin miedo, venían corriendo, pero no los ataqué ni huí, simplemente di un paso adelante y volé.

Mientras me elevaba sobre sus caras aterrorizadas y aquella pocilga de abajo, sabía que contaba con los hechos escuetos, sabía lo que tenía que hacer para volar, que era el descubrimiento lo que me liberaba de la estúpida gravedad, entiéndelo como quieras, pero sabía que el descubrimiento libera a aquellos que se atreven a la búsqueda; lo he estado haciendo toda mi vida, en operaciones quirúrgicas y en autopsias, y me aficioné a la emoción de liberar el poder, el intelecto puro lo hace por la única razón del conocimiento. Al día siguiente tenía que ir de viaje a Yorkshire, y fui, y exploré en las colinas, de noche, entre las granjas; sobrevolé rediles de ovejas y sitios donde se revuelcan los cerdos y esperé y esperé la figura corpulenta que apareció en la oscuridad, balanceándose al andar, bajé en picado por detrás, un movimiento rápido y seguro de la muñeca y todo estuvo hecho, chirridos y lamentos cuando se volvieron a mirarme, apretando el culo, pero, sabes, me alejé elegantemente, riendo entre dientes y murmurando mientras surcaba el aire, feliz y confiado.

Ahora ya lo sabes, sabes que he sido yo y sabes lo que busco, sí, lo sabes, no es preciso contártelo todo, después de todo hay algo que nos une a ti y a mí, y sé que lo entiendes y sientes como yo. Uno se siente solo si nadie lo sabe, por eso escribí aquellas notas, pero ya veo luz y tengo que irme. Ven a verme. Búscame mañana, y pasado mañana y cada día, sí, ya puedes imaginar lo que estoy haciendo ahora, lo que quiero. ¿No es maravilloso ser joven y estar vivo? Te daré una pista; la lógica es eterna, no decae, es universal, es la misma en todas partes, es infinita.

Con un aleteo, Sarthey saltó y, de pronto, ya no estaba allí y a Sanjay le pareció que la capa se había plegado sobre sí misma y se había desvanecido, reduciéndose a la nada; recogió el bastón—espada y se dio cuenta entonces de su inutilidad, pero algo es algo, y emprendió el regreso al hotel porque no tenía otro sitio adonde ir. Estaba asustado porque no tenía idea de lo que tenía que hacer, de cómo detener a Sarthey, que era más rápido, más fuerte e invulnerable y, además, podía volar. Sabía que no tenía otra elección que quedarse y luchar y se dijo en voz alta, con la voz extraña de la mañana: ahora todo el mundo es uno, no hay lugar donde esconderse.

Tenía el cuerpo cansado, pero no pudo dormir y pasó el rato en la sala de lectura de la Biblioteca Británica, repasando las páginas de los libros de Sarthey; en el libro de los viajes por la India, leyó: «Sanjay era un nativo prometedor, aunque sólo fuera por su educación elemental, adquirida a trancas y barrancas; pero, como era previsible, me decepcionó, porque este hombre, en un cambio característico de humor, concibió un gran odio por mí sin justificación alguna e intentó robarme mis libros y notas, intento que quedó frustrado, pues fue apresado por nuestra policía nativa. No quise llevarlo a los tribunales, pues evidentemente era un desequilibrado; una vez recuperado el material esencial, lo dejé marchar». En la frase siguiente, Sarthey volvía a referirse al leopardo indio, y aquélla era la única mención que hacía de Sanjay en sus escritos; Sanjay sintió una desacostumbrada sonrisa en su rostro, y rió silenciosamente, tapándose la cara con el libro. Los demás libros eran más o menos técnicos, sobre temas tan variados como el trato a los prisioneros en las cárceles de Su Majestad o la formación de rocas en Gales. De vez en cuando aparecía una manifestación de orgullo, de confianza en el futuro. Refiriéndose a un puente de Nueva York, Sarthey escribía: «Mientras contemplaba la exquisita geometría de su construcción, con formas más bellas que las conseguidas por los escultores de la Grecia clásica, soñé con un mundo liberado de la pobreza, el hambre, la enfermedad, la guerra y la superstición por las investigaciones científicas, por las decisiones racionales, un gobierno inspirado en la ciencia y no en la emoción; es una tarea que nos espera y no debemos vacilar en afrontarla. Debe hacerse. Se está haciendo». Sanjay leyó hasta el anochecer y luego salió a las calles y caminó en la oscuridad, buscando en los tejados, en los balcones y más allá, en el cielo. Anduvo toda la noche, tratando de pensar en lo que haría cuando apareciera Sarthey, porque ya no confiaba en balas ni en espadas y, además, se sentía debilitado; pero Sarthey no apareció. Esperó hasta ver la luz gris pálida sobre los tejados y entonces volvió a la biblioteca para seguir leyendo su obra; sus últimos libros eran todavía más técnicos y Sanjay se sintió aturdido entre abstracciones etéreas, cada vez más numerosas. Aquella noche, cuando se dirigía al East End por una calle llamada Bishopgate, vio al policía Bolton y fue tras él.

—¿Está ya de acuerdo en que es Sarthey?

Bolton se giró y se lo quedó mirando.

—¿Qué ha dicho?

Sanjay repitió la pregunta, extrañado de que Bolton lo mirara así, y entonces se dio cuenta de que la última vez que se habían visto él era un extranjero sin voz, y ahora era un inglés que hablaba entre dientes. Bolton no lo había reconocido.

—Será mejor que venga conmigo —dijo Bolton—, No es usted el primero que pronuncia ese nombre. Supongo que el inspector querrá oír su historia.

