El sexo y el juez
Cuando terminé mi coca—cola, apreté la lata contra mi muslo hasta aplastarla y hacerle un borde afilado que me hizo daño. El cielo ya era de un color azul pálido, pero la carretera estaba aún vacía, los restaurantes de comida rápida estaban cerrados y las tiendas de vídeo tenían las persianas bajadas. De pronto, para sorpresa mía y sin poderlo evitar, me eché a llorar. Sentía mis lágrimas, pero dentro de mí no había dolor, nada que me hiciera llorar, y empecé a sacudir la cabeza. Cuanto más la sacudía, más ridículo me sentía, así que dejé de hacerlo, me senté y me restregué la cara.
Luego me envolvió un olor, un buen olor, pero tan penetrante que me tapé la boca y aparté la cara del vaso de cartón que tenía delante.
—¿Un batido? —era una mujer vestida de rojo, que me ofrecía lo que parecía un cubo pequeño—. Chocolate —dijo.
—Dios, no. Es demasiado grande.
—Lo es. Te quitará cualquier cosa. ¿Hierba?
—No.
—¿Alcohol?
—No. En realidad nada de nada.
—Algo de eso.
Estábamos sentados, mirándonos, y era una mujer muy hermosa, con el pelo rubio liso y recogido en una coleta alta, ojos azul claro y la piel más blanca que he visto nunca. El vestido estaba hecho de algo petroquímico, porque se le pegaba al cuerpo y era elástico y cuando se movía tenía que mirarle el escote pecoso entre los pechos y luego más abajo.
—Te he visto antes en alguna parte —dije.
—Probablemente —contestó, con una sonrisa de complicidad. Tenía arrugas muy finas en el rostro y vi los estragos de la edad en sus codos.
—¿Sí? ¿Qué es lo que haces, aparte de ofrecer bálsamo a las almas perdidas?
—Bueno, verás, la verdad es que —dudó antes de seguir— soy actriz. Actúo. Películas.
—Vale. Entonces, ¿en qué película te he visto?
—En alguna que se supone que no tenías que ver.
—¿Cómo?
—Hago películas porno.
—Mierda, ahora lo sé, tú eras la de la televisión, quiero decir la televisión normal. Estabas en un comité o algo parecido.
—Testificando, nada más. Bébete el batido.
—Kyrie —dije entre sorbos—. Tú eres Kyrie. ¿Qué haces aquí?
—Es largo de contar. En realidad no estoy aquí, de todas formas voy de paso a otra parte.
—¿Adonde?
—¿Por qué tengo que decírtelo?
—Me has dado un batido.
—Sí, eso es verdad. Pero no tengo tiempo. Tengo que irme lejos de aquí.
—¿Huyes de algo?
—Puede decirse que sí. Ya lo verás en las noticias de hoy. No, no he matado a nadie ni nada por el estilo. Nada de esa mierda peligrosa, sólo es una cosa rara.
—¿Vas andando?
—No sé. Mi coche se ha quedado para el arrastre cerca de aquí.
Así que la llevé al coche, que Tom y Amanda estaban vaciando de papeles, botellas de plástico y paquetes de cigarrillos arrugados. Amanda se encogió de hombros, se echó a un lado el pelo con un movimiento de cabeza y dijo que bueno, mientras Tom reclinaba la espalda en el Jaguar y sonreía.
—Tiene mucho polvo este trasto —comentó Tom.
Y llevamos el coche a lavar, y durante unos pocos minutos estuvimos encerrados cómodamente como dentro de un huevo, rodeados de espuma, y luego salimos a la carretera. Al cabo de un rato estábamos en pleno desierto, y el sol bajo entraba en el coche y parecía que echáramos un chorro de luz en cada curva. Levanté el vaso sobre mi cabeza para lamer las últimas gotas del chocolate con leche y me manché las cejas y el cabello; Amanda me miró y ahogó la risa. Por la mañana, al despertarnos, nos dijimos pocas cosas, pero esta vez le devolví la sonrisa, me acomodé contra la puerta y, después de un rato, sin que le preguntáramos, Kyrie, en voz baja, nos contó de qué huía y por qué.
Pues veréis (dijo ella), la cosa supongo que empezó con mi madre. Madre —así es como le gustaba que la llamara, «madre»—, a sus diecisiete años era la mejor estudiante y la mejor repostera de la Escuela Femenina San Judas de Hous— ton. Las monjas, que en su mayoría eran tejanas de ascendencia irlandesa, le contaron en más de una ocasión cómo la habían rescatado de su andrajoso y vagabundo padre, un apache borracho que no se movía ni para hacer la cola de la sopa y mucho menos para cuidar a una niña tan callada, introvertida y reflexiva como ella. «Pero tú», le decían con sus voces armoniosas, con aquel acento tan encantador, «tú serás algo». Y así creció, retaca y comprimida, muy bajita, oscura, nada bonita, pero muy fuerte, con una capacidad para el trabajo, físico o de otro tipo, que entusiasmaba a las monjas y las hizo escribir cartas suplicantes a sus colegas de la Ivy League7. Todo era seriedad y propósito en ella: cuando las otras chicas, confiadas y descuidadas con los principios de la belleza, se atrevían a robar los recortes sobrantes de las hostias en la trasera de la capilla, no sólo se negaba a imitarlas, sino que no hacía caso de sus burlas, con una indiferencia que era mucho peor que el desprecio. Lo que las hacía callar era una seguridad moral que hacía que se sintieran mezquinas, y era esta bondad esencial, esta negativa nerviosa, extática o de otro tipo, a sonreír, lo que impresionaba a las monjas y les asustaba un poco. De modo que le gastaban bromas hablándole de novios y, finalmente, cuando tenía diecisiete años y medio, ya casi fuera de la tutela de las monjas, éstas decidieron que era absolutamente preciso que tuviera alguna diversión, y un sábado la enviaron a la sesión de matiné del Rialto con dos chicas de confianza.
Eran Janine Alcott y Carol Ann Mayberry, limpias, esbeltas y bonitas; la primera, capitana del equipo de debate y la otra, destacada jugadora de hockey. A pesar de ser unas chicas evidentemente sanas y honradas, lo cual les había ganado el aprecio de las monjas, estaban atormentadas por su correspondiente cuota de represión sexual, típica de finales de los años cuarenta, y, tan pronto como llegaron al teatro, se fueron a los lavabos a emperifollarse con todo el arte desesperado de los diecisiete años. Mientras se pintaban y se añadían y quitaban, madre las contemplaba por el espejo con el interés imparcial de una antropóloga: a las otras no se les ocurría ofrecerle el lápiz de labios, ni siquiera un consejo, ella era demasiado objetiva. Fuera, intercambiaron una mirada por encima de la cabeza de madre, sintiendo un momento de simpatía por ella, porque caminaba con sus pasitos eficientes y rápidos, con los hombros cuadrados bajo su absurdo vestido de cuello redondo, indiferente por completo a la oleada gigantesca de concupiscencia que reinaba en la oscura sala del cine.
Al día siguiente, cuando los periódicos de la tarde anunciaron «Atraco de una colegiala — Las sospechas recaen sobre una destacada alumna» y «Desaparece y se larga con la caja católica», Janine y Carol Ann se retorcieron y gozaron de lo lindo ante los flashes como focas amaestradas, y dijeron que ellas siempre habían pensado que había algo un poco raro en ella, pero que nadie sabía exactamente lo que era. Nadie supo lo que le ocurrió a madre en la oscuridad, ni ellas ni las monjas y menos yo, y quizá ni ella misma. Nunca habló de eso, ni una vez, y aunque me puse a buscar en los periódicos de la época, los informes de la policía y todo eso, todavía no sé por qué lo hizo. La película de aquella tarde era Sombrero de copa, en la que Fred y Ginger flotan ingrávidos por encima de los tejados de Manhattan, pero el público de aquella tarde en el Rialto los ignoró por completo, atrapado gozosamente en la gravedad fragante y fétida del cuerpo del otro, en el terrible incienso de las palomitas de maíz, la coca—cola, el chicle, el intercambio de salivas y el muy sutil pero incontestable olor dulzón del esperma rezumando lentamente dentro de los vaqueros almidonados. Todos ignoraron la ligereza angélica de Fred y Ginger, todos excepto madre, sentada muy recta en su butaca, con las manos entrelazadas sobre el pecho, mirando encandilada la pantalla. ¿Qué vio? No lo sé, pero imagino que vio el espíritu liberado del cuerpo, el amor alejado de la fornicación, la alegría separada del sufrimiento y —perdonadme mis malditas palabras altisonantes— el tiempo emancipado de la historia. Miraba hacia arriba, con la cara bañada en lágrimas —Janine y Carol Ann lo decían en los periódicos amarillentos—, el chorro de luz que pasaba por encima de su cabeza, y sé que debió de sentir el peso firme de sus músculos tirando de ella hacia abajo, la piel morena, los oscuros pezones, la nariz aplastada, el cabello. Y sé que debió sentir algo tan enorme, una convicción tan real que la hizo pedazos y la convirtió en algo diferente, porque aquella tarde salió del Studebaker de Janine sin mirar hacia atrás, y más tarde se metió en la sacristía, forzó el cepillo y se llevó hasta el último céntimo. Se llevó la caja de la oficina principal y la recaudación del día en la panadería, y cuando sor Carmina, vestida con un camisón rosa, apareció en una puerta del corredor, madre le dio tal puñetazo entre los ojos que la pobre hermana quedó fuera de combate, con cara de mapache, y tuvo que guardar cama durante dos semanas.
Madre encontró trabajo de mecanógrafa en una compañía de seguros médicos de Manhattan; al principio dudaron, pero cuando vieron la regularidad incesante de sus dedos en el teclado de la máquina de escribir, su asombrosa velocidad, la contrataron enseguida y empezaron a depender de ella. Trabajaba sin pausa, salvo la hora reglamentaria del almuerzo, y ni siquiera al final de la jornada daba muestras de cansancio. Las otras empleadas, en su mayoría hispanas de tacón alto, empezaron a llamarla «la Máquina», e interrumpían el trabajo para tomarse un café y contar horribles historias sobre lo que madre hacía después del trabajo. Pero lo que hacía era bastante sencillo: con la primera paga se compró un juego de pesas, y otro con la segunda, y se pasaba las tardes sola en su pequeña habitación amarilla, levantando pesas. Esto era mucho antes de ponerse de moda el deporte, pero la recuerdo muy bien, delante de un espejo deslustrado, mirándose el cuerpo con distante hostilidad, prestando una atención inteligente y cuidadosa a cada pequeña parte, trabajándola, poco a poco, poco a poco, sudando y gruñendo hasta que cada curva, cada hoyuelo, quedaba perfectamente esculpido, hasta que todo brillaba a la escasa luz como una estatua morena torturada y pulida por mil años de mar.
Os preguntaréis qué es lo que pinto yo en esta película. ¿Cómo vine al mundo? Me parece que yo era una necesidad, porque ella nunca creyó que pudiera volar por sí misma, por eso, cada sábado se ponía un vestido verde, suelto, que hacía juego con su piel morena, y recorría los bares, protegida por aquella seriedad que la había caracterizado desde el principio. Le llevó bastante tiempo encontrar lo que buscaba, porque en aquellos días a una mujer como ella le era difícil conocer a un hombre en Manhattan, en un fin de semana, que fuera, digamos, universitario, ágil, despeinado, pantalones de franela blanca, quizá con camiseta de marino, cabello fino y rubio caído sobre la fina frente, manos largas y delicadas y uñas cuidadas. Eso es lo que ella quería, y después de un año y medio lo encontró en un club de jazz de la avenida Amsterdam, más arriba de la calle Noventa. No lo sedujo con sonrisitas bobas o parpadeos coquetones, sino mirándolo fijamente durante media hora y luego yendo hasta él para decirle: «Vente a casa conmigo». Y él se fue, haciendo un guiño a sus amigos por encima de la cabeza de ella, confiado todo el tiempo hasta el apartamento, hasta que madre se dio la vuelta y de un empujón lo tiró sobre la cama, se puso a horcajadas encima de él y le arrancó el cinturón, todo casi en un mismo movimiento. No quiso besarlo, y lo que asustó más al hombre no fueron los bíceps y hombros de ella, sino su manera de mirarlo en la oscuridad. Después de irse el hombre, madre se dio una larga ducha y luego se durmió profunda, muy profundamente.
