Janvi defiende su honor
Mientras Sikander crecía, su padre, que se llamaba Hercules, se dedicaba secretamente a la tarea de salvar a los nativos del Indostán de la condena eterna a la que estaban destinados, esforzándose sobre todo en el socorro, hospitalidad y ayuda a los misioneros qué pasaban por Barrackpore disfrazados de comerciantes o estudiantes de Calcuta. La Compañía, temerosa de la inquietud que podría provocar el proselitismo y del cese de la actividad lucrativa si se ofendían los sentimientos de los nativos, había prohibido que los misioneros fuesen al Indostán, de modo que Sikander, Chotta y Sanjay, absortos en sus juegos del escondite, se topaban con frecuencia con hombres pálidos y delgados, de aire desabrido, mezcla de ira y orgullo, cuando señalaban un ídolo extraño, consistente en un hombre ensangrentado clavado a dos maderos dispuestos en cruz. En ocasiones, al ver a los muchachos correteando cerca de la casa, algunos de los huéspedes de Hercules les gritaban exasperados en una lengua incomprensible, y entonces los niños corrían al jardín, saltaban la tapia y se refugiaban en los dominios de Ram Mohán; éste los sentaba a su alrededor y les contaba alguna historia conocida, con demonios burlones, brahmanes pobres y héroes amables y generosos; a veces la madre de Chotta y Sikander aparecía en lo alto de la tapia, que escalaba por la desgastada depresión de la piedra. Aunque en la corte Hercules apenas mostraba cordialidad al padre de Sanjay y no se molestaba mucho en disimular su desprecio por los poetas indios en general, permitía que su esposa e hijos tuvieran ese único contacto con los nativos, siempre y cuando no tuviera carácter oficial y se llevara a cabo exclusivamente en los jardines traseros, a través de la tapia.
De forma que cuando la madre de Sikander venía y se hacía cargo del relato, los cuentos ganaban vigor y se poblaban de valerosos guerreros rajputs y aventuras caballerescas. Ella y Ram Mohán se alternaban en la narración, sonriéndose mutuamente; primero: «Erase una vez un pobre estudiante brahmán que se enamoró de una bella princesa...», y a continuación: «Una vez, Rana Sanga, el de las ochenta y ocho cicatrices, raptó a una noble dama mogo— la...»; avanzada la tarde, aparecía el padre de Sanjay seguido de su mujer, y sentaban a Sanjay entre ellos y el padre recitaba una balada que había compuesto para el raja: «Había una vez una cortesana de Lucknow / que vio a un soldado tensando el arco...».
Pero una vez, cuando Sanjay tenía la edad suficiente para que sus padres pensaran en su upnayana, cuando llegaba con la cabeza al ombligo de su padre, una vez, Sanjay y Chotta se adentraron en la casa de Hercules para esconderse de Sikander; se agazaparon en un balcón, tratando de oír el ruido de los pasos del perseguidor, pero lo que oyeron fue una voz lejana que hablaba en el ya familiar pero casi ininteligible idioma de los firangis, y que, a juzgar por su volumen y los frecuentes gritos, daba muestras del mayor enfado y disgusto. Sanjay escuchó atentamente, sin entender nada. Cada mañana, Sikander y Chotta desaparecían durante una hora y media dentro de la mitad delantera de la casa, para lo que ellos llamaban «angrezi con Hercules»: su padre los hacía sentar en taburetes idénticos y los ejercitaba en los extraños sonidos y usos de su lengua nativa. Ambos se tomaban estos encuentros diarios con su padre como una de las contrariedades inevitables de la vida y, para disgusto de Sanjay, se negaban a discutir con él sus lecciones y, más aún, a transmitirle sus conocimientos de inglés, diciéndole, ya hemos tenido bastante por esta mañana.
Sanjay se incorporó y se sentó, para oír mejor, y la voz continuó: «El pueblo de la India no necesita que le ayuden con reglas de conducta o leyes sobre la propiedad. La teología india tiene un concepto de Dios tan elevado como el cristianismo y conceptos éticos igualmente nobles». Chotta tiró frenéticamente de su brazo... de la habitación junto al balcón llegaba el sonido apagado, inequívoco y casi imperceptible (excepto para Chotta, que tenía el oído y los sentidos de un animal alerta) de unos pasos quedos y cautelosos. Sanjay miró desesperado a su alrededor, pero la única salida del balcón conducía directamente a los brazos de quien estaba al acecho; parecía que la captura era irremediable, pero, de pronto, Chotta gateó detrás de Sanjay y saltó al otro lado del balcón, sobre el estrecho resalte del exterior. Sanjay quiso seguirlo y levantó la pierna sobre la baranda, pero se detuvo, mirando abajo, con la fría piedra entre las piernas, sintiendo su aspereza en las nalgas, incapaz de moverse; Chotta lo agarró del pie y tiró, Sanjay tomó aliento y pasó al otro lado, sobre el reborde, y siguió al otro, gateando por la estrecha franja de piedra, hacia la voz, que ahora alcanzaba un registro más agudo, impulsada por la ira: «Cualquier explicación sobre la alta civilización de la India y las maravillosas aportaciones de sus habitantes a las artes elegantes y a la ciencia provechosa debe tener su influencia en la conducta de los europeos hacia este pueblo. Debemos ser conscientes de que si la civilización fuera un día objeto de comercio entre los dos países, sería Inglaterra la beneficiada por el intercambio...». Chotta y Sanjay doblaron una esquina y entonces pudieron ver al que hablaba: un hombre alto, con un sobretodo negro, pelirrojo, con los dientes curiosamente estrechos y salientes, la piel blanca y pecosa, ahora encendida por la indignación, respirando con dificultad, con un manojo de papeles amarillos en la mano.
Hercules estaba de pie a su lado, corpulento, con la cabeza echada hacia atrás, su gesto habitual de orgullo, y sentados alrededor de ellos, en sillas de mimbre de jardín, otros hombres, también con sobretodos negros, escuchaban respetuosamente, mostrando su interés y reflexión en sus frentes arrugadas y en las cabezas apoyadas en las manos; el hombre pelirrojo respiró profundamente, como dispuesto a seguir hablando, y Sanjay tiró del dhoti de Chotta, para que no siguiera avanzando. «Finalmente, amigos míos —continuó el pelirrojo—, el muy sinvergüenza dijo... y casi me falta valor para repetirlo ante una asamblea de hombres temerosos de Dios, dijo... —y miró el papel, apretó los dientes y levantó la mirada al cielo, como en demanda de ayuda; luego volvió a consultar el papel, se humedeció los labios y habló, con ojos casi desorbitados—, dijo esto, cito: «El pueblo de la India es una raza sobria, tranquila y trabajadora, y la propagación del cristianismo, no es deseable ni realizable».
Un coro de murmullos de incredulidad y disgusto surgió de Hercules y los demás, y Chotta, encima de ellos, tembló y se giró, asustado como una mangosta: Sikander dobló la esquina, con los ojos puestos en Sanjay y Chotta, con los pies firmes en el centro del parapeto, el cuerpo relajado, una sonrisa de triunfo en la cara y el brazo extendido para tocarlos y rematar el juego; Sanjay, siguiendo la mirada de Chotta, se dio la vuelta, y entonces las piernas de Chotta presionaron su espalda (las cabezas de abajo empezaron a mirar hacia arriba) y, mientras Sanjay trataba de alejarse del contacto de la mano ansiosamente extendida (conocía su fuerza dolorosa), se las arregló para, en medio de tanta actividad, envidiar durante unos segundos la postura grácil de Sikander y maldecir la torpeza de sus propias piernas, para desear la fuerza en lugar de su precoz e inservible habilidad para escribir (a los dos años ya conocía el alfabeto y, a los cuatro y medio, el placer de un pareado que rimaba casi por sí solo), pero, entonces, advirtió que no tenía nada detrás y se vio sometido a las exigencias de la pesada e insoslayable gravedad; apareció en su rostro la confusa expresión de qué-es-este-vacío-bajo-mi-culo cuando empezó a tambalearse y caer hacia atrás, resbalando los tobillos por la piedra, el mundo cabeza abajo, y todas las cosas del suelo —hojas, briznas de hierba, granos de arena y algo más, dos golpetazos— aumentando de tamaño, un momento de lucidez:
Yama es un dios feliz. Las ruinas fecundan la tierra, la cosecha son los zarcillos que brotan del suelo, entre las plantas de nuestros pies. Nos ocupan sin nuestro conocimiento.
Los milanos giran en perezosos círculos durante miles de años, atentos a la menor mota de polvo en el suelo. Todo ser es quien come y lo comido, las rocas vibran, se dilatan, se contraen, hasta que estallan. Las serpientes abandonan sus tesoros enterrados para desprenderse de sus pieles bajo el sol, abandonando la figura de sus identidades anteriores, frágiles historias que se desintegran tan pronto como se forman.
El paso del poderoso es ruidoso, pero hasta ese sonido queda amortiguado por la lluvia. Los ríos se desbordan y los cadáveres hinchados de los leones suben y bajan como juguetes para niños, ablandados y dispuestos para la destreza cirujana de los buitres. Los sedimentos cubren los monumentos, la arcilla y la ceniza obstruyen las ventanas, y cuando se retiran las aguas, los agricultores siegan la rica cosecha.
Arriba, aquellos que no ven a los espíritus están muertos. La gravedad de la fría luz difusa, a veces vislumbrada, de las ciudades en el fondo de los océanos nos atrae. Incluso quienes lo niegan se sienten arrastrados: en cada bocado ingieren cien años, un millón de muertos. Lo que es sagrado no puede ser historia, pero la memoria (la mueca del mono, el bostezo del tiburón) es divina.
Cuando Sanjay recobró el conocimiento, tenía dos agujeros en la cabeza, espaciados de modo uniforme a la misma altura de la frente sobre los ojos, y la gente empezó a contarle secretos; más adelante, pensó que quizá el parecido de aquellos agujeros con un par de ojos añadidos invitaba a los demás a confesarse, o quizá fuera su expresión de dolor constante, que indicaba una sabiduría precoz (que significaba, naturalmente, piedad, santidad), pero en realidad procedía de una visión doble, de verlo todo dos veces. Quizá fuera también la manera en que se hirió. Cuando Ram Mohán le dijo que había caído sobre el tridente de Shiva, se preguntó si su tío se expresaba con una elaborada metáfora, pero no, fue así, total y literalmente: las heridas se las hicieron dos puntas metálicas que sobresalían del suelo; cuando investigaron y excavaron, se reveló primero un tridente, con el diente central cortado de raíz, y luego, el mismísimo dios en ademán de danza. Cuando Sanjay se quedó solo, se preguntó cuánto tiempo llevaría Shiva escondido bajo el suelo con su mano derecha alzada, ¿diez, cien, mil años? Pero ahora había reaparecido y la manera de hacerlo hizo famoso a Sanjay, por ser el muchacho que había traído al dios, y vinieron muchos a verlo para compadecerse y maravillarse de que siguiera vivo y hubiera resistido el doble asalto a su cerebro.
El primer visitante que Sanjay recordaba con suficiente lucidez para reconocerlo fue Hercules... fue la primera vez, en todos los años que Hercules fue vecino de los Parasher, que el padre de Sikander se dignó poner los pies en la casa del brahmán; y, cuando lo hizo, se presentó vestido con la plena gloria de su uniforme, reluciente en rojo y verde, seguido de sus dos hijos. Sanjay recordó, mucho después, la fina y delicada curva que trazó la muñeca de Hercules para apartar los faldones de la chaqueta antes de sentarse cautelosamente en la única silla de estilo angrez que había en la casa de los Parasher; igualmente recordaba cómo enarcó las cejas para mirar las pinturas de las paredes y el diseño colorista de la colcha de su cama. Miró también, detenida y cuidadosamente, al padre de Sanjay, que se encogió un poco ante aquel examen sin moverse de su sitio, al pie de la pequeña cama, sin querer abandonar a su hijo con aquel soldado, pero, finalmente, Hercules susurró algo al oído de Sikander, quien, a su vez, cuchicheó algo a Arun, y los tres, Arun, Sikander y Chotta, salieron de la habitación. Cuando salían, Hercules dijo algunas palabras en su mal urdu, tropezando lo suficiente con las consonantes para que en la cara de Arun apareciera una ligera mueca de burla, ante lo cual Hercules volvió con firmeza a su inglés, hablando quizá un poco más alto de lo necesario. Al oír los sonidos ingleses, Sanjay trató de levantar la cabeza, luchando contra la náusea que le producía la duplicación del mundo en su mente, una duplicación —de momento la de Hercules— que lo afligiría durante gran parte de su vida.
—Mis hijos, sin duda, tienen algo que ver con el estado en que ahora te encuentras —estaba diciendo Hercules; se inclinó y dio un golpecito en la mano de Sanjay—, pero puede afirmarse con absoluta certeza que ha sido también tu desafortunado país el que te ha atacado, puesto que ha sido uno de esos antiguos y falsos dioses que han oprimido y humillado a tu sencillo pueblo desde tiempos inmemoriales quien ha surgido del suelo para clavar su arma en tu frente.
—Un momento —interrumpió uno de los sadhus—. Detente un momento.
—¿Tienes alguna duda? —preguntó Sandeep.
—Sí, sí la tengo. Podemos suponer con toda seguridad que, en este momento, Sanjay no habla inglés. ¿No es así?
—No hemos de suponer nada. La misma pregunta le hice a mi narradora del bosque, y me dijo que Sanjay no hablaba inglés.
—Entonces, ¿cómo es que parece que entiende lo que dice Hercules? ¿Cómo es que oímos lo que dice Hercules?
—Porque Sanjay lo oye.
—Pero acabas de decir...
—Sanjay lo oye, y es su virtud, o su poder, que, aunque no entienda lo que se dice, oye cada palabra, cada sonido, como una entidad separada y tan clara como el cristal. Se podría decir que está condenado a no oír sólo un ruido, pues está obligado a escuchar un lenguaje. Así, cuando oye hablar a Hercules, no percibe el galimatías confuso que casi todos oímos al escuchar una lengua desconocida, sino un conjunto de objetos distintos, pulidos y acabados, carentes de significado, pero poseedores de una totalidad o belleza inherente, lo cual permitió que más adelante recordara esos objetos, esas palabras. Años más tarde, cuando aprendió los significados añadidos a esos símbolos, pudo discernir lo que Hercules había dicho, o lo que había dicho separadamente de lo que había enunciado.
—Todo eso está muy bien, aunque la verdad es que me parece demasiado inteligente —refunfuñó el sadhu—. Aunque supongo que hemos de conceder alguna libertad al narrador.
—Inteligente no es la palabra que yo emplearía —replicó Sandeep—. Es estructuralmente necesario... Si Sikander es el valiente y Chotta puede beber veneno, entonces es necesario que Sanjay sepa escuchar los idiomas.
—¿Lo es? —dudó el sadhu— Para mí no tiene sentido.
—Escucha —siguió Sandeep—. De hecho hay algo más en Sanjay, porque sabe lo que nunca ha aprendido...
—Eso es más aceptable —interrumpió el sadhu—. Todos sabemos lo de Mozart y sus sinfonías cuando tenía cuatro años y medio, pero lo otro, ya sabes...
—¿Podemos volver a la historia? —pidió otro sadhu, un joven que tenía la costumbre nerviosa de dar golpecitos con el dedo índice en la suela del zapato—. Me gustaría saber lo que quiere Hercules.
—Muy bien, muy bien —calmó Sandeep—. Escuchad...
—...Puede afirmarse con absoluta certeza que ha sido también tu desafortunado país el que te ha atacado, puesto que ha sido uno de esos antiguos y falsos dioses que han oprimido y humillado a tu sencillo pueblo desde tiempos inmemoriales quien ha surgido del suelo para clavar su tridente roto en tu frente —dijo Hercules—. Ay, muchacho, qué lástima que no puedas entender todavía que tu accidente podría ser un acto de la providencia, porque tu historia, en las capaces manos del reverendo Sarthey, será un instrumento, un bálsamo persuasivo, que producirá un efecto beneficioso en los cristianos de Europa, aflojará los bolsillos y pondrá en marcha una acción política destinada a rectificar la desafortunada postura de la Compañía con respecto a traer la palabra de Dios a tus compatriotas. El buen reverendo se llevará esa horrible efigie demoníaca, con su serpiente en el cuello, su vestido de tigre y su pose de saltimbanqui, y viajará con ella por toda Inglaterra, sin excluir pueblos y aldeas, mostrando las simas de degradación que caracterizan la llamada teología de los hindúes, ese conjunto de libertinaje, opresión, superstición y necedad que se enmascara como religión; contará tu historia, señalándote como un símbolo, así que no debes desesperar. Tu sufrimiento tiene un propósito, un significado... mediante tu herida, has expuesto la podredumbre que se esconde bajo la superficie de lo que aquí llaman civilización, los demonios que viven bajo la pátina de la conversación florida y las artes decadentes. Has sido elegido. Regocíjate.
Después de esto, Hercules se levantó bruscamente de la silla y salió del cuarto (cuando apartó la cortina de la puerta, la cabeza de Sanjay se llenó de círculos brillantes y dolorosos); Sanjay dejó caer la cabeza, exhausto, y escuchó las voces de fuera —las de Hercules, Sikander, su padre—, frustrado por la distancia y las telas que amortiguaban los sonidos, pero, aun así, mediante los ritmos y tonos, captó la tensión contenida en sus voces. Cerró los ojos para oír mejor y sintió, a lo lejos, la presencia de su madre (pasos apagados, respiración nasal y ligeramente líquida), de su tío Ram Mohán (chasquido de los huesos en una articulación, balanceo frecuente), de la madre de Sikander (algo casi inaudible... ¿qué era?). Entraron amontonados por la puerta que comunicaba con el resto de la casa y apartaron la cortina roja.
—¿Se ha ido? —cuchicheó la madre de Sikander—, ¿Se ha ido?
—Lo oigo fuera —respondió Ram Mohán.
—¿Qué quería de ti? —preguntó a Sanjay su madre, pasándole la mano por la mejilla. El niño bizqueó, tratando de fundir en una las dos imágenes paralelas de ella, y las lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas—. Oh, pequeño. Oh, pequeño.
Sanjay carraspeó, sentía los músculos de la garganta agarrotados como una bola que subía y bajaba tratando de sacar las palabras, y las veía, las sentía, veía las formas que podían tomar las palabras, el peso emotivo de cada una de ellas, pero, por más que se concentraba, su lengua permanecía inútil en su boca, reptante y atrapada, incontrolable. Tomó fuerzas y lo intentó de nuevo —los demás miraban, afligidos, pero animándolo— y la baba le corrió por la barbilla. Tragó saliva (Ram Mohán se acercó para limpiarlo), apretó los labios, pendiente de cada parte de su cara (labios y nariz, ojos y barbilla), luego se relajó y pronunció una palabra: «Mmmmm-ma». Su madre, arrodillada junto a la cama, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hijo y lloró sacudiendo los hombros (pero, arriba, la otra imagen está suspendida, imitándola), y entonces entró el padre de Sanjay, seguido de Sikander y Chotta.
—Quiere que le dé los Vedas —contó Arun, agitando las manos—. Para eso vino en realidad, en busca de los Vedas y del Gita.
—¿Qué quieres decir, darle los Vedas? —preguntó Ram Mohán—. ¿Cómo vas a dar los Vedas a cualquiera?
—Es lo que dijo. Tiene a alguien alojado en su casa, un inglés pelirrojo, un tal Sartha o Partha, o algo parecido...
—Sarthi —dijo Janvi.
—Eso —respondió Arun—. Parece que es estudiante o maestro o algo por el estilo, ¿no dijo eso, Sikander?
—Exacto, tío —confirmó Sikander—. Me pidió que tradujera. Y dijo que ese Sarthi era un estudioso que quería estudiar los Vedas, sólo que los llamó Belas, así que el tío deberá dárselos.
—No le des nada —afirmó Janvi.
—Pero ¿cómo? —replicó Arun—, Oh, vino muy educadamente, mostrando su simpatía por nuestro hijo y todo lo demás, y cuando me habló, lo hizo en el tono debido, pero él sabía y yo sé que tengo que darle lo que me pide. «Si fuera tan amable de proporcionar a mi amigo lo que necesita...», pidió. ¿Verdad, Sikander? Y cómo me miró. De pie, con las piernas separadas, en mi casa, como dándome a entender quién era el verdadero dueño. ¿Cómo vamos a decirle que no?
—Los Vedas son para los nacidos dos veces —aclaró Jan— vi—. Ellos no han nacido dos veces.
—La verdad es que quien tiene el poder de llevarse los Vedas se los lleva, sin que importe que haya nacido dos o tres veces —continuó Arun.
—El poder no tiene nada que ver con esto —dijo Janvi elevando el tono de voz—. Le dices que no.
—Los poderosos han nacido dos veces —añadió Ram Mohán muy suavemente— y los poderosos se llevan todo.
Janvi lo miró sorprendida y luego bajó la cabeza.
—Ahora tienen mucho poder —dijo Arun—, El raja le consulta todo. Sus agentes, los hombres de la Compañía, controlan cada artículo que vendemos, cada mercancía que entra. Tienen el monopolio de todo. Por eso el raja tiene que contar con él. Y este hombre viene ahora a mi casa y me dice que quiere los Vedas, que necesita el Gita, que debo dárselo. ¿Querrá escucharte a ti?
—No —respondió Janvi—, Yo no le diré nada.
—Entonces, hemos de encontrar algo que darle.
—Ya tiene a mis hijas. Y quiere tener a mis hijos. ¿Cuánto tendremos que darle?