El inspector era un hombre corpulento, con barbas de chivo, y respondía a un nombre tan formal como el de Abberline; hizo sentar a Sanjay y, sin más ceremonias, procedió a su interrogatorio: ¿Quién es usted? ¿Cómo es que conoce a Sarthey? ¿Qué razones tiene para creer que es él? Sanjay dijo la verdad en cuanto a los detalles, pero mintió con respecto a él mismo, haciéndose pasar por escritor, residente un tiempo en la India, donde tuvo ocasión de conocer la escritura de Sarthey, que ahora había reconocido; le fue fácil inventarse un nombre inglés (Jones) y una vida inglesa (padres fallecidos, servicio en el ejército) y todas las novelas y periódicos atrasados que había leído le sirvieron de fuente para su necesaria ficción. Cuando acabó, Abberline se retrepó en su silla.

—Hemos ido por nuestra cuenta a la casa de ese señor y lo hemos visitado. Es un anciano, pero eso no importa. Hemos vigilado la casa, por delante y por detrás durante varias noches seguidas, y no ha entrado ni salido nadie. En el supuesto de que fuera él, ¿cómo cree que lo hace?

Sanjay respiró hondo antes de contestar.

—Vuela.

Abberline y Bolton soltaron una gran carcajada; el inspector se inclinó sobre la mesa y pateó el suelo.

—¡Vuela! Naturalmente. ¿Cómo no se nos había ocurrido?

Sanjay se encogió de hombros, se levantó y recogió su bastón.

—Usted no tiene ni idea de con qué tiene que vérselas.

—No me cabe la menor duda —replicó Abberline—. No me importa decirle que, no hace mucho, otra persona nos dijo lo mismo. Una especie de místico, médium creo que lo llaman, nos condujo a casa de Sarthey, a quien, según él, había visto durante uno de sus trances. Vimos al doctor Sarthey. El pobre señor es tan viejo que apenas puede resistir la luz y vive en una habitación oscura con las cortinas echadas. Cuando salimos de la casa sin hacer ninguna detención, el místico nos hizo el mismo comentario. ¿Es usted también un visionario?

Sanjay ya estaba saliendo y vio por una ventana el cielo nocturno.

—Ya lo verá —contestó sin volverse—. Ya lo verá algún día.

Al cerrar la puerta oyó que Bolton decía:

—No sé por qué el buen doctor atrae a todos estos locos.

Ya en la calle, Sanjay caminó deprisa, casi corriendo, hacia los callejones pestilentes donde podía encontrar a Sarthey, y mientras andaba pensaba que el silencio era mejor que las palabras, que las mentiras son más creíbles que la verdad. Recorrió arriba y abajo las calles que ya empezaban a serle familiares, y siguió pensando lo mismo, una y otra vez, como un ritmo interior, ahora todo lo que queda es mentira; y estaba pensando esto cuando sintió una mano en su hombro izquierdo y la calle retrocedió debajo de él, la áspera textura de las piedras brillando a la luz se convirtió en una línea lejana, las luces se encogieron y quedaron reducidas a puntos, y Sarthey acercó su cara y le habló en un susurro al oído.

—Nunca me atraparás si no piensas como yo. ¿Qué es lo que quiero?

Su aliento era pesado y dulce, como incienso, Sanjay se agitó y Sarthey se rió de sus esfuerzos.

—He descubierto que puedo flotar aquí arriba durante horas. Si consigues una especie de reposo es realmente bello, con todo aquello de abajo tan lejos. Pero bajar es cada vez más difícil. Mientras más tiempo permaneces aquí arriba, más difícil es bajar. Algunas noches me siento como un ángel. La luz de la luna canta para mí. Me transformo, realmente me transmuto. Dejo de ser el niño patético que una vez fui. No como tú. Escribí al doctor Lusk, ¿sabes? De un modo u otro se lo he dicho a todos. Incluso he dejado que me vean. Después de uno de los incidentes, oí voces, salí a la calle y vi a dos policías. Caminé, tropezando artísticamente, y uno de ellos me dijo, «señor, ¿se encuentra bien?». Le dije que más o menos. Y me habló del tiempo. «Hace frío», dijo. Y seguí mi camino. Un minuto después encontraron mi obra. Pero yo ya estaba lejos. Un poco de emoción, pero son tan estúpidos que se lo pones delante de las narices y no se enteran. A ti te lo cuento porque me parece que lo entiendes. ¿No es así? Contéstame. ¿Qué es lo que quiero?

Sanjay se tapó la boca y luego vomitó un líquido blanco que cayó silenciosamente en dirección a la tierra; Sarthey lo sacudió violentamente, de tal modo que sus piernas y brazos parecieron los de un monigote y su cabeza se agitó de un lado a otro.

—¿Qué es lo que quiero?

—Lo que quieres es no morir nunca —respondió Sanjay con su bello y hueco acento británico.

—¡Vida vida vida! —gritó Sarthey, y su grito de satisfacción resonó en toda la ciudad, y Sanjay sintió que aflojaba la presa de su hombro y que empezaba a caer. Siguió oyendo la voz de Sarthey mientras la tierra giraba debajo de él—. Deseo informar de mis conclusiones: me di cuenta de mi capacidad de volar, de cortar los lazos que me aferraban a la tierra, y a pesar de eso, envejecía. Me libraba de la gravedad, pero no de la terrible iniquidad de la entropía. La decadencia no es justa, no lo es. Quise ser puro e incorruptible, ser el principio, la primera causa, libre como la llama en la oscuridad. No pude dar razón, no encontré respuesta. Cada vez que empuñaba el escalpelo me sentía más fuerte, pero seguía envejeciendo, arrugándome y decayendo, hediendo y orinando. El envejecimiento se retardaba pero, aunque con lentitud, era implacable. Maldita desgracia. Pero me entregué de lleno y probé con la vieja escuela. Observa, observa. Reflexiona.