Y así crecí dentro de ella, célula a célula, bañada en su sangre, cuerpo de su cuerpo. Pero apenas prestó atención a su embarazo y siguió trabajando sin parar, agradeciendo el interés semisarcástico de los demás con un seco movimiento de cabeza. Tecleaba: «En la tarde del 3 de febrero, el señor Hardin fue golpeado en la región facial con un bate de béisbol, con resultado de extirpación de tres dientes del maxilar superior», y creo que, de alguna manera, lo oí; ya sé que suena absurdo, pero es la única forma de explicar lo que ocurrió más tarde, lo que hice. «El señor James introdujo el pie en un agujero de una obra en construcción y cayó sobre su mano izquierda. Padece una subluxación rotatoria del escafoides y daños leves en los tejidos de la muñeca y mano izquierdas y en la articulación de la segunda falange del pulgar. Ha sufrido subsiguientemente la enfermedad de Quervain y el síndrome del túnel carpiano.» «Hay señales de intensidad creciente en pequeñas zonas posteriores a los espacios intervertebrales C4-5 y C5-6 con leves impresiones extradurales sobre el saco tecal y la cara anterior de la espina dorsal en estos niveles, indicio de posibles discos intervertebrales herniados o salientes o de osteofitos posteriores degenerados.» «La señora Quevado fue alcanzada por pequeños trozos de cristal del parabrisas, con resultado de laceraciones en ambas córneas.» Crecí con este conocimiento de lo quebradizo del cuerpo, de su fragilidad, de cómo se rompe y cómo se remienda, de cómo se retuerce y mortifica, de sus extraños humores y secreciones, sus hedores y su fealdad, sus sufrimientos, pero, a pesar de todo eso, he sido incapaz de mirarlo como ella, con tanta fascinación y tanta aflicción.
Mientras aprendía estas cosas dentro de ella, ejerció su voluntad sobre mí: apretándose las tripas, mirando, durante una hora cada tarde, miles de tarjetas postales de bebés con ojos como perlas y las páginas de sociedad de Harper’s Bazaar, New York Times y Look, me hizo de piel rosada, ojos azules y rubia. Mientras me formaba dentro de ella, madre se borraba de mí. Creedme, sucedió así, puede suceder, la voluntad es más poderosa que la ciencia, es lo más poderoso y mágico del mundo, hace milagros. Después de hacerme, me escupió de ella como un cacahuete y nunca volvió a tocarme, salvo para limpiarme el interior de las orejas o atarme el cabello en una cola de caballo. La enfermera le dijo, mire, es una niña, qué pelo tan bonito, y madre dijo, sí, ya lo sé, se dio la vuelta y se puso a dormir. Tampoco yo lloré nunca.
Y crecí y ella se buscó un segundo empleo por las noches como contable de un hotel, luego un tercero durante los fines de semana, como administradora y consultora de impuestos de pequeños restaurantes y paradas de camiones. Todo para que yo pudiera pagar los dieciocho dólares que costaba un peinado en los salones de la Segunda Avenida, tuviera abriguitos de Charivari, recibiera lecciones de ballet y calzara los zapatos perfectos de Stein; para que la gente me admirara cuando salía por una oscura puerta de cristal desprendiendo la frialdad del lujo, para que supiera hablar de todo aquello y supiera caminar derecha por la acera y la gente pudiera decir, qué maravilla, qué encantadora es. En estos casos, madre solía ir modestamente dos pasos detrás de mí y la gente la tomaba por una sirviente eficiente y almidonada. Veían su cara morena y aplastada, las manos cruzadas delante y sus zapatos planos; con un atisbo de codicia le preguntaban para quién trabajaba y ella, con una breve y apretada sonrisa de deleite, me señalaba con un gesto de la cabeza. Aquellas tardes me daba una cucharada más de Ovaltine y me cepillaba cien veces el cabello para eliminar cualquier posible rizo, examinando su obra de vez en cuando, con aquella secreta sonrisa en el rostro.
Crecí y nunca pensé que fuéramos raras. Sabía que madre trabajaba duramente para mí y yo la correspondía aplicándome en serio, y todo lo demás lo aceptaba con naturalidad y sin cuestionármelo. Yo era vanidosa y entendía por qué madre estaba orgullosa de mí, y me daba un poco de pena su aspecto, lo cual acrecentó mi interés por traer a casa las mejores notas y ser más vaporosa en mis pasos de ballet. Pero una tarde, cuando tenía doce años, llegué a casa y encontré a madre, con la bata que se ponía entre empleo y empleo, mirando en su nuevo televisor de doce pulgadas una columna de humo plumoso que atravesaba el cielo. Me senté a su lado, mientras saltaba de un canal a otro, cambiando de una imagen a otra, todas de algo fino y plateado que soltaba una enorme columna de vapor dejando al final una mancha a la deriva en el cielo y el recuerdo de un rugido en los oídos.
—Fíjate —dijo—. Míralo bien.
—Lindo —respondí brevemente, despreciándolo con mi demasiado habitual y poco entusiasta elogio. Empecé a hojear un ejemplar de Life, un poco asustada, aunque complacida, al ver la rápida mirada de disgusto que ella me dirigió. Ya se había enfadado conmigo otras veces, pero siempre por cosas que yo había hecho o había olvidado, siempre por mí, pero ahora parecía que esta otra cosa le afectaba lo suficiente como para sentirse herida. Y de este modo en las semanas y meses que siguieron hice como si no notara nada raro, pero sí que lo había: guardaba todas las fotografías, todas las noticias que podía encontrar sobre esos cohetes que salen disparados de la tierra. Tenía que abrirme paso entre montones de ejemplares de Popular Mechanics y modelos baratos del Geminis II, limpiar por la noche mi sofá cama de octavillas de publicidad de la NASA, y por la mañana me encontraba en el cuarto de baño con biografías en rústica de John Glenn. En el baño, sentada en el retrete, con los ojos cargados de sueño y la boca espesa, me olvidaba de todo y estudiaba a este John Glenn, de cara alta y optimista, ojos azules, y trataba de averiguar la conexión. Pero yo era joven y daba demasiada importancia al hecho científico e, incapaz de encontrar una explicación coherente, me vi forzada a pensar que mi madre era rara. Mis contemplaciones, siempre reconfortadas por los olores de mi cuerpo, se veían interrumpidas por madre, que golpeaba la puerta diciendo: «No entiendo cómo puedes pasar tanto tiempo ahí dentro».
Y lo pasaba, cada vez más. Mientras ella seguía con sus elegantes máquinas, yo descubría mi cuerpo en la oscuridad del cuarto de baño, el único sitio del apartamento donde podía estar a solas. En la ducha, bajo la suave caricia del agua, manoseaba y excavaba, descubría fuentes de fluidos, olores salados y dulces, extensiones. Y, naturalmente, me evadía con el gozoso descubrimiento entusiasta de la adolescencia, y me masturbaba debajo del grifo, en el suelo, inclinada en el lavabo, pero era algo más que eso, la cosa era que, mientras me apretaba contra la pared, con los labios sobre un frío azulejo, o me revolcaba en el suelo o me tendía sobre la aspereza de la toalla, sabía que estaba ahí, me refiero al mundo, con su aspereza, con su poder. Podía sentirlo. Diréis, ¿de qué demonios está hablando ésta?, pero debéis comprender que fuera de allí, con mi madre, sentía a veces que todo era fino como el papel, plano, como la luz que atraviesa un cristal de colores, me sentía algunas veces flotando, muy dentro de mí, y lejos todo lo demás, como exhalaciones de un fantasma. Cuando me sentía así, me quedaba sin aliento, pero fría, como de piedra, ¿sabéis?, como una asesina o quizá como una catatónica en la sala blanca de un hospital, y entonces me encerraba en el baño, me arrancaba la falda, chupaba mi dedo índice y también el dedo corazón y el pulgar, y los ponía dentro, en mis radiantes labios vaginales, en mi vulva —sí, también había empezado a leer, ¿qué os creéis?—, la arruga redondeada, la curva sedosa del vientre, la lengua y los dientes en el hombro, y volvía a encontrarme de nuevo.
Y así siguió la cosa. Yo en el cuarto de baño, madre fuera, yo retorciéndome y arrastrándome por las baldosas frías del suelo y, en la escuela, seria y nerviosa. Los chicos me perseguían un poquito y luego contaban cosas feas de mí. Creo que era bonita, pero dudaba, porque, a pesar de todo, quería portarme bien por mi madre, lo intentaba, aceptaba el peso de sus esperanzas y trataba de llegar a ser lo que ella soñaba que yo fuera. Todos aquellos años vivimos juntas, sin hablar mucho entre nosotras, sabía lo orgullosa que estaba de mí, y sentía que algo como una espina me iba creciendo en el pecho, una punzada apretada de rencor de la que me avergonzaba durante el día. Pero creo que lo habría hecho, que habría dejado que hiciera de mí lo que ella quisiera, si no me hubiera rajado.
Sí, me rajó, y entonces la odié. Pero ya la odiaba antes y habría querido huir de ella, lo había pensado y pensado y finalmente decidí que, para darle gusto, me haría astronauta. La década había pasado de largo con toda su furia y su distante guerra en la jungla, y yo aún sabía que tenía que pagarle lo que había hecho por mí. Sabía que esperaba algo de mí, algo que tenía que ser mucho, pero como nunca me lo dijo, nunca lo supe. El año del último curso, vi una película en la escuela, en una clase de ciencias: astronaves que trazaban una curva silenciosa sobre un cielo negro y se acercaban, tripulantes que se movían y giraban lentamente, unidos a la nave por cordones umbilicales de plata, y pensé, eso es lo que ella quiere. Quiere que yo haga esto, y por eso dije, casi sin querer y en voz alta: «Quiero ser astronauta». Los crios se rieron de mí, pero la maestra, una irlandesa vieja y quisquillosa, sonrió y yo seguí sonriendo en el autobús camino de casa, pero en la mesa de la cocina madre tenía abierta una carpeta de color marrón, llena de folletos brillantes y páginas fotocopiadas de revistas médicas. Vi dibujos de cortes transversales en blanco y negro, con huesos y cartílagos perfectamente detallados y explicados.
—¿Qué es todo esto? —pregunté.
—Para ti —dijo ella—. Esta es la que te conviene.
—¿Para mí? ¿Para mí, un cambio de nariz?
Bueno, al parecer se había estado fijando en mi nariz durante años. Me la miré en el espejo y me pareció bien, pero madre dijo que era demasiado ancha y aplastada.
—¿Demasiado ancha y aplastada para qué? —pregunté levantando la voz—. A mí me gusta como está.
—No así —insistió—. Como ésta.
En el espejo me pareció una buena nariz, recta y suave, ni desfigurada ni fea, pero tenía aquella otra metida en la cabeza y me la dibujó en un papel amarillo: tenía que empezar desde las cejas, bien definida, con los lados finos, pero no demasiado finos, luego seguir como una hoja hasta la punta un poco levantada y diamantina, sobre unos orificios afilados y escondidos. Había elaborado esta idea durante años, era la destilación de muchos años de búsqueda, y esto es lo que quería de mí y para mí, y protesté otra vez:
—¿Para qué? No quiero una jodida nariz nueva.
—No digas palabrotas —dijo, pero sin enfadarse. Había estado ahorrando dinero durante años y yo ya tenía la edad suficiente, por lo tanto, plantearse no hacerlo era irreal.
—El jueves que viene —anunció, mientras ordenaba los folletos—. Tendrás las vacaciones del día de Acción de Gracias para recuperarte.
Sonreía ligeramente y comprendí que esperaba que le diera las gracias, que era un regalo que me hacía.
—Madre —dije—. Déjame hacerte una pregunta. ¿Qué piensas que debo ser?
—Cualquier cosa, querida. Puedes ser cualquier cosa.
Supongo que trataba de imbuirme aquel maldito y estúpido cuento de la esperanza, pero en aquel momento se me ocurrió que no le importaba realmente lo que yo fuera, siempre y cuando prosperara y me escapara de su mugrienta cárcel de marginación y me sentara bien la maldita nariz de propietaria. Así que me rajó. Sí, ya sé que fue un tal Schwartz el que tenía el cincel en la mano y de un solo golpe separó el cartílago del hueso, ya lo sé, pero fueron las manos de mi madre las que sentí en mí. En mí, allí sentada, temblando ante el sonido de aquello, sin sentir nada, al menos estaba anestesiada localmente, cerré los ojos y fue como si se me helara la parte delantera de la cara. El tipo aquel me hablaba, muy bien, cielo, ahora viene, y entonces, muy lejos, como un terremoto al otro lado de la tierra, crac, lo rompió. Y pensé: zorra.
Y me acosté en mi cama, con los ojos cercados de negro y la cara vendada. Supongo que podría decir que el pavo de aquel día de Acción de Gracias me supo amargo: las cápsulas que me dio Schwartz dejaron en mi boca un regusto agrio que me duró unos cuantos días. Cuando fui al colegio ya había desaparecido la hinchazón, pero aún llevaba un esparadrapo blanco en la cara, y me encontré con la sorpresa de que ya era una heroína. Les gusté incluso antes de que vieran mi nueva nariz. Supongo que lo que apreciaban era mi esfuerzo. La nariz, después de que Schwartz me quitara los puntos, adoptó lentamente su nueva forma. Cada mañana, al levantarme, descubría una nueva configuración, y madre decía que tenía que pasar un poco de tiempo antes de alcanzar su forma normal. La verdad era que no me preocupaba mucho cómo fuera a quedar al final, me importaba un pito, ya tenía bastante con vigilar cómo cambiaba y con ver aquella cosa nueva sobre mí. Porque, aunque parezca obvio, es como si yo me pareciera a otra, y de vez en cuando me tocaba cuidadosamente con los dedos, buscando mis antiguos y ahora invisibles contornos. Me sentí estafada, como si me hubieran castigado.