—La cuestión es saber con cuánto estará satisfecho —observó Arun—. No sé qué hacer.
—Nuestro hijo es igual, viene a casa pidiendo cosas —afirmó Shanti Devi—. ¿Qué clase de hombre es éste?
Sanjay concentró sus fuerzas de nuevo y esta vez pudo pronunciar con dificultad dos sílabas completas.
—Ve-da... Veda...
Quería aconsejarles que hicieran un intercambio: los libros sagrados (si había que darlos) a cambio de los libros sagrados del firangi, un idioma por el otro, secreto por secreto, un diálogo, pero sus heridas —en carne viva, supurando— impidieron la sugerencia, y lo que dijo fue malentendido como un deseo precoz de aprender teología.
—Te enseñaré —concedió Ram Mohán—, Te enseñaré todo.
—Eso, le enseñarás todo —repitió Arun—. Sí, en esta habitación, entre las mujeres, todo eso está muy bien, pero allí, en la corte, lo tendré siempre detrás. ¿Qué debo hacer? Habré de darle lo que me pide. Y ni siquiera sé dónde puedo conseguir un ejemplar de los Vedas.
—Oponte —propuso Janvi.
—¿Cómo?
—Oh, invéntate algo, ¿no puedes? —pidió Janvi secándose el sudor de la cara con un extremo del sari—. Vales para eso.
—Dile que hemos enviado a buscarlos —dijo Ram Mohán.
—Sí, le diré eso, pero, al final, tendremos que darle algo, por lo menos algo.
—Lo recuerdo —apuntó Ram Mohán—. Puedo recitarlo casi todo, algo, por lo menos algo.
—¿Puedes?
—Lo aprendí de mi padre, era lo único que yo hacía bien.
—Bueno, tú recitas. Pero ¿quién lo escribe?
En esto, Sanjay dejó escapar un intenso gruñido y golpeó con brazos y piernas la cama; los otros lo miraron, un poco asustados, hasta que Ram Mohán se llevó la mano a la boca y dijo:
—Por supuesto, hijo, por supuesto. Tú escribirás. ¿Quién sino tú? —y se giró hacia los demás repitiendo—: ¿Quién si no? Ha aprendido a escribir sin que le enseñaran, sabe sánscrito sin haber recibido una sola lección. Cómo y por qué, nos solíamos preguntar, y quizá era sólo para esto. Yo recitaré y él escribirá.
Y así Sanjay escribió, pero antes de que sucediera eso hubo que iniciarlo, porque los Vedas sólo pueden estudiarlos los nacidos dos veces; por eso, antes de que se levantara de la cama, le afeitaron la cabeza y Sikander y Chotta lo llevaron en su camita al patio, donde pidió limosna ritualmente a los brahmanes y familiares reunidos, y luego lo envolvieron en una piel de ciervo, encerrado en el calor, la oscuridad.
Al principio, yació en silencio, casi gozando de la textura suave y finamente granulada de la piel, pero pronto advirtió una débil luminosidad que aparecía y desaparecía en los límites de su visión; giró ligeramente la cabeza y desapareció, para reaparecer en otro lugar de la periferia. Esta vez procuró no mirarla directamente, y enseguida supo qué era, los perfiles cambiaron y se afirmaron y percibió la forma de un pez gigantesco, con su tamaño definido por sus perezosos avances y retrocesos y sus lentos movimientos; parecía acercarse, y sintió el principio del pánico cuando, de pronto, se deshicieron sus contornos, cerrándose y extendiéndose, y se convirtió en un jabalí, blanco, cubierto de cerdas, que escarbaba con las pezuñas, y Sanjay luchó para quitárselo de la cabeza, y salió, renqueando y arrastrándose, a la violenta luz del sol, agradecido, aunque con lágrimas en los ojos; sus familiares lo rodearon y Ram Mohán cloqueó, pasando su mano por la suave piel calva, tocando incluso la delgada membrana perlada de la frente de Sanjay, aliviándolo con su delicado roce.
Cuando lo hubo calmado, lo llevó al fuego sagrado, meciéndolo contra su pecho, flojo por la edad, metió prisa a los sacerdotes para que prosiguieran la ceremonia y dejó caer finalmente el lazo de siete hebras sobre su cuello y bajo un hombro, cantando con el sonsonete de los brahmanes: «Ahora entras en este mundo, ahora el mundo es tuyo», y Sanjay miró de pronto el chisporroteo causado por el fuego de la ghi que goteaba de los dedos de los sacerdotes; a través de las chispas fugaces y del aire enturbiado por el calor, vio a Chotta y a Sikander, con los rostros absortos, sudando ligeramente, atentos a la hoguera, al desmoronamiento de la leña, a las formas complejas y cambiantes de las brasas y las llamas (como ciudades vistas deprisa y desde lejos), calculando, parecía, las posibilidades de demolición por el fuego: ¿qué comen los dioses?, ¿qué se pierde?, ¿qué se purifica?
Aparece brillante al alba como la luz del sol,
transmutando el sacrificio a la manera en que los sacerdotes
despliegan sus meditaciones.
Agni, el Dios que conoce bien a todas las generaciones,
visita a los dioses como el más eficaz de los mensajeros.
Con estos versos, Ram Mohán abrió su dictado de los Vedas, al principio comprobando continuamente la escritura de Sanjay, pero encontrando, con no poca satisfacción, que su escriba poseía una exactitud prodigiosa, y se concentró en recordar lo mejor que podía las escrituras, fragmentos sueltos del Rig y del Yajur, fragmentos del Sama, un sloka o dos del Katha Upanishad; una palabra o una frase de los Vedas le recordaba un verso de Kalidasa, y así, más por la educación de su sobrino que por beneficiar al inglés, recitaba uno o dos pareados acerca de la lluvia torrencial y del caminar de elefante de la amada.
Sanjay, con la cabeza inclinada sobre la hoja de palma, girando la muñeca, inventaba con la pluma elaborados rasgos y trazos rituales y adornaba con rizos las letras, todo para ganar tiempo y disponer de la más ligera posibilidad de reflexión y comprensión: ¿Yajnavalkya? ¿Svetaketu? ¿Quiénes fueron esos jóvenes? ¿Nachiketas? Pero apenas había acabado de escribir un verso cuando Ram Mohán, con sonrisa satisfecha, ya estaba listo con el siguiente, y al final de la mañana Sikander y Chotta aparecían impacientes y se cansaban enseguida de la palabrería.
Pero la sesión de trabajo duraba hasta que las madres de Sanjay y Sikander aparecían con paan, attar y otros refrescos; entonces, los muchachos escapaban, los hermanos sosteniendo a Sanjay entre ellos, pues aún no se había recuperado y, cuando iba solo, su mejoría no se veía favorecida por su tendencia a tropezar con las cosas... al descifrar su mundo doble, confundía a menudo la situación de la imagen fantasma con la real. En sus juegos, solía hacer de rico mercader y los otros de ladrones; o él de rey poderoso, pero sedentario, y ellos de jinetes valientes; fue en una de esas tardes, la tarde después de haber transcrito la historia de Nachiketas, cuando jugaba a ser el guardián de un tesoro y los otros a buscar la llave. Se sentó al pie de un árbol, en un bosquecillo algo distante de sus casas, cerca de un nullah donde los animales se arrodillaban y escarbaban en el lecho seco en busca de agua; se sentó en un montículo, que representaba la entrada al pasadizo subterráneo, con las paredes recubiertas de piedras preciosas y serpientes reinas naga silbantes, deseando que su doble visión le proporcionara, como compensación, una perspectiva más amplia, en lugar de dos versiones, una junto a la otra, del mismo acontecimiento visual. Si pudiera ver mejor los acercamientos y alejamientos tendría ventaja sobre Sikander y Chotta, que se movían lenta y silenciosamente, como flotando encima de las hojas y ramitas quebradizas del verano, apareciendo repentinamente para dar a Sanjay un pescozón en la nuca («Oh, Sanjay, ¿estás sordo además de bizco? Nunca servirías de centinela en el regimiento de mi padre, ¡tienes botones en lugar de ojos!»).
Sanjay salió entonces tras ellos, porque Sikander y Chotta aparecieron, inesperadamente, donde podía verlos; sin hacer ruido, como de costumbre, pero perfectamente visibles a unos tres metros. Sanjay se levantó sobre sus rodillas, señalando con las manos el te-veo, pero los otros salvaron el terreno que los separaba como un relámpago (¿cómo podían hacerlo?), lo cogieron por las axilas y lo levantaron del suelo, llevándolo hacia la maleza. Empezó a forcejear, pero un pellizco doloroso de aviso hizo que se estuviera quieto, al mismo tiempo que oía unos pasos entre los árboles, un arrastrar de pies y un ritmo que ya conocía, que pretendiendo ser cauteloso no lograba ocultar su torpeza inequívoca; el modo de andar es como la escritura de un hombre o una mujer; de nada sirve enmascararlo porque el disfraz suele ser demasiado exagerado, y ¿quién puede esconder esa arrogancia, esa presunción de fuerza que exige que las cosas se aparten cuando se pisa, que supone que todos los caminos han de estar allanados?... era, por supuesto, Hercules. Pero Hercules procuraba ahora que no lo vieran, y su aire furtivo era acentuado por su evidente impaciencia, la prisa con que avanzaba inclinado por la maleza. Pasó junto a los muchachos, y Sanjay vio cómo los hermanos se miraban con curiosidad, claramente sorprendidos por la actitud de fiera-al-acecho de su padre. Sin decir una palabra, tomaron una decisión... pusieron a Sanjay de pie, entre los dos, con Sikander delante y Chotta detrás, y empezaron a seguir a Hercules.
Desde que podía recordar, Sanjay siempre supo que Sikander y Chotta habían aprendido la técnica de hacerse invisibles (¿o habían nacido con esa virtud?), pero ese día pudo contemplarlos en el ejercicio de su arte: pisaban con los dedos de los pies separados, apoyándose primero en la almohadilla del pie, con rapidez y seguridad, pero sin apresurarse, de modo que las hojas secas, en lugar de romperse con un crujido, sólo se movían, se curvaban y soportaban el peso. A veces Sikander y Chotta se divertían siguiendo a su padre tan de cerca que parecía imposible que él no los viera —y se volvía a menudo, con la nariz levantada, como un felino que husmeara—, pero cuando parecía que tenía que verlos, se quedaban absolutamente inmóviles, camuflados de alguna manera entre la luz y la sombra, entre la hierba dorada y la tierra parda. Sikander mantenía la mano derecha detrás y por debajo de su cintura, señalando las paradas y los inicios de la marcha, lo seguro y lo urgente. Pasaron desde un claro del bosque a un conjunto de chabolas, y allí, Hercules se enderezó, se subió las solapas, se sacó un pañuelo y se lo puso en la cara, como si fuera un bandido, y recuperó su habitual paso majestuoso; entonces Sikander y Chotta cambiaron de estrategia, lo siguieron de lejos pero sin perderlo de vista, deteniéndose para mirar las cestas de frutas y las mercancías de los charlatanes.
Sanjay sintió un ligero estremecimiento al darse cuenta de que habían invadido una zona prohibida, de que estaban en un lugar habitado por castas inferiores; contempló todo con la curiosidad impaciente de un extranjero, medio esperando, medio queriendo ser sorprendido, pero todo cuanto lo rodeaba eran asuntos y negocios de la vida familiar ordinaria —alimentos, quehaceres domésticos, niños, animales, lavado de ropa—, y quizá lo único desacostumbrado era la forma de atarse un turbante o la manera particular de llevar un dhoti. La aparición de los tres niños desconocidos no provocó hostilidad, sino miradas indiferentes y vacías que no decían nada. Sanjay empezaba a disgustarse porque no pasaba nada extraordinario cuando Hercules giró a la izquierda y tomó un sendero. Los niños doblaron la esquina justo en el momento en que se agachaba delante de una puerta, apartaba una andrajosa cortina roja del dintel y entraba; había unos niños jugando en la cuneta que corría paralela al sendero, tirando arriba y abajo de un carrito de madera.
—Si pudiéramos subirnos al tejado —se le ocurrió a Chotta.
—Buena idea —apuntó Sikander.
Sanjay tiró del brazo de Sikander y negó con la cabeza, pero los dos hermanos ya bajaban por el sendero, saltando sobre el carro que traqueteaba por él; se acercaron a la chabola, apoyaron en ella la espalda y observaron el juego, y, cuando vieron que nadie los miraba, pasaron a la parte de atrás, tirando de Sanjay. Detrás de la chabola, una vaca levantó la cabeza para mirarlos y luego la dejó caer para seguir pastando. Sikander y Chotta encontraron una grieta en la pared de barro, encajaron el pie en ella y subieron hasta el techo de paja. Luego tendieron los brazos para recoger a Sanjay.
—Vamos —animó Sikander.
Sanjay negó con la cabeza.
—Vamos, cabeza de chorlito —susurró Chotta—. No vas a caerte otra vez.
—Vamos, Sanju —insistió Sikander—. Esta vez te sostendré yo.
Sanjay se dio la vuelta, con el pulso acelerado; la vaca lo miraba y movía la boca.
—Sanju —llamó Sikander—. ¿No quieres saber?
Levantó las dos manos y tiraron de él sin ningún esfuerzo (sintió que sus pies abandonaban el suelo, los tobillos separados); caminaron por el borde de la pendiente del tejado y Sanjay giró la cara decididamente para sentir el olor reconfortante y rancio de la paja, agarrándose a la kurta de Sikander.
—Aquí —avisó Sikander, apartando a puñados la gruesa paja, y Sanjay lo imitó, contento de hacer algo—. Despacio, despacio —la paja salía fácilmente en mechones, ligeramente húmeda, y luego hicieron un agujero pequeño y desigual, un rayo oscuro y, más allá, muy blanco a la luz grisácea del interior (fuera el sol quemaba), una construcción móvil sin nombre, una mancha rectangular retorcida y dos esferas, reflejadas, luego la imagen que se da la vuelta (la altura aturde) y se convierte en una espalda rematada por dos omoplatos y, debajo, dos nalgas que se contraen y se dilatan, un rápido movimiento vertiginoso, una fuerte dislocación, anhelo y ansia, puede romperte los huesos y, debajo, Hercules que se mueve más rápido (ritmo atropellado) entre los oscuros muslos separados, y sobre su hombro derecho, una cara morena, una mujer, de rasgos duros, pasiva, impasible, con los ojos fijos en las figuras coloreadas de la estantería, los iconos, las imágenes, luego se vuelve ligeramente para mirar un rincón vacío (sólo polvo, flotante como estrellas), pasa el tiempo, el tiempo, Hercules gruñe, sus dedos en el pelo de ella, y tira, ella hace una mueca (se muerde de dolor el labio), otro gruñido y un profundo y ronco suspiro.
Sanjay se volvió para mirar a Chotta y luego a Sikander, pero se dio cuenta de que no podía mirarlos, por eso su recuerdo de aquel momento fue siempre una mezcla confusa de la paja, la base de un cuello, unas manos y quizá unos ojos; volvió a mirar abajo a Hercules, que se había apartado a un rincón de la estera y yacía de costado, silencioso, con el pecho palpitante. Sobre su vientre corría una línea húmeda y brillante que goteaba hasta el suelo; la mujer se movió —densidad, oscuridad entre sus muslos— y empezó a envolverse con un trozo de tela.
—Cuando yo era muy joven —empezó a contar Hercules, pero luego se calló, se inclinó sobre la pared de barro y apoyó en ella la palma de la mano. La mujer se movía por la habitación sin hacerle caso, apartándose el cabello de la cara, inclinándose para llevar unas botas a un rincón—. Cuando yo era muy joven —empezó Hercules otra vez—, la única pesadilla que recuerdo es ésta: soñaba que andaba por una calle empedrada, flanqueada por casas blancas, y entonces, el cielo gris, abierto arriba como un canal, tiraba de mí, me chupaba. El suelo desaparecía bajo mis pies, y yo ascendía, indefenso, aterrorizado. Enseguida me rodeaba, el cielo me ahogaba como un sudario, y yo estaba disperso, desaparecido, ido, incapaz siquiera de sentir dolor. Pero luego me despertaba, temblando. Después, por la mañana (no debía de tener más de nueve o diez años), mi padre, mi madre y yo, con mis hermanas, íbamos a la iglesia. Todo estaba bien... no había ni una nube, oía el canto de los pájaros, mis hermanas corrían a pesar de los ruegos de mi madre... pero incluso entonces me sentía asustado. Me preguntaron qué me pasaba, pero qué podía contar un niño de nueve años de lo que había sentido, así que negué con la cabeza, seguí adelante, tratando de no separarme de mis padres. En la iglesia, me acurruqué en el asiento de madera, intentando poner los pies sobre el asiento. Mi padre alargó la mano por detrás de mi madre y me dio un pescozón en la parte trasera de la cabeza; cuando dejé de llorar, puse los ojos en la imagen de Cristo: una sencilla representación de madera oscura, con una cierta pesadez en el rostro, como si la agonía fuera muy lenta. Me limpié las lágrimas, me soné la nariz, después miré más de cerca. El Cristo tenía los músculos abultados. Seguí la retorcida curva del brazo hasta los tendones tensos de la muñeca, y luego me fijé en el clavo, derecho y perpendicular, atravesando la carne. Intenté seguir la línea del metal, a través de la carne y dentro de la madera, y vi con qué firmeza estaba Él sujeto, clavado. Lloré aliviado y mis padres me miraron con orgullo, pensando que el sermón me había conmovido. Supe que entonces se me había dicho algo, con tanta firmeza como si Él hubiera movido los labios de madera: el signo del hombre es la tragedia y el mundo debe saberlo. Tenía nueve años, pasó el tiempo; me hice soldado para llevar la palabra de Dios al mundo. En este país hay muchos, la mayoría, que han vivido sin el Conocimiento, por eso he ayudado a aquellos que dicen, que hablan. Les he dado cobijo, alimento y protección, he tratado de mantener vivo el recuerdo de aquella hora, cuando supe que Él estaba entre la devastación y yo. Pero ahora llega el ejército oculto del Otro, el desfile de los momentos, las mil cosas necesarias, que distraen. Hago todo cuanto debo hacer, gano, administro, alimento, lucho, pero al final, cuando llega la pausa, reflexiono y entiendo que me he consumido otra vez, que me han engullido y la gran tarea está sin hacer. Se ha olvidado Su Acto, aquella culminación perfecta, todo se extiende para siempre, detrás y delante, como ese inacabable y odioso panteón. ¡Murió! ¡Algo cambió! Pero el aburrimiento trae la duda y entonces vengo aquí, a ser devorado por partida doble. Aquí, en este lugar, me siento finalmente acabado. ¿Me escuchas?
Hercules se sentó y la mujer lo miró, luego empezó a preparar una hoja de betel y tabaco en la palma de la mano; Hercules cogió una camisa y se la echó sobre los hombros, se puso de pie, mostrando los muslos entre los faldones de la camisa. Sanjay miró cómo se vestía, inquieto todavía por la extrema tristeza de la voz de Hercules, tan distinta a su habitual voz pastosa y confiada. Sanjay quería preguntar a Chotta y a Sikander qué era lo que había dicho Hercules, qué había hecho para que sus palabras fueran tan débiles, qué lo había llevado a tocar la pared, como si hubiera querido comprobar su solidez, su materialidad, pero cuando los miró se convenció de que era mejor esperar: los dos hermanos miraban a su padre, abajo, con una concentración que excluía la posibilidad de la emoción y mucho más del diálogo. Así que Sanjay también siguió mirando cómo se vestía Hercules, se alisaba el cabello, sacaba unas monedas de la bolsa y las ponía en una repisa de la pared; Hercules, sin pronunciar palabra, dejó a la mujer, sentada delante de su paan... ahora ambos parecían indiferentes el uno con el otro.
—Vámonos —dijo Sikander.
Saltaron al suelo —esta vez la vaca no se dignó mirarlos—, doblaron la esquina de la chabola y se vieron ante una falange hostil de chiquillos.
—¿Quiénes son? —dijo la niña que arrastraba el carrito de madera, detrás del grupo y poniéndose de puntillas.
—¿Qué están haciendo estos babas ricos detrás de la chabola de nuestra Amba?
—Robar su vaca.
—Ni siquiera van por la puerta delantera, como los demás.
El grupo se fue acercando y Sanjay dio un paso atrás, pero Sikander y Chotta se mantuvieron en su sitio, aunque acercándose el uno al otro; Sikander parecía tranquilo, casi soñoliento, pero Chotta se había agazapado, impaciente, con las manos delante de los muslos, las palmas hacia arriba.
—¿Por qué estáis aquí, babas?
—Hijos de puta —replicó Chotta—. Putas vuestras hermanas también.
—Basta —cortó Sikander, pero ya se adelantaban tres o cuatro muchachos en busca de Chotta, que, por su parte, también se adelantó para recibirlos. El primero de ellos tuvo que pasar junto a Sikander, que lo detuvo poniéndole una mano en el hombro—. No —le dijo.
—Eh, no te entrometas —le contestó el muchacho tratando de apartar a Sikander con el brazo, pero, de pronto, se vio lanzado al aire y cayó de culo delante de la niña del carrito.
—Te he dicho que no, ¿verdad? —insistió Sikander sonriendo amablemente.
Los demás se detuvieron, dudando, mientras el chico se levantaba con lágrimas en los ojos, y entonces empezaron a avanzar todos juntos, sin decidirse y esperando a que el otro iniciara el ataque, jurando y maldiciendo, en una especie de canto para darse valor. Sikander giró la cabeza, contemplándolos, en un movimiento divertido, y Sanjay, sintiendo crujir los huesos de su cuello, se estremeció.