Ahora el suelo se elevaba rápidamente y Sanjay vio cómo aumentaba el tamaño de los edificios y las luces centelleaban acercándose, y llamó a Sikander, hermano mío, pero ya era demasiado tarde.

—Aplicar la lógica. Volver a los orígenes. Y entonces tuve la respuesta. Volver a los orígenes, donde toda cosa comienza. Ese origen es lo que buscaba. Es sucio, pero es lo que necesito. En el origen está el calor. Esta noche tendré lo que necesito. O mañana, pero tú no. Tú estás muerto.

Pero Sanjay no estaba muerto porque no estaba dispuesto a renunciar a la vida o la vida no estaba dispuesta a renunciar a él, ya no estaba seguro; tendido en un tejado, pero no muerto, cada vez que intentaba moverse sentía rechinar sus huesos rotos, y el sol trazó un afilado arco en el cielo y vio a su padre y a su madre paseando por un jardín; un tigre pintado por la luz dorada sobre el suelo de un bosque verdeante; un edificio en llamas y engranajes girando en círculos; una bala de cañón surcando el aire; una dama regia, de nombre Janvi, que se tapa la boca con la1 mano para ocultar la risa y tira los dados en un tablero de chaurasa; un elefante danzando por un camino iluminado por la luz de la luna; una calle de Calcuta donde sólo viven pasteleros y vinateros; una barca a la deriva en el río Gomti y una voz que canta Jaane na jaane gul na jaane, baag to saara jaane hai; un regimiento de caballería a todo galope con las puntas de las lanzas bajadas; su tío, arrastrando los pies, blando y quejumbroso, que dice con voz susurrante: el mundo es infinito y el camino es largo, canta, amigo mío, canta, todo lo que muere debe nacer. Sanjay no estaba muerto, pero sabía que estaba roto y el dolor se extendió por todos sus miembros, pero sintió cómo se juntaban los fragmentos, cómo encajaban las piezas y, aunque lloró de dolor, recobró la vida y volvió a estar entero; cuando logró sentarse ya era de noche y maldijo el cansancio de sus huesos y se sintió viejo, tambaleante y asustado.

Bajó a la calle deslizándose por una pared, hiriendo sus manos al intentar aferrarse a la mampostería; había encontrado su bastón—espada en el tejado y ahora se apoyaba en él mientras corría hacia la comisaría. Ahora ya sabía lo que buscaba Sarthey, y sabía que Sarthey ignoraba que él lo sabía; tuvo la revelación cuando estaba en el tejado y le pareció tan obvio que tenía la impresión de haberlo sabido siempre, pero no podía hacer nada sin la ayuda de Bolton o Abberline. Sabía el qué, pero no dónde encontrarlo, y siguió corriendo, dando traspiés, preguntándose si ya sería demasiado tarde, si Sarthey ya habría terminado y completado su búsqueda; en la comisaría no había rastro de Bolton y el sargento de guardia miró a Sanjay con desconfianza, pues estaba sucio de polvo y con la ropa rota en varias partes. Pero cuando preguntó por Abberline, insistiendo en que tenía que darle una información con la mayor urgencia, el tono grave de su voz debió de persuadirlo, porque lo llevó inmediatamente a la oficina del inspector.

—Jones, ¿verdad? —dijo Abberline—. ¿Qué diablos le ha ocurrido?

—No importa —respondió Sanjay—. Sé lo que quiere.

—Jones, si no se va inmediatamente a su casa, voy a detenerlo por sospechoso y lo meteré en una maldita celda hasta que se pudra.

—No me importa si me lleva usted al paredón y me pega un tiro. Pero escúcheme. ¿Hubo anoche algún asesinato? ¿No? Entonces será esta noche. Si me escucha podremos evitarlo —Abberline acercó su mano a una campanilla encima de la mesa—. ¿No vio uno de sus guardias a un hombre un minuto o dos antes de encontrar uno de los cuerpos? ¿Un hombre joven, de unos treinta años, de complexión pálida y manos largas y afiladas? —Abberline dejó la mano sobre la campanilla—. Y sus ojos. Lo más llamativo eran sus ojos, brillaban en la oscuridad, son luminosos, no son humanos. Hablaron del tiempo.

—¿Cómo sabe eso?

—Encontré al hombre y me lo dijo —se señaló, tocó sus ropas—. Me hizo esto. No me cree, pero ¿me creerá si lo ve?

Abberline retiró la mano de la campanilla.

—Si veo ¿qué? —interrogó con rostro preocupado.

—¿Cree usted que le estoy hablando?

—Sí, claro que me está hablando.

—Pues mire: no tengo lengua —y Sanjay abrió la boca y dio un paso hacia Abberline, que se echó a reír, pero, aun así, miró, y entonces retrocedió derribando la silla y se apoyó en la pared. Sanjay se acercó más a él, señalando su boca abierta—. No tengo lengua y, sin embargo, hablo. Se lo repito, usted no tiene idea de lo que pasa en sus calles.

Abberline guardó silencio un largo rato.

—Si lo que usted dice es verdad, ¿por qué hace él esto?

—Busca algo.

—¿Qué?

Sanjay se inclinó hacia delante.

—¿Hay alguna mujer en estas calles, de estas calles, que tenga un niño?