Y con respecto a mi madre, qué, diréis. Bueno, me quedé tranquila, aparentemente agradecida, esperando la ocasión propicia para no sé qué. No sabía lo que iba a hacer, pero sabía que mi respuesta tenía que ser decisiva. De mis planes con la NASA tenía que olvidarme, porque sólo de pensar que iba a coger un avión para ir a Texas o a cualquier sitio así me ponía enferma. Los fines de semana me levantaba temprano y me iba al parque, y miraba a los trabajadores que barrían las hojas, regaban y abonaban la tierra. También leí un montón, casi todo el rato, y no sé por qué, casi siempre cuentos populares, alemanes e indios, sagas islandesas, cosas de ese estilo. Supongo que porque me sentaban bien. No hablaba con nadie.
Al cabo de un tiempo empecé a ir al parque también por la tarde. Le dije a madre que había chicos, citas, fiestas, y me creyó toda convencida. Me sentaba en el césped y esperaba a que oscureciera, luego subía al último autobús y volvía a casa. Debería haber tenido miedo, pero no fue así. Un día, me quedé dormida y me desperté con el sonido de los aspersores de riego, un sonido suave, apagado y rítmico; sentí el agua sobre mi piel y mis ojos y tuve frío, e intenté levantar la cabeza, pero no pude, como si no tuviera músculos. Pensé entonces que lo mejor era abandonarse, desaparecer en la tierra, convertirme en lodo y mantillo, pero pude recuperarme y me senté con el corazón palpitando con fuerza. Sosteniéndome el pecho, logré levantarme y empecé a andar. Salí del parque y seguí caminando y pasé por muchos sitios. Primero, cerca del parque, donde están las casas grandes y brillantes de los ricos, con las ventanas como pedacitos de metales preciosos, como barreras que esconden todo un mundo. Luego pasé por las casas de la gente corriente, filas ordenadas de moles oscuras en forma de caja. Luego vino una ruidosa y festiva avenida, con los aparcamientos llenos de coches. Luego vi solares llenos de hierbas y basuras, y fábricas, y chamizos de latón. Y luego pasé por las casas de los pobres, hileras e hileras de casas de apartamentos, porches pequeños, coches herrumbrosos. Después, un lugar enorme y vacío, gris y abandonado, trozos de cables esparcidos, el cráneo blanco de un animal, ladridos en la oscuridad y aquí y allá fragmentos desperdigados de un edificio. Luego un tiempo largo de nada, oscuridad total, ni siquiera un camino. Y, por último, un brillo rojizo en la oscuridad, un círculo de neón, un cartel desigual con letras perdidas que venían a decir «Joyland».
Cuando entré en Joyland creyeron que buscaba trabajo y no dije que no. Como era tan joven se pusieron nerviosos, aunque era evidente que me querían, así que dejé que hicieran sus jugadas, regateos y artimañas, como supe desde que entré. Me llevaron atrás y esperé mi turno entre bastidores. Luego entré en el escenario, me olvidé de la música, me senté en el borde y empecé a desnudarme lentamente. Quiero decir que aquello no era un espectáculo ni nada. Ni siquiera intenté bailar, sólo me quité la ropa, pero parece que les gustó, porque al cabo de un rato pedí que encendieran las luces y los miré a la cara, sostuve sus miradas, me senté y me los gané a todos. Me quedé un ratito más, allí, reclinada en mi silla, y eso fue todo. Quiero decir que no fue para tanto y me he preguntado a menudo por qué se produjo aquel silencio repentino y las otras chicas dejaron de moverse de un lado para otro y todo el mundo se quedó mirando. Desde luego no creía que yo fuera el tipo que hace que todo el mundo deje de beber, de pedir cosas y de hablar, sólo porque me quitara la maldita ropa, y la verdad es que no sé qué pasó aquella primera noche. No lo sé. Quizá era que miraba a todos a los ojos y que no intentaba vender nada.
Y allí fue donde empecé. Con esto no quiero deciros que allí todo fuera agradable: había bebida derramada por el suelo, mujeres que trabajaban para alimentar a sus hijos y a otros, borrachos en los lavabos, y todos aquellos hombres sentados en la oscuridad con ojos como cuchillos, policías de ronda, dinero sucio de las mafias, en fin, todo eso. Tres noches a la semana le decía a madre que me iba a ver a Eddie, Barbara y Pennel, y en lugar de eso me iba a Joyland y hacía mi cosa. Por qué, os preguntaréis. ¿Quién sabe? Supongo que me hacía sentir bien. Lo hubiera hecho en cualquier otra parte, en la calle o en un autobús, pero en Joyland todo estaba preparado, podía hacerlo y lo hice.
Algunas mujeres me despreciaban, otras cuidaban de mí. Los hombres me rodeaban y me miraban, sin saber qué pensar, y hubo rumores para todos los gustos. Pero, aun así, querréis saber qué sacaba yo de todo aquello, cómo me sentía, si me sentía ruin, manipulada o algo así. No, lo que yo sentía bajo la luz cegadora del foco era a mí misma, el sudor sobre mi piel. Estoy segura de que había otras que bailaban allí y que sentían desprecio por los que miraban y por ellas mismas, pero para mí aquello no tenía importancia; aquello, o el dinero, no eran la razón para que yo fuera a aquel suburbio. Era porque estancaba. Allí me sentía libre de las cuchilladas del progreso, por lo menos durante un rato. Y, de verdad, para mí era del todo inocente: siempre me volvía directamente a casa, ignorando todas las invitaciones, las peticiones, tristes y esperanzadas.
Sea como fuere, me gradué y seguí haciendo aquello, y una calurosa noche de julio, camino de casa, vi por todas partes grupitos de gente arremolinada delante de los escaparates, mirando una superficie gris y rocosa, con una pequeña nave blanca flotando en el fondo. Cuando llegué a mi casa, madre estaba sentada a la mesa, muy erguida, con la televisión a la espalda hablando bajo y precipitadamente. Me miró.
—¿Lo sabes? —pregunté.
—Lo sé.
De nada servía preguntar cómo, eran centenares los hombres que iban a verme y se habría enterado de alguna manera. Tenía las manos extendidas y apretadas sobre la mesa. Su cara estaba en la oscuridad, pero la luz de detrás jugueteaba en su cabeza.
—Criatura asquerosa —dijo con una voz más asombrada que furiosa—. Podías haber sido cualquier cosa, podías haber hecho cualquier cosa. Pero, en lugar de eso... —su voz estalló— has elegido la MIERDA —su gesto al lanzarme la palabra, como si me echara en cara el mundo y mi futuro, abarcó la pequeña cocina, las cubiertas del Saturday Evening Post enmarcadas en la pared y, muy en especial, la imagen de la pantalla de televisión que tenía detrás. Se detuvo, me dio la espalda, miró intensamente la televisión y resumió su desprecio por mí—: Tú, bárbara.
Y me fui. Bajé por la calle y ya sabéis lo que vi en los cientos de cuadraditos luminosos a ambos lados de la calle, en los escaparates y en las salas de estar, y conocéis las palabras que me siguieron, repitiéndose una y mil veces, metálicas y siseantes desde una distancia de miles de kilómetros en el espacio: «Un paso pequeño para el hombre, pero un gran salto para la humanidad». Y sabéis lo que vi: una forma blanca, ligera y limpia, clavando una bandera en la luna. Y busqué un teléfono y llamé. Había gente que me había preguntado cosas, que me había pedido que hiciera cosas, y ahora llamaba yo y en pocas horas todo estuvo listo: una cama de metal chirriante en una casa apestosa del extrarradio, un colchón gastado, cubierto por sábanas baratas pero nuevas, dos pequeños travesaños sobre soportes metálicos, una antigua y arañada cámara de dieciséis milímetros, pero que funcionaba, un fotógrafo y un hombre. Al principio, el hombre, de cabello largo, con botas de vaquero, de unos treinta años, bebiendo de una botella pequeña, me sonrió y dijo que no me preocupara, que sabría cuidarme, pero no le dije nada y se calló. He de decir que estaba tranquila. En un minuto ya me había desnudado y le dije, vamos, y miró detrás de la cámara, sorprendido, porque, supongo, creía o quería que yo estuviera asustada. Se sentó en la cama y me eché encima, lo acaricié y le quité la camisa, y luego la piel tortuosa de los hombros, la leve acidez de sus sobacos, el cuello, sus palpitaciones, el sabor fuerte de su boca, bourbon, la suavidad del interior de sus labios, los ojos vigilantes bajo los párpados semicerrados, cada pelo de su pecho distinto, sus pezones como granitos, mi lengua moviéndose rápidamente, tragando, mordiscos en la piel, la respiración temblorosa del estómago y los músculos tensos, la bendita solidez y el calor, la señal de bienvenida de un aroma intenso, la nariz frotando y excavando, la piel arrugada, tan suave, y hacia abajo, deslizándose, la boca que se abre dispuesta a recibir: la polla está buena, y luego visita las rodillas, las rodillas estrechas y con cicatrices de la infancia, los tobillos separados y los dedos curvados. Me levanto y me devuelve beso por beso, en mi espalda, en mis costados, en brazos, cuello y orejas, pequeño animal húmedo, cálido y rápido, la vibración de los pechos, los pezones alerta, me dejo caer y me doblo sobre su cara, mi olor sobre él, sus labios sobre mí, cada movimiento un relámpago eterno en mi corazón, la vagina exuberante y espesa, hinchada, la punta girando buscando mi clítoris, lo encuentra, lo pierde, mis manos acariciando sus mejillas, mis dedos sobre mí: bondad dulce e inagotable del coño. La cámara gira, me tiendo de espaldas y busco debajo, lo cojo, ahora bullicioso en mi mano, muevo las caderas hasta ponerlo dentro, y luego doy la vuelta, la punzada me arranca un grito, pero veo mi cuerpo brillante y húmedo encima del suyo, y lo que tengo dentro me resulta tan extraño, pensar en ello —lo tengo dentro— es tan inesperado y maravilloso que me pongo a reír, y él tiembla y se ríe también y, por alguna razón, nos ponemos a reír todos, y reímos y reímos hasta que quedo derrengada, aunque siempre riendo, la cámara se para y lo único que oigo son las risas de nosotros tres.
Como se acabó la película, tuvimos que volver al día siguiente para filmar el rodaje del orgasmo. Después nos sentamos pegajosamente en la cama y comimos donuts. Cuando pregunté el porqué de ese rodaje (se proyecta a cámara lenta, con una abundante rociada de esperma), los dos se encogieron de hombros y dijeron que era así como se hacía, que es lo que daba dinero. Qué raro, pensé, pero no me importó, porque yo me sentía estupendamente. La gente no me cree cuando les cuento esto, me refiero a la gente correcta, formal, a la buena gente, a los papás y mamás con dos-coma-cinco hijos. Me miran alternativamente con lástima y horror, y, cuando insisto, hacen como si yo no existiera. Te engañas, dice la mamá, estás loca, no sabes lo que te pasa, no sabes lo que han hecho contigo. Cuando les digo que no, que no, que soy yo, me sueltan un «¡guarra!» y tratan de olvidarme. Pero, hey, ya he pasado por todo. Después de aquel primer día, con el dinero que me dieron, me compré un Packard desvencijado, me metí en él y a conducir se ha dicho. He estado en todas las ciudades pequeñas, desde Albany hasta Waco, sin perderme una, y cuando llegas, cuando empiezas mirando las avenidas comerciales, dejas atrás los grandes almacenes, evitas las calles donde viven los profesionales y ejecutivos, te alejas de los barrios residenciales con césped y buscas los edificios en ruinas, los vagabundos, los coches de policía, la lluvia, y allí lo encuentras. Fui de ciudad en ciudad, haciendo desnudos. Luego volví al este e hice películas porno, una basura en blanco y negro, mal iluminadas, a veces con chicos que no se quitaban los zapatos por miedo a las redadas de la policía. Pero llegaron los setenta y ya se podían hacer películas con títulos de crédito, música y toda la pesca, y la gente, incluidas las mujeres, empezó a saber quién era yo. Nunca volví a casa.