—Oh, ¿pero qué hacéis, peleando en el sendero de mi puerta, niños sucios? Peleando delante de mi puerta, diciendo palabrotas. Fuera de aquí, marchaos si no queréis que os persiga con un rodillo.
Era la mujer de dentro, la mujer que había estado con Hercules; estaba en la puerta de la chabola, con los brazos en jarras, el pelo caído sobre los hombros, la boca enrojecida por el paan.
—¿Y quiénes son éstos? ¿Por qué os metéis con unos niños tan guapos? Marchad, dejadlos solos.
—¿También son clientes tuyos, Amba? —preguntó un niño desde atrás, y al oírlo, la mujer echó a correr tras ellos, moviendo los brazos como aspas de molino, dando sopapos y coscorrones, mientras se dispersaban riendo. Finalmente, jadeando, regresó junto a los tres.
—Entrad —los invitó—. Esperad un rato, hasta que se hayan ido esos pequeños brutos. Así no os molestarán.
Dentro de la chabola, Sanjay hizo esfuerzos para no mirar el pequeño charco de luz que se extendía a lo largo de la pared trasera, y en lugar de eso se concentró en una inspección minuciosa de las imágenes de dioses y diosas que estaban en las numerosas repisas, nichos y estantes de las paredes.
—¿Os habéis perdido? ¿Por qué habéis venido? Pobres niños, no es éste lugar para vosotros. Os habéis perdido, ¿verdad?
La pregunta iba dirigida a Chotta, que miraba a la mujer con ojos brillantes y los labios haciendo un puchero, como si estuviese a punto de llorar. La mujer lo miró unos instantes con curiosidad, entonces Sikander se volvió hacia ella y le dijo:
—Sí, nos hemos perdido.
—¿Y cómo ha sido? ¿Estabais jugando y no os disteis cuenta? ¿Dónde vivís?
—En Char Bagh.
—Ay, pero eso está muy lejos. ¿Y a estos dos qué les pasa, que están tan callados? Supongo que están asustados. Pero no os asustéis, éste es un sitio al que teníais que venir, tarde o temprano. Lo que pasa es que os habéis adelantado un poco. Todos los de Char Bagh vienen aquí, no importa si son importantes o poderosos —se echó a reír. El rosado del interior de su boca contrastaba con la piel oscura de su cara, y otra vez Sanjay sintió en su estómago una sensación increíble de nostalgia—. Todos vienen aquí, brahmanes, rajputs y empleados de la Compañía. Aquí se olvidan de toca—esto y no—toques—aquello, aquí no cuenta la intocabilidad y la casta y mi gente y el no—puedo—comer—tu—comida; éste es el lugar sobre el que cantan los santos, hijitos míos. Aquí, cualquiera puede tocar a cualquiera, no pasa nada. Cuando seáis mayores, cuando entendáis mejor las cosas, también vendréis vosotros y tocaréis, y quizá, entonces, yo ya seré vieja, pero recordadme. Aquí podéis olvidaros del mundo y ser amigos de todos los hombres. ¿Comprendéis lo que digo? Tengo una amiga, un poco más allá del sendero, en una gran casa, adonde la llevaron cuando sólo era una niña, pero ella recuerda algo de antes, de cuando estaba en su casa, lejos, lejos, en el sur; hay veces que canta, y yo le pregunto, ¿qué es eso?, ¿qué significa?, ¿qué canción es ésa?, y ella me responde, escucha, hermana, no sé quién la escribió, pero significa esto:
¿Qué puede ser mi madre
para la tuya? ¿Qué parentesco tiene mi padre
con el tuyo? ¿Y cómo
nos hemos conocido tú y yo?
Pero, en el amor,
nuestros corazones se han mezclado
como tierra roja y lluvia torrencial.
Apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante, con las cejas enarcadas.
—¿Entendéis, niños? Eso es lo que pasa aquí.
Sonrió otra vez, exhibiendo sus encías enrojecidas; Sanjay tiró del brazo de Sikander: vámonos.
—Tenemos que irnos —dijo Sikander.
—Id con cuidado.
Fuera, recorrieron sin rumbo fijo las calles, hundiendo los pies en el polvo; Sanjay se puso el brazo sobre los ojos para resguardarse de la luz, bizqueando y advirtiendo, ahora, cuántas mujeres estaban sentadas en las puertas, vestidas sólo con enaguas, y con qué descaro miraban a los viandantes, algunas veces llamándolos: «Yen, entra en mi casa». Vio a muchos hombres sonrientes, hombres aceitosos con guirnaldas de flores en las muñecas, haraganeando entre las tiendas, y otros hombres que caminaban despacio por los senderos, dando algún que otro traspiés, diciendo con voces innecesariamente altas cosas relacionadas con la alegría, la fraternidad, pero Sanjay se preguntó por qué subyacía la presencia inequívoca del miedo y la esperanza. Se dio la vuelta para mirar a Chotta, que arrastraba los pies y miraba el suelo; Sikander vio la mirada y con un movimiento serpenteante puso el brazo sobre los hombros de ambos.
—Ya estamos casi fuera —animó.
El mohín de Chotta era más acusado ahora y Sanjay quiso decir que no, ella ha dicho que volveremos, que volveremos como todos esos hombres, como niños perdidos, pero en lugar de eso se esforzó por sonreír, y continuaron caminando.
En el lecho seco del nullah, las rodillas de Sanjay se negaron a sostenerlo, y se sentó, agotado, encima de los curvos canales tallados en otro tiempo por las corrientes de agua. Estaba cubierto por una fina capa de sudor frío y una o dos veces sintió que algo caliente y picante le subía por la garganta. Sikander y Chotta se sentaron en cuclillas junto a él, resignados a esperar; distraídamente, arañaron el polvo, dibujando figuras, formas, sobre todo caballos.
Primero oyeron la voz cantarína, aguda, en un idioma extraño, y luego apareció el hombre... era alto, un firangi, con el pelo canoso sucio y aceitoso y una cicatriz que surgía en la frente y le atravesaba la cuenca vacía de un ojo; llevaba una botella en la mano, restos de bordados ennegrecidos colgaban en pequeñas hilachas de su chaqueta azul. Se detuvo al borde del nullah, inclinándose hacia los muchachos.
—Ah, estáis ahí —dijo en inglés. Sanjay miraba cómo abría y cerraba la boca—. Ahí estáis, amiguitos míos. Creí haber perdido vuestro rastro. Voy a presentarme: soy Moulin, supuesto aventurero, pero la mayor parte del tiempo cocinero —hizo una pausa para tomar un trago de la botella—. Ahora bajaré hasta donde estáis, muchachos. Aunque sería más apropiado decir que voy a descender a una cloaca —y se dejó caer, medio sentado, por la pendiente, hasta acercarse a ellos, medio saludando con la mano—. ¡Qué rostros tan hostiles tenéis! Pero por eso os he seguido, os vi paseando por el bazar, y pensé: mira, los tres muchachos más tristes que he visto en toda mi vida. ¿Y qué estarán haciendo aquí? Y me he puesto a seguiros, porque yo, Moulin, también estoy triste. Yo, caballeros, soy el francés más triste que jamás podréis conocer. Pero ¿entendéis algo de lo que digo? —y pasó a un urdu basto—: ¿Entendéis los tres mi inglés?
Sikander y Chotta asintieron con la cabeza, pero Sanjay lo miró con indiferencia, demasiado cansado para negar con la cabeza.
—Entonces —siguió Moulin, sentándose al lado de ellos—, hablaremos en inglés. Mi urdu es demasiado rudimentario, incluso después de tantos años —hizo otra pausa para atender con todo mimo a su botella y luego se limpió la boca—. Urdu rudimentario. Pero ¿cómo es que habláis inglés? ¿Y no tenéis miedo de mí? Al fin y al cabo soy lo más pavoroso, soy un hombre blanco. ¿No os ha dicho vuestra madre, a callar, baba, o el firangi vendrá y se llevará el carrito de arcilla y todos vuestros juguetes? ¿Y quitará la tierra a vuestro padre? ¿Y el honor a vuestra madre? ¿No? Oh, ¿no queréis hablar? No importa.
Se acomodó con una cierta ceremonia, extendiendo los faldones de la chaqueta a su alrededor, como si fueran alas negras.
—Hablaré. Os aconsejaré. ¿Qué tal si os cuento una historia? Una historia sobre mí y sobre algo que hice con un amigo cuando era más joven. Como todas las buenas historias de soldados, en ésta salen dos jinetes, una mujer bella, un buen caballo, una espada. De hecho, aún guardo la espada, mirad —tiró de su cinturón y le fue dando la vuelta, hasta que vieron la empuñadura de una espada, tallada en jade blanco en forma de cabeza de caballo.
Escuchad. Una vez, hace tiempo, cuando yo era joven, casi tan joven como vosotros, conocí a un hombre, un hombre llamado La Borgne, un saboyano. En la forma franca y directa en que los hombres se conocen en tierra extranjera, enseguida me sentí atraído por él y lo invité a mi casa. En aquella época la fortuna me sonreía: yo era un soldado al servicio de alguien poderoso (no importa quién fuera; al final, todos son iguales) y tenía mi casa llena de criados, así que agasajé a mi amigo con una comida espléndida. Comió y contemplé con envidia su placer al descubrir por primera vez las delicias de la cocina mughlai. Después, se echó a dormir; su cara se relajó y quedé maravillado al ver la paz de su rostro, porque, sin duda, era un hombre libre de sueños. En cuanto a mí, no me importa confesarlo: después de comer de aquella manera, suelo tener pesadillas; mis amigos dicen que muevo los ojos de un lado para otro, que agito brazos y piernas y que, en ocasiones, me levanto y echo a andar bajo los árboles de altas copas. Como decía, me quedé mirándolo, y luego, cuando se despertó, oímos los cascos de una caballería al galope, y vimos a lo lejos un grupo de jinetes. La Borgne, ya despierto, y yo los estuvimos mirando, con el sol poniente al fondo. Sentí curiosidad y envié espías para que me informaran acerca de aquellos jinetes lejanos.
Volvieron la misma noche, uno vestido de gitana vieja y otro de vendedor de perfumes. Nos contaron (para entonces, La Borgne conocía todo cuanto yo hacía, porque era un joven muy agradable), nos dijeron, decía, que se habían acercado a los fuegos del campamento y se habían mezclado con ellos, bromeando, aconsejándoles los mejores vinos y las carnes más tiernas, y habían comprobado que los hombres, un puñado diverso de rajputs, turcos, afganos, sijs, marathas, brahmanes avadhi, bengalíes, cachemiros, árabes y alemanes, un montón de alemanes, y un par de ingleses, estaban entregados a una búsqueda, la búsqueda de un tesoro que se trasladaba con el sol. Y yo dije, qué maravilla, pero mi amigo se rió despectivamente.
A pesar de eso, a la mañana siguiente lo saqué de la cama, montamos a caballo y nos acercamos al campamento aprovechando los escondrijos de la naturaleza y la oscuridad. Poco antes de que saliera el sol, los hombres se levantaron y empezaron a moverse rápidamente en círculo. En el centro de ese círculo habían construido un artilugio extraño: un fuego y encima de él una sartén llena de agua, y dentro del agua un espejo, flotando hacia arriba. Cuando el primer rayo de sol apareció por encima de los árboles, el humo del fuego subió serpenteando por encima y alrededor de la sartén, pero entonces el espejo reflejó un rayo de sol, fue como una explosión, y todos nos llevamos las manos a los ojos.
Cuando volví a mirar, había una mujer de pie, delante del fuego, envuelta en humo, vestida con un sari blanco, el pelo negro azabache, y de su boca salió un caballo blanco, un caballo de perfectas proporciones, que caminó alrededor del círculo levantando las rodillas en alto, sacudiendo la cabeza a un lado y a otro, con los ojos muy abiertos y centelleantes, y sentí miedo. Y entonces, la mujer preguntó a cada uno de los hombres: ¿quieres este caballo? Di la verdad. Y cada uno de ellos respondió que sí, y ella decía entonces, pues no tendrás el tesoro.
Levantó la mirada hasta nosotros, pues sabía que estábamos allí, a pesar de estar bien escondidos, y preguntó, ¿quieres este caballo?, y La Borgne dio un paso al frente y dijo, no, mátalo, y todos los demás gritamos horrorizados, porque de todos los seres que han vivido era demasiado perfecto para morir. Pero la mujer sacó una espada, ésta, la de la empuñadura blanca en forma de cabeza de caballo, y cuando el caballo pasó junto a ella, le hundió la espada en el pecho, en el sitio donde los músculos salientes forman un valle. El caballo sacudió hacia atrás la cabeza, luego dio un traspiés, hacia atrás primero, y la espada salió de la roja herida recién abierta, y todos nosotros, excepto La Borgne, gritamos desesperados. Luego, la mujer le dijo: tú tienes el tesoro, y desapareció, dejando la espada clavada en la oscura tierra.
Entonces, todos los hombres maldijeron a La Borgne, porque había causado la muerte del caballo a cambio de nada, pues no había ningún tesoro, y se burlaron de él. Desenvainaron las espadas y yo los ataqué por detrás, y luchamos por encima y alrededor del cadáver (todavía bellísimo) y los matamos a todos. Entonces dije a La Borgne: te he ayudado porque eres mi amigo, pero ahora lucharé contigo porque has causado la muerte del ser más perfecto del mundo. Se rió de mí y entonces lo odié; corrí hacia él con la espada, pero me esquivó con facilidad y me dio un tajo enorme en la frente, vaciándome un ojo. Caí al suelo y allí quedé tendido, con la cara sobre el vientre del caballo, gritando de dolor y de rabia, y le dije, has hecho esto para nada. Necio, me dijo con desprecio, necio porque creíste que el tesoro era oro, o este caballo, o esta espada, o la mujer. Yo tuve el tesoro desde el momento en que hablé, y diciendo esto me arrojó el arma y se fue.
»Me recuperé de la herida o, al menos, la curé, y he vivido otras muchas aventuras. He sido rico, luego poderoso, luego pobre y, de nuevo, otra vez rico; finalmente, heme aquí. Y mientras me deslizaba lentamente en el pozo de la pobreza y la vejez, La Borgne iba de victoria en victoria, cada vez más rico y más poderoso, hasta terminar siendo De Boigne, el jefe del Chiria Fauj. Pensé en él a menudo, por no decir constantemente, y cada vez que me enteraba de uno de sus triunfos, sentía que me subía un dolor de mis entrañas hasta ahogarme en la garganta; si me hubiera dado cuenta, pensaba, si hubiera pensado, habría dominado el Indostán. Y recorrí todo el país lleno de amargura, pasando de una situación mala a otra peor, sin dinero para regresar a mi patria, sin nada para volver a mi casa, hasta que, finalmente, el único empleo que pude encontrar fue de cocinero de un alcahuete, un tratante de medias castas, y me humilló, creedme que me supo peor que la carne podrida, pero nunca vendí esta espada, la conservé siempre, aunque muchos la codiciaban y me ofrecían grandes sumas de dinero.
Hoy hubo un gran revuelo en el bazar y la gente corrió por las calles; los niños hacían piruetas y se enfrentaban con espadas de madera. ¿Qué ocurre?, pregunté, y me dijeron, va a pasar el gran De Boigne, que se embarca para Calcuta. Así que dejé a un lado el cucharón y las especias y me puse mi mejor chaqueta, me colgué la espada, corrí por la calle hasta la orilla del río y avancé entre la multitud. Después de una hora, o quizá dos, vi que, despacio, despacio, bajaba por el río un grupo de barcas y me puse las manos a modo de visera para ver mejor, pero el reflejo del sol en el agua me cegaba. Así que grité: La Borgne, La Borgne, Laaaaa Boooorgne, y la gente empezó a apartarse y a reírse de mí, pero yo seguí llamándolo; los de las barcas me miraban y algunos levantaban el puño amenazándome para que me callara, pero entonces, en la tercera barca, un hombre apartó las cortinas de un dosel, un hombre alto, grande y pesado, y apuntó con un catalejo a la orilla. Salté, agité los brazos y levanté la espada, Laaaa Boooorgne, volví a gritar, y entonces bajó el catalejo y dijo, Moulin, Moulin, ¿eres tú?
De pronto, me sentí feliz. Corrí a lo largo de la orilla, siguiendo a la barca, y él gritó: Moulin, tenías razón, tenías razón, y su voz rebotaba en el agua y se repetía en un eco. No puedo soñar, siguió gritando, no puedo soñar, Moulin, y a pesar de la distancia y del jadeo de mi pecho, pude advertir la tristeza en su voz rota; incapaz de correr más, me detuve, y las barcas aumentaron la velocidad en un recodo del río y él me llamó otra vez, por última vez, en un tono de nostalgia irresistible, destrozada: Moulin, Moulin, soy libre, libre.
Cuando pude levantarme volví al pueblo, vendí todo lo que tenía, no mucho, y con el dinero que me dieron compré media docena de botellas de este vino miserable: un vino francés, seis botellas; ahora sólo me queda la última. Cuando se acabe, habré acabado yo también; la historia, caballeros, está a punto de terminar, ¿y cuál es la moraleja? ¿El sentido? No lo sé, caballeros, eso tendréis que averiguarlo vosotros; pero seguramente pensáis que el narrador debe dar algo, por lo menos algo. Muy bien, por mi parte, yo os entrego esta espada; os entrego, con cuidado y agradecimiento, mi última ilusión.
Moulin tiró de la hebilla y luego arqueó la espalda para sacarse el cinturón; lo arrojó al suelo y cayó a los pies de Sikander. Sikander se agachó para recogerlo y pasó un dedo por la empuñadura en forma de cabeza de caballo, e hizo un gesto con la cabeza a Moulin, cuya cara era una caricatura de la tristeza, con bolsas bajo los ojos, los labios caídos, el cabello enmarañado.
—Vámonos —dijo Sikander.
Sanjay se levantó, apoyando las manos en los muslos, y sintiéndose al hacerlo como una anciana; al acercarse al borde del nullah apresuró el paso, a pesar del dolor que sentía en las pantorrillas y las rodillas, impaciente por llegar a su casa, al jardín, a la charla acostumbrada de su tío, a las riñas amistosas de su padre y su madre, a las narraciones épicas de la madre de Sikander. Cuando empezaron a subir la pendiente de la orilla, oyó otra vez a Moulin, en el idioma incomprensible del extranjero.
—Volved, volved. A cambio, tenéis que usarla. Usadla conmigo. Caballeros, matadme. Rápido.
—Deprisa —apremió Sikander, pero Sanjay no pudo evitar darse la vuelta para mirar (¿cómo puede haber esperanza en las mismas palabras que expresan el mayor desespero?). Al ver que continuaban subiendo, Moulin se volvió a coger la botella y la arrojó contra ellos; pasó rozándoles y dio en la pendiente, saltaron a un lado, esperando los trozos de cristal, pero quedó clavada en un ángulo inverosímil, primero el cuello, en un montón de barro, bajo un saliente. Al verlo, Moulin aulló como un perro, con la cara crispada, se arrastró a cuatro patas en dirección a ellos; luego, tambaleándose, logró ponerse en pie y corrió; Sikander y Chotta llegaron arriba y luego se volvieron para recoger a Sanjay. Este levantó los brazos, se agarró con una mano a una mata de hierba y buscó un apoyo para los pies, buscando con la otra mano la mano de Sikander, pero entonces sintió un aliento cálido en la espalda, una presión en su pecho, un descenso, la hierba saliendo de la tierra, el rostro de Moulin, los ojos brillantes, las pupilas flotando en un encaje de venillas rojizas, luego un cuerpo por encima de su cabeza que rodea el cuerpo de Moulin y casi inmediatamente, transmitida a través del cuerpo de Moulin, la conmoción de algo que choca; ruedan pendiente abajo, el mundo gira, pegado, abrazado a Moulin, Chotta gritando sin palabras, Sikander concentrado en una idea fija, pensativo, pegotes y partículas de barro, hojas muertas que giran, una tela verde que ondea, una sacudida, el pánico de la fuerza impotente y, luego, la quietud.
La mano derecha de Sanjay estaba bajo una rodilla, su cuerpo, con un peso desacostumbrado, se negaba a moverse; empujándolo con su otra mano, sintió una inercia incuestionable, inmutable, y luego se dio cuenta de su significado. Sintió su cuerpo hendido en el centro, que dejaba algo, su corazón, su alma, caído en el vacío; levantó la mirada: Sikander estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo, esforzándose por recuperar el aliento; Chotta estaba tendido boca arriba, parpadeando, abriendo y cerrando la boca rodeada de sangre oscura, y la cara de Moulin estaba hundida en el barro (oscurecido por el firme goteo de alguna parte), su espalda al cielo, las manos vueltas con las palmas hacia arriba, un pie hacia dentro, el otro hacia fuera, muerto del todo.