Abberline se fue a recorrer las calles con Sanjay y fue preguntando a los policías de servicio, a policías de paisano y a confidentes, a quienes el inspector sacaba de sus oscuras casas para hacerles la misma pregunta, pero nadie sabía nada, la noche fue pasando y Sanjay tuvo miedo cuando oyó un gemido lastimero y ambos, él y el inspector, se sobresaltaron y miraron temblando la oscuridad, hasta que el inspector dijo secamente, «gato». Sanjay era consciente de la curiosidad de Abberline, sabía que el otro quería saber qué relación tenía él con Sarthey, pero no era el momento de hablar, y siguieron apresuradamente de una calleja a otra, siempre con la misma pregunta, que el inspector dejaba caer entre otras, ha visto a algún sospechoso, ha oído algún ruido extraño. Sanjay comprendía que el inglés hacía todo aquello en contra de su voluntad, que no se lo creía, pero tenía sus dudas, y esperaba impaciente, cambiando el peso del cuerpo de una pierna dolorida a la otra, hasta que surgía la pregunta: ¿una mujer con un niño?

Era ya muy tarde, más de las tres, cuando un policía bajito, un tal Rollow, que se puso firme delante de Abberline, contestó bruscamente, ¿cómo?, sí, y dio un paso atrás cuando vio a Sanjay y Abberline le preguntó, quién, dinos, hombre.

—Se llama Mary Kelly.

—¿Dónde? —preguntó Sanjay—. ¿Dónde?

Rollow miró detrás de él, delante de Abberline y Sanjay, y carraspeó antes de hablar. —Duerme, señor, en una habitación de Miller’s Court.

El número 26 de la calle Dorset estaba a oscuras cuando Sanjay y el inspector caminaron cautelosamente alrededor de la casa; a Sanjay le costaba un esfuerzo cada paso que daba y le impedía oír, porque los latidos de su corazón eran tan fuertes que, al final, prefirió quedarse absolutamente quieto y escuchar, y el rostro de Abberline aparecía sudoroso a la luz chisporroteante de un farol; se miraron los dos, no oían nada, pero las manos de Sanjay temblaban, giró la cabeza cuidadosamente, algo pequeño zumbó delante de la luz y su sombra aumentada giró como una rueda en las paredes de Miller’s Court. Sanjay siguió mirando, sin saber lo que buscaba, examinando cada ladrillo, las irregulares piedras del pavimento, una larga tubería que subía por la pared, y a la altura de su corazón había un pequeño diamante de luz, tan diminuto que desaparecía cuando lo miraba directamente, pero cuando se volvía reaparecía de nuevo, un punto de luz en la pared. Dio tres pasos hacia la pared, pisando lenta y cuidadosamente, como acariciando el suelo, alzó la mano y tocó un cristal, una ventana, una tela, una ventana con un cristal roto por donde escapaba la luz; inclinó allí la cabeza (con la sensación de que se hundía), separó suavemente la tela con el dedo índice y el borde del cristal apareció nítidamente sin que al principio pudiera distinguir lo que había detrás, hasta que vio una bolsa negra, una bolsa de piel negra, abierta, de la que sobresalía un mango de acero, y más allá, en el suelo, un charco de sangre, una cama, y en la cama hay una persona, una mujer, pero tiene la cara cortada y el cuerpo destrozado, la carne de los muslos abierta hasta el hueso, y Sarthey está inclinado sobre ella, subidas las mangas de la camisa, concentrado, y la luz se refleja en sus sienes y en su amplia frente, coge la mano de la mujer y la pone despacio y firmemente sobre el estómago o, mejor dicho, en la roja cavidad donde debió de estar su estómago, la habitación es roja, coloca la mano de ella en su interior y habla, su voz es baja, firme y sosegada, Sanjay oye claramente cada palabra: «Mira. Mira. Mira, India, éste es tu útero. Éste es tu corazón. Ésta es tu espina dorsal».

Sanjay se volvió, apartó a Abberline y corrió a la puerta de la casa y tiró del pomo para abrirla, pero se resistió. Se esforzó con ambas manos y, de pronto, cedió, e irrumpió en la habitación, pasando delante del brazo de Abberline que aparecía por la ventana. Se había subido a ella y trataba de abrirla, mientras Sarthey seguía con lo que estaba haciendo. Sanjay empuñó el bastón—espada y lanzó una estocada, pero Sarthey se revolvió y se lo quitó fácilmente, lanzándolo al aire, lo recogió y lo empuñó a su vez. Sanjay retrocedió, pero Sarthey lo alcanzó fácilmente con una estocada en el pecho y cayó sentado, atravesado por el acero #Sarthey levantó un dedo en gesto admonitorio; detrás de él, Abberline esgrimió una cachiporra que sonó sólidamente en la cabeza de Sarthey. Éste se volvió y, con un rápido movimiento del brazo, levantó al inspector en el aire y lo estrelló contra la pared, donde terminó por desplomarse lentamente. Sarthey pasó por encima de él, se dirigió a la puerta y la cerró silenciosamente. Sanjay vio sus ojos, brillantes y serenos, cuando volvió a la cama y sacó algo de la bolsa, un largo cuchillo que Sanjay recordó. Sarthey volvió a inclinarse y prosiguió con su trabajo y Sanjay oyó diversos ruiditos de líquidos y luego Sarthey levantó algo en sus manos ahuecadas, Sanjay cerró los ojos para no verlo, pero fue inútil, la imagen permanecía en su cerebro y volvió a abrirlos; Sarthey miraba la cosa en sus manos (un fragmento de alguien, pensó Sanjay), un entresijo húmedo de tejidos, sangre y fluidos.

—Calor, calor, calor —murmuró Sarthey, exultante de alegría.