No sé si, dicho así, vais a pensar que soy una estrella, pero lo que quiero que sepáis es que lo que hago es un trabajo, un oficio. Daos cuenta, te presentas por la mañana y, a lo mejor, la persona —él o ella— con la que tienes que trabajar, si no tienes suerte, no está hecha para el oficio, lo odia, se odia a sí misma, o, simplemente, está cansada o aburrida, pero tienes que hacer la escena. Luego están los focos, que dan calor y dolores de cabeza. Si tienen que mover la cámara, has de cambiar de sitio y empezar otra vez, y quizá al tío se le pone floja porque está lejos de la pelusa de la chica y tienes que reanimarlo. Pero, además de todo eso, tiene que gustarte, y a mí me gusta, estoy orgullosa de mi arte, y funciona, después de todo está la carne, brillante y suave bajo los focos, la sala que desaparece, la concentración amorosa y serena, incluso cuando oyes la voz del director detrás de la cámara.
Y lo estuve haciendo durante años. En la primera película auténtica que hice, con créditos y todo eso, el productor me dijo, encanto, ¿quieres usar tu verdadero nombre?, y yo le dije que me lo pensaría. Y aquella noche me senté en mi apartamento y me lo pensé. Mi nombre verdadero —no importa cuál fuera— ya no me parecía real, y quizá nunca lo fue. Me acordé de mí, encerrada en el cuarto de baño, con la piel húmeda por el vapor, y fuera, la atmósfera nítida de la casa de mi madre, el clima de razón atemperada que respirábamos, y supe que mi nombre nunca había sido mío. Y empecé a buscarme otro, hojeé los libros que tenía en las estanterías de la pared, paseando de ventana a ventana. Finalmente, me puse un abrigo y me eché a la calle en dirección norte —entonces vivía en Manhattan, en Columbus—. Ya era tarde, era invierno, y las calles estaban resbaladizas por el hielo. Caminé, escuchando las voces de los villancicos, claras y afiladas como espadas en el aire vigorizante. Al doblar una esquina vi la iglesia de Saint John y me quedé mirando su enorme tejado oscuro. Allí debajo, esperé. Esperé que se me dijera algo, esperé a que surgiera una pregunta medio formulada en mi interior. Pero finalmente me di la vuelta, nada dicho, nada recordado.
A la mañana siguiente me llamó por teléfono un médico del hospital Bishop: madre estaba en la sala de urgencias después de un colapso sufrido en el trabajo. Los síntomas eran de desnutrición aguda. Cuando llegué al hospital, el doctor —después de reconocerme con cara de asombro, cosa a la cual ya estaba acostumbrada— me dijo que madre sufría desde hacía tiempo de un constante estreñimiento y, al parecer, para evitar los dolores abdominales, los dolores de cabeza, las papillas y las píldoras, y la indignidad de esforzarse cada mañana, había dejado de comer. Estaba dormida y la miré a través del cristal de la puerta de la sala, prefiriendo no entrar, no fuera que se despertara. Tenía un gota a gota en el brazo y un tubo en la nariz.
—La estamos alimentando —explicó el doctor.
Tenía las manos cerradas como puñitos sobre el pecho.
—¿Cuánto tiempo hace que no come? —pregunté.
—Parece que dos semanas.
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí?
—Una semana, quizá diez días. No se preocupe, el seguro lo cubre. Por lo menos, esta vez.
—No lo preguntaba por eso.
No. Lo que estaba pensando era lo oscuro que era su cuerpo entre las sábanas blancas del hospital y su rabia cuando se despertara y se viera derrotada. En el aparcamiento, las lágrimas se me helaron en la cara, y en mi cabeza sólo había una palabra, recuerdo quizá de una de las últimas películas de mi niñez, o quizá me la inspirara la capilla del hospital. Aquella tarde, hice una pausa después de lamer una teta y chupar un pezón perfecto, me erguí y dije, sin dirigirme a nadie en particular:
—Kyrie. Ese es mi nuevo nombre, Kyrie.
Tuvieron a madre en el hospital durante tres semanas, en tratamiento y observación psiquiátrica. Se negó a contestar a las preguntas del loquero y se negó a verme.
—Y tampoco quiero saber nada de su sucio dinero.
Le dieron el alta la víspera de Navidad y, desde mi coche, la vi salir confiada para perderse en la niebla de nieve que cubría la ciudad. Durante un buen rato contemplé las luces difusas y lejanas, y escuché el silencio. A la mañana siguiente la volvieron a llevar a urgencias, vomitando violentamente y con grandes dolores. Al llegar a casa se había atiborrado de comida: gruesas lonchas de jamón, pasteles enteros de mantequilla, muslos de pollo y una tarta. Cuando la desnudaron descubrieron un estómago hinchado, con la piel raramente translúcida y surcada de venas oscuras. Esta vez la tuvieron un mes, atendida por equipos de nutricionistas y psicólogos. Después de muchas dudas, pero no deseando que se quedara en el hospital —parecía llena de salud—, la dejaron en casa al cuidado de una enfermera y un joven y elegante médico recién salido de Harvard. Pero entonces, aunque comía regular y cuidadosamente, vigilada por la enfermera, el cuerpo parecía morirse de hambre. La comida desaparecía dentro de ella sin ningún provecho y se fue debilitando hasta no poder levantarse de la cama. Se le cayó el pelo, tenía la apariencia de un niño afectado por la hambruna, con el vientre hinchado y los ojos grandes y tristes. Primero se quedaba aletargada, luego entró en coma, pero un día, de pronto, se despertó y pidió un filete. Le dieron una especie de porquería nutritiva blanda y gris, pero a la mañana siguiente ya estaba sentada en la cama comiendo grandes cantidades de huevos revueltos y pidiendo más. Después juraron que le habían visto crecer la carne y los músculos minuto a minuto. Y así vivió durante unos pocos años más, alternando ciclos de dos meses de hambre y glotonería, de control y terror, rodeada de sus modelos del Voyager I y, más tarde, de la lanzadera espacial.
Mientras tanto, yo vivía. Llegué a un acuerdo con la compañía de seguros para poder pagar la mayoría de sus facturas sin que ella lo supiera. Trabajaba casi a diario; al principio sacaba quinientos al día, luego ochocientos, luego uno de los grandes, después dos y después más. Me hice famosa y pude comprarme una casa en Long Island. La llené de libros, casi todos antiguos, y, por alguna razón, de rocas. No sé por qué, pero ver un octavo de El compendio de las historias de Troya, todo él en suave vitela, junto a un trozo de gneis agrietado y cuarteado me producía un verdadero placer. Tuve un televisor durante un tiempo, pero al final lo tiré, porque cuando lo miraba por la noche y veía a toda aquella gente guapa de los anuncios de cervezas y pantalones vaqueros, flotando los unos hacia los otros, nunca follando del todo pero siempre insinuándolo de alguna manera, me producía una sensación intolerable de soledad. Me refiero a esa clase de soledad que hace que te odies y pienses en la muerte, que convierte tu casa en un lugar extraño y hace insoportable el despertar de cada mañana. Así que tiré el televisor. Pero, por lo demás, mi vida era normal y bastante buena. Tenía trabajo, amigos y amantes. Llegaba por la tarde a casa y me hacía una taza de chocolate caliente, me sentaba en el porche y leía. Al oscurecer, comía, habitualmente cosas sanas, ensaladas, alcachofas y cosas de ésas. Invertí en General Motors, en dos empresas nuevas de productos agrícolas, en un banco y en otras cosas. Tuve un novio en casa durante un tiempo, cinco años en realidad, también actor porno, se llamaba George. Rompimos por lo que pasa siempre con las parejas, que te vas alejando y tal, pero no por celos como pudierais pensar. Después de eso tuve otros amigos y amigas, algunos duraron más que otros y hasta pensé en casarme en un par de ocasiones, pero no lo hice. En fin, que mi existencia venía a ser bastante normal y casi aburrida, excepto que usaba el sexo para ganarme la vida, lo cual era bueno. Era bueno. Pero también había visto quemarse y perderse a gente, gente que caía en la droga o en una rabia furiosa que los llevaba a esta vida, sintiendo culpa y rechazo, pues eso es lo que Joyland significaba para ellos. Vi alguna aventura entre chicos duros y chicas que parecían hienas al borde de este particular gueto en el que yo vivía, y estos amigos desaparecieron tragados por las negras fauces de la justicia. Algunos reaparecieron más tarde en programas de televisión para tomar parte en el circo diario de culpa y castigo haciendo el papel de corderos jactanciosos que confiesan su delito, que resistieron la sagrada ira de América y luego vuelven agradecidos, llorando y a veces con el contrato de un libro, rendidos a la virtud.
Entretanto, madre vomitaba, pasaba hambre y comía. Y de esta manera llegamos a los años ochenta, y de pronto, una mañana, Reagan estaba en la Casa Blanca, mi antiguo novio George moría de sida y batallones enteros de fanáticos y autómatas caían sobre nosotros, con diversas escrituras sagradas en la mano, impacientes por vengarse del sexo. Evité las primeras extravagancias, pero cuando mi ayuntamiento decidió que había que extirpar de la sociedad a Wonderland, nuestro emporio local de la fornicación, los llamé y les dije que quería hablar con el comité, que les aportaría las pruebas que ellos quisieran. Cuando expliqué quién era yo y lo que hacía y por qué era una persona cualificada para hablar, la mujer al teléfono no podía creérselo y no paraba de decir, «¿pero usted vive aquí?». Le dije que mirara la lista de los que pagan impuestos y colgué. Y tuvieron que admitirme. La mañana en que fui, la emisora local de la NBC tenía un camión a la puerta del ayuntamiento, y la sala, un gran auditorio con un mural en un extremo de los grandes inventores americanos (los hermanos Wright, Edison, Henry Ford), estaba de bote en bote. La comisión la componían: un cura católico; una madre de tres hijos —así es como se presentó ella—, que trabajaba como ayudante del jefe de una editorial en Manhattan; el pastor de la congregación metodista del pueblo —que iniciaba en aquel momento la restauración de su iglesia por un coste de dos millones de dólares—; una escritora feminista de alguna reputación y tormentosa notoriedad, y una pareja, joven, muy limpia y enérgica, agente inmobiliaria la esposa, con poder en la Asociación de Padres y Alumnos, y abogado el esposo. Mientras toda esta gente se iba colocando en el podio y yo esperaba, un periodista se inclinó sobre el banco y me cuchicheó:
—Eh, Kyrie, ¿cómo va la película de Nerón?
—Sin comentarios —contesté, con un poco de sequedad, porque se suponía que era un secreto.
Se trataba de un asunto que había estado negociando durante meses con un estudio, un estudio importante, con un director que ya había ganado un Óscar y que intentaba montar esa cosa tan resbaladiza, una jodida película de moda, ya sabéis, con presupuesto alto, un reparto de miles de extras y quizá alguna estrella de verdad. Había hablado con un par de ejecutivos, de esos astutos y fríos, pero os aseguro que estaban desesperados, el estudio se les moría. Así que querían hacer pasta rápida, buscaban los cuatro mil millones de dólares al otro lado del Joyland y pude ver los números brillando en sus ojos cuando describían el incendio de Roma; querían decadencia, lujuria, destrucción y una sangrienta muerte final de Nerón. Ya tenían a un par de artistas importantes interesados en el papel de Nerón, y querían que yo hiciera de su madre.
Pero ahora los altavoces carraspeaban y estábamos listos para empezar. Me senté delante del podio y miré la batería de micrófonos; la escena tenía ese extraño aspecto plano que produce el exceso de luces de vídeo. Iba yo con un traje gris y el pelo recogido atrás, así que parecía más una ejecutiva de clase media que la puta de medio pelo que ellos querían, pero pronto se sobrepusieron a la ligera confusión y vinieron las preguntas rápidas y duras:
- El sexo es un acto privado. Es algo hermoso entre dos personas. Es secreto. ¿Por qué degrada usted su persona y el don sagrado del amor haciéndolo como los animales, delante de todo el mundo?
- Lo que usted hace deshumaniza a los seres humanos. Lo que sucede entre dos personas es complejo y misterioso. Lo que usted interpreta en la pantalla es una caricatura de las relaciones humanas y anima a la gente a tratar a los demás como caricaturas. ¿Por qué lo hace?
- Para cualquier persona sana, esta obsesión por los aspectos prácticos del acto, esta mirada no redimida y que no redime sobre el mero cuerpo, esta inmundicia, es enfermiza. El acto sexual es un regalo de Dios, que ha de asumirse con toda seriedad, humildad y conciencia espiritual. ¿Entiende que lo que usted hace es pecaminoso, que es la glorificación del pecado?
- La pornografía es violencia contra la mujer. Es la colonización de sus almas y cuerpos. Es su esclavitud. ¿No está de acuerdo? ¿Cómo puede no estar de acuerdo siendo mujer?
- ¿No pueden hombres y mujeres ser únicamente amigos?
Contesté lo mejor que pude. Salí de allí hastiada y las cámaras me persiguieron fuera del edificio hasta el coche. Cuando llegué a casa estaba sonando el teléfono.