—Vamos —dijo Sikander, dando un golpecito en la cabeza de Chotta; sacaron el brazo que Sanjay tenía debajo del cuerpo y entre los dos llevaron al niño hasta lo alto de la orilla—. Límpiate la cara —Chotta se frotó la mancha, mientras Sikander se inclinaba y recogía la espada; sin esperarlos, Sanjay se fue hacia los árboles. Sikander lo alcanzó y le puso una mano sobre el hombro—. No debemos contárselo a nadie. Compréndelo. A nadie en absoluto —Sanjay afirmó con la cabeza, sintiendo el peso del brazo de su amigo en el cuello, resistiendo las ganas de llorar; se detuvieron en el bosquecillo para envolver el arma en la kurta de Sikander y la escondieron debajo de una piedra, al pie de un banyan. Sanjay, sintiendo la humedad creciente de sus ojos, se frotó el ojo derecho y se dio cuenta de que con el otro ojo podía ver normalmente: una imagen perfectamente resuelta de Sikander arrodillado, amontonando hojas alrededor de la piedra; Chotta balanceándose entre la almohadilla de los pies y los talones. Sanjay se tapó el otro ojo con la mano y, de nuevo, los árboles, el cielo pardo, las ardillas grises y los pájaros, sin duplicaciones; miró entonces con los dos ojos y volvió la anterior visión doble, pero estaba tan entusiasmado con la recuperación de la singularidad monocular que se pasó el resto del día probando con un ojo y luego con el otro, y casi se olvida de las manchas de su ropa y los arañazos de su cuerpo—. Entra sin hacer ruido y báñate —le sugirió Sikander—. ¿De acuerdo? Y no digas nada a nadie. Si te preguntan, di que estábamos jugando, que tú eras el guardián del tesoro y que nosotros saltamos sobre ti. No lo olvides.
Más tarde, en un recinto cercano al pozo de la casa, Sanjay se sentó en un taburete de madera y, con ayuda de un cubo, se echó agua por encima; bajo el agua fría, sintió su piel suave y flexible y los músculos relajados y una blanda modorra que se apoderaba de él. Cuando se acabó el agua, se sentó en silencio, mirando la piel arrugada de su escroto que se contraía y dilataba sobre la madera fría; miles de pájaros piaban y revoloteaban en el frenesí del crepúsculo, y oyó débilmente las esquilas de las vacas conducidas al establo; y hasta que su hebra sobre el hombro no se secó y se puso rígida no se dio cuenta de que su cara estaba todavía húmeda, de que estaba llorando.
A la mañana siguiente, mientras transcribía la historia de Yajnavalkya, que había nacido sin padre, Sanjay miraba a su tío: Ram Mohán estaba sentado, como de costumbre, con las piernas cruzadas y las muñecas apoyadas en las rodillas, en la postura clásica del maestro o del estudioso, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y los ojos fijos en algo situado un poco por encima del horizonte; a su derecha estaba sentada la madre de Sikander, con la cabeza inclinada a un lado, mirando gravemente los dedos de los pies que sobresalían de su larga falda roja. En aquel instante, Sanjay vio con toda claridad el amor casto y desesperado que había entre ellos, los años de necesidad y compañía pública, el mutuo reconocimiento de la imposibilidad de la consumación, de la audacia de semejante posibilidad (la inmensidad de las barreras, sociales y físicas), pero, a pesar de eso, la pasión callada, inexorable. Sanjay se preguntó cómo no lo había advertido antes —era tan evidente—, cómo nadie lo había visto; escribió unas cuantas palabras, y después, mientras mojaba la pluma en el tintero, cerró un ojo y, con la utilitaria economía de la visión monoscópica, la escena adoptó la quietud de un cuadro: el estudioso y la dama aristocrática, el pobre brahmán y la princesa, el yogui y la tentadora. Visto con un ojo, en su singularidad, el amor de ambos parecía tan fantástico, tan idealizado, que se hacía irreal, y, por consiguiente, no existía, no podía permitirse que existiera; abrió el ojo y, entonces, en la riqueza de su defecto de la imagen doble, lo real no se distinguía de lo irreal, y todo lo fantástico estaba obligado a existir, auténtica y rigurosamente. Consciente por primera vez en su vida de su poder, rió sofocadamente y ellos lo miraron complacidos; les devolvió la sonrisa y se sintió ridiculamente viejo y benevolente. Hubiera querido abrazarlos, apretar las cabezas de ambos contra su pecho, decirles, id, amaos, sed felices, pero, en lugar de eso, siguió con sus risitas, adrede, haciendo su papel de niño, y se inclinó para seguir con su tarea.
Lo miraron sorprendidos; sonrió y les dio una nota: «Vámonos todos, cuando haya luna llena, de viaje al Ganges». Ram Mohán leyó en voz alta la nota a la madre de Sikander, y luego se la pasaron del uno al otro, incómodos por la desacostumbrada locuacidad de Sanjay (en las semanas y meses que siguieron a su accidente, Sanjay se había ganado la fama de torpe y taciturno). Como tuvo la sensación de que su idea despertaba dudas, les entregó otra nota: «Con frecuencia, siento como si me engullese el cielo. Hará que me sienta mejor, creo». Ram Mohán examinó cuidadosamente la nota y, por su gesto de confusión, Sanjay dedujo que la pretensión de terror o muerte era demasiado extraña, demasiado patética para un niño. Y siguió con otra nota: «Tío, tío, habla con Ma, ella te escuchará. Me hace daño la cabeza y el agua del Ganges me curará».
Ram Mohán se echó hacia delante y le dio unas palmaditas en la rodilla.
—No te preocupes. Hablaré con tu madre. Un viaje al Ganges nos hará bien a todos —cuadró los hombros y la madre de Sikander apartó la mirada de él y siguió inspeccionando sus pies—. Las escrituras dicen que Gangaji es nuestra madre, y quien se baña en sus aguas se lava de todo karma —y empezó a recitar himnos a la diosa Ganga, y luego se puso a contar la historia del rey Shantanu, que se casó con una mujer que mató a sus hijos, siete, uno tras otro— La muerte —dijo—, tal como descubrió Shantanu, puede ser a veces un regalo para los más queridos. También es aconsejable que aprendamos a reconocer a las diosas cuando uno quiere casarse para no correr el riesgo de quedarnos definitivamente sin esposa, con sólo un hijo que sería causa de grandes guerras.
—Déjame hacerlo —lanzó de pronto la madre de Sikander, sin levantar la mirada—. Déjame... que hable con quien hay que hablar, y encargaré palanquines y elefantes, contrataré cocineros y culis y sirvientes y porteadores, dispondré guardias, soldados y jinetes y atravesaremos las montañas y los desiertos, hasta el río sagrado.
—Aquí no hay montañas, ni nada parecido a un desierto —observó Ram Mohán—, pero si lo deseas, por supuesto, debes hacerlo.
—Muy bien —contestó la madre de Sikander, con el rostro severo, perlado de sudor, con un aire poco habitual de impaciencia y satisfacción; se levantó rápidamente, sacudiendo los pliegues de su ghagra a la altura de los tobillos, y salió bruscamente, recogiendo el extremo de su chunni en la cintura, como si estuviera preparando ya la marcha, la disposición de los camellos y la organización de la comida. Se la vio poco en los días que siguieron, y siempre camino de casas de comida o almacenes, seguida por tres o cuatro criadas de varias edades, uno o dos fieles criados de cabello cano y un sudoroso cocinero; Sikander y Chotta trajeron noticias del rompimiento de la tregua que existía entre sus padres, hablaron de discusiones acaloradas acerca de la posibilidad de un viaje al río, y luego de la necesidad de semejante asunto. Dejando a sus amigos vestidos de negro en el jardín, Hercules se presentó en los aposentos de las mujeres y habló (en inglés, traducido por Sikander, Chotta y sus hermanas) de la falta de seguridad en los caminos (asesinos, no hacía mucho desterrados de estas provincias), la incomodidad del viaje (polvo, calor, caras desconocidas), el cambio en las dietas de los niños, los gastos, pero la madre de Sikander continuó con sus preparativos, diciendo simplemente: «Les sentará bien».
Por último, con el aspecto del hombre que se enfrenta con una fuerza desconocida e inmutable de la naturaleza, Hercules empezó a buscar un acuerdo: el viaje, planteó, tendría su aprobación si al grupo lo escoltaba un destacamento de caballería de la Compañía, cuya protección le conferiría un aire de formalidad y poder oficial que haría improbable un contratiempo criminal. Mis hijas han de venir conmigo, dijo la madre de Sikander. Y él: no las mezcles en esta locura, pondrás en peligro su salud, el aire de este país es siempre insoportable, y sobre todo en esta época, propenso a las fiebres, y quién sabe qué agua van a beber, y por qué no ir al río de aquí, en las afueras de la ciudad, que, en mi opinión, es tan bueno como el otro. Y ella: sólo hay un río sagrado, y beberán lo que yo haya probado primero; hasta ahora has hecho con ellas lo que has querido, has hecho con ellas lo que vosotros los angrez hacéis con vuestras mujeres, de modo que ahora casi no puedo entenderme con ellas, pero antes de morirme quiero verlas bañarse una vez en el río.
Al oír esto, Hercules pareció un poco desconcertado, incluso un poco avergonzado, y dijo, quizá el señor Sarthey y dos de sus colegas podrían ir para vigilar todo el asunto, manteniendo así un sentido apropiado y conveniente. Muy bien, concedió la madre de Sikander, pero el tío de Sanjay vendrá, debe cuidar de la salud del muchacho. ¿El tullido?, preguntó Hercules; supongo que está bien si el señor Sarthey va también, pero, en resumidas cuentas, esto es una prueba lamentable de la inutilidad de las mujeres y, para colmo, a punto de llegar el monzón. Pero la madre de Sikander ya se había ido a empaquetar las provisiones; Hercules se giró, saludó con un gesto de la cabeza a sus hijos y carraspeando regresó a su parte de la casa.
El grupo se puso en marcha nueve días más tarde. Delante de la casa de Sikander los elefantes sacudían sus cabezotas, los camellos se resistían a levantarse bajo sus cargas, los caballos piafaban y corrían por los alrededores, los criados se apresuraban sin hacer nada, los perros ladraban, los soldados gritaban órdenes y los porteadores de los palanquines se sentaban en grupos, fumando en silencio. Pero, finalmente, esta masa confusa se puso perezosamente en movimiento y empezó a bajar la calle, un grupo de jinetes primero, con las puntas rojas de las lanzas reflejando el primer sol, y con ellos, Sikander y Chotta, después de muchas consultas y garantías, sentados delante de dos oficiales de barba gris; detrás iban la madre y las hermanas en dos palanquines con cortinas (los porteadores cantaban ahora rítmicamente «hunh-HA, hunh-HA»), rodeados de ayudantes a pie; luego venía un elefante llamado Gajnath, el elefante más grande del grupo, y sobre este elefante, detrás del mahout, se sentó Sanjay, despreocupado y feliz, sin notar apenas el ligero dolor en su brazo causado por el apretón de la mano huesuda de su tío, que osadamente se había colocado detrás del muchacho, con un gesto de alarma en su rostro cada vez que el lomo de Gajnath subía y bajaba al dar un paso. Mientras pasaban por las calles, los niños se asomaban a los balcones y las terrazas para ver los caballos, los soldados y a Gajnath; Sanjay iba muy erguido, mirando al frente, y le hubiera gustado que una banda de músicos tocara alguna marcha marcial, pues se sentía como un rey que sale a inspeccionar sus dominios, un príncipe que sale a ganarse a su princesa a pesar de los rivales intrigantes, el comandante de un pequeño ejército que presenta batalla a un tirano invasor.
—Oh, Gajnath, Señor de los Elefantes, eres verdaderamente poderoso. Oh, tú, el Expansivo —dijo Ram Mohán.
Al ver que la presión en su brazo había cesado, Sanjay, roto el espejismo, se dio la vuelta hacia su tío, que se estaba riendo por la manera en que Gajnath levantaba y ponía a un lado su cola para soltar grandes bolas de excremento, una tras otra, humeantes y negras, en mitad de la calle. Luego Gajnath se detuvo y empezó a trazar un amplio círculo húmedo que pronto se extendió unos siete metros, y dos soldados que pasaban al galope levantaron la mano derecha y dijeron: «Bien, bien, muy bien», y los espectadores aplaudieron maravillados y a Sanjay le hubiera gustado bajar para ver la corriente portentosa, porque, con toda seguridad, tenía que ser algo digno de recordarse. Pero justo entonces, cuando Gajnath bajó la cola, tres jinetes vestidos de negro, con sus largos sobretodos ondeando al viento, pasaron junto a ellos, con las cabezas altas y las narices palpitantes, y se colocaron alrededor del palanquín rojo que llevaba a las hermanas de Sikander. Uno de ellos, a quien Sanjay reconoció como el hombre colérico del jardín, el orador con los papeles, se inclinó junto a las cortinas y habló, luego se enderezó para mirar a la multitud con inequívoca hostilidad, o al menos miedo.
—Creo que aquél, Sanju, el de la cara roja, es el que quiere nuestros libros —le contó Ram Mohán—, ¿Qué te pasa? ¿Quieres hacer pis? ¿No? Escucha, si tienes ganas, hazlo, aguantarse tiene los peores resultados. Te sujetamos ahí, detrás de la howdah, y puedes dejar tu marca en el barro, igual que ha hecho Gajnath. ¿No?
Sanjay negó enérgicamente con la cabeza, horrorizado por la pérdida de dignidad real que tal acto supondría; lo cierto es que no sabía bien a qué se debía su repentino desasosiego, su imposibilidad de estarse quieto. Cerró un ojo, y los tres jinetes negros cabalgaron con paso regular junto al palanquín; repitió la misma operación con el otro ojo y allí seguían, rodeando el palanquín como guardianes; abrió los dos ojos y entonces los tres hombres se convirtieron en seis, en un círculo negro.
—Escucha —dijo Ram Mohán—, te contaré una historia, ¿de acuerdo? ¿Te he hablado de la obra de teatro que tu padre y yo escribimos una vez, hace ya tiempo, cuando ni siquiera estabas tú entre nosotros, sobre el nudo y sobre Sikander de Macedonia, que quería matar al mundo? ¿Te lo he contado? Bien, en ella los indios tienen una parte, una escena que trata de este mismo asunto, una breve escena que quitamos antes de representarla en la corte, porque Skinner, sí, el padre de Sikander, en su calidad de residente, la juzgó incompatible con la dignidad de la corte. Eso fue lo que dijo, «la dignidad de la corte», que él mismo había degradado y humillado hasta hacer del raja un viejo camello nervioso, pero, bueno, el caso es que estaba esa escena, ¿quieres oírla? Entonces, escucha, era algo parecido a lo que sigue. Es la famosa escena en la que Sikander se encuentra con un sadhu bajo un árbol, y creíamos que habíamos hecho un buen trabajo, pero el hombre de la Compañía dijo que Sikander de Macedonia merecía un tratamiento más digno, un diálogo más elevado, pero eso fue lo que escribimos. Has de saber que Sikander le habla al sadhu con la ayuda de un traductor.
TRADUCTOR
Quiere saber por qué estás desnudo.
SADHU
Pregúntale por qué va él vestido.
TRADUCTOR
Dice que es él quien hace las preguntas.
SADHU
Las preguntas tan sólo alumbran otras preguntas.
TRADUCTOR
Dice que a los graciosos los manda ejecutar.
SADHU
¿Por qué?
TRADUCTOR
Porque él es el Rey de Reyes. Y quiere que dejes de hacer preguntas.
SADHU
¿Rey de Reyes?
TRADUCTOR
Ha hecho un largo camino, desde un lugar llamado Grecia, matando a otros reyes, por eso es el Rey de Reyes, ¿entiendes?
SADHU
Necio de Necios. Payaso maestro de Payasos. Maba Idiota de Idiotas.
TRADUCTOR
¿Quieres que le diga eso?
SADHU
Lo he dicho, ¿verdad?
TRADUCTOR
Estás más loco que él. Dice que te matará. Aquí, inmediatamente.
SADHU
He de morir algún día.
TRADUCTOR
Oye, no hagas esto. Es un demente, no se da cuenta de quién eres, piensa que una persona desnuda es un pobre salvaje. De verdad te matará.
SADHU
De verdad he de morir algún día.
TRADUCTOR
Quiere saber por qué no te asusta morir.
SADHU
Sería una tontería.
TRADUCTOR
Dice que no es una respuesta satisfactoria.
SADHU
¿Qué clase de respuesta le gustaría?
TRADUCTOR
Dice que debes decirle exactamente qué clase de sendero místico has seguido para alcanzar ese estado sublime de indiferencia. Y desea que dejes de hacer preguntas. Esto es realmente increíble, creo que lo has impresionado.
SADHU
¿Sendero místico?
TRADUCTOR
Sendero místico. Traducción literal.
SADHU
Cuando tengo ganas de cagar, cago; cuando tengo ganas de comer, como.
TRADUCTOR
Creo que nunca lo he visto como ahora... no sabe si enfadarse o sentirse terriblemente fascinado. Eres bueno en esto. Dice que cagar cuando se tienen ganas es de irresponsables; deberías tener algo de disciplina en tu vida, en lugar de ir por ahí desnudo, cobijándote bajo los árboles. Dice que la gente que caga cuando tiene ganas de cagar nunca hace nada con su vida.
SADHU
Pregúntale con qué frecuencia caga.
TRADUCTOR
¿Quieres preguntar, en público, a Sikander de Macedonia con qué frecuencia caga?
SADHU
Lo he dicho, ¿no es verdad?
TRADUCTOR
¿Sabes?, me estás poniendo nervioso con este jueguecito de contestar a las preguntas con otra pregunta. Muy bien, se lo preguntaré. Creo que se ha quedado sin habla. Creo que está furioso.
SADHU
Ajá. Ya me pareció, nada más verlo, que estaba estreñido.
TRADUCTOR
¿Qué? ¿Cómo? ¿Quieres que le diga eso?
SADHU
¿Por qué no? Dile que probablemente fue eso lo que le impulsó a invadir otras naciones, a masacrar tribus y todo eso... cualquier estudiante de yoga puede decirte que maltratar el cuerpo conduce al desastre de la mente. La ciencia del yoga ha demostrado que la persona que retiene la mierda se ve arrastrada inexorablemente a conductas tales como matar gente, asediar ciudades o actos frívolos de valentía.
TRADUCTOR
Ahora sí que la has hecho buena. Le dan esos ataques cuando se pone furioso, mira cómo se retuerce en el suelo. La última vez que le sucedió incendió toda una ciudad de ochenta mil personas, no hubo supervivientes.
SADHU
Se encontraría mucho mejor si cagara más a menudo. Me pregunto cuántas veces lo hará a la semana.
TRADUCTOR
No voy a preguntárselo, ¿entiendes? Te mataría, mataría a tus amigos y probablemente también al resto del Sind. Me niego a preguntárselo por razones de conciencia. Es mi trabajo, pero me niego a hacerlo por el bien de la población de este país.
SADHU
Hay una cura yogui para el estreñimiento. Se toma cada mañana...
TRADUCTOR
Calla. Calla. Ya has causado bastantes problemas por un día.
SADHU
Serías recordado como el hombre que salvó al mundo de Sikander el Carnicero. Consigue que cague normalmente y probablemente volverá a su casa, manso como un cordero.
TRADUCTOR
No, no. Tienes suerte, ha decidido que matarte sería malo en este momento para su campaña, parecería cruel, y entonces nadie se rendiría. Les está diciendo a sus cronistas que no incluyan esta conversación en sus notas. Ahora la historia dirá que Sikander el Grande se encontró con un extraño hombre desnudo debajo de un árbol, eso será todo.
SADHU
Bien, bien. Buena suerte, amigo.
TRADUCTOR
Buena suerte a ti también, ¿o hay que desear otra cosa a personas como tú? Ahora soy yo el que hace preguntas.
SADHU
¿Por qué no escribes esto o, al menos, lo esencial? Así la historia te recordaría como el creador de la única teoría total de la conquista imperialista: la hipótesis del estreñimiento, o la afinidad entre la mierda y la gloria.
TRADUCTOR
No, gracias. Aunque odiara a mis hijos, preferiría que sobre ellos cayeran desgracias que no fueran el ridículo.
SADHU
Salvarías al mundo de un montón de asesinos de culo apretado.
TRADUCTOR
No. No.
SADHU
Tú verás. Todos los liberadores verdaderamente grandes admitirían esta teoría en sus reflexiones y cálculos.
TRADUCTOR
No.
SADHU
Y así muere el mundo, de un empacho de esfínteres malhumorados. Tan sencillo, después de todo.
—Así fue —terminó Ram Mohán—, y tu padre y yo creímos que habíamos hecho uno de nuestros mejores esfuerzos, pero el hombre de la Compañía dijo que Sikander habría hecho preguntas más agudas sobre filosofía y metafísica, y tuvimos que quitarla, nuestra metafísica de la mierda. Fue muy triste el día en que tuvimos que hacerlo, porque nos pareció que quitábamos el centro de nuestra construcción dramática o, mejor dicho, toda la asquerosa necedad de nuestro Sikander —Ram Mohán se echó a reír, y luego gritó—: Oh, eres realmente magnífico y noble, dulce Gajnath —porque en aquel momento el animal soltó un pedo descomunal, resonante, rico en olores e indiscutiblemente elefantino. Sanjay rió en silencioso acompañamiento al cacareo de Ram Mohán y las risas roncas de criados, soldados y ayudantes, pero entonces miró al frente y vio que el rostro del hombre malhumorado estaba muy pálido bajo su negro sombrero, con la boca tirante como una bolsa con los cordones tensos, los labios rosados apretados, y, en medio de todo, las risas, los nuevos olores del campo, las bromas de los soldados y las criadas, el contoneo grácil de Gajnath, la expectativa del río y el camino que faltaba por hacer; en medio de todo esto Sanjay se sintió invadido por un temor frío, e intuyó con claridad y sin ninguna duda que algo muy malo se avecinaba.