Sus manos empezaron a brillar, a arder, pero no con una llama, sino con una radiación interna más brillante que mil soles. La habitación se inundó de una blancura cegadora. Sarthey arrojó a la chimenea lo que tenía en las manos y se tapó los ojos. Salía humo de sus dedos. Sanjay tuvo que volver la cabeza, incapaz de soportar tanta luz. Cuando volvió a mirar, no había nada en la chimenea, salvo alguna cosa ennegrecida y fundida, y vio que Sarthey estaba arrodillado junto a la cama, con la cabeza entre las manos; cuando la levantó lentamente, sus ojos eran dos cráteres oscuros, chamuscados y sangrantes, pero fue la piel de sus manos lo que más horrorizó a Sanjay, unas manos llenas de manchas, y si antes fueron inmaculadas y tersas, ahora estaban arrugadas, flácidas y envejecidas. Abberline miraba desde el otro extremo de la habitación, moviendo los labios en silencio, aplastado contra la pared; vieron cómo cambiaba el rostro de Sarthey, cómo caía su cabello, se hundían las mejillas, aparecían surcos en su cuello y los fornidos hombros perdían su forma. Finalmente se desplomó en el suelo y allí permaneció tendido en postura desmañada, con la ropa esparcida sobre la forma de los delgados miembros, y su cara, con los orificios chamuscados, quedó hacia arriba, con una expresión de sorpresa ofendida e indignada.

Sanjay se levantó con esfuerzo y extrajo el bastón—espada de su cuerpo, el sonido que hizo al caer al suelo pareció sacar a Abberline de su aturdimiento: se puso en pie de un salto, empuñó el arma y dio un tajo en el cuello de Sarthey. La hoja sonó con un crujido seco cuando separó la cabeza, que rodó a un lado, sin derramar sangre, sólo una ligera y seca exhalación de viento; los dedos de la mano que Sanjay miraba se desmoronaron hasta convertirse en polvo, el cuerpo desapareció y la blanca camisa quedó lisa sobre el suelo, las finas botas de cuero quedaron vacías, y aún se movían los labios en la cara, latía la piel arrugada, se dilataban las aletas de la nariz y los ojos parecían mirar ciegamente.

—¿Qué es esto? —gimió Abberline, y se tapó los ojos con el antebrazo—. ¿Qué es esto?

—No puede morir —dijo Sanjay.

—¿Por qué?

—Ha encontrado lo que anhelaba.

—¿El qué?

—La vida eterna.

El aire frío en la espalda de Sanjay avivó el dolor de su herida, pero aquella corriente fría era lo único que le salvaba de caer en el precipicio del agotamiento; iban a toda prisa en un carro hacia las afueras de la ciudad, Abberline llevaba las riendas. Debajo de su asiento había puesto la bolsa negra con su inexplicable carga y una pala. Después de lo sucedido, a Sanjay le parecía que la recuperación de Abberline había sido extraordinariamente rápida, realmente admirable: después de murmurar algo entre dientes y de secarse el sudor de la cara varias veces, empezó a hacerse cargo de todo cuanto había en la habitación; tapó con trapos la ventana rota, ocultó la espada en el bastón, abrió la bolsa y guardó en ella todo el instrumental de Sarthey, recogió sin remilgos la ropa del suelo y, finalmente, metió la cabeza cortada en la bolsa y la cerró después. Todo este tiempo lo pasó Sanjay temblando, de cara a la pared para no ver a la mujer en la cama, y cuando Abberline le dio un golpecito en el hombro le preguntó:

—¿Quién es ella?

—Supongo que Mary Kelly.

—Sí, pero ¿quién es Mary Kelly?

—No lo sé.

—Cuánto lo siento.

—Sí. Hemos de irnos.

—Cuánto lo siento.

—Sí. ¿Está malherido?

—Me pondré bien. Pero lo siento mucho.

—Lo comprendo. Vámonos.

—Cuánto lo siento.

—¿Quiere callarse y venir conmigo?

Sanjay se dejó conducir afuera. Abberline cogió una llave de la mesa y cerró la puerta tras ellos, y luego salieron a toda prisa, y Sanjay no dijo nada más, y las mismas palabras se repitieron en su mente, cuánto lo siento. Ahora iban por un camino oscuro, Abberline fustigando al caballo sin descanso, y Sanjay oía otro susurro, una sucesión de palabras, y no sabía decir si eran reales o era el traqueteo de las ruedas en su cabeza; decían, limpio, el mundo debe estar limpio, limpio, limpio; Sanjay estaba cansado de escuchar, de pensar y deseaba dormir, pero sabía que no podía todavía.

Se detuvieron junto a una enorme puerta de hierro y Abberline se abrió paso a través de un seto; una vez al otro lado, Sanjay sintió la hierba bajo sus pies.

—¿Qué es ese olor? —preguntó.

—Es un cementerio.

El olor se extendía espesamente sobre el suelo y no había forma de evitarlo; cuando Sanjay se tapó la nariz, lo sintió ardiendo en su garganta, eran los efluvios de la carne podrida, la lenta disolución de tejidos y músculos, de la tierra empapada por los gases de las entrañas humanas, y Sanjay sintió escozor en los ojos y un nudo en el estómago. Salieron de unos arbustos y Sanjay vio la oscura silueta de una iglesia sobre el cielo nocturno, su campanario y sus torres esbeltas; por fin Abberline se detuvo junto a un gran mausoleo y empezó a cavar con la pala al lado de una de las paredes. Sanjay permaneció de pie, contemplando los elegantes contornos de la iglesia, siguiendo su perfil de un extremo al otro, tratando de distraerse así para no recordar la habitación de Miller’s Court, siempre con la mano en la nariz, pero todo fue inútil y su mente se asomó al borde de la locura y la podredumbre.

—Ayúdeme —dijo Abberline.