—Hola, muñeca. Has estado sensacional —era uno de mis ejecutivos desde la costa—. Sigue así. Cada minuto en el aire son diez mil entradas vendidas. Y éste es el trato, he estado hablando con la gente del dinero y la cosa está hecha. Casi.
—¿Cuál es el problema?
—Quedaron impresionados con los nombres que les di para Nerón y a ti te ven como la gran mamá, quiero decir que te ven en el papel. Sobre todo después de verte hoy en la tele. Pero fíjate en una cosa. Cuando se habla de Agripina, se habla de una mujer de rompe y rasga. No sé cómo decirlo, una mujer lujosa, casi rellenita y curvilínea.
—¿Qué pasa, es que soy un palillo? ¿Acaso estoy en los huesos?
—No, no. Eres el personaje. Te pones una toga y ya está. Sólo te falta una cosa. O quizá dos.
—¡Un papel de tetas! Un papel asqueroso y ridículo de Hollywood. Ése es el papel que quieres que haga.
—¿Por qué te enfadas? Todo el mundo los hace.
Y le colgué, y fue lo suficientemente amable como para no llamar otra vez enseguida. Me senté junto al teléfono sosteniéndome las tetas, agradables compañeras en mis manos, no de las proporciones espectaculares de DeMille, pero mías, un poco colgantes y hermosas. He visto a amigas que lo han hecho y recordaba las oscuras magulladuras, la ternura dolorosa con que mantenían los brazos pegados a los costados, el brillante arrebol alrededor de los pezones, con un pecho que parecía como si un maníaco les hubiera metido un buen aparato y se hubiera corrido babeando encima de las tetas; y mientras lo recordaba, sentía punzadas desde los pezones hasta la base de la columna. Estuve allí sentada un buen rato y luego intenté comer, pero tenía un nudo en la garganta y el miedo me tenía acongojada, así que preferí beberme una botella de vino.
El teléfono me sacó de la modorra de la borrachera, y durante unos instantes parpadeé sin saber muy bien dónde estaba.
—Es mejor que venga —dijo la voz, y durante un momento de perplejidad, aturdida como estaba, no me pareció una voz humana, sino como si saliera de los cables, de la inmensa red de circuitos, transistores, discos y cables.
El suelo estaba duro y helado y en el aparcamiento del hospital mis botas sonaban como martillos. Tenían a madre tumbada en su cama, rodeada por una barandilla, cubierta con una sábana blanca hasta el cuello, y lo que me sorprendió es que su pelo tuviera el color del hierro gris. Tenía miedo de levantar la sábana, pero un doctor, detrás de mí, empezó a contarme lo que había ocurrido. Dijo que su alimentación había estado bajo control, así les pareció a ellos, y que últimamente había estado más calmada que de costumbre. Y todo había ido bastante bien, hasta que un día la enfermera encontró la puerta del cuarto de baño cerrada, y cuando la echaron abajo encontraron a madre en la bañera. La piel de su estómago y de sus tobillos estaba marcada con pequeños cortes, profundos y hechos deliberadamente con un cuchillo afilado que aún asía en la mano derecha. Había un corte reciente en su tobillo derecho, y tenía el pie levantado y debajo del grifo del agua caliente. El interior del desagüe estaba recubierto de negro, como si lo hubiera estado haciendo durante semanas, como si hubiera estado intentando sacarse toda la sangre del cuerpo. No sé por qué no lo hizo de una sola vez, comentó el doctor, no puedo imaginármelo, pero no creo que quisiera morir, sabe, tenía un trozo de pastel de chocolate en una bandeja junto a la bañera; era sólo la sangre, creo que ella pensaba que podía vivir sin ella.
Me dejaron sola un rato y toqué su cara; tenía la piel fría, pero suave. Finalmente decidí irme, pero me volví desde la puerta y fui y retiré la sábana. Su cuerpo yacía con esa completa flacidez que a veces tienen los muertos, una absoluta ausencia de tensión, con las manos graciosamente curvadas y las rodillas ligeramente hacia fuera. El vello púbico era blanco y encima de él, a intervalos regulares, había líneas de unos dos centímetros, levemente enrojecidas. Miré su cuello y sus profundas arrugas junto al pecho, la curva de sus costillas, casi a flor de piel, y el abultamiento confiado de sus muslos.
- Primer plano. A todo color, aumentado, magnificado. Un pene penetrando una vagina. La toma es tan cercana que apenas se ve otra cosa. El enfoque es tan exacto que podemos ver cada arruga, cada protuberancia, cada pelo. Los genitales humanos no son bellos. Hay fealdad en todo esto. Hay mucha fealdad en todo esto.
- Nosotros, como sociedad, estamos al borde del colapso.
- Una luz espesa, almizclada, como jarabe coagulado; aceras y putas adolescentes; bourbon y músculos flácidos de heroinómanos. Éste es el mundo en el que usted vive.
Escuché todo esto. Se me helaban las puntas de los dedos y temblaba dentro de mi traje gris. En la pared opuesta, en el mural, un aeroplano desvencijado se columpiaba en el cielo.
- Aborrecemos, execramos, despreciamos.
- Por qué tiene que ser eso, por qué debemos ser eso, no debería ser tan importante.
- Esto no es la jungla.
- Cállese de una vez.
Y terminé por echar hacia atrás la silla, me levanté y, en medio del arrastrar de pies, me miraron con la boca abierta, con caras como manchas blancas bajo la luz azulenca. Me desabotoné la chaqueta, sin prisas, deliberadamente, y la tiré a un lado. Nadie reaccionó hasta que tuve la blusa medio abierta, y entonces se levantó un gran clamor, alguien gritó pidiendo un biombo y oí a los periodistas que saltaban la barandilla y las maldiciones de alguien a quien un fotógrafo le había estrellado la lámpara en la cabeza; entretanto, ya me había quitado el sostén, en medio de los gritos, salí de la falda y me quité las bragas en un solo movimiento y dos polis se asomaron por encima de las cabezas; el frío que sentí me puso la piel de gallina y, con las manos en jarras, grité: «¡No hay por qué asustarse!», pero una mujer luchaba para abrirse camino entre la multitud excitada, tenía la cara tan roja que parecía una mandarina china, gritaba echando espuma por la boca, nunca había visto a alguien que echara tanta saliva por la boca. «¡Puta, puta!», gritaba, y creo que la conozco, que la he visto antes, una ayudante del fiscal del distrito o algo parecido; uno de los policías la apartó de un empujón y ella le atizó un golpe con un libro de bolsillo, haciéndolo retroceder con la mano en un ojo, y una gota de sangre apareció en su camisa blanca; su compañero se revolvió con una porra y la sangre brotó de la cabeza de la mujer, surgía a borbotones y salpicaba y manchaba todo y a todos. Durante un momento la pantalla se congeló y eché a correr.
No sé cómo salí de allí. Recuerdo que me escurrí por un pasillo amarillo y entré en la oficina de alguien y encontré este vestido en un armario, y luego salí a la calle y me metí en un taxi. Encontré algo de dinero en casa, pero apenas había pagado al taxista vi aparecer los camiones de la tele por la esquina. Así que agarré un bolso, puse algunas cosas dentro y salté por la tapia trasera. Cogí otro taxi hasta LaGuardia y subí al primer avión que tenía plazas. Me dejó en Burbank, y allí tomé un autobús de la Greyhound, luego me compré un coche con una de mis tarjetas de crédito, y aquí estoy.
Cuando Kyrie se calló, me di la vuelta para mirarla. Escuchándola, me había escurrido en mi asiento hasta quedar todo lo tumbado que pude. Ahora me sonreía, con la barbilla apoyada en las rodillas.
—No sé por qué os cuento esto. A lo mejor ni siquiera forma parte de la historia. Pero, por alguna razón, me da vueltas en la cabeza. ¿Sabéis, aquellas dos chicas que fueron al cine con madre, la de los debates y la jugadora de hockey? Bueno, pues las dos murieron de mala manera. A Janine Alcott la encontraron muerta el año 74 en una autopista cerca de Pasadena, Texas. Con diecisiete puñaladas. Nunca encontraron al que lo hizo, ni se sabe por qué lo hicieron. La otra, Carol Ann Mayberry, que se había casado y se fue a California y luego se divorció, en el 81 intentó apuñalar a su amante con un cuchillo de veinte centímetros, y él le pegó un tiro en la cabeza. Murió allí mismo.
Apartó de mí los ojos, y miró por la ventanilla. El único sonido era el zumbido circular de los neumáticos. Por encima de nosotros dos estelas blancas se desintegraron con lentitud en el azul del cielo.
—Bombarderos —dijo Tom—. Bombarderos de la base aérea de Edwards.
—No sé por qué os he contado esto —afirmó Kyrie, estirándose perezosamente y encendiendo un cigarrillo—. No sé por qué.
Amanda y yo nos mantuvimos en silencio mientras atravesábamos el país sin apenas rozarlo con el Jaguar. En las habitaciones de los moteles se abría al placer bajo mis dedos, pero incluso así conservaba una intimidad que yo no podía alcanzar o penetrar. A pesar de todo lo que se hablaba en el coche nunca hablaba de ella y lo único que yo notaba a veces era su expresión de estar encerrada en sí misma cuando creía que nadie la miraba, una pesadez de la que se desprendía con una rápida sacudida de hombros. Cuando conducía estaba hermosa: volábamos por el desierto bajo la elegante maestría de sus manos y, algunas veces, el polvo detrás de nosotros, iluminado por el sol, nos seguía como la cola de un cometa, y el coche se ceñía suavemente y se adaptaba a los perfiles de la carretera. Veía con qué orgullo conducía, con qué alegría, como olvidada de sí misma, pero yo no sabía mucho de conducción como para alabarla, así que prefería mirarla.
Pasábamos tan rápidamente por los pueblos que lo único que vi fue una sucesión general y anónima de fachadas y rótulos de tiendas. Una vez me desperté de un sueño profundo para ver los mismos fragmentos de luz en la oscuridad, las mismas fachadas que había visto unas horas antes. ¿Adonde vamos tan deprisa?, le pregunté, y vi su encogimiento de hombros, perfilados por una rápida luz roja que nos azotó al pasar al tiempo que oíamos el lejano ulular del viento. Volví a dormirme y me desperté de nuevo a la misma velocidad.
Paramos a comer en una ciudad pequeña, en la descuidada calle principal rodeada de colinas pardas. Intenté comer algo, pero me sentía mareado y, finalmente, lo único que pude tomar fue un batido de McDonald’s.
Me desperté asustado al oír el sonido del gujarati, voces de niños, atrápala, coge el balón, pásamelo. Durante un momento de confusión, creí estar en el instituto en la India, y sentí un repentino pánico: oh, Dios, llego tarde al desayuno. Luego sentí la pierna de Amanda junto a la mía. Dormía echada de espaldas, con las piernas estiradas y las manos cruzadas sobre el estómago, sin moverse nunca. Le toqué el hombro y se despertó inmediatamente, y en el fugaz momento que hubo entre su sueño y su sonrisa al verme vi el temor en sus ojos, una mirada infantil de terror hacia el techo blanco y aún más allá del techo, pero fue tan rápido que creí haberlo imaginado. Se echó de lado y se desperezó lentamente.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Encima de su hombro izquierdo había una mancha suave, como un pequeño lunar, una ligerísima sombra, más oscura que la piel de alrededor, tan sutil que sólo mis dedos notaban el cambio de textura.
—Oh, eso —dijo—. Es una marca de nacimiento. Mi madre me la quitó cuando era niña.
—¿Por qué? —pregunté mientras Amanda se iba al cuarto de baño.
—No puedes llevar un bañador sin tirantes cuando tienes una cosa en el hombro.
—¿Una cosa? ¿Es que era fea?
—No lo sé. Quizá lo fuera.
—¿Era roja?
Volvió riendo.
—No lo sé.
Se sentó en la cama y tiré de ella sobre mí para verle el hombro.
—Debía de ser roja —observé.
—No lo sé. Eres muy raro.
La besé en el hombro. Hacer el amor con Amanda era algo lento y tenso y apretado y lleno de inesperada intensidad, y ella aguantaba y aguantaba y aguantaba y sólo se relajaba con un sollozo.
Los niños de fuera, de nueve y diez años, jugaban al juego de los reyes. Me senté a mirarlos. Se lanzaban entre ellos una pelota de tenis, regateaban y chillaban. Luego, Kyrie y Tom pasaron a mi lado.
—Te veré luego —comentó Kyrie—. Vamos a buscar una peluquería.
Siguieron su camino y cuando llegaron a la esquina Tom se dio la vuelta y me saludó con la mano. Me pregunté cómo se las habrían arreglado para dormir en la habitación de ellos, pero a Tom no se le veía muy gallito. Quizá sólo relajado. Pero me daba pereza pensar en eso, apoyé el mentón en las rodillas y me adormilé, mirando confusamente a los niños y su juego.