Pero, como siempre, salió el sol, el camino serpenteó por campos y bosquecillos, y detrás de Gajnath, los caballos, camellos y gente de a pie formaban una fila de casi tres kilómetros; los jinetes galopaban de arriba abajo dándose importancia, con las colas de sus turbantes flotando al viento y el tranquilizador campanilleo de los metales, y el temor de Sanjay fue decreciendo. Sikander y Chotta regresaron a caballo con sus oficiales y repartieron media docena de mangos que habían cogido de los árboles que bordeaban el camino; Sikander llevaba ahora las riendas y hacía girar al caballo con gesto firme y confiado, haciendo que el jinete de barba gris riese encantado.
—¿Quién sabe de dónde vienen estos mangos, de qué huerto? —comentó Ram Mohán—. Pero, por otro lado, estamos en el camino, y en circunstancias difíciles el dharma permite comer alimentos desconocidos. Comed, comed.
Hicieron rodar los pequeños mangos verdes entre las palmas de las manos, presionándolos al mismo tiempo para convertirlos en pulpa; luego, con los dientes, hicieron una pequeña abertura en uno de los extremos; el zumo dorado, frío e increíblemente dulce fluyó en sus bocas, espesado por las largas y deliciosas hebras. Gajnath aminoró el paso y alzó la trompa por encima de su cabeza.
—Quiere uno —dijo el mahout—. Gajnath está pidiendo un mango. Le gustan mucho.
Sanjay le pasó un mango al mahout y Gajnath lo tomó con su trompa de la mano de éste con la misma delicadeza con que un músico acepta un pedazo de paan de un admirador; un momento después volvió a elevar su instrumento prensil y olisqueante por encima de la cabeza.
—Gajnath quiere más —garabateó Sanjay en una pizarra.
—Gajnath el Magnífico —añadió su tío.
—Gajnath siempre quiere más —apuntó el mahout, frotando con su mano la rugosa piel gris entre las batientes orejas.
Como para mostrar su agradecimiento, Gajnath aceleró el paso y se acercó a los palanquines. Los tres firangis llevaban el rostro tapado con telas blancas y cabalgaban con la cabeza baja; Sanjay se inclinó sobre la parte delantera de la howdah y miró cómo rebotaban en sus sillas, y ahora, con el aumento del calor y el cese de las charlas, sólo oyó el crujido repetido de las pieles, el arrastrar de los pies sobre el polvo y el barro, el resuello de los caballos y la respiración sibilante de los elefantes; el cielo era una inmensa cúpula, alta, bruñida, totalmente azul. En ese momento el cuello de Sanjay quedó flácido y su cabeza cayó; sintió que su tío tiraba de él y quiso protestar, no, quiero mirar el camino, mirar a la gente, pero la oscuridad era agradable (¿había corrido las cortinas de la howdah su tío?), y Gajnath lo acunó, arriba, abajo y dando vueltas, ¿es esto el mar, madre?, ¿voy a soñar? ¿puedo? Y soñó con un barco sobre un mar negro y viscoso, el golpeteo del agua, los días interminables, el cielo eterno, la resignación, la misma quietud hora tras hora, los años que pasan; Sanjay se despertó bruscamente, impaciente, contento de sentir otra vez el paso incansable de Gajnath, el familiar silbido de Ram Mohán mientras dormía con la cabeza apoyada en un lado de la howdah. Sanjay descorrió una cortina cubierta de lentejuelas y bizqueó a la luz cegadora; los caballos iban al paso, con los cuellos bajos, pero lejos, delante, había un atisbo de rojo que aparecía y desaparecía entre el verdor. Sanjay volvió a acomodarse, esperando, impaciente, porque había visto plegar y cargar las tiendas en los camellos y había oído que un grupo de criados había salido con anterioridad, antes de clarear el día, y sabía que les esperaba comida caliente, la posibilidad de estirar los miembros entumecidos y, por supuesto, la oportunidad de ver y examinar de cerca las cosas y costumbres de los firangis. Reapareció su primera sensación con la misma fuerza, pero ahora su aprensión estaba agudizada por la seguridad de saberse ante lo desconocido: se prometió a sí mismo que escucharía atentamente el lenguaje de los firangis, que tomaría nota de sus inflexiones y tonos y que daría la lata a Sikander y a Chotta para que le enseñaran los significados de las palabras que recordaba tan distintamente: de-gra-da-do, ci-vi-li-za-ción, pro-gre-so, de-ca-den-cia. Feliz, se arrodilló y asomó la cabeza entre las cortinas, luego sacudió a su tío para despertarlo y le entregó una nota. Ram Mohán se aclaró la garganta.
—Vamos, Gajnath, más deprisa, más deprisa. Sanjay dice que en las tiendas nos esperan mangos, sorbetes y barfi.
—Cuidado, maestro —advirtió nerviosamente el mahout—. Si dices todo eso, tendrás que darle todo eso. No le gusta la gente que promete y luego no cumple. Lo pone de mal humor, y él te quiere, puedo asegurarlo.
—Sanjay dice: se lo daré —leyó Ram Mohán—. Gajnath, no te preocupes, tendremos eso y más. Adelante, Gajnath.
Cuando llegaron al campamento, Gajnath se arrodilló pesadamente. Bajó la escala Ram Mohán, con un ayudante a cada lado, y se alejó cojeando hacia una tienda. Sanjay movió los labios dirigiéndose a Gajnath: «Espera, espera» (en la carne gris, aquel ojo, antiguo y sabio, con huellas de lágrimas debajo), y se fue deprisa en busca de caras conocidas. En los alrededores del campamento, entre montones de equipaje, encontró a un bawarchi con gesto preocupado que gritaba a sus subordinados. Cuando regresó al centro, vio que Gajnath seguía sentado en el mismo sitio donde lo había dejado, con las piernas dobladas delante del voluminoso cuerpo, batiendo las orejas adelante y atrás y moviendo la trompa de un lado a otro.
—No quiere moverse —dijo el mahout, exasperado—. ¿Qué le dijiste? ¿Le has enseñado a leer? Se va a volver más imposible de lo que ya es.
Gajnath recogió los mangos de las manos de Sanjay y, durante unos segundos, la punta de la trompa, suave y rosada como un dedo, acarició la muñeca del niño; Sanjay movió los labios: «El bawarchi dice que tendremos que esperar por el barfi y el sorbete, dice que esto es un campamento en el camino, no un palacio, pero que nos los dará antes o después». Gajnath se levantó, imponente, y Sanjay rió entusiasmado; mirando cómo se alejaba Gajnath (con el pequeño mahout refunfuñando a su lado), comprendió las diversas alusiones en los dictados de Ram Mohán al modo de caminar de las bellas mujeres, comparándolo con el paso del elefante: primero coloca graciosa y morosamente una pata, luego la otra, el cuerpo se balancea arriba, todo con exquisita delicadeza. Notando que había alguien detrás de él, Sanjay se dio la vuelta; el jefe de los firangis estaba de pie a poca distancia, con las manos cruzadas a la espalda, ligeramente inclinado hacia delante, flanqueado por sus jóvenes compatriotas, y miraba a Sanjay.
—Charles, por favor —dijo el jefe, y uno de sus acompañantes sacó un cuaderno bellamente encuadernado en piel de color pajizo—. El indio, no, no, empiezo otra vez, el nativo de la India se caracteriza por su incapacidad para distinguir la natural y divina diferencia entre el hombre y las demás criaturas. Puede tratar a las especies inferiores como a seres separados e iguales y no como a bestias carentes de los poderes de la comprensión, dones concedidos exclusivamente al hombre por la justicia y la bondad de Dios. Los nativos, además, son caprichosos como niños, de tal modo que, si por un lado pueden mostrar su apego sentimental y a veces religiosamente blasfemo por los animales inferiores, por ejemplo, el mono gesticulante, la vaca pacífica y rumiadora y el elefante, son capaces, por otro lado, de mostrar la más insensible crueldad hacia estas mismas especies —hizo una pausa—. ¿Qué te parece, Charles?
—Mmm, ilustrativo —respondió el joven—. Quiero decir, señor, para los lectores.
—Eso es lo apropiado —concedió el mayor—. ¡Cielos! ¿Por qué nos mira de esa manera? ¿Crees que quiere hablarnos?
Sanjay intentaba, silenciosamente, saborear un nuevo sonido, «cru—el—dad»; le supo a cenizas.
—Éste es el que se cayó, el niño de la casa vecina.
—Mmm, sí, señor. Veo las cicatrices.
El hombre mayor se inclinó y se sentó sobre los talones; de cerca, sus pupilas eran de color azul pálido, en unos ojos rodeados sorprendentemente por una línea rojiza de polvo; el cuello duro y blanco le presionaba la carne floja y pálida.
—Hola —dijo, sonriendo. Sanjay examinaba la negrura de la barba rala, en contraste con la piel blanca, y le sorprendió la sonrisa—. Soy el reverendo Sarthey —se presentó el hombre, sonriendo, esta vez con verdadero esfuerzo, y poniéndose la mano en el pecho.
Sanjay sacó su fajo de papeles, garabateó algo y le dio la nota, causando una sorpresa considerable.
—¡Sabe escribir! Y no nos tiene miedo, además. Charles, a ver qué sacas de esto.
—Lo siento, señor, imagino que es algo vernáculo, imagino, y también coloquial. Sólo distingo unas letras de otras.
—Bueno, no importa. Trataremos de descifrar tu misiva, joven señor, y te la devolveremos con nuestra respuesta mañana. Entretanto, adieu.
Y extendió una mano, con la palma perpendicular al suelo y el pulgar levantado, y durante un momento Sanjay trató de adivinar el significado de aquel extraño gesto (¿namasté con una sola mano?, ¿quería que le diera un mango?), luego escribió otra nota rápida y la puso entre dos dedos de la mano que tenía delante. Todos los hombres sonrieron y luego se marcharon; Sanjay paseó lentamente por el campamento, repasando los diversos matices del reciente encuentro: ¿cuánto habían entendido ellos? ¿Qué habían dicho? Se preguntó qué harían con sus dos notas; en la primera preguntaba, «¿qué es ci-vi-li- za-ción?», y en la segunda decía, «¿qué es de-ca-den-cia?».
La madre de Sikander tenía una tienda muy grande, una shamiana rodeada de una quanat roja que parecía extenderse infinitamente en todas direcciones, dividida y compartimentada en el interior, de modo que siempre quedaba un rincón por descubrir; la tela estaba forrada de cretona bordada y pintada con dibujos abstractos, inspirados en flores y tallos de un jardín imaginario y perfecto y en la regular e hipnótica geometría de las matemáticas; tenía banderines amarillos que ondeaban en lo alto de los postes colocados a intervalos regulares y cortinas rayadas que colgaban de las puertas y las estrechas ventanas; el suelo estaba cubierto con ligeros daris y los muebles plegables se habían distribuido entre cojines. Después de entrar por la puerta principal en arco (pintada y cortada para que pareciera de piedra), donde dos soldados hacían guardia, Sanjay atravesó el laberinto de corredores y habitaciones hasta la parte de atrás; oyó la voz de Sikander y buscó con la mirada la entrada a la amplia sala de estar del zenana, pero sólo había una blanca pared de tela. Caminó paralelamente a ella, pasando la mano sobre el suave y pesado tejido, y oyó que la madre de Sikander decía a sus hijos que un día entero a caballo había sido suficiente, sobre todo con aquel calor asfixiante, que de ninguna manera iba a permitir que salieran; encontró un lugar en la pared donde se unían dos secciones mediante un poste de bambú, Sanjay deshizo un par de nudos ayudándose con los dientes y luego se introdujo por la abertura. Se quedó atascado un momento, vuelta la cabeza, con el bambú clavado incómodamente en un hombro y una rodilla, y luego se cayó; tuvo la suerte de hacerlo sobre un montón de cojines, ocasionando los gritos y saltos de las hermanas de Sikander; se enderezó dando una vuelta de campana, se sentó con las piernas cruzadas y las miró desvergonzadamente: formaban una pareja inseparable y sigilosa, confiada, que se cuchicheaba cosas al oído en el idioma del padre, intercalando algunas palabras de hindi o urdu. Sikander y Chotta las trataban con la cordialidad formal que habitualmente se reserva para los huéspedes; en cuanto a ellas —una se llamaba E-mi-lii, la otra Yein—, preferían las habitaciones y los amigos del padre a los aposentos y amistades de la madre. Sanjay las había visto pocas veces y nunca había intercambiado palabra con ninguna de ellas, pero las encontraba francamente fascinantes: sus vestidos tenían un corte extranjero, probablemente del país de su padre; parecían cultivar un aire de desdén generalizado por todo lo que las rodeaba y, cuando hablaban un idioma que él podía entender, indefectiblemente pronunciaban mal las vocales o cambiaban los acentos de un modo que a él le parecía irresistiblemente encantador. Les dirigió una sonrisa tímida, con la lengua pegada de forma involuntaria a los dientes, y ellas sacudieron la cabeza y terminaron con su conversación cuchicheante.
—No, Chotta —decía la madre de Sikander—, no puedes volver a salir. Quiero que te quedes aquí, ya os habéis puesto bastante morenos con el sol; cuando regresemos a casa, no sé lo que vais a parecer. Pero ¿dónde está esa mujer con la fruta? ¿Es que se ha muerto alguien en alguna parte?
Dos mujeres entraron corriendo llevando bandejas con pakoras y sorbete, y la madre de Sikander tomó un plato y se lo dio a las muchachas, diciendo:
—Comed, comed. Coged uno más.
—Prueba esto —sugirió Ram Mohán, ofreciendo un plato de barfi; estaba sentado en un diván bajo, inquieto, y había algo en su voz que atrajo la mirada de Sanjay. Ram Mohán advirtió esta rápida mirada y sonrió torpemente—: ¿Y cómo estás tú, maharaja? Tengo los huesos rotos; ese elefante amigo tuyo me ha sacudido como a un muñeco y ahora me duele todo.
—Pero yo quiero estar fuera, con los hombres —respondió Chotta.
—Qué pareceré yo dentro de una o dos semanas, no lo sé —siguió Ram Mohán, risueño otra vez, sin parecer nada aprensivo.
—No, no puedes salir, Chotta —dijo la madre de Sikander. Chotta, todavía sentado, dio una leve patadita al cojín de su colchón—. Te quedas aquí, con todos nosotros, en el zenana.
Al oír esto, Chotta volvió a dar una patada y el cojín rodó lentamente hasta empujar una bandeja, haciendo caer vasos y desparramando las pakoras por la alfombra; todo el mundo se puso de pie, también Sanjay, pero cuando se lanzó a recoger los vasos caídos su ojo malo (la otra visión) saltó a la periferia, zigzagueando involuntariamente (¿cuál era el ojo malo, el derecho o el izquierdo?), e inadvertidamente se fijó en el brillante rubor que surgía del cuello de Ram Mohán y le subía hasta la cara y la calva, un rubor tan llamativo y luminoso que le hizo desviar la mirada y tratar de reenfocarla; debido a esto perdió todo el control y pasaron imágenes fragmentadas por su cabeza: Ram Mohán, la madre de Sikander, Chotta, las dos hermanas, el agua derramada por el suelo y la alfombra, el brillo apagado del sol en el techo.
Cuando todo volvió a estar en orden, cuando cesó el vértigo, Sanjay procuró evitar los ojos de Ram Mohán; Sikander se sentó a su lado y se inclinó contra él.
—¿Qué te pasa, hermanito? —le preguntó en voz baja—. Otra vez tienes ese color verdoso en la cara, como si estuvieras a punto de estallar, y eso significa que estás pensando y pensando, siempre pensando —Sanjay negó con la cabeza—. Un día pensarás demasiado —siguió Sikander— y explotarás del todo, como un petardo. Siempre pensando.
Como un petardo, como un petardo: las palabras se quedaron aquella noche en la cabeza de Sanjay, después de la partida de naipes que la madre de Sikander se empeñó en que jugaran; todos jugaron menos las dos muchachas, que miraban con una expresión mezcla de desdén y fascinación cada vez que Chotta mostraba sus cartas ganadoras, con un grito de entusiasmo, o cuando Ram Mohán vacilaba y tardaba en elegir su carta y presentaba disculpas a la madre de Sikander, que las aceptaba con indulgencia. Años después, lejos de allí, en Delhi, en el sombrío palacio del sha Bahadur II (nacido emperador, se hizo poeta en la desgracia y fue proclamado de nuevo emperador por su pueblo), Sanjay vio a unos ingleses que habían venido a conocer al último de los mogoles, y en sus caras reconocería la misma expresión, esa autosuficiencia e impaciencia que sólo se da en los viajeros, en quienes son poderosos por su definitiva indiferencia, ese desapego ligeramente risueño del turista; pero aquella noche todo era todavía una visión incomprensible que excitaba su curiosidad y levantaba su pene, duro y tembloroso, hasta el punto de obligarle a estirar el extremo de su jama por debajo de las rodillas y hacer una tienda de campaña, y jugó de forma seria y despiadada mientras los demás reían y se desprendían descuidadamente de los visires y reyes, los naipes importantes.
Durmieron aquella noche en una hilera, Sikander entre Chotta y Sanjay, y éste seguía estremecido, con alguna punzada dolorosa de vez en cuando, y se retorció para ponerse una almohada plana entre las rodillas, acurrucado, creyendo que una serpiente se enroscaba en su cabeza y siseaba, sss-sssssstt.
—Cómo has ganado todas las partidas esta noche, Sanju —cuchicheó Sikander—, qué bien has jugado... has sido muy listo, muy listo.
Sanjay levantó la cabeza y negó; luego, con la mano libre, escribió en el brazo de Sikander las palabras rey y visir, queriendo decir que los otros no habían dado importancia a los naipes de la corte.
—¿Eso es lo que crees, Sanjay? Creo que un día seremos soldados, reuniremos ejércitos, seremos reyes. ¿Te imaginas? Tendremos en alguna parte una fortaleza para nosotros y derrotaremos a todo el que venga a atacarnos, y yo saldré al frente de la caballería, y tú puedes ser mi visir y enviar espías y dar consejos.
Sanjay se incorporó y se sentó; al otro lado de Sikander, Chotta dormía boca abajo, con brazos y piernas abiertos y las palmas hacia arriba, como si hubiera caído desde una gran altura.
—Gobernaremos desde el valle de Cachemira hasta los estrechos de Lanka, en el extremo sur, y Chotta será mi general y tú, Sanju, enviarás mensajes, dirás que llega nuestro caballo, nuestro caballo blanco, y si hemos de aceptar y rendir tributo o luchar.
Sikander se sentó bruscamente, y los dos se miraron en la oscuridad, hundidos en las sombras; de pronto, Sikander se puso de pie.
—Quédate aquí —dijo, con la voz de mando baja y natural del que espera una total obediencia, de forma que Sanjay se acostó inmediatamente y apretó la almohada entre las piernas—. Duérmete —siguió Sikander—, Voy a salir. Volveré más tarde.
Apartó la cortina y desapareció; Sanjay se abrazó a la almohada y hundió la cara en la tela fragante. Mucho después, se dio la vuelta en mitad del sueño y se despertó con un sabor amargo pero no desagradable en la boca; se dio cuenta enseguida de que Sikander había vuelto y estaba acostado otra vez entre ellos; también advirtió el olor de su sudor. Sanjay apartó la almohada y yació boca abajo sobre la sábana, que ahora le pareció áspera e incómoda, y apretó hacia abajo cuanto pudo, aplastando el insoportable y extraño órgano entre él y la cama; abrió la boca y mordió la tela, le rechinaron los dientes, pero no sintió alivio.
A la mañana siguiente bebieron leche en grandes vasijas de latón, sentados en un porche de la parte trasera de la tienda. La cretona que forraba el interior de la celosía estaba pintada con flores de loto; más allá se oían débilmente las voces y llamadas de los animales al despertarse con el sol. Sanjay escribió una nota y se la pasó a Sikander: «¿Adonde fuiste?».
—¿Cómo has podido aprender a escribir sin que te enseñaran? —respondió Sikander.
Pensando en ello, Sanjay no pudo recordar el momento del cambio del no saber al saber; la conversación en forma de escritura le parecía más natural que el habla: cuando se emplea papel y pluma, lo que se dice es visible y sólido, puede llevarse y traerse, mientras que las palabras salidas de la boca, a pesar del placer que uno siente con su sabor y forma, son efímeras, se desvanecen como la vida. Y contestó: «¿Quién te enseñó a merodear en la oscuridad?».
—Fui adonde fui —contestó Sikander, luego dio un golpecito en el hombro de Chotta—. Vámonos. Quizá hoy nos dejen cabalgar a solas.
Chotta no les había prestado atención, ocupado en beber la última gota de leche, sacando la lengua en busca de la última burbuja blanca.
—Tienes leche hasta en las cejas, Chotta —le dijo Sikander. En la puerta, se giró hacia Sanjay—. Y tú, tú tienes el bigote blanco. Pareces un viejo.
Pero Sanjay estaba imaginando una mancha blanca en medio de la oscuridad, la cara de una mujer sobre un hombro, la calma más allá del dolor e incluso de la resignación; permaneció un rato sentado con los labios manchados de leche, con la mirada puesta en el papel escrito: cuando pensaba con concentración y exactitud en aquella escena, aquella imagen que tendía a dominar su memoria y su ser, en cómo le arañaba la paja el pecho, en la luz reflejada en un músculo de la parte posterior de un muslo rodando sobre una nalga, en los ruiditos rápidos del movimiento, las letras sobre el papel se convertían en garabatos negros, las formas familiares de su propia letra en algo torpe y ajeno, las palabras se volvían extrañas. El sol tocó los dedos de sus pies y sintió el calor en la piel; iba a ser un día caluroso y Sanjay sintió una inexplicable y total ternura, una suavidad de sentimientos que abarcaba a todo el mundo, con sus caballos, sus mujeres, sus celosías, sus montañas, su polvo, sus ejércitos, sus poemas, su Gajnath, sus dioses y su sol.