Había puesto la bolsa en el fondo del hoyo, devolvieron la tierra a su sitio y la apisonaron, y Sanjay seguía oyendo la voz, limpio, limpio, limpio, pero ahora sabía que lo soñaba, porque la cosa de la bolsa estaba sepultada y lo único que quería era salir de allí. Finalmente, Abberline dio por terminada su obra, salieron deprisa y encontraron al caballo temblando junto al seto. Cuando subieron al carro, Abberline cogió a Sanjay del codo.

—¿Se acabó?

—Sí.

—Vi que la espada le atravesaba de parte a parte y no ha muerto. ¿Quién es usted? ¿Y quién era él?

—Éramos... éramos simplemente gente normal. Pero algo nos cambió.

—¿Qué?

—Creo que la distancia, y una especie de sueño.

—¿Magia? ¿Se refiere usted allí, en la India?

—Sí, exactamente magia, pero nunca fue india.

Abberline miró a otro lado.

—Debo de estar loco —apuntó.

Siguieron con el traqueteo del carro y Sanjay tuvo que elevar la voz sobre el ulular del viento.

—¿No existe la posibilidad de que lo descubran?

—No. No cavarán en aquel terreno. Quiero decir junto al mausoleo. Está allí enterrado un miembro de la familia real.

Ya había amanecido cuando llegaron a la ciudad, Abberline dejó a Sanjay en el hotel y le dijo que esperara allí, que no fuera a ningún sitio, y se fue a la comisaría a esperar que descubrieran el cadáver de la mujer. Sanjay pasó la mañana en la cama, siempre en la frontera del sueño, con los ojos puestos en el blanco techo; tenía la sensación de que algo había terminado, como si hubiera caído un telón, pero no se sentía con fuerzas para sacar conclusiones de lo ocurrido y se dedicó a examinar minuciosamente la escayola del techo, el intrincado trazado de las hendiduras, las huellas aún perceptibles dejadas por la paleta y la llana. Finalmente no pudo soportar más el aire pesado de su cuarto y salió a la calle y paseó hasta entrada la tarde; el ruido callejero fue suficiente para distraerlo y no puso atención a la dirección que tomaba, y cuando empezaba a oscurecer se encontró delante de un gran palacio, junto a una puerta guardada por altos soldados. Entraban numerosos carruajes por aquella puerta que se cerraba tras su paso y una multitud vitoreaba; un hombre, al lado de Sanjay, se dirigió a él.

—Era la reina. La reina emperatriz Victoria en persona.

Sanjay se giró a mirarlo y el hombre, que adornaba su cara con una amplia sonrisa, era un indio, bajito y menudo, con los hombros caídos y vestido con un traje oscuro y un sombrero de copa alto como una chimenea; su inglés era cuidadoso y correcto pero, a pesar de sus esfuerzos, dejaba escapar un ligero acento gujarati, y era muy joven, no tendría más de diecisiete o dieciocho años.

—Sí —dijo Sanjay, y para su propia sorpresa se vio sonriendo. Señaló el libro que el otro llevaba bajo el brazo—. ¿Estudias?

—Sí —contestó el hombre mostrándole el libro; era el Standard Elocutionist de Bell—. Trato de aprender un inglés correcto.

Había algo de confiado en su rostro, algo inocente y directo, a pesar del traje elegante, su pretendido dandismo y aquel sombrero demasiado grande para su cabeza; impulsivamente, Sanjay le tendió la mano y al estrechar la del otro se quedó maravillado por la fragilidad de sus huesos, por la finura de su mano.

—Buena suerte —le deseó Sanjay—. Estoy seguro de que lo conseguirás —hizo una pausa, aún con la mano del otro en la suya, embargado por una ternura que estuvo a punto de hacerle llorar—. Que los dioses te bendigan.

—Gracias —en la oscuridad creciente apenas pudo ver los ojos del muchacho, pero los vio sorprendidos, complacidos; eran líquidos y pardos, casi negros—. Gracias. Ahora debo ir a casa a cenar. Buenas noches.

—Buenas noches —y cuando se alejaba la diminuta figura, preguntó—: Por cierto, ¿cuál es tu nombre?

Pero el joven ya se había perdido entre la multitud.

Abberline lo esperaba en el vestíbulo del hotel y cuando Sanjay entró se saludaron con una inclinación de cabeza y subieron las escaleras sin decir palabra.

—Debo volver a la India —anunció Sanjay en cuanto cerró la puerta de su habitación—. Debo volver y no tengo papeles. Ningún papel que me sirva ahora.

—¿Cómo es eso? Pensé que había viajado mucho.

Sanjay negó con la cabeza.

—No soy quien usted cree.

—¿No se llama Jones?

—Me llamo Parasher.

—¿No es inglés?

—Lo soy. Pero soy indio.

—¿Cómo puede ser inglés si es indio?

—Precisamente por ser indio soy inglés.

Abberline levantó las manos.

—Estos acertijos y paradojas no van conmigo. Quiero verlo lejos. Lo que ha ocurrido aquí en las últimas semanas, lo del cementerio, no es propio de mi ciudad. ¿Me comprende? Soy policía, detective, y no puedo creerme que esté hablando con usted. No sé quién es usted ni lo que hace, pero le conseguiré sus papeles y quiero que abandone la ciudad. ¿Está claro?

Sanjay hubiera querido decirle que todo esto era su ciudad, su Londres, pero se limitó a asentir con la cabeza. Vio la curiosidad en la expresión de Abberline, o, más que curiosidad, el miedo. Sabía que quería hacerle preguntas, pero que temía las respuestas y se alegró de ello, porque, para contestar, habría tenido que repasar toda su vida y eso lo aterrorizaba. Y no intercambiaron más palabras aquella noche ni a la mañana siguiente, cuando Abberline le trajo un pasaporte y un billete, tampoco cuando lo vio en la aduana de Southampton y subió al barco; sólo se dijeron adiós con una inclinación de cabeza.