—Vámonos —dijo Amanda, vestida y con todo recogido, lista para reanudar la marcha. Le conté lo de la peluquería y se volvió a la habitación sin decir palabra. Al cabo de un rato, los niños se fueron a almorzar y cuando volví la encontré sentada en la cama, muy derecha, mirando la televisión. Pasé junto a ella para ir a la ducha y cuando salí seguía todavía allí, derecha y concentrada.
—¿Qué te pasa? —le pregunté. Hubiera jurado que había odio en su cara, pero se limitó a contestar:
—Estoy aburrida.
—Cambia de canal —dije—. Volverán enseguida.
Una manada de búfalos trotaba por la pantalla. Miramos cómo se trasladaba de derecha a izquierda en una fila interminable.
—Estoy aburrida. Aburrida. Aburrida.
—Pues cuéntame un cuento.
—No.
Empezaba a fastidiarme, así que salí otra vez. Paseé por la recepción, toda de color verde, con brillantes cuadros de frutas en la pared. El propietario era un gujarati bajito con gafas de montura de oro, que se presentó inmediatamente como Desai. La esposa de Desai, igualmente pequeña, pero gordita, salió un poco después y nos trajo una taza de té.
—¿Es ésa su esposa? —preguntó Desai. Negué con la cabeza—. Cásese, jovencito. Cásese.
Volví a nuestra habitación y Amanda estaba hecha un ovillo encima de la cama. La televisión seguía encendida, pero pensé que se había dormido. Se dio la vuelta y vi que estaba bien despierta, temblando, con los puños cerrados entre las rodillas. Cuando me tumbé junto a ella y le toqué el brazo, el músculo se contrajo nerviosamente.
—¿Sigues aburrida?
No me contestó, pero había una expresión de pánico en sus ojos.
—Cuéntame algo. Cuéntame una historia.
—No —dijo ella, y quiso levantarse. Puse mi mano en su cintura y la obligué a echarse.
—No —pedí—. Dime algo.
Se revolvió contra mí y su rápido empujón casi consigue apartarme de su lado. Forcejeamos en silencio, peleándonos en serio, y vi que era muy fuerte. Finalmente pude sujetarla con las manos encima de su cabeza y mis rodillas a cada lado de su pecho. Nos miramos jadeantes y, de pronto, sentí que toda la ira injustificada desaparecía dentro de mí. Empecé a levantarme, pero ella dejó escapar un «no» y me detuvo enganchando su pierna sobre mí, giró la cabeza y me mordió en la muñeca. Mis manos dejaron señales en sus costados.
Cuando nos metimos en el coche sentía en mi interior una especie de vacío placentero. Estaba cansado y ya anticipaba la prisa de las autopistas. Amanda puso el coche en marcha y, mientras daba marcha atrás en el aparcamiento del motel, me dirigió una sonrisa, una sonrisa pequeña y apretada, carente de felicidad. Detrás de nosotros, Tom, con la cabeza en el regazo de Kyrie, dormitaba. Llegaron con paso cansino bien entrada la tarde, con sus cabezas brillantes y fragantes. El cabello de Kyrie era ahora castaño oscuro, y el cambio del rubio casi platino de la mañana hacía que pareciera más joven. Tom se había dejado el pelo muy corto, yo diría que era un corte de pelo de niño, de punta. Los dos parecían nuevos. Así que viajamos hacia el sol poniente; Amanda se había puesto un maquillaje suave y plateado que le daba a su cara el aspecto de una década más joven.
—Vayamos a Texas —dije.
—¿Por qué? —quiso saber Amanda, y vi que no le gustaba que le indicaran la dirección del viaje.
—Quiero ir a la NASA —expliqué—. A lo mejor vemos despegar un cohete.
Kyrie se inclinó hacia nosotros.
—A lo mejor encuentro a mi abuelo —dijo, con una media sonrisa, quizá por lo absurdo de la idea.
—Quizá —respondí.
—Quiero ver un cohete —farfulló Tom.
—Muy bien —dijo Amanda—. Vamos para allá.
Y en alguna parte, en medio de la inmensa noche americana, trazó un enorme arco entre una y otra autopista y nos dirigimos hacia el sur. Me recliné en mi asiento, completamente despierto, y, por alguna razón, seguí acordándome de Mayo y de un muchacho llamado Shanker, mayor que nosotros, un prefecto que todas las tardes se sentaba en el patio, delante de su habitación, llevando un enorme Stetson, para leer con avidez algún tomo de sus obras completas de Louis L’Armour, mientras nosotros lanzábamos piedras al tamarindo para hacer caer los racimos de su fruta amarga. Cuando lo fastidiábamos demasiado con nuestros gritos, despertaba de su sueño con una mirada helada y nos apuntaba con un dedo, como si fuera una pistola, y amartillaba con el pulgar. Así, Shanker, por fin estamos en la Texas auténtica.
—¿Texas auténtica? —preguntó Amanda.
Seguramente se me había escapado en voz alta, pero la historia era muy lejana y, no sé por qué, me parecía absurdo contarla en el coche, en aquel lugar, y me encogí de hombros.
—Texas auténtica —repetí a modo de conclusión.
Amanda levantó una ceja, pero no dijo nada. En la Texas auténtica te encontraré. En la Texas auténtica veremos de qué se trata. En la Texas auténtica llegaremos al meollo del asunto.
Cuando entramos en Texas yo estaba dormido. Lo que me despertó fue la radio diciendo algo de unos disturbios en Ahmedabad entre hindúes y musulmanes; busqué a tientas el botón y la apagué. Me molestaba, no por lo que trataba, sino porque me parecía demasiado rencoroso, apestaba demasiado a creencias y a sórdida pasión. Yo necesitaba la agudeza de sentimientos que tenía, la viveza de mis sentidos y el ímpetu de la velocidad.
—Estamos en Texas —anunció Amanda.
Volábamos sobre una curva amplia y ondulante, sobre una carretera suave y una línea amarilla perfecta y continua. Me incliné sobre el salpicadero y miré al frente, hacia el sur, como si esperara la aparición inmediata de la blanca estela de un cohete.
—¡Qué frío! —dije mirando a Amanda, y sentí retroceder los labios sobre mis dientes. Se echó a reír. Sus cabellos eran de color rojo oscuro y volaban, y vi el brillo de sus ojos, y fue algo como amor.
Llegamos a Houston una tarde calurosa, por una carretera en medio de un paisaje denso y pantanoso donde nada se movía. La ciudad surgió de pronto ante nosotros, con tal brusquedad que parecía ajena a los humedales que la rodeaban, como creada enteramente por una imaginación extraña. Los edificios eran enormes y fantásticamente hermosos, tan simétricos y verticales que me asustaba mirarlos. Parecía una ciudad de otro planeta. Miré a Amanda y vi una expresión distante en su cara, un gesto concentrado y resuelto, como el del soldado que inspecciona el terreno en busca de líneas de fuego y lugares seguros.
Paró en un motel llamado Hokaido, con falsas vigas a la vista y un jardín de rocalla delante. Los suelos de las habitaciones estaban cubiertos con alfombras pardas coloreadas para parecer fibrosas y granuladas. Me senté, restregando los pies en la alfombra, esperando que Amanda saliera de su inacabable ducha. Cuando por fin salió, estaba sonrosada e indefensa como un bebé. La senté en mis rodillas y besé su cabeza, fresca y húmeda de inocencia. Empecé a tararear una canción, la canción de una medio olvidada matiné en blanco y negro, Too Kahan ye bata, que ella no conocía ni podía entender, pero debió de sentirla en mi pecho e hizo ruiditos de contento y se envolvió apretadamente en su suave toalla. Durante unos instantes mantuvimos a raya a los japoneses, la India enloquecida quedó lejos, cesó el hambre de velocidad de Amanda y se desvaneció Houston. El único sonido era la caída del agua, y los dos guardamos silencio.
Aquella noche fuimos de un bar a otro y Amanda no paró de beber vodka, su único cambio fue un maquillaje translúcido en la piel que, en la humedad de la noche, le daba el aspecto de una estatua de mármol. La ciudad era tórrida, enorme, peligrosa por el humo de los tubos de escape de los coches y el soplido de los acondicionadores de aire en las aceras. Traté de imaginarme a Amanda como una niña en la calle, feliz, saltando, pero la imagen se disipó en medio del tintineo de las copas y los susurros de las conversaciones.
—¿Cómo vas a encontrar a un hombre en una ciudad? —pregunté a Kyrie.
—No lo sé —contestó—. Era un borracho. Probablemente murió hace tiempo.
—Buscaremos —afirmó Tom.
—¿Dónde, en la policía? ¿En los archivos públicos?
—No. Por aquí. Preguntaremos.
Y se levantaron y empezaron a recorrer el bar, acercándose al oído de la gente porque la música sonaba fuerte. De vez en cuando alguien se quedaba mirando a Kyrie, como si tratara de recordarla, de identificarla entre los vagos recuerdos de la niñez.
—Están locos —dije—. Es imposible.
—Sí —añadió Amanda.
Respiré hondo y dije sin levantar los ojos del vaso:
—¿Cuándo vas a ver a tus padres?
—¿A mis padres?
—Sí. ¿No viven aquí, en Houston?
—Sí.
—¿No vas a ir? Quiero decir a visitarlos.
—No.
—Amanda, sabrán que estás aquí. Por lo menos cuando reciban las facturas de la tarjeta de crédito.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Que tienes que ir.
—¿Por qué?
—A presentarles tus respetos.
Parpadeó, mirándome como si yo hablara un lenguaje incomprensible. Incluso a mí me sonaron extrañas las palabras a la luz de la vela enfundada en plástico rojo que había entre nosotros.
—Tienes que hacerlo —insistí—. Realmente tienes que hacerlo.
Y así seguimos, yo diciendo que sí y ella que no, hasta que al final rompimos a reír. Pero yo seguí machacando, y mientras, Kyrie y Tom fueron de bar en bar, hasta que bien entrada la noche, tan tarde que ya hacía frío, ella se rindió.
—Muy bien, muy bien. Iremos.
Y yo me dormí sintiendo una extraña felicidad, como si fuera a conocer a alguien a quien hubiera estado buscando desde hacía tiempo.
Fuimos a la mañana siguiente y dejamos a Kyrie y a Tom en el motel con la tarjeta de crédito de Amanda. Era domingo, y las calles estaban vacías y silenciosas. El coche dobló una esquina y de pronto desaparecieron los comercios, las casas de vecinos y la mugre de los moteles. La calle había dejado de ser una calle para convertirse en un bulevar bordeado de robles.
—Asombroso —apunté—. ¿Dónde estamos?
—En River Oaks —respondió Amanda.
—¿Y dónde está el «river»? —pregunté, pero no me contestó.
Giró el volante e inmediatamente nos encontramos frente a una casa construida a media altura en mitad de un terreno, idéntica a la casa que yo recordaba de docenas de historietas clásicas de la Inglaterra de otro siglo.
—Guau —exclamé—. Cumbres borrascosas, colega.
Amanda abrió la puerta con una llave de oro sujeta a una cadena. Al entrar tuve la sensación de estar en otra época: el vestíbulo estaba lleno de ornadas sillas victorianas, con florituras y pesadas patas, litografías de caza y una burlona cabeza de ciervo en la pared. Dentro, los corredores eran blancos, los techos altos, y las habitaciones, tan limpias y perfectas que parecían escenarios de películas. Amanda me llevó a la cocina y allí se rompió el espejismo mareante, porque cogió un vaso reluciente de un estante y lo puso bajo un grifo de la nevera, enorme y blanca.
—Caramba —dije—, agua corriente helada —aquel grifo en la nevera me fascinaba. Tragué rápidamente el agua para colocar mi vaso y ver cómo se llenaba bajo el brillante grifo—. Es asombroso.
Me miró, con una leve sonrisa.
—No, realmente parece tan elegante porque funciona.
Me bebí otro vaso de agua. Tenía un sabor divertido, limpio e insípido, pero estaba impecablemente fría. Y otro vaso más, pero esta vez tuve que bebería a sorbitos.