Los días pasaron; el grupo se arrastró por los caminos, y al llegar las noches, les esperaban las tiendas. Hubo veces en que se cruzaron con carros cargados de heno, cargados de manera imposible, con los carreteros dormitando; vieron a menudo campesinos inclinados sobre los surcos y mujeres con cestas en la cabeza caminando por las altas lomas de los campos. Todos y todo se movía perezosamente, como si las cosas probaran su resistencia hasta la llegada de las lluvias; todo, excepto las caravanas y los convoyes que pasaban en todas direcciones: sólo el comercio parecía indestructible e indiferente a los dictados de la estación. Viéndolos pasar, sudorosos, Ram Mohán se echaba en la howdah y se impacientaba.
—¿Qué hacen ahora, Sanju? —quería saber cada vez que oía el chasquido de un látigo—. ¿Están trenzando sus colas?
—¿Por qué van tan deprisa? —le preguntó Sanjay.
—No lo sé, Sanju —respondió Ram Mohán—, Es la manera de ser de los comerciantes y hoy parecen tener más prisa que hace treinta años, cuando fui por primera vez a casa de tus padres. Mi padre —continuó— murió una noche mientras dormía. Yo era el último de sus hijos; todas las hermanas se habían casado y los hermanos se habían ido a vivir a otras ciudades. Viví en aquella casa sin salir nunca de ella, pero entonces los parientes y hermanos me dijeron que tenía que elegir algún lugar donde vivir, que no podía vivir solo, no en aquellos malos tiempos. Así que dije, iré a vivir con ella (con tu madre), la mayor de todos nosotros, y yo era el más joven, quizá por eso sentía un afecto especial por mí. Y viajé por primera vez, en un carro tirado por dos bueyes pintados, y por todas partes oíamos lo mismo, «que vienen los angreces, que vienen los angreces». Guerreaban entonces con todos los nawabs, como siguen luchando hoy en el norte y en el oeste. Las caravanas eran pocas, pero las que vi corrían por los campos asolados y ennegrecidos, maldiciendo y asustadas, hacia ciudades que no estaban mucho mejor. Por todas partes veía pueblos abandonados; a veces, cuando nos deteníamos, salía de los campos el esqueleto enloquecido de un hombre o de una mujer pidiendo comida. Hoy pasa lo mismo en cualquier parte, y los angreces dicen que han devuelto la seguridad a este país, pero recuerdo cuánto desorden vino con sus cañones, sus amenazas y su presencia; en aquel tiempo sólo tenías que ir a un pueblo y decir, que viene un ejército de casacas rojas, o simplemente que venía el recaudador de impuestos, para que todo el pueblo liara el petate y echara a correr. Pero finalmente llegué a casa de tu madre, y ella se sentó y me miró durante largo rato, y luego se puso a llorar. Ahora las caravanas y columnas van y vienen, pero esos campesinos, míralos bien, no están mucho mejor; el campo es más seguro para ir de un sitio a otro y nosotros podemos ir al río, pero todos los caminos empiezan y acaban en Londres, recuérdalo; estas carretas con sus sedas, y esas otras más pesadas con sus metales servirán para construir el palacio de algún nawab en Londres, para alimentar a alguna familia pálida de nombre extranjero.
Sanj ay escuchó el monólogo de su tío durante uno o dos minutos, pero luego, encontrándolo incomprensible y bastante aburrido, se concentró en una fantasía, fragmentada, de vivos colores, en la que él entraba en una chabola (hay una vaca por algún sitio, rumiando plácidamente) y conocía a una mujer (sus pechos son oscuros y desbordan la blusa, el olor de sus axilas es penetrante) y hacía algún negocio con dinero y entonces, sin saber cómo, estaban desnudos y se rozaban los estómagos, pero al oír el nombre de la ciudad mítica, Londres, volvió de un salto a la realidad.
—¿Lon-dres? —escribió—. ¿Has estado alguna vez en Londres?
—No —respondió Ram Mohán—. Quizá vayas tú.
—Quizá lo mejor sea que Gajnath y yo sigamos el camino —escribió Sanjay— hasta llegar a Londres.
—No te lo aconsejo —advirtió Ram Mohán—, Dudo que Gajnath fuera bien recibido en Londres. De cualquier forma tendrías que ir en barco y viajar por mar.
—Quizá me lleve el hermano mayor de Sikander —escribió Sanjay.
Sikander tenía un hermano mayor, un joven a quien Sanjay recordaba muy vagamente como alto y delgado, que se fue al mar y, desde entonces, no se supo más de él.
—Por lo que oí del hermano de Sikander antes de que se fuera —dijo Ram Mohán—, no creo que él mismo pudiera ir a alguna parte. Siempre estaba soñando, como si estuviese en otro lugar.
Recordando la naturaleza de su propio sueño, Sanjay se apartó hacia el mahout, convencido de que la furiosa corriente apasionada que surgía de su ingle era visible para los demás.
—Tendré que tomar un barco y dejar a Gajnath —escribió.
—Incluso así es peligroso —continuó Ram Mohán— Pierdes casta si vas sobre el agua. Cuando regreses, nadie de tu grupo querrá compartir nada contigo.
—¿Por qué? —escribió Sanjay.
—No lo sé. Es lo que ocurre.
—No me importa. Me tiene sin cuidado que todo el mundo me rechace, iré a Londres, donde están las sedas y los metales.
—Muy bien —respondió Ram Mohán—, Pero habla bajito. Que tu madre no te oiga, ni la madre de Sikander, porque si te oyen ni siquiera llegarás a Calcuta.
Durante el resto del viaje, Sanjay imaginó que su destino era Londres: la procesión era su tren real, la caballería era su guardia personal, los palanquines cubiertos llevaban a sus reinas (todas con el cabello largo y oscuro), Gajnath era el portador de la howdah imperial, el campo era un desierto (a la fuerza tenía que haber un desierto que lo separara de Londres); en el camino libraba muchas batallas, burlaba a una sucesión de malvados rakshasas y adivinos, rescataba a varias princesas, y todo con la ayuda amistosa de humanos, espíritus y animales diversos. Hacia el fin del viaje, ya cercanos al río, Sanjay intentó urdir la correspondiente llegada a Londres, pero su imaginación poblaba la ciudad solamente de hombres vociferantes de cara rojiza; por más que lo intentó, no supo evocar una adecuada princesa londinense (su valerosa caballería ligera, adelantándose a mucha distancia, le habló de una ciudad llena de rincones oscuros y mujeres aterrorizadas), por lo que resolvió que su ejército diera la vuelta y se dirigiera a climas más cálidos: se dio cuenta de que el Londres de sus deseos era un lugar efímero que siempre se le escaparía de las manos.
El mismo río le pareció como cualquier otro: el agua dejaba abundantes sedimentos de color pardo, la superficie espejeaba y levantaba miles de olitas que danzaban y morían sin sugerir ningún movimiento hacia los lados; los amplios meandros dejaban aquí y allá playas fangosas y, en otros lugares, orillas escarpadas hendidas por raíces que entraban en el agua, mientras arriba los árboles se inclinaban en difíciles posturas. Mucho antes de que vieran el agua, Gajnath dio un bufido y se puso impaciente, y ahora apenas esperaba a que le quitaran la silla para salir corriendo, con la cabeza baja, deteniéndose un momento para ducharse con la trompa por encima de la frente, y luego se dejaba caer pesadamente en una parte poco profunda del río. Se estiraba con placer y movía lentamente la trompa en el agua, duchándose de vez en cuando los costados.
—Un buen baño es lo que más le gusta —le contó el mahout a Sanjay—, así que se mete en el agua sin pensárselo. Pero nosotros, que somos pequeños, hemos de tener cuidado con los maggars —examinó el río, tapando la luz con la mano—. Se esconden debajo de los arbustos, apenas metidos en el agua, y detrás de las orillas arenosas, enseñando sólo los ojos. Hasta en las aguas sagradas. Pero este sitio parece que está bien.
Sanjay miraba a Gajnath y sus abluciones, cuando vio una barca que se acercaba a ellos por la mitad del río. Vio la oscura figura del barquero inclinado sobre su remo en la popa, pero delante, cerca de la proa, había un grupo de blancos que no pudo identificar bien. Más abajo, en la orilla derecha, estaba el inglés viejo, al que los soldados llamaban Sarthi, flanqueado, como de costumbre, por sus dos compañeros; el angrez estaba de pie, con las piernas separadas y las manos cruzadas en la espalda; su oscuro abrigo se agitaba alrededor de sus piernas movido por la brisa del río. La postura era de acecho, por eso, aunque Sanjay entró en el agua y rascó la espalda de Gajnath, no perdió de vista al inglés ni a la barca.
Cuando la barca estuvo más cerca, la gente que iba a bordo empezó a llamar a los de la orilla; eran cuatro, dos mujeres y dos hombres, todos vestidos de negro.
—¡Reverendo! —tronó una de las mujeres, sorprendiendo a Gajnath, que levantó la cabeza para ver qué era—. ¡Reverendo!
Aunque todavía estaban a unos diez metros de la orilla, para Sanjay era evidente que era la mujer más grande que había visto en su vida; sentada, aventajaba a los demás de la barca en más de una cabeza, y sii voz correspondía a su tamaño. El angrez, por su parte, parecía descontento con sus gritos, y cuando ella se dio cuenta, moviendo un enorme parasol para ver mejor, agachó la cabeza y permaneció en silencio hasta que la barca rozó la orilla.
—Reverendo Sarthey —dijo entonces—, qué alegría verlo de nuevo. Y con qué gente tan bribona ha tenido que viajar. Menos mal que he traído mis pinceles y pinturas.
—Sí, ha sido bastante duro —respondió el angrez—, pero todo sea por la buena causa. Vamos.
Y todos juntos se dirigieron al campamento, y Sanjay volvió a entregarse a la tarea de rascar la espalda de Gajnath con una piedra pómez. Pero un súbito ruido de voces procedentes del campamento lo sacó de su ensueño, y entonces, de pronto, recordó sus premoniciones de desgracia, y echó a correr por la playa, salpicando de arena con sus pies desnudos el campamento a medio montar. El inglés estaba con un pequeño grupo, fuera de la tienda roja de la madre de Sikander, delante de Sikander y Chotta.
—¿Qué pasa? —escribió Sanjay.
—Quieren llevarse a las muchachas —respondió Chotta, con la cara roja de ira.
—¿Qué muchachas? —escribió Sanjay—. ¿Qué quiere decir eso de llevárselas?
—Nuestras hermanas, nuestras hermanas, ¿quiénes van a ser? —respondió Chotta—. Dicen que él dijo que podían llevárselas.
—¿Quién es él?
—Él. Nuestro padre. Hercules.
—Callad vosotros dos —intervino Sikander.
Él, igual que Chotta, iba vestido con una cota de malla parcheada, que sus amigos, los adorables jinetes, habían comprado a un armero ambulante; Sikander llevaba, además, la espada de empuñadura en forma de cabeza de caballo.
Uno de los angreces que había venido en la barca se inclinó junto a ellos y les habló en un urdu aceptable.
—¿Habéis dicho a vuestra madre que tenemos una carta de vuestro padre que autoriza al reverendo a llevarse a las muchachas a Calcuta?
—Mi madre no quiere ninguna carta —contestó Sikander.
Había algo especial en la manera de hablar de ambos, en la contenida paciencia de los ingleses y en su esfuerzo por sonreír, en la ira de adulto, fría y callada, de Sikander, y todo ello asustó a Sanjay, que se volvió y entró corriendo en la tienda. Corrió por los fríos y ondeantes corredores y encontró a la madre de Sikander sentada en un diván bajo, con sus hijas sentadas a ambos lados, cogidas firmemente de las muñecas por las manos de la madre. Las muchachas parecían asustadas y la más joven lloraba abiertamente, con lágrimas que caían libremente por sus mejillas y cuello.
—Si yo no hubiera enviado por ellas en ese mismo instante —dijo la madre de Sikander—, para que vinieran y se sentaran con sus hermanos, se las habrían llevado. Se las habrían llevado lejos y yo no habría podido hacer nada. Di a los guardias que los echen. Diles que los echen a latigazos.
—No lo harán —advirtió Ram Mohán—. Después de todo, no son hombres nuestros, sino de él. Tienen que pensar en quien les da de comer.
—Diles que se vayan —insistió la madre de Sikander— Diles que no renunciaré a mis hijas. Tú, Sanjay. Díselo.
Tenía arrugada y tirante la estrecha cara y, al final, su voz se quebró; Sanjay salió y volvió a correr por los pasillos de tela. El inglés—que—había—venido—en—la—barca seguía agachado, con la cara seria.
—¿No queréis que eduquen a vuestras hermanas? —estaba diciendo—. ¿No queréis que vayan a Calcuta para que puedan educarse en un gran colegio y se conviertan en señoras? Se convertirían en memsabibs e irían en grandes carrozas. ¿No os gustaría eso? Entonces podríais ir y montar con ellas en las carrozas. ¿No sería bonito?
Sanjay entregó una nota a Sikander, que se la pasó al inglés. Decía: «Marchaos. Nadie irá con vosotros».
Sarthi dio un paso adelante y puso una mano en el hombro del inglés que estaba agachado.
—Ya es suficiente —dijo en inglés—. Basta. Vámonos. Enviaremos a unos hombres que se harán cargo de las muchachas y se acabó. A ver, ¿dónde está el subedar? Hablaré con él.
—Reverendo —intervino el inglés—, reverendo, esto es un respetable zenana de señoras, ninguno de sus hombres entrará ahí. Eso, para ellos, es inconcebible.
—Ya veremos —desafió Sarthi—. Vamos, no vamos a quedarnos aquí, en medio del bazar y tonteando con estos... estos niños.
Y se marcharon, los hombres rodeando a las mujeres, pero cuando la giganta se volvió para mirar, miró por encima de las cabezas de ellos.
—Bien —dijo Chotta—. Ninguno de los jinetes querrá entrar aquí.
—Sí —concedió Sikander—, pero tampoco nos dejarán salir. Después de todo, les habrá dicho que el angrez está al mando.
Entraron en la tienda y dejaron a una criada vigilando detrás de una cortina, por si volvía el inglés.
—¿Se han ido? —preguntó la madre de Sikander.
—Sí, Ma —respondió Sikander—. Se han ido. Pero él le dijo a la caballería que hicieran lo que les diga Sarthi, y aunque no creo que nos hagan nada, nos mantendrán aquí dentro. Estamos rodeados.
—No importa —apuntó la madre de Sikander. Se irguió e inmediatamente su cara se iluminó con un brillo translúcido y puro, un brillo que Sanjay vería años y siglos después en los rostros de algunos jinetes vestidos con túnicas amarillas. Sin embargo, ahora lo consumía la curiosidad y le exasperaba no poder estar en todas partes al mismo tiempo, escuchando y viendo a los hombres y mujeres en los distintos sitios, participando a la vez en todos los escenarios de la batalla. Pero, recordando a la mujer alta, se levantó y corrió afuera y sorteó rápidamente las tiendas en dirección al río. Allí, en la orilla, vio a los ingleses, dispuestos a subir a la barca, con Sarthi a la zaga, de mala gana.
—Pregúntales —pidió Sarthi al inglés que hablaba urdu—, pregúntales si comprenden que se les ha dicho que sigan mis instrucciones, y que mis instrucciones son que han de entregarnos a las muchachas. Pregúntales si se dan cuenta de que están desoyendo una instrucción directa de alguien que tiene el mando de su comandante supremo. Pregúntales si comprenden que esto equivale a una rebelión.
Los interpelados eran tres jinetes impasibles, tres subedars, todos con largas barbas grises que les llegaban a la cintura, que entre los tres parecían haber servido trescientos años, si no más, y el trío, con los brazos cruzados, miraba fijamente a los ingleses sin dignarse siquiera a encogerse de hombros. Exasperado, Sarthi subió a la barca y se sentó, con las manos entrelazadas en un gesto de crispación.
—Quienes mandan lo imposible —dijo en un murmullo el más viejo de los barbudos, mientras se alejaba la barca— no pueden acusar a nadie de rebelión.
—Sí, sí, subedar sahib —comentaron los otros, asintiendo con movimientos de cabeza—. Nunca habíamos oído cosa igual.
Y, después de esto, la caballería dejó libre el campo.
Sanjay volvió al campamento, donde todo el mundo hablaba en voz baja, con el tono de los tiempos de crisis. La madre de Sikander había llevado a sus hijas al rincón más alejado de la tienda, al cuidado de dos criadas ancianas. Tan pronto como Chotta vio a Sanjay lo llevó a un lado.
—Estamos haciendo un consejo de guerra, tienes que venir y sentarte con nosotros.
Sanjay se dejó llevar por Chotta a un asiento sobre la alfombra, pero tenía la atención puesta en su tío, que estaba sentado con las piernas dobladas contra el pecho y las manos entrelazadas delante de las espinillas; los ojos de Ram Mohán apenas eran visibles por encima de la blanca tela que no ocultaba las formas abultadas, lamentables, de sus extremidades.
—La mejor defensa, como todo el mundo sabe, es un ataque eficaz —dijo Sikander—. Los atacaremos esta noche.
—Bien —apuntó Chotta—. Un ataque nocturno. Los espíritus del mal y los demonios necrógafos aplastarán los huesos de aquellos que matemos. Haremos una fiesta.
—Es contrario a las reglas de la guerra —respondió Sikander—, pero esto es Kali-yuga, y no se tienen en cuenta las reglas. Iremos en la oscuridad.
—De acuerdo —escribió Sanjay—. Haced vosotros el plan.
A continuación se levantó y atravesó la habitación para acercarse a su tío, sin hacer caso de su manifiesta desaprobación; lo que le interesaba más en ese momento era la inmovilidad absoluta, como pétrea, de su tío, una virtud yóguica de su concentración (y de nuevo lamentó no poder estar al mismo tiempo en todas partes, la existencia estólida y física de su cuerpo que reducía todas las potencialidades simultáneas de su vida a una única e ineludible narrativa monstruosa). Le entregó una nota, que decía:
—¿Qué sucederá? ¿Cuál será el futuro de esto? ¿Cuáles son las posibilidades?
—Haces demasiadas preguntas —contestó Ram Mohán—, Es un mal hábito y es culpa mía —miró el papel, alisándolo sobre su rodilla—. No pienso ahora en el futuro; el futuro es simple: hay quienes pueden ver dentro, dentro de sus almas, y arriba, en la conjunción de los planetas; ellos pueden calcular la figura y la forma del mundo y decirte exactamente lo que va a suceder. El futuro es simple, tan simple que cabe en la palma de mi mano; y el presente es sólo cuestión de entereza, distancia y sentido del humor. Lo que me asusta es el pasado. Lo-que-ha-de-suceder es sólo cuestión de talento y matemáticas; lo-que-ya-ha-sucedido es un demonio inasible y cambiante de muchas cabezas que esquiva todos nuestros golpes, y hace inútiles todas nuestras tentativas geométricas.
Bajó la mirada sobre Sanjay y continuó:
—No digo esto para asustarte; hoy, por primera vez, me siento muy viejo. Hace mucho tiempo, antes de que nacieras tú, hubo otro asedio; hubo otras mujeres que fueron arrancadas de sus familias; hubo otra mujer que fue llevada aún más lejos. Hoy comprendo una cosa: algunos te dirán que el secreto de maya es el deseo, y otros te convencerán de que la clave es el conocimiento, pero al final se trata sólo de un dios polvoriento y horriblemente viejo que se llama Tiempo. Un hombre me contó una vez una historia de laddoos, y si escojo creer aquella historia, entonces el futuro se me aparece con toda claridad, sólido y perceptible, y debo prepararme para él —se echó a reír—. Estoy balbuciendo y, además, pomposamente. Pero perdóname; me siento muy viejo y estoy seguro de lo que va a suceder. Es bastante simple, pero no tengo fuerzas para combatir al Tiempo: soy demasiado débil para cambiar el pasado y, por esa razón, perderé todo lo que amo y a todas las personas que amo.
Se levantó, sonrió a Sanjay y después salió de la habitación, sin levantar los pies de la alfombra al andar, muy despacio e interrumpiéndose.
—De noche no hay barcas —anunció Sikander—. Hemos de ver si ese elefante amigo tuyo nos quiere llevar al otro lado. Le preguntaremos al mahout.
Sanjay le respondió con una nota:
—Creo que no, ¿por qué iba a poner en peligro al animal y arriesgar su empleo?
Lo cierto era que, a pesar de todos sus deseos y curiosidad, a Sanjay no le apetecía atravesar el río; las palabras de su tío, inexplicables y confusas, lo habían asustado como los murmullos de un animal desconocido en la oscuridad. Quería permanecer en las tiendas, en algún lugar bien iluminado, en un lugar seguro y entre el mayor número posible de personas, pero ahora Chotta y Sikander lo miraban pensativamente, como si les pareciera increíble que alguien no quisiera ir a mojarse en las oscuras aguas del río para entrar en el campamento del inglés, que tenía fama universal de sed de sangre y desprecio por la vida.
—Ya veremos —repitió Sikander—, Le preguntaremos al mahout, y quizá haya que ofrecerle unas monedas o alguna otra cosa.
Era evidente que los dos estaban resueltos y que no iban a dejarse convencer por sutilezas lógicas, así que Sanjay escribió: «¿Cuál es exactamente el propósito de la expedición? ¿Vamos a prender fuego a sus tiendas?».