En el barco, Sanjay se encerró en su camarote y dejó pasar los días, sin mirar siquiera por la portilla cómo se alejaba la costa de Inglaterra; se desentendió de las actividades del barco y de la gente que mataba el tiempo jugando al tejo o paseando por la cubierta. Sentado con las piernas cruzadas en su litera, con los ojos entrecerrados, esperó. Pero un día, poco después de cruzar el canal de Suez, cesaron las vibraciones de las máquinas, se detuvo el barco, callaron los pasajeros de vacaciones y reinó un gran silencio que incluso caló en el distanciamiento de Sanjay: era el silencio de la muerte. Subió a la cubierta y vio la mar en calma, chispeante, y a una multitud de gente agrupada cerca de la popa. Cuando se acercó allí, se apartaron para dejarle paso, porque todos pensaban que había un misterio en aquel hombre aislado en su cabina, tan pálido; ahora, su cabello, sin el tinte de Londres, volvía a ser blanco. Había sobre la cubierta un cuerpo envuelto en un lienzo cosido y el capitán leía la Biblia; Sanjay preguntó quién era y un oficial se le acercó al oído y empezó a cuchichearle:

—Era un marinero. El marinero más viejo. Quizá el marinero más viejo que haya vivido en todo el mundo. Un tipo raro. Se pasó toda la vida en los barcos. Literalmente, como suena. Sólo trabajaba en barcos de la India a Inglaterra y de Inglaterra a la India. Sólo en ésos. Pero, en el puerto, fuera Bombay o Dover, nunca bajaba a tierra, se quedaba en el barco hasta que se hacía otra vez a la mar. Ya era un viejo en este barco cuando yo vine, hará unos veinte años, y había otros viejos que lo recordaban de otros barcos de treinta años antes. Pasó su vida en el agua. De acá para allá.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Sanjay.

—John Skinner.

—¿John Hercules Skinner?

—¿Lo conocía usted?

Sanjay asintió con la cabeza, tratando de evocar el vago recuerdo del hermano mayor de Sikander, el hermano que se fue para ser marinero, de quien nunca más se supo, que había desaparecido en la mar infinita. El oficial acudió junto al capitán y hablaron en voz baja, y luego, entre ambos, se llevaron a Sanjay aparte.

—¿Conoce a este hombre?

—Es mi hermano.

Hubo exclamaciones de asombro y no tuvieron inconveniente en acceder a la petición de Sanjay de ver el cadáver; los pasajeros murmuraron excitados mirando cómo el carpintero del barco descosía y desplegaba el lienzo. Tenía los cabellos blancos, la cara era larga y angulosa y Sanjay, que no guardaba ningún recuerdo de él, vio su parecido con Sikander y Chotta.

—Se le parece a usted —dijo el capitán a Sanjay.

Mientras Sanjay miraba, se dio cuenta de que algo le estaba pasando al cadáver, que sus perfiles parpadeaban, que los pómulos se volvían transparentes, que se podía ver a través de sus párpados, que el cuerpo, de hecho, se estaba volviendo invisible; el capitán debió de advertirlo, porque palideció, sacudió la cabeza airadamente, como quien tiene dolor de cabeza, y dijo:

—Debemos continuar con la ceremonia, señor.

Sanjay tapó la cara con el lienzo y volvieron a coserlo, permaneció allí y escuchó las plegarias; cuando finalmente lo dejaron caer por la borda, apenas se oyó el golpe sobre la mar dorada y en calma; Sanjay se dio la vuelta y paseó por las cubiertas inferiores, y cuando llegó a su camarote las máquinas ya estaban en marcha y el barco retomaba su rumbo.

El mar en el puerto de Bombay estaba agitado, y Sanjay llegó al muelle en una lancha; llovía, caían cortinas de agua que estallaban sobre los edificios. Sanjay dejó el puerto deprisa, dejando atrás su equipaje, y después de atravesar la multitud de tanga-wallahs en la entrada, caminó por las calles inundadas. Las tiendas estaban cerradas y no se veía a nadie por las calles, por eso, cuando Sanjay se quitó el abrigo y dejó que lo arrastrara la corriente de agua, no hubo nadie que lo advirtiera, ni tampoco cuando se quitó los zapatos, los pantalones y el resto de la ropa; finalmente, atravesó desnudo la ciudad. Anduvo toda la noche y a la mañana siguiente estaba en mitad del campo, la lluvia había lavado los últimos vestigios de negro de su cabello, y cuando unos pocos pueblerinos salieron al campo y lo vieron, supusieron que era un sadhu, quién si no iba a salir desnudo bajo una tormenta del monzón. Sanjay continuó caminando y la lluvia siguió cayendo sin parar. Luego se dio cuenta de que alguien caminaba a su lado. Era un campesino con turbante blanco, un hombre esbelto con músculos tirantes como cuerdas y la piel tostada por una vida bajo el sol, con un rostro esculpido por la paciencia de mil sementeras y mil cosechas.

—Otra vez tú —dijo Sanjay—. Yama, te sigo despreciando.

—Soy tu amigo.

—Tú no eres amigo de nadie.

—Lo soy tuyo.

—No te necesito.

—Pero nos encontramos una y otra vez.

—Sí —contestó Sanjay—. Sé que me reencarnaré, que no puedo huir de ti. Conozco bien mi vida y sé que no he encontrado la liberación. Tendré que volver en tu busca. Pero, recuerda, cuando yo muera, no es que me rinda a ti, me rindo a este mundo. Este mundo en el que nada es claro, en donde el horror está en todas partes. Estoy harto de él. Sé que volveré a nacer. Puesto que dices que eres mi amigo, te haré una pregunta. ¿Será para mejorar?