—¿Sabes cuándo empecé a obsesionarme con América? Hace de eso bastante tiempo. Era muy pequeño. Tan pequeño que ni siquiera iba al instituto. Debía de tener cinco o seis años, como mucho siete. No sé de dónde, un día apareció en mi casa un catálogo de Sears de 1967. Bastante grueso, tan grande que tenía que emplear las dos manos para levantarlo. Creo que fue una vecina quien lo trajo para enseñarle a mi madre modelos para sus hijas. El caso es que lo encontré un día de invierno en la sala, al llegar de la escuela, cuando mi madre dormía, y me lo llevé a la terraza, me senté y empecé a mirarlo, página por página. Empecé con la ropa de hombre, con todos esos modelos rubios, de ojos azules, con camisas a cuadros ajustadas al cuerpo. Luego la ropa interior masculina, después los vestidos de mujer y la ropa interior femenina, luego todos los grupos familiares, madres e hijas con el mismo vestido y el mismo peinado en forma de campana, luego las herramientas de jardín, con todos esos cortadores de setos tan eficaces, mangueras larguísimas y asombrosos e increíbles cortacéspedes que conduces como un cochecito por el jardín y dejan la hierba cortada en bolsas. ¡Pero lo mejor de todo, en la contraportada, lo dejaban para el final, piscinas inmaculadas que funcionaban! Piscinas que podías encargar por correo, que traerían a tu casa en cajas, montarían, en tu enorme y extenso césped trasero, hasta que se convirtiesen en malditas y maravillosas piscinas para que tus preciosas hijas, tus hijos con el pelo al rape y tu despampanante esposa pudieran chapotear y nadar bajo el mejor sol del mejor de los mundos. De verdad, me sentí como si hubiera perdido mi cabeza de siete años, como si hubiera visto el paraíso, no, no exactamente, pero que aquello, aquello que tenía ante mí era lo que la vida tenía que ser. Así exactamente. Y cuando mi madre me llamó, me levanté bruscamente y la odié, disgustado inmediatamente con la suciedad de nuestra casa, tan estropeada y destartalada por todas partes, vieja y vieja en todo. Me dieron ganas de derribar el viejo pipal que extendía sus ramas sobre la terraza y llenaba de hojas nuestro patio. Estaba tan desolado con el sentimiento de ser yo y estar allí, encerrado en un sitio tan sucio, que empecé a bajar las escaleras con el catálogo todavía en mis manos y, cuando estaba a medio camino, decidí volver arriba y esconderlo debajo del depósito de agua. Allí lo tuve años y años, hasta que se deshizo. Acostumbraba subir allí y mirarlo. Lo tuve durante años, hasta que las páginas se doblaron, algunas se desprendieron y desaparecieron y las familias se desvanecieron, pero en mi mente quedaron grabadas las imágenes, la idea de todo aquello.
Y Amanda me llevó a la parte de atrás, a la piscina, que parecía una gruta de montaña, con una cascada y pintorescas rocas artificiales, o quizá pintorescas rocas auténticas, ingeniosamente repartidas y dispuestas para que pareciera una escena de Loma Doone, completada con un retorcido roble sobre un montículo.
—¿Quién hizo esta casa? Quiero decir, ¿quién la diseñó?
—Mis padres —contestó ella—. ¿Quién si no?
—¿Dónde están?
—Deben de estar en la iglesia.
Quise imaginarme la iglesia, pero mi mente iba desconcertada del gótico francés al estilo rural inglés y me di cuenta de que podía ser cualquier cosa, absolutamente todo, y renuncié. Me senté impaciente al borde de la piscina, con la mente en blanco, esperando a los padres de Amanda. Nos quitamos los zapatos y chapoteamos con los pies en el agua.
—¿Estás aburrido? —preguntó Amanda.
—Estoy aburrido.
Y Amanda trajo un pequeño televisor en color y vodka, y bebimos bloody marys junto a la piscina y vimos Star Trek. Con la bebida me sentí ingenioso y frío, y Amanda y yo contestamos a Kirk y a Spock con observaciones cortantes e irónicas y reímos nuestras propias gracias.
—La tele es jodidamente estúpida —dijo Amanda.
—Tienes toda la razón —repliqué—. Estúpida como el infierno.
La madre de Amanda era la mujer más bella que jamás había visto: pelo rubio rizado, ojos verdes, hombros anchos, piernas esculturales. Caminaba a través de las puertas correderas como la imagen sacada de una revista de papel satinado y al vernos, a su hija y a mí, flotando en la piscina, no se inmutó en lo más mínimo.
—Hola, Amanda —saludó.
Yo estaba en una balsa roja de plástico, en mitad de la piscina, con los pies en el agua y un vaso en la mano. Impaciente por que empezaran los gritos, remé con la mano libre hacia la orilla, pero lo único que conseguí fue que la balsa girara locamente, así que sólo pude atisbar algo de ellas a cada vuelta.
—Hola, madre —respondió Amanda, saltando fuera del agua. Se acercaron los morritos a unos centímetros dé las respectivas mejillas y luego la madre se sentó en una silla de playa, con las piernas elegantemente cruzadas y balanceando un pie calzado en un zapato de tacón de aguja. Su vestido era de una especie de brocado negro y se tocaba con un gran sombrero negro de ala curvada.
—Madre —comenzó Amanda—. Este es Abhay. Está en la facultad conmigo. Abhay, ésta es Candy, mi madre.
—Hola —dije. La balsa se había aquietado por fin.
—Hola.
Luego nos sentamos y esperamos. Amanda sorbía calmosamente su bebida y pensé que lo hacía esperando en silencio la gran ira patriarcal. Pero el padre era un hombre alto, de mandíbula cuadrada, William James se llamaba, con el cabello completamente blanco y brillantes ojos azules, que vino y dijo hola educadamente y luego se sirvió él mismo una bebida. Y así seguimos hasta que habló la madre.
—¿Entramos para el almuerzo?
—¿Te gritarán cuando estés a solas con ellos? —pregunté al oído de Amanda cuando entrábamos en la casa.
Vi que la había confundido de nuevo, pero ya estábamos retirando las sillas alrededor de la gran mesa de roble, así que me senté y comimos; y cuando me senté la madre habló de la política del Estado, de cine y de Jerry Hall. El almuerzo lo sirvió una mujer taiwanesa que se llamaba Annie. Y comimos cuidadosamente, entre el tintineo de la cubertería y la voz de Candy, serena como una música suave, pero entretanto Amanda ponía su pie en mi pantalón, subiendo y trazando círculos inequívocamente impúdicos en mi espinilla. Dominando la mesa había un cuadro con los retratos en tamaño natural de dos personas empingorotadas, cuyos nombres surgieron de lo más profundo de mi memoria: el príncipe Alberto y la princesa Alejandra. Y mientras los príncipes me miraban con esa gran condescendencia que ignora el tiempo y la historia, tenía la sensación de que yo había visto a Candy antes en alguna parte. Fue un almuerzo confuso que cuando acabó me tenía aturdido, más atolondrado que curioso con respecto a Amanda, y necesitado desesperadamente de un sueño.
—Amanda —le dije mientras dejaba la cucharilla del café en el plato—, ¿crees que podría echarme una siesta?
Estaba realmente cansado y la seguí dando traspiés por un largo pasillo con paneles de madera. Me hundí complacido en una fresca almohada blanca, y, cuando empezaba a respirar profundamente, tuve la sensación de estar cayendo desde una gran altura, de estar flotando, pero ya estaba dormido.
Me desperté y creí estar en otro mundo. Quiero decir que no tenía ni idea de dónde estaba, lo único que podía ver era un brillo difuso en la madera y la oscuridad. El viento movía fuera de la ventana cortinas de gasa y durante un buen rato creí que estaba en una ciudad con coches de caballos y lámparas de gas; tenía la boca amarga y mi respiración era pesada; luego, poco a poco, todo fue volviendo a su sitio y supe dónde estaba. Me levanté y anduve despacio por el pasillo, impaciente ahora por ver cuanto pudiera. Pero la casa estaba quieta y silenciosa, todo a media luz, sin rastro de Candy, William James o Annie. Cogí un vaso de agua de la cocina y volví a recorrer la casa, y cuando pasaba por un estudio de estilo eduardiano tardío, vi el contorno de una cabeza, me sobresalté y salpiqué agua en el suelo.
—Abhay.
Era Amanda. Estaba sentada en la oscuridad, con un vaso en la mano. Me senté junto a ella y le cogí la mano, lleno de simpatía.
—¿Ha ido todo bien? ¿Les ha importado mucho?
—Abhay, estás tan fuera del mundo... Están acostumbrados.
—¿Están acostumbrados a que te vayas de la facultad y te presentes con gente extraña? ¿Con un hombre extraño? ¿Un hombre de piel oscura?
No dijo nada y apuró el vaso. La miré mientras lo llenaba con una botella.
—¿Sabes? —seguí yo—, creo que he visto a tu madre antes en alguna parte.
—Es probable —dijo—. Todo el mundo la ha visto.
—¿Todo el mundo?
—Fue una chica de póster central.
—¿En Playboy? —pregunté recordando en un instante.
—Sí.
Y de pronto me vi en el dormitorio de séptimo grado, fuera hacía una noche tempestuosa, y dentro, Karan, Mich y yo, a la luz de una linterna, mirábamos una revista que había pasado de clase en clase como una reliquia, reparada y conservada con papel celo amarillento y que ahora era finalmente nuestra. Risas reprimidas, gruñidos (oh, tío, fíjate en esto) y, por último, con un suave aleteo, la hoja central cae y se despliega, y el foco de luz se mueve sobre las piernas y los pechos irreales y el pelo rubio tan perfecto, y luego sólo respeto y silencio. Después de tantos años, recordando de nuevo la graciosa caída de la página, la revelación de aquel dechado de belleza, siento de nuevo el mismo sentimiento mezclado de alegría y malestar, la maravilla y la amargura de mirar a la espléndida diosa, preguntándome si alguna vez podría tenerla. Siento una ligera sacudida en el estómago, pero me río cuando le digo a Amanda:
—No lo creerás, pero tu madre y yo hemos recorrido un largo camino juntos.
—Apuesto a que sí —y se rió al decir esto.
—Me metió en apuros.
Lo que ocurrió es que había una muchacha que vivía al otro lado del maidan; se llamaba Vibha, y estudiaba segundo de medicina. Sabía vagamente de ella, pero un verano, cuando volví de las vacaciones, ella ya era famosa. La gente se giraba y se daba con el codo cuando ella pasaba. Caminaba como en un círculo de silencio rodeado de cuchicheos. Cuando pregunté, mi madre, incomodada, se encogió de hombros y cambió de tema. Pero otros se apresuraron a contármelo: lo que había hecho era enamorarse. Había un muchacho, vecino de ella, que se llamaba Ramesh y era dos años más joven que ella. Me contaron que se hablaban a primeras horas de la mañana, cuando ella subía a la terraza para estudiar. En aquella hora tranquila, antes del alba, se sentaban juntos y charlaban. Fueron descubiertos, por supuesto, y a Ramesh lo enviaron al pueblo de sus abuelos mientras la mala fama caía de inmediato sobre Vibha. Pero no fueron las sórdidas historias que escuché las que me pusieron furioso y enfermo, ni los sucios chistes que los hombres contaban por las esquinas, sino el coraje de Vibha, su enorme dignidad, la manera que tenía de levantar la cabeza y andar por la calle con los libros apretados contra el pecho, la mirada clara y la cara serena, fue eso lo que me puso furioso. Quería hacer algo, echar abajo los castillos de papel bañados en su propia suficiencia, liberarme del aire pesado e irrespirable que invadía las callejuelas y me sofocaba. Pero no había nada que yo pudiera hacer.
Tenía la revista conmigo, un ejemplar de fin de año del Playboy de seis años antes, con las páginas un poco amarillentas pero aún con aquel olor distintivo al que me había acostumbrado y que me gustaba. Me habían confiado la revista durante las vacaciones, para que la guardara cuidadosamente y la devolviera al colegio para deleite de todos y educación de los más jóvenes. Acostumbraba hojearla por la noche, con la puerta de mi habitación cerrada, sintiendo más nostalgia que excitación. Una noche, ya tarde, estaba yo sentado en el maidan, con la barbilla sobre las rodillas, cuando vi en la oscuridad una figura que caminaba entre el polvo. Era tarde y todo el mundo se había retirado a sus casas, por eso no se oían silbidos ni observaciones obscenas, pero por su manera de andar supe que era Vibha. Pasó junto a mí sin volver la cabeza, y sólo después de verla desaparecer tras su puerta y sonar el chasquido del cerrojo oí un único y suave sollozo. Me levanté, pero no pude ver nada en las sombras y sólo oí abrirse y cerrarse suavemente una puerta. Temblé en la oscuridad, como si tuviera fiebre, y a la mañana siguiente dejé abierto, sobre la cama, el ejemplar del Playboy, con la doble página central desplegada sobre la almohada. Como es natural, lo encontró mi madre, y luego mi padre y mi madre me hablaron con preocupación y tristeza. Incluso entonces sabía lo insignificante e inútil de aquel gesto y que, hasta cierto punto, era injusto que lo empleara contra mis padres, pero era lo único que yo podía hacer. Los miré, a mi madre, con su mirada confusa, a mi padre, con su amabilidad, y sólo conseguí aumentar mi furia. Intenté ser malo llegando tarde a casa, no hablando con nadie. Incluso busqué la manera de pecar seriamente, pero no sabía dónde había un burdel, nadie hubiera querido venderme bebidas y, de todos modos, no tenía dinero. De alguna manera me sentía emparentado con Vibha cuando vagabundeaba por las calles, y al final de aquel verano hice mi definitiva declaración de guerra. Cada año, mi madre celebraba una puja, una plegaria durante una semana, en la cual el pandit contaba la historia de Krishna, desde sus antepasados hasta su nacimiento y aventuras, incluyendo sus escarceos amorosos con las bellas gopis, y terminando con su muerte. De niño, solía sentarme, escuchando extasiado la historia archisabida, anticipándome a cada episodio, a cada historia, complacido con todo, especialmente con las intervenciones de Ganesha y Hanuman, a quienes prefería porque fueron animales antes que dioses. Estaba en mi habitación y cuando vino mi madre para decirme, vamos, vamos, que empieza, hay que darse prisa, le dije que yo no iba, que no creía en nada de aquello. Todo lo que pudo decir fue, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Y yo, sacudiendo la cabeza: hipocresía, hipocresía, eso es lo que es el amor de Krishna, mientras que fuera... Terminé encogiéndome de hombros, y ella se fue con aire desvalido. Me parecía intolerablemente vergonzosa aquella imagen de Krishna, vestido con ropas baratas de muñeco en rosa y plata, el olor de ghi al quemarse, el sacerdote gordo, con su suficiencia y su voz engolada, hablando sin pensar y de memoria. Durante una semana estuve saliendo temprano y volviendo tarde a casa, y cuando todo pasó, no sabía cómo explicárselo a mis padres y pasé el resto de las vacaciones en silencio. Pensaba sin parar en la mujer de la revista, soñaba con ella durante las calurosas tardes, tratando de adivinar los detalles de su vida, su coche, su perfume, su casa, su perro, su familia.