—Si supieras algo de operaciones de caballería —replicó Chotta, con el tono despectivo que adoptaba cuando se enfrentaba con la estupidez de los brahmanes—, sabrías que el primer deber de la caballería ligera es el reconocimiento del terreno. Tenemos que saber qué están haciendo.
La única manera de salir de aquello era negarse abiertamente, a lo cual Sanjay no podía rebajarse; de algún modo, a medida que fue creciendo, había ido aceptando sin discutirlas las virtudes del kshatriya: rapidez, valor, fuerza, brío, caballerosidad, agresividad; rechazar ahora esas verdades evidentes, cuestionar los cientos de historias contadas por la madre de Sikander, era impensable; sería retirarse al luminoso reino habitado por su tío, sus parientes y los miles de pandits paticurvos de conversaciones inacabables, gracias afeminadas y filosofías increíbles («La forma es vacío; el vacío es forma»), un retroceso a la seguridad sofocante o, al menos, a los peligros muy sutiles, amenazados sólo por la insinuación y la metáfora, mediante la historia y el lenguaje. Sanjay luchó contra la tiranía de su carne y su educación, e intentó imitar la despreocupación de sus amigos, la orgullosa y levemente jactanciosa conciencia del honor del dharma kshatriya:
—Muy bien, vamos a buscar a Gajnath.
Sorprendentemente, el mahout estuvo de acuerdo en hacer el viaje sin preguntas ni reservas; quizá también él había sucumbido un poco a la chifladura corriente del soldado ante la imperiosidad de Chotta y Sikander, a su seguridad absoluta y a su habilidad asombrosa con los animales y las armas. En cualquier caso, cuando salieron sigilosamente de la tienda a medianoche y se deslizaron bajo la quanat, bajo los lotos, y llegaron a la orilla del río, lo encontraron esperando con Gajnath.
—Gajnath camina como un ratón —explicó el mahout en voz baja—. Ha venido desde el campamento hasta aquí sin hacer el menor ruido.
—Bien —dijo Sikander—. Vamos.
Treparon hasta la howdah, y entonces Gajnath entró en el agua, y pronto el canto de los grillos se desvaneció bajo el murmullo constante del agua. Sanjay se sintió perdido en aquella oscuridad nunca experimentada antes. No se veía nada, ni siquiera el pálido brillo de una estrella, ni el más mínimo rastro de una lámpara o vela lejanas. En esta completa ausencia de luz, su mente produjo serpentinas y espirales de color rojo y verde que flotaron a su alrededor, retorciéndose y cambiando de forma, siempre metamorfoseándose en algo, en alguna cosa; temeroso, cerró los ojos, pero no desaparecieron, giraron oblicuamente hacia donde él estaba; abrió los ojos y nada cambió; después de varios guiños no supo si tenía los ojos abiertos o cerrados.
Escribió con su dedo índice en el brazo de Sikander:
—¿Puedes ver algo?
—No —contestó Sikander.
—Gajnath puede ver, incluso en la oscuridad —dijo el mahout—. Cuando yo era niño, mi padre enviudó y salía de noche, dejándome dormido entre las patas de Gajnath. El me guardaba y nada ni nadie se acercaba.
—¿Cuántos años tiene Gajnath? —preguntó Chotta con una voz desencarnada que parecía un tamborileo en medio del silencio.
—Callad —ordenó Sikander—. La voz se transmite por la superficie del agua, y si nos oyen llegar, será el fin.
Sanjay se sentó a la espera y escondió las manos en las mangas: después del calor del día, el frescor del agua le ponía la carne de gallina en los brazos y los muslos. Junto a él, el mahout se puso a rezar para sus adentros, haciendo un ruidito como un silbido entrecortado que sonaba a algo conocido; de pronto, toda la peligrosidad de la expedición se hizo patente para Sanjay: delante de ellos, en la maleza que colgaba sobre el río, vio con toda claridad un grupo de guardias equipados con grandes bigotes y mosquetes, y, debajo, una criatura parecida a un lagarto salía de una cueva del fondo y ascendía nadando en el agua, moviendo poderosamente la cola.
Sanjay se preguntó cómo podía ser que en presencia de tales peligros físicos, de tantas posibilidades evidentes de salir malparados, uno pudiera asustarse con abstracciones; sintiendo el bamboleo de Gajnath debajo, Sanjay concibió un cierto desprecio por su tío, que achacaba estas armas metafóricas a enemigos imaginarios y aceptaba las derrotas con auténtica desesperanza (o así parecía) antes de que la batalla se librara o fuera posible. En el río (¿qué río es éste?, pensó de pronto, incapaz de recordar su nombre), con sus amigos los rajputs (¿por qué se visten de amarillo?), cerca del hombre que rezaba (¿quién es su dios o su diosa?), a lomos de un animal que servía sin rebelarse (¿por qué nos ama?), Sanjay se apretó los antebrazos y sintió el músculo deslizarse sobre el hueso, lo acarició, y el viento rizó su cabello en la nuca, y juró: nunca dejaré que la Muerte me lleve.
—Atención —cuchicheó Sikander—, Ya casi hemos llegado.
Dejaron a Gajnath y al mahout escondidos en un bosquecillo, ambos mascando briznas de hierba; cuando subían el ribazo, la luna apareció por encima de los árboles, amarilla, abriéndose paso entre jirones negros. Había muchos fuegos de campamento agrupados por toda la llanura, entre carros y animales, y Sikander y Chotta pasaron entre los círculos parpadeantes de luz, buscando siempre las sombras; en mitad del campamento encontraron una suave depresión en el estrecho pasillo formado por dos tiendas, y Sikander empujó a Sanjay para que se agazapara allí.
—Quédate aquí —le dijo en voz baja—. Nosotros seguiremos y echaremos un vistazo. No te muevas.
Estuvieron agachados junto a él unos instantes y luego desaparecieron bruscamente, sin que se oyera ninguna pisada en el barro ni el menor roce de sus vestidos. Sanjay permaneció echado en el suelo, preguntándose qué papel tenía en una expedición a escondidas, temeraria y de noche, dada su incapacidad constitucional, posiblemente hereditaria, para moverse sin hacer ruido, su falta de habilidad o aptitud para el combate. Parecía que lo habían incluido en sus planes como algo natural y obligado, quizá para demostrarle pesar por su caída, por su mudez, pero sus planes, sus tentativas de conciliación y afecto —si eran ciertas— parecían llevarlo a exponer su vida y sus miembros a mayores peligros; el tío de Sanjay, su círculo familiar más íntimo, parecía estar perseguido por las maniobras cósmicas imperceptibles de Kala, al tiempo que sus amigos, su mundo, su existencia pública, eran siempre el dominio, el desayuno, la comida de Kali; abrazando su propio cuerpo en la oscuridad, pensando en Kala y en su hermana Kali, Sanjay se dio cuenta de que la vida intentaba decirle algo, con tanta seguridad como si la tierra hubiera abierto una boca turbia bajo su vientre y hablara en tonos bajos y retumbantes: no hay posible escape de la vida, salvo (recordando la cara feliz de su tío cuando le contó la historia de Sikander) si uno se convierte un poco en poeta, estando en-todas-partes-al-mismo-tiempo. Y resolvió poner más atención cuando su tío le dictara la próxima entrega medio recordada del Shilpa-Sutra o los comentarios de Patanjali, se dijo a sí mismo que tenía que comprometerse a aprendérselo de memoria y a meditar cada día sobre los principios del teatro tal como los enunció Bharata, contemplar el campo de batalla del mundo con el distanciamiento estético de un poeta, y, estando en esto, oyó la voz de una mujer, una voz áspera que hablaba en inglés.
El inglés, cuando uno lo oye en la parálisis del miedo causada por la oscuridad nocturna, es algo exótico y seductor: las sílabas caen, breves y regularmente, con una cadencia de golpes de tambor, don—dan don—dan don—dan, el sentido se pierde, pero el ritmo proporciona seguridad y una cierta confianza, las consonantes se comen, se abrevian, se recortan, vigorosas e ignorantes de la oscuridad; así que Sanjay salió de su refugio y gateó por el camino, levantando la cabeza para oír mejor, atraído por una curiosidad irracional e irreflexiva.
—Espero que no sea un orgullo imperdonable que veamos en estos acontecimientos la mano de la Providencia —decía la mujer.
—No, de ninguna manera —era la voz de Sarthi—, Es lógico que El nos ayude en la ejecución de Su plan. Aunque, por supuesto, lo propio es que lleves luto durante un año, no sería impropio decir que tu padre, al morir, hizo más por su país y por la fe que estando vivo.
Sanjay se arrastró debajo de un carro, entre unos sacos.
—Estoy contenta de que él...
—Calla, querida. Su dinero servirá para buenas obras; burlarnos del muerto no nos hace ningún bien.
—Me da igual, Edward, soy feliz.
—Sí.
Para entonces, Sanjay se había acurrucado detrás de una rueda y, a través de los radios, vio a Sarthi y a la mujer sentados en sillas de lona, muy juntos, con copas en las manos. La mujer había cambiado su cofia por una de tela fina y blanca, y el cabello de Sarthi ondeaba como una nube roja alrededor de su cabeza, iluminada por un farol siseante de parafina.
—Iremos a Inglaterra —siguió Sarthi—. Ya tengo título para mi libro: Las maneras, costumbres y rituales de los nativos del Indostán; siendo ante todo un relato de los viajes de un cristiano por las tierras del Indo, y su llamamiento a...
De pronto, Sanjay sintió un dolor enorme: alguien lo obligaba a levantarse tirando de su oreja izquierda, lo apartaba de la rueda y lo llevaba a la luz; fue arrojado, sin ceremonias y con voluntad, delante de las sillas y quedó doblado, cegado por las lágrimas, agarrándose la cabeza con las manos.
—Sucio ladronzuelo.
—No, fíjate. A éste lo he visto antes. Es uno de los chicos que estaban delante de la tienda.
—Ah, claro —dijo Sarthi—. Es un viejo conocido, de la familia brahmánica que tiene su casa junto a la del capitán Skinner. Vamos, vamos —se inclinó sonriendo a Sanjay—, Es un caballero de cierta educación y no menor curiosidad. Una vez nos hizo preguntas sobre asuntos de civilización y cultura.
—¿De verdad?
—Créeme, enseñan su abominable sofistería en cuanto tienen ocasión, de modo que los jóvenes pronto se convierten en consumados discutidores, dispuestos a hilar fino y a cuestionarse todo lo sagrado.
Sanjay levantó su mirada parpadeante. El rostro de la mujer era cuadrado, enmarcado por unos rizos castaños, y sus ojos eran de un color azul claro, frío y amenazador, llevaba una camisa abotonada hasta el cuello y en los puños. Sanjay parpadeó de nuevo y se puso una mano en el ojo izquierdo para librarse de la imagen fantasmal (la misma mujer, algo más pequeña y de aspecto enfermizo) que flotaba sobre ella.
—Diablillo —dijo ella, poniéndose la mano sobre el corazón—. Cómo me has asustado. Por un momento creí que iba a desmayarme —Sanjay la miró con el otro ojo.
—¿Qué está haciendo aquí, Tom? —preguntó en urdu el inglés de dedos como pinzas.
Sanjay hizo un gesto nervioso con la cabeza y el inglés le dijo a la mujer:
—No puede hablar. Y me parece que está demasiado asustado para escribir.
—Lo que creo —apuntó Sarthi— es que el muchacho ha llegado hasta aquí arrastrado por su sed de conocimiento.
—¿Y cómo ha atravesado el río?
—Cualquiera sabe —dijo Sarthi—. A nado, en barca, arrostrando peligros.
—Increíble —observó la mujer—. Qué chico tan valiente. Mira qué afortunado, con ese moño, es tan deliciosamente original que tengo que hacerle un boceto. Díselo, Tom. Dile que voy a dibujarlo, que no tenga miedo.
Y sentaron a Sanjay en un taburete bajo, le pusieron comida delante, y la mujer se sentó frente a él con una tabla blanca sobre las rodillas y los lápices y carboncillos garabatearon sobre el papel mientras Sarthi y el otro inglés intentaban conversar con él y le decían que no se asustara; Sanjay se encogió y apartó la comida; durante unos minutos se interesó por el dibujo que iba haciendo la mujer y luego los dos hombres renunciaron a hablar y se sentaron para mirarlo, y en la aprobación de sus ojos, en las miradas rápidas y calculadoras de la mujer, en las imágenes dobles y oscilantes del farol, en las líneas que se extendían sobre el papel, cruzándose y entrelazándose (una especie de red, un nudo), sintió una curiosa emoción, indescriptible, algo como hambre, ira, pesar, algo imperceptible que invadía su cuerpo y levantaba su alma separándola de sus huesos, que sostenía y presionaba leve pero firmemente su corazón hasta convertirlo en un globo encogido y contraído, muerto y frío, y cuando las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, permaneció impasible, como si estuviera viéndolo desde muy alto, como si todo aquello le sucediera a otra persona.
—Oh, por favor, decidle que no tenga miedo, que no hay razón para que se asuste —dijo la mujer, y el inglés se lo repitió varias veces. Sanjay negó con la cabeza una y otra vez, para mostrarles que no tenía miedo, que era una cosa diferente, no miedo, pero seguía sin poder dominar las lágrimas y su cuerpo le era extraño, y se acordó de su tío arrastrando la pierna, su baba, su fealdad, su poesía, su (¿qué otra palabra podía haber?) condenado y fatídico amor, y sintió odio por lo que él era: tenía que haber sido un asesino, un asesino implacable, de ojos enloquecidos, que hubiera venido para salvarlos a todos, levantando sus brazos ensangrentados en gesto de triunfo, lanzando un aullido enloquecedor.
Se oyó un breve y rápido chasquido y el cristal del farol de parafina desapareció, la llama chisporroteó y luego se extinguió, y .Sanjay reconoció agradecido los brazos que lo izaban de su asiento: lo estaban rescatando; colocándolo entre ellos, Sikander y Chotta lo sacaron del campamento, huyendo de los gritos y las antorchas exploratorias. En el río, Gaj— nath ya estaba en el agua, con el mahout a su lado.
—La luna está alta —comentó Sikander—, Seguro que nos verán.
Detrás de ellos, la gente se hablaba a gritos, cada vez más cerca.
—No te preocupes, sahib —apuntó el mahout. Habló con Gajnath, empleando una mezcla de hindi y otros idiomas del norte y una mezcolanza de gorjeos, gruñidos y diversos sonidos que a Sanjay le pareció el idioma de los elefantes. Gajnath abrió inmediatamente la boca y tragó un poco de agua, luego agachó la cabeza y se sumergió hasta dejar sólo la punta de la trompa sobresaliendo del agua; tras él, la parte superior de la howdah rompía a trechos la superficie del agua.
—Agarraos a la madera —aconsejó el mahout— y hundíos cuanto podáis.
No seáis tontos, quiso decir Sanjay, pero Sikander y Chotta lo levantaron por el cinturón y lo llevaron al agua.
—En marcha —dijo Sikander.
El mahout hundió la cabeza y un momento después empezaron a moverse. Sanjay ya tenía bastante con tratar de mantener la cabeza fuera del agua, luchando con Sikander, que mantenía una mano sobre él para que no se expusiera demasiado. Momentos después, oyeron voces en la orilla, y Sikander lo empujó hacia abajo y a cada movimiento el agua le entraba por la nariz; Sanjay se opuso, luego luchó contra el agua, pero hasta en eso cesó y se sintió volando, perdidas las fuerzas, en un cielo gris. Luego sintió un roce de arena en las espinillas y manos y se arrastró por el agua poco profunda, escupiendo mientras avanzaba penosamente, llorando. Se puso boca abajo, con los dedos separados, de modo que las piedrecitas pasaban y saltaban entre ellos, haciendo menos daño.
—Míralo, bañándose otra vez —dijo el mahout. Sentado con las piernas cruzadas, se frotaba los brazos y el pecho con una tela húmeda—. Como si no acabara de cruzar el río dos veces.
Gajnath estaba tumbado de costado en las aguas someras y se duchaba con la trompa; a la luz de la luna, su piel parecía luminosa, casi de plata.
—Oh, Sanju —comentó Sikander—, ¿qué hacías allí sentado? ¿Tanto le gustabas que te estaba haciendo un retrato?
—¿Ibas a escaparte y a casarte con ella? —bromeó Chotta—. ¿Y a dejarnos a nosotros, pobrecitos?
Estaban alegres, complacidos por la aventura, especialmente por la huida en el último momento, pero Sanjay estaba demasiado cansado para enfadarse con ellos. En lugar de eso, se preguntó por qué Gajnath, que tenía fuerza suficiente para matarlos a todos con un solo golpe de trompa, los perdonaba. ¿Por qué arriesga su vida? ¿Por qué obedece?
Sikander y Chotta levantaron a Sanjay y dejaron que caminara despacio hasta la tienda; detrás de ellos, ya de pie sobre la orilla, Gajnath esparcía nubes de polvo sobre su cuerpo, rompiendo la luz en miríadas de motas vertiginosas, lo cual, durante unos segundos, difuminó las firmes líneas de su cuerpo, convirtiéndolo en la forma cambiante y vaporosa de un fantasma gigantesco. Sanjay se estremeció y Sikander puso un brazo sobre él y otro sobre su hermano.
—Hemos descubierto algo: va a venir —anunció—. Oímos que lo decían en el campamento. Han enviado a buscarlo y se quedarán allí, esperándolo. No harán nada.
Sanjay levantó la mirada: temblaba febrilmente, como si aprendiera de nuevo a andar; a cada paso las rodillas le temblaban, se le separaban y su cuerpo se balanceaba. Escuchaba las palabras sin entenderlas, como si se dijeran en lengua extranjera; los miró con la inocencia franca y despreocupada de un bebé.
—Oh, idiota —dijo Chotta—. Va a venir. Él. Hercules.
Los dos grupos se acomodaron a la espera de la llegada de Hercules y, al pasar de los días, los criados y soldados de ambos lados pasaron el río para jugar a las cartas, fumar un narguile, intercambiarse noticias o saludar a un pariente lejano; al atardecer, el día terminaba con el chapoteo de los remos en él agua, cuando la última barca llena de gente regresaba atravesando el río, hablando todos inevitablemente de lo que iba a ocurrir cuando llegara Hercules.
Entretanto, Ram Mohán pareció darse cuenta de que, con independencia del resultado de la disputa entre el inglés y la madre de Sikander, se esperaba que tuviera terminado su manuscrito para cuando Sarthi estuviera listo para irse, y empezó a dictar de nuevo; pero no lo hizo como antes, pasando alegremente de las escrituras al poema y luego a un fragmento de teatro, según le venía a la memoria o le inducía la asociación de una cosa con otra, sino recitando, casi sin respirar, hoja tras hoja, axiomas, proposiciones, cláusulas, subcláusulas y comentarios de las seis escuelas principales de filosofía.
Brillante de sudor, con los ojos fijos en un punto imaginario por encima de la cabeza de Sanjay, Ram Mohán fue repasando el examen pormenorizado del conocimiento típico del Nyanya de Gautama («Si frente a un argumento basado en la copresencia de la razón y el predicado o en la ausencia de ambos, uno presenta una oposición basada en la misma clase de copresencia o ausencia, esta oposición se llamará, por ser no—distinguible o ser no—conductiva del predicado, “equilibrante de la copresencia” o “equilibrante de la ausencia”»); la metafísica de la particularidad y clasificación, representada por Kanada en su escuela Vaisesika («Los medios del conocimiento directo sensorial pueden definirse como cualquier conocimiento verdadero e indeterminado de todos los objetos, a partir de un contacto cuádruple; la substancia y demás categorías son los reconocibles; el yo es el conocedor, y el reconocimiento del bien, del mal y del carácter indiferente de las cosas percibidas es el conocimiento»); el evolucionismo causal de la Samkhya de Kapila («Sin lo subjetivo no existiría lo objetivo, y sin lo objetivo no existiría lo subjetivo. Por tanto, de aquí se deriva una evolución doble, la objetiva y la subjetiva»); la mecánica metódica interna y externa del yoga de Patanjali («Quien reconoce la diferencia entre la conciencia y la existencia puramente objetiva está por encima de todos los estados del ser y de la omnisciencia»); la investigación de la acción correcta por los seguidores de Purva Mimasa de Jaimini («El dharma es lo que está indicado —mediante el Veda— como lo conducente al bien supremo»), y el idealismo confiado del Vedanta («El yo más elevado existe en la naturaleza del individuo»).
Mientras Sanjay escribía estas cosas, que en gran parte no entendía, se preguntaba cómo sería tener una cadera rígida, una boca que babeaba involuntariamente. A la mañana siguiente de la expedición al otro lado del río se despertó temprano y, alrededor de la tienda, mirando a sus amigos dormidos, con sus caras teñidas de naranja por el resplandor del techo, se dio cuenta de que ya nada volvería a ser lo mismo. Mirándolos, observó la larga nariz de Sikander (como la de su madre), sus pestañas rizadas, la cara redondeada de Chotta y su mano asida nerviosamente a la sábana, incluso estando dormido, y, por primera vez, Sanjay se preguntó cómo sería ser ellos. Sikander, con toda su fuerza y su asunción natural del liderazgo, ¿tenía miedo alguna vez? ¿Se despertaba de noche? ¿Cómo sería sentirse violento y colérico, como con tanta facilidad le pasaba a Chotta? ¿O cómo sería ser otra persona cualquiera, apacentar ovejas, llevar cestas de arroz por los campos inundados, montar un caballo al que se quiere o, por poner otro ejemplo, defecar cilindros de veinte kilos de estiércol verde y humeante?