—El mundo es el mundo. Sois vosotros quienes lo hacéis horroroso.

—Una elegante manera de decir que será para empeorar. Muy bien, te haré otra pregunta. Si he de reencarnarme, prefiero no ser consciente, no quiero estar siempre enfrentado conmigo mismo ni ser un monstruo; no tengo duda de que estoy maldito por mis actos, que ya he hecho bastante, así que, ¿me reencarnaré en un animal?

—¿Por qué crees que la vida como animal es una maldición? Es más bien un privilegio.

Sanjay se detuvo bruscamente.

—¿Voy a ser otra vez humano? —preguntó.

Yama se encogió de hombros y una ráfaga de viento húmedo azotó la cara de Sanjay.

—Escucha —insistió—. Me has llamado amigo sin que yo te lo pidiera, lo has dicho con tu boca. Por tu lengua, me debes un favor. Te pido no renacer como humano. Te exijo ser un animal. Dios, te pido por primera vez algo, y no puedes negármelo.

—No puedo —replicó Yama—. Serás lo que tú elijas.

Siguieron andando y ya estaban entre las montañas, entre empinados riscos, y había un río más adelante, una corriente crecida por las lluvias que bramaba entre las rocas.

—He de dejarte ahora —dijo Yama—. Volveremos a vernos.

—Sin duda —repuso Sanjay.

Cuando volvió la mirada sólo vio espesos bancos de niebla y siguió solo su camino; se orientó por el ruido del río, hasta que encontró una roca plana asomada a la garganta, y había sobre ella un árbol, enraizado en la roca, con las ramas suspendidas en el vacío. Sanjay se sentó allí, cruzó las piernas, y la lluvia cayó sobre él y el agua le resbaló desde las hojas del árbol, y mientras aspiraba y respiraba el aire, el fragor del agua creció tanto en sus oídos que terminó por ser una especie de silencio, y miró en la superficie de esta laguna de silencio, hasta que vio su infancia, sus amigos, sus padres, y luego vio su juventud, cómo conoció la pasión, y después de ver todo esto se desprendió de ello, lo dejó ir, y sintió que aquello lo abandonaba como una chispa que surgiera de su cabeza; y luego pensó en sus enemigos, aquellos que odió, y entonces los despreció y se desprendió también de ellos y salieron de él; recordó sus crímenes, la gente que había asesinado, y sintió sus ofensas dentro de él, pero, finalmente, suspirando, también los dejó ir; y una a una, todas las cosas que lo ataban a la vida se disolvieron y desvanecieron y dejó que su alma flotara desnuda cerca de la blanca frontera de la muerte, pero seguía quedando algo, algo que lo retenía como una fina cadena; y de pronto recordó la cara del estudiante de Londres, aquel muchacho menudo cuyo nombre había preguntado, y gritó al agua: vosotros, niños del futuro, vosotros, jóvenes, hombres y mujeres que nos liberarán, ojalá seáis felices, ojalá no cometáis errores, ojalá seáis suaves como pétalos de rosa y duros como el trueno, ojalá ignoréis el miedo, ojalá seáis misericordiosos, ojalá seáis inteligentes y vuestra fe sea inconmovible, ojalá seáis industanís e indios e ingleses y cualquier otra cosa, todo al mismo tiempo, ojalá no seáis ni esto ni aquello, ojalá seáis mejores que nosotros, os bendigo, ojalá seáis felices; y entonces sintió que se rompía el último lazo, que la última chispa de deseo lo abandonaba, era el lazo más duro, el del orgullo, pero también desapareció y quedó liberado.

El pálido cuerpo bajo el árbol se inclinó hacia delante, luego cayó de lado y rodó por la pendiente hasta el río espumoso, y el agua corrió rápidamente hacia la siguiente curva, y desapareció entre las rocas.

Sandeep hizo una pausa y miró a los monjes que lo rodeaban, y a Shanker, que escuchaba sentado con el mentón en la rodilla. Luego continuó:

—Mi maestra me contó esta historia en el bosque. Miró en sus palmas ahuecadas y me contó este cuento. Cuando terminó, levantó hacia mí su mirada, rió, y se echó el agua sobre la cara y los hombros.

«Es tiempo de irse», me dijo ella.

«¿Adonde?»

«A casa.»

«¿Volver al mundo?»

«Sí», contestó ella. «Donde hay más historias. Adiós. Y gracias.»

«Gracias», respondí yo, y la llamé, pero ella había recogido su piel de ciervo y se había ido, y esperé un rato en el bosque, pero ya no volví a verla. Creo que se fue a su casa. Por eso he venido del bosque y os he contado esta historia.

Shanker se levantó y todos los sadhus lo imitaron, y todos hicieron una reverencia a Sandeep. Juntó sus manos humildemente.

—Gracias por haberme escuchado —dijo—. Fue ésta la historia de Sikander y Sanjay y quienes la han escuchado con atención y con fe se verán libres de dudas y después de oírla habrán cambiado para siempre, serán distintos —estrechó la mano de Shanker—, Ahora tengo que irme.

—¿Adonde irás? —preguntó Shanker.

—Me adentraré en las montañas —respondió—. Y meditaré, y escucharé. Esta era, después de todo, sólo parte de la historia. Tal vez el resto venga a mí.

Y Sandeep se alejó del ashram de Shanker y se adentró en las estribaciones del terai verdeante, y los sadhus lo vieron alejarse hasta convertirse en un pequeño punto blanco en la montaña, y después llegó la noche y se encendieron los fuegos.

Aquí termina el libro del regreso,

el último libro.

La historia de Sikander

y Sanjay ha terminado.