Mientras contaba todo esto a Amanda se encendieron las luces. Eran los padres, pero ahora toda mi atención fue para Candy. Me gustan los caballos y la naturaleza, decía el pie de una foto de ella de espaldas a la cámara. Ahora pasó junto a mí para ir al bar y no pude resistir la tentación de mirarla o, mejor dicho, de mirar su culo forrado de seda surcando la habitación.
—Siento un vivo interés por la India —dijo de pronto William James. Me sobresaltó y salpiqué la bebida sobre mi regazo—. Por la India colonial más que nada —aclaró, mientras yo me limpiaba. Amanda miraba mis manos, con los labios apretados para reprimir la risa. Miré y, sin ninguna duda, había un bulto en mis pantalones, una limpia y desvergonzada erección. Crucé las piernas—. El motín es mi especialidad —añadió William James. Candy volvió con un vaso de vino tinto y se acomodó, cayendo graciosamente en un sofá rojo, con un brazo a lo largo del respaldo y sobresaliendo al aire una cadera—. Tengo una buena colección de relatos de la época —siguió William James. Mientras hablaba de libros encuadernados en piel y antiguos recortes de periódicos, Amanda vino a sentarse a mi lado. Se acercó a mi hombro.
—Quieres hincar el diente a la vieja mami, ¿verdad? —me susurró al oído con un acento británico aceptable.
William James siguió hablando de la caballería de Hodson, Kanpur y Nana Sahib, y yo trataba por todos los medios de prestarle atención. Candy se levantó para reponer nuestras bebidas y Amanda volvió a cuchichearme:
—Tiene el culo levantado. Intervención quirúrgica.
El padre continuó con su catálogo de informes de 1857 y Amanda siguió con el suyo de las partes del cuerpo.
—Estómago remetido. Extracción de costillas. Implante de mamas. Inyecciones en los labios. Dentadura postiza. Eliminación de piel muerta. Nariz reconstruida. Estiramiento de cara.
Candy permanecía tranquila y nos contemplaba impasiblemente por encima del borde de su copa con sus ojos grandes y verdes. Finalmente me di cuenta de que William James había terminado y me miraba expectante.
—Mmm, me gustaría ver todo eso —dije—. En algún momento.
—Mañana, quizá —propuso—. Entretanto... —se levantó bruscamente—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Cuando se fueron me giré hacia Amanda.
—No quiero hincarle el diente a tu madre.
—¿De verdad? —sonrió—. Vámonos.
—¿Adonde?
—A la cama.
—¿Contigo?
—¿Qué te has pensado? —pero se detuvo—. ¿Quieres? —tenía la barbilla hundida, mirándome evaluativamente.
—Sí, pero pensé, bueno, pensé que estaría al final del pasillo o algo así.
Su cara se iluminó.
—Ah, ¿así que querías colarte en mi habitación? —preguntó complacida—. ¡Qué divertido!
Me puso las manos en el pecho y me dejé empujar hasta el porche. Cuando entré por su ventana, estaba echada en la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho.
—Soy una virginal doncella británica en la exótica noche india —dijo sofocando la risa—. Sublévame.
Me senté a su lado, acaricié sus cabellos y ella sintió la tristeza que me embargaba. Se incorporó y puso sus brazos sobre mis hombros. La abracé y nos tumbamos, y mucho después de que se hubiera dormido, vi la luz de la luna moverse en la pared opuesta, y las sombras.
William James se había criado en Ohio, en una zona rural cercana a Columbus. Su padre era granjero y agente de seguros, un hombre que cultivaba la tierra y vendía seguros contra los desastres de la vida. Pero William James siempre quiso vivir en Texas, incluso antes de graduarse en historia por la Universidad Estatal de Kent y mucho antes de estudiar derecho en Austin. Aún guardaba en su librería victoriana, en fundas de plástico, las novelas de coloridas cubiertas de su infancia. Cuando terminó sus estudios volvió a Ohio y lo encontró sofocante, siempre el mismo cielo sobre los mismos maizales. Al cabo de diez días exactos, William James se marchó y nunca más volvió. En Texas ejerció de abogado mercantil para compañías de petróleo, y se compró una casa y un rancho en el que crió toros Brahma; se sintió feliz con aquella vida, excepto en el breve tiempo que estuvo en Corea, en un batallón de intendencia, que fue bombardeado una vez. El bombardeo, en su opinión, fue una experiencia desagradable, peor que los atascos de tráfico, pero mejor que lo que le ocurrió en un tribunal, cuando un drogadicto enloquecido cogió la 38 de un policía y se pegó tres tiros en la cabeza. Volvió feliz de ser quien era, de vivir en Texas, y nunca más sintió la necesidad de viajar. Pero fue bueno tener ya hecho el servicio militar, porque le sirvió en su carrera hacia la judicatura. Creía en Dios y en el sistema legal. Tenía un daguerrotipo de Sherlock Holmes en la pared de su estudio y coleccionaba libros de la vida y guerras de la reina Victoria. En general era un hombre feliz, un hombre que había conseguido lo que esperaba de la vida. Conoció a Candy en una fiesta de los campeonatos de béisbol, una fiesta a la que fue de mala gana, una fiesta organizada por un político del ayuntamiento, y William James vio en Candy a la mujer que necesitaba para su rancho. Era recia, sana, y llevaba pantalones vaqueros embutidos en botas altas y un pañuelo rojo. Parecía limpia. Le preguntó: «¿Te gustan los toros Brahma?». Y se casaron cuatro meses después en una capilla diseñada para que pareciera un gran barco.
Esto es lo que Amanda me contó de su padre y también algo de lo que me dijo William James. Empezó a interesarse por mí. Cuando entré en su biblioteca, lo encontré leyendo la entrada sobre la India en la Enciclopedia británica.
—Es un país enorme —comentó en tono desaprobador.
Luego empezó a hablarme. Me dijo sin ambages que el Raj británico había sido bueno para la India: unificación, ferrocarriles, el sistema político democrático, la costumbre de beber té y el criquet; todo esto resultó beneficioso para los gobernados benevolentemente. Despertar fue la palabra que empleó. Lo escuché sin decir mucho, porque apenas paraba de hablar y creo que empecé a caerle bien porque estaba callado. Y estoy casi seguro de esto porque aquella tarde, durante los aperitivos de antes de cenar, durante las bebidas de la cena y con el coñac de después de la cena, fue tomando confianza y me dijo al oído:
—Los novios de Amanda han sido siempre unos caraduras.
—¿Unos sinvergüenzas?
—Por completo.
Y luego me dio una palmada en la espalda. Aquella noche, mientras Amanda y yo follábamos, ella arrodillada encima de mí, la mordí tan fuerte en un hombro que dio un grito. Cuando terminamos, quedé encima de ella, con mi cara descansando en la curva de su cuello.
—Háblame de tus novios —susurré.
—El primero fue cuando yo tenía trece años. Era un marginado, un camello delgaducho que conocí detrás del edificio de la escuela, con una camiseta de motocross sin mangas, un pendiente de plata en la oreja, pelo rubio sucio y mentón hundido. Ojos azul pálido. Luego hubo un trompetista de una banda de rock. Llevaba botas negras de vaquero con puntas de plata, una corbata bolero y un cinturón con una hebilla en forma de W. No sé por qué. Bebía mucho y conducía un jeep. Entonces yo tenía quince años. Hubo otros entremedias, pero éste fue el más importante. Sí, porque tenía treinta años y parece que sabía mucho. Me llevó a todas las fiestas de la profesión. Una vez me presentó a Jagger. Jagger me dijo, mola mucho ese collar que llevas. Era un collar de jade con un colgante en forma de caballo. Mi novio dijo, sí, Mick, es bonita y mola, luego me pasó la mano por detrás del cuello. Después hubo....
—¿Con trece años? —pregunté.
—Ajá.
—¿Dónde estaban tus padres?
—Pues aquí. Luego...
—Cállate.
—Eres tú quien ha preguntado.
—Cállate —le di la vuelta para que me mirara y tiré de su cabello hacia atrás—. Cállate —repetí, y ella se rió sobre mi pecho y, no sé por qué, sentí algo en todo mi cuerpo, una sensación, una punzada, una amargura como una ola. Estábamos en una cama de cuatro columnas, una verdadera pieza de anticuario. William James la encontró en una subasta celebrada en un pueblito de Texas llamado New Brunswick. La compró por apenas nada. Tenía doscientos años. Eso es lo que él me dijo.
A la mañana siguiente llamó Kyrie.
—Hemos encontrado a mi abuelo.
—¡No!
—Sí. La verdad es que fue él quien nos encontró. Alguien le dijo en un bar que lo estábamos buscando y nos llamó.
Nos encontramos con ellos en un bar del centro de la ciudad, bajo la masa vertical de los rascacielos. El abuelo de Kyrie era un hombre bajito, con una gastada chaqueta vaquera, pantalones sin forma, abombados en las rodillas, y zapatillas amarillas. Tenía una espesa cabellera cana y sus manos estaban tan arrugadas que parecían una envoltura del vaso en el que bebía sin parar. La nariz, gruesa y prominente, estaba cuarteada. Puso el vaso sobre la mesa, me miró largamente y dijo:
—Soy Águila Blanca.
Cogí a Kyrie del codo y nos alejamos de la mesa.
—Mira —le dije—. No creerás que es tu abuelo, ¿verdad?
—Dice que lo es.
—No quiere más que una copa, eso es todo. De verdad. ¿Águila Blanca?
Kyrie se encogió de hombros y sonrió confundida. Volvimos a la mesa, donde Tom reía y palmeaba en la espalda de Águila Blanca.
—¿Has cazado búfalos alguna vez? —le preguntó.
—Tengo ciento veintidós años y medio —contó Águila Blanca.
Amanda rió sofocadamente. Los ojos del viejo eran agudos y negros, hundidos detrás de la enorme nariz. Sabía que esperaban que a mí me gustara su aire astuto y el pintoresco pañuelo azul que rodeaba su cuello, pero sólo sentía rencor.
—Díselo a los turistas —le dije a mi vaso, y Tom me dio un codazo en las costillas.
—Escucha al hombre —y girándose hacia Águila Blanca—: Cuéntanos. Cuéntanos lo de la caza.
Y el hombre empezó a describirnos la caza del búfalo, con su correspondiente estruendo de pezuñas y soldados de casaca azul. Lo escuchaba y todo me parecía familiar y me pregunté por qué. Entonces me acordé de las películas en Mayo los sábados por la noche, con todos nosotros sentados en la gradería del pabellón de criquet, la pantalla plantada sobre la línea del campo, el rayo de luz del proyector atravesando la oscuridad, la brisa del desierto sobre nuestras caras, los indios de la película y nosotros vitoreando a los vaqueros.
Amanda y yo los dejamos tranquilos para que pagaran las bebidas de Águila Blanca. Bebía bourbon con agua, y Kyrie se había puesto el sombrero del viejo, que era marrón y tenía una cinta de cuero alrededor. Cuando llegamos a casa me senté en la cama, había empezado a quitarme los zapatos cuando vi una nota sobre mi almohada con mi nombre escrito. Era una letra fluida, escrita con la tinta negra de una estilográfica, y debajo del nombre había una floritura y un punto. El papel era denso y grueso, y tenía la marca de oro de William James, bajo la cual decía: «La liga de criquet juega mañana un partido de un día. ¿Quieres batear para nosotros o para el otro equipo?».