Sanjay se dio cuenta de que algo le había ocurrido, que hasta entonces no le había importado que la gente entrara en su vida y dispusiera de él, aceptaba la presencia y los actos de los demás como fenómenos naturales, como estímulos que le hacían reaccionar espontáneamente; pero ahora dudaba de todo: se consideraba a sí mismo con curiosidad, examinaba sus emociones y sensaciones, escuchaba su respiración, y el acto más simple —beber un tazón de leche, sentarse a cenar con los demás— se convertía en algo difícil de aceptar a causa de su agudo sentido de sí mismo, porque en todas partes veía una ironía inseparable de la existencia.
Así que por las tardes, cuando hacía demasiado calor para el dictado, Sanjay corría impaciente al río y buscaba la única tarea que le hacía olvidarse de sí mismo: frotar y lavar a Gajnath con la entrega propia de la meditación, desprendiendo escamas de la piel y llegando a las grietas más escondidas, donde vivían y se alimentaban minúsculas criaturas. Algunas veces, Sikander y Chotta se acercaban y se sentaban en silencio en la orilla; su silencio, por lo desacostumbrado, rompía la concentración de Sanjay, que se creía obligado a entablar una conversación para aliviar la pesada carga del silencio. Y para eso hacía florituras con la piedra pómez o hacía salpicar grandes surtidores de agua y, finalmente, un día —cualquier cosa era mejor que el silencio de todos— no tuvo más remedio que dar una nota a Sikander para que la leyera al mahout: «Si Gajnath es el rey de los elefantes, ¿por qué nos sirve?».
—Ah, Gajnath —exclamó el mahout—. No sólo es rey, sino también descendiente de reyes. Escuchad, en la gran corte de Akbar había muchos elefantes considerados khacah, es decir, destinados a llevar únicamente al emperador. Estaban Kohshikan, el Destructor de Montañas; Uttam, el Amoroso; Madan Mohán, el Robacorazones; Sarila, el Pulido; Maimun Mubarak, el Muy Tranquilo, y muchos, muchos otros, pero, de todos, el capitán elefante era Aurang-Gaj. Aurang-Gaj era el amado de Akbar por sus excelentes proporciones, por su valor y lealtad; diez criados cuidaban de él y le daban a diario setenta kilos de ricos alimentos. Y Aurang-Gaj llevaba al emperador en las ocasiones más prometedoras...
—Sí —dijo Sikander leyendo una nota de Sanjay—. Pero, en cualquier caso, el gran Aurang-Gaj podía haber aplastado al emperador como a una nuez, entonces ¿por qué lo llevaba?
—Porque Akbar lo capturó.
—Pero ¿cómo lo capturó Akbar?
—Arrinconándolo en un valle; luego otros elefantes domesticados lo rodearon y se lo llevaron.
—Pero ¿por qué esos otros elefantes empezaron a servir a Akbar?
—Porque Akbar los ataba a los árboles, les pegaba, no les dejaba comer o cualquier otra cosa, hasta que el dolor era intolerable, y entonces decidieron que era mejor servir a Akbar que sufrir indefinidamente y morir.
—¿Así que renunciaron?
—No renunciaron a nada; sólo decidieron seguir viviendo. Y por eso sirvieron a Akbar, pero hasta el más fuerte se debilita, y ahora los descendientes de Akbar se esconden en sus palacios vacíos de Delhi, y los hijos de Aurang-Gaj están repartidos por todo el Indostán.
—Pero, incluso así, ¿nunca ningún elefante dijo no, basta, se acabó?
—De mil maneras y todos los días. Nos sirven, somos sus dueños, eso es bastante evidente. Pero si vives con ellos mucho tiempo, sabes que comprenden que son los más fuertes, pero rebelarse abiertamente acabaría destruyéndolos. Por eso son infinitamente pacientes y resignados, y cuando quieres que vayan deprisa siempre van un poco más despacio de lo necesario, y cuando quieres que hagan algo, hacen como que no entienden, oh, no, amo, no somos más que animales torpes, no entendemos nada. Se rebelan en pequeñas cosas, porque saben que es mejor aguantar y sobrevivir que decir no y morir.
—Pero ¿Akbar amaba a Aurang-Gaj y Aurang-Gaj amaba a Akbar?
—En cierta manera, sí, y eso es lo más raro de todo.
Sikander y Chotta se levantaron luego para ver cómo la inglesa se dirigía a la barca que la esperaba para llevarla de regreso al otro lado del río; cada tarde venía con uno de los jóvenes ingleses e iba a la tienda de la madre de Sikander. Luego, cuando la madre de Sikander se negaba a recibirla, se sentaba en una silla plegable, bajo una sombrilla, y enviaba criado tras criado con argumentos y apelaciones a lo que ella calificaba de «sentido común»: las muchachas serán educadas y escolarizadas en los mejores ambientes, se convertirán en pulidas damiselas y se casarán con los hombres más selectos y poderosos, usted tiene que considerar lo mejor para ellas, para su futuro. Como no recibía ninguna respuesta, la inglesa plegaba su silla, cerraba la sombrilla y cruzaba el río para pasar la noche y regresar al día siguiente. En la tienda roja, Sanjay encontraba furiosa a la madre de Sikander, gritando a Ram Mohán como si fuera él uno de los que querían separarla de sus hijas; aunque se negaba a ver a la inglesa, escuchaba ávidamente, con ojos entrecerrados, a cada uno de los mensajeros.
—Pero ¿qué se habrá creído? —solía decir cuando salía el mensajero—. ¿Qué cree, que una madre no se preocupa del futuro de sus hijas? Sé muy bien la educación que he de darles —y se callaba para que entrara otro mensajero—. No dejaré que hagan de ellas otra cosa.
Las dos muchachas miraban y escuchaban en silencio, con su altivez rota al verse convertidas en el centro de una lucha que causaba tanta ira y dolor; de hecho a Sanjay le parecía que trataban a su madre con verdadero afecto, cuando se ocupaba de alimentarlas y rodearlas con la ferocidad vigilante de una leona. Pero no pudo verse con ellas a solas y era demasiado tímido para hablarles delante de los demás; se contentaba con verlas jugar a las cartas y al parchís con Chotta y Sikander, riendo y cuchicheando entre ellas. Obedecían a su madre inmediatamente y sin rechistar, y pasaban complacidas el rato con un sastre y un joyero del pueblo, que les traían brillantes telas, brazaletes finos de plata forjada y collares, de modo que parecían pequeñas réplicas de su madre. Todo esto terminó bruscamente y sin ceremonias una tarde calurosa en que todo el mundo dormitaba y Hercules entró en la tienda, buscó la habitación donde dormían las muchachas, cerca de su madre, echó a patadas a dos sirvientas, levantó a las niñas, una en cada brazo, y, cuando su esposa fue a coger a sus hijas, la rechazó con un revés de la mano y la tiró sobre la cama. Cuando Sanjay, Ram Mohán, Sikander y Chotta despertaron, Hercules ya estaba fuera y entregaba las muchachas a dos jinetes ingleses vestidos con casacas rojas, quienes, escoltados por la infantería inglesa, se dirigieron al río y lo cruzaron. Hercules volvió a la tienda y pasó junto a sus hijos sin mirarlos.
—¿No te he tratado bien? —le dijo a la madre de Sikander en su mal urdu—. ¿No te he dado cuanto has necesitado? ¿No te he dado una casa, criados y dinero? ¿No te he dejado a tus hijos, tal como querías?
Ella, con la huella roja de la bofetada en la mejilla, lo miró muy fijamente, y no dijo nada.
—De las muchachas quería cuidar yo y he sido un buen padre para ellas. Quiero que reciban una buena educación y crezcan como mujeres inglesas. Es lo mejor para ellas y es lo que quiero para ellas. ¿Lo entiendes? Ahora voy a ir a Calcuta con ellas y las dejaré al cuidado de unos amigos. Si quieres, puedes venir y estar con ellas hasta que regresemos.
Ella siguió sin decir nada, y él giró marcialmente sobre el talón y salió de la cámara; Janvi siguió sentada en el suelo, junto a la cama, sin moverse, y avanzó la tarde, difuminan— do los perfiles y las formas, trayendo el olor de flores y agua, y luego llegó la noche. Sanjay y los demás buscaron en la oscuridad a la madre de Sikander y se sentaron junto a ella, y Sanjay supo que no necesitaba dormir ni soñar despierto: mirar la cara de ella, sus ojos y el movimiento lento de las sombras, era suficiente. Por la mañana, cuando los pájaros empezaron a cantar, Janvi dijo, de pronto, con voz clara:
—Traed madera de sándalo.
Ram Mohán se levantó desde su postura medio reclinada, junto a Sanjay.
—¿Para qué?
Pero Sanjay ya sabía, de alguna manera, lo que ella quería; algún músculo, o nervio, una corriente única de emoción, tirante y convulsa, le corrió desde la ingle hasta la nuca.
—Para hacer una pira —respondió Janvi.
La palabra corrió por el campamento como un viento ligero; a los pocos minutos, la tienda estaba abarrotada de criadas, sentadas en cuclillas, mirando a la esbelta figura en el medio.
—Traed leña —volvió a decir. Como nadie se movió, se levantó, rápida y enérgicamente, y caminó entre ellas, llamándolas por sus nombres, rogándoles, pero ninguna se movió. Entonces, furiosa, empezó a darles patadas, recordándoles los años que habían comido su sal, pero lo único que hicieron fue abrazarse las piernas y apoyar las cabezas sobre las rodillas, y finalmente, Janvi se dirigió a Ram Mohán.
—No —pronunció él.
—He sido insultada —dijo Janvi.
—No.
—Tú lo sabes todo —recordó ella—. Sólo hago lo que debí haber hecho hace años.
—Esto, no. Es un crimen.
—Soy una rajput. Padmini lo hizo, con todas sus princesas. Las escrituras lo aconsejan.
—¿Qué escrituras? —gritó Ram Mohán, con la cara roja—. ¿Cuáles? Las que mienten e inventan.
Ram Mohán continuó durante algunos minutos, citando comentaristas y precedentes, destruyendo la autoridad de cada texto que pudiera apoyar lo que Janvi planeaba.
—Para un hindú —terminó diciendo—, las escrituras no tienen ningún sentido, y la misma tradición está en contra.
—Muy bien —concedió ella—. Entonces, soy yo quien elige, yo sola. Traed leña.
—Piensa en tus hijos —dijo Ram Mohán.
Sanjay miró a los hijos, y vio que Sikander estaba llorando. Chotta miraba a su madre con cara de asombro, pero Sikander miraba sin ver el trozo de tela del techo iluminado por el sol, llorando. Su madre dijo atropelladamente:
—Mis hijos son—rajputs. Lo entenderán. Traed leña.
—No —insistió Ram Mohán.
Janvi avanzó lentamente cuatro o cinco pasos; luego, se acercó a él y le puso una mano en el hombro; sintiendo el estremecimiento de Ram Mohán, Sanjay lo miró a él y luego a ella. Janvi le pareció repentinamente más joven, el rubor le subía desde los hombros; tomó la mano de Ram Mohán y cruzó las suyas sobre su pecho, como la doncella de una pintura. De pronto, Ram Mohán, con pasos vacilantes, salió de la tienda.
Construyeron la pira junto al río, una plataforma de troncos cortos, amontonados hasta un metro de altura, que untaron con ghi. En la tienda, Sikander, Chotta y Sanjay miraron cómo las doncellas la vestían; la envolvieron en telas rojas, color de novia, y le pusieron en los brazos gruesos brazaletes de oro. Parecía relajada; de vez en cuando levantaba los brazos para ver el efecto del oro en su piel.
—Traedme un poco de kheer, por favor —pidió con suavidad y sonriendo a las criadas. Acudió un khansamah de piel oscura, al que temblaban sus gordas piernas, llevando un recipiente común de cocina y una vieja cuchara de hierro. Mientras Janvi comía el dulce pastel de arroz, fuera se reunía una muchedumbre, miles de personas procedentes de los campos y poblados vecinos: sus murmullos llegaban a la tienda como la rompiente de una ola y la visión de Sanjay empezó a oscilar locamente, duplicada por su vieja herida y multiplicada por el resplandor y el sudor.
—Venid y sentaos a mi lado —llamó Janvi—, Todos.
Se había puesto un attar de jazmín de Lucknow, y el suave aroma aturdió a Sanjay, apartándolo del tumulto de fuera. Parpadeó y miró a su alrededor: Sikander seguía llorando, Chotta miraba a su madre con la boca abierta.
—No lloréis —dijo ella—. Recordad quiénes sois. Recordad siempre quiénes sois —luego miró a Sanjay—: Y tú. Tú y tus sueños —se tomó una cucharada—. Vamos, ya es hora de irse.
Se apoyó en el hombro de Chotta y él puso su brazo alrededor de ella; Sikander y Sanjay siguieron detrás. Fuera, la multitud guardó silencio, bajo el sol sólo se movían las banderas y el agua lenta del río.
—¿Querrás salmodiar algo? —le pidió a Ram Mohán.
—¿El qué?
—Cualquier cosa que convenga.
—No sé qué conviene decir.
—Canta algo.
—Muy bien. Es lo único que puedo hacer.
—Desde el primer momento —dijo Janvi acercándose a él— me perdonaste lo que soy y lo que hice. Y esto, esto no es nada, porque tú siempre estarás aquí —se giró hacia sus hijos—: Recordad. La muerte no es nada.
Con tres rápidos pasos saltó del suelo á la pira y un único grito, unánime, surgió de la multitud, seguido de un silencio pesado como la piedra. Janvi se sentó, lamiendo aún la cuchara.
—Está muy dulce —comentó sonriendo, luego puso la cuchara en el regazo, cruzó las manos encima y bajó lentamente los párpados. Respiró profundamente.
—Eres el primogénito —dijo Ram Mohán a Sikander, y de una vasija de barro sacó una tea ennegrecida y llameante por un extremo. Sikander miró la antorcha, luego al cielo, siempre alejado de su madre—. Ahora —indicó Ram Mohán—, por favor.
Pero Sikander dejó caer los brazos y sollozó sin poder dominarse, agitando su pecho. Dando un grito (¿qué dijo?), Chotta se giró y arrancó la antorcha de la mano de Sikander, se detuvo un único y solo momento (¿cuánto tiempo duró?), luego se inclinó con el brazo extendido sobre la leña, y en un instante todo estaba ardiendo. Sanjay quiso echar a correr, pero su mano la agarraba Sikander, cinco uñas clavadas en su piel (que sintió romperse, instantáneamente, en cinco lugares distintos).
—Mira —exclamó Sikander apartando su mirada a lo lejos—. Mira.
Sanjay trató de desasirse pero, como siempre, fue incapaz de hacer que Sikander se moviera, y luego Ram Mohán empezó a cantar, y Sanjay miró, y las llamas ascendieron; ella permanecía sentada, inmóvil, la cabeza alta, la figura oscura. Con su mano aún en la de Sikander (sentía la palpitación de su sangre), Sanjay miró, y Ram Mohán empezó un antiguo canto en sánscrito:
Dhritarashtra uvacha,
Dharmakshetre kurukshetre samaveta yuyutsavah
Mamakah pandavasraiva kim akurvata Sanjay...
Dijo Dhritarashtra,
recogido en el dharma puro de Kurukshetra,
oh, Sanjay, ¿qué han hecho mis hijos y los hijos de Pandu?
mientras de la madera ardiente se elevaba un vapor azul sobre los oscuros perfiles del cuerpo desnudo (¿se han quemado los vestidos?) y luego la pira se derrumba y todos retroceden ante la lluvia de chispas y brasas y el rojo brillo, todos salvo Chotta, que permanece de pie, solo, agradeciendo las quemaduras, y Sikander, aún cogido de la mano de su amigo, mira a lo lejos, al sol que ruge y consume y no deja ver nada; Ram Mohán se quiebra y ya no puede cantar, y Sanjay cierra los ojos, pero aún ve la pira, claramente y no en la imaginación, las llamas precisas, las caras de los que miran, los utensilios ordenados en el suelo, el chunni de una mujer ondeando al viento, un anciano, barbudo, desconocido, que camina alrededor de la pira, y Sanjay entiende que, haga lo que haga, no puede dejar de ver, y abre los ojos, mira fijamente el fuego, recuerda que ella había pedido un canto y, con toda naturalidad y sin pensar en nada, empieza a cantar:
Nainam chindanti sastrani nainam dahati pavakah,
Nacainam kledayanty apo na sosayati marutah...
Las armas no lo hieren, el fuego no lo quema,
el agua no lo moja, el viento no lo seca.
Esperaron tres días y tres noches hasta que los restos del holocausto se enfriaron; al final de la tercera noche, cuando ya casi se podían tocar las grises cenizas, Sanjay habló con el anciano que había aparecido al lado de la pira. Este anciano, que era invisible para todos excepto para Sanjay, vino a sentarse junto a él y puso una mano sobre su hombro. El anciano tenía el pelo recogido con una cinta sobre su frente, una barba rala, los ojos semicerrados como si meditara, la piel oscura y una capa con dibujos de flores sobre un hombro.
—Soy Yama —se presentó el anciano—. Señor de la Muerte.
Sanjay se lo quedó mirando, tenía un rostro tranquilo y refinado y su postura era la de un esteta.
—Habrá más de esto, ¿verdad? —preguntó Sanjay.
—Sí —contestó el anciano, y en ese momento pestañeó el ojo izquierdo de Sanjay (el viento levantó las cenizas) y el otro desapareció, se desvaneció su voz: «Sab lal ho jayega... todo se volverá rojo».
—Más de esto —repitió Sanjay, y empezó a desgarrar una tira de su dhoti.
—Espera —pidió el anciano, acercando la mano—. Escucha, debes escucharme...
Pero Sanjay cerró su ojo izquierdo y se lo tapó con la tira de tela que anudó alrededor de su cabeza, haciendo desaparecer al anciano.
—Vete al infierno —dijo Sanjay.
Después de arrojar las cenizas al agua, permanecieron junto al río, con todo el grupo aparentemente paralizado, sin que nadie quisiera o pudiera dar la orden de ir a un sitio o a otro. Sikander y Chotta cabalgaron por toda la llanura; salían por la mañana y regresaban avanzada la tarde, cansados y ennegrecidos de polvo; Ram Mohán se sentaba junto al río, con los pies en el agua, sin aceptar sombrillas ni cojines, y Sanjay pasaba los días con Gajnath. La sexta mañana, Hercules regresó a toda prisa por el río, pálido e incrédulo, acompañado por la mujer y Sarthi. Mientras Hercules recorría el campamento, dando patadas, gritando y preguntando, Ram Mohán dijo a Sikander, Chotta y Sanjay:
—Esperad. Os quiero contar una historia.
Y les contó una historia: una vez, una mujer llamada Jan— vi fue capturada durante la conquista de una fortaleza, y un hombre llamado Jahaj Jung, que la amaba, escapó de la ciudad en llamas; el captor de Janvi, Hercules, se casó con ella, pero, por pura fuerza de voluntad, ella sólo tuvo hijas, y un día envió a buscar a Jahaj Jung para que le diera hijos varones; él le envió laddoos brillantes, y todos los que los tocaron se convirtieron en parte de la historia, y Janvi y su vecina Shanti Devi comieron los laddoos, y cuando los hijos nacieron, una cobra cuidó de ellos.
—Y así nacisteis vosotros —terminó Ram Mohán—, Nacisteis, según ella, por venganza. Pero todos nosotros, los que tocamos los laddoos, somos vuestros padres y estáis hechos de mucho más que eso, estáis hechos del polvo de los pies en marcha, de las lágrimas de los hombres, saliva, esperanza.
Hercules se acercó a ellos, rodeado de soldados.
—Apresad a ese hombre —dijo—. Por ayudar, incitar y ser cómplice material en un suicidio.
Los soldados levantaron a Ram Mohán y lo llevaron hacia el campamento, y Hercules se enjugó las lágrimas.
—Hay mucha tarea que hacer, señor —observó Sarthi—, Mucha tarea.
—Sí —asintió Hercules.
Sandeep hizo una pausa y se frotó los ojos.
—Le pusieron grilletes a Ram Mohán —contó— en brazos y piernas, y lo pusieron en la parte trasera de un carro de equipaje. Cuando se detuvieron, después del primer día de viaje, lo encontraron muerto, sentado, con la cabeza apoyada en las rodillas —Sandeep se levantó y se echó el manto sobre los hombros—. En los dos primeros meses después de la muerte de Janvi, la Compañía se anexionó dos territorios pequeños y uno grande. Seis rajas y dos nawabs firmaron acuerdos con la Compañía, permitiendo que los británicos tuvieran guarniciones en sus territorios y cediendo a perpetuidad algunos derechos relacionados con la política y la economía. En los seis meses que siguieron a la muerte de Janvi, trescientas cuatro mujeres se arrojaron para morir en la pira de sus maridos. Algunas subieron a la pira por su propia voluntad, orgullosas, desoyendo todas las súplicas; otras lo hicieron llorando y gritando, obligadas por sus parientes. De todas estas muertes se escribió ampliamente en los periódicos de la India y de Europa. Se convirtieron en el punto central de muchos sermones y editoriales, y la campaña para autorizar el envío de misioneros a la India tomó un gran impulso.
Sandeep se envolvió en el manto y dio unos pasos hacia la oscuridad, luego se dio la vuelta y anunció:
Aquí termina el segundo libro,
el libro del aprendizaje y de la desolación.
La niñez de Sikander ha terminado.
Ahora empieza el libro de la sangre y de los viajes.