8 de Porter, encendíamos el fuego a las cinco de la mañana y calentábamos agua para que Porter se lavara y afeitara. Hacía un frío espantoso y los cubos te arrancaban los brazos en el largo trayecto hasta el cuarto de Porter, y con el agua sucia había que hacer otro viaje. Luego, otra vez a la sala larga para lavarte tú mismo en uno o dos minutos de pánico, a continuación subir y bajar las escaleras dos o tres veces para las llamadas de la rectoría y aguantar las patadas de los diversos prefectos. Recibí una patada detrás del muslo que me dejó señalado durante siete días, y luego, cuando fui a mojar la tostada, la mermelada estaba salada. No me seas llorona, me dijo Byrd, que aquí viene el doctor Lusk. Estoy en el infierno.

Sanjay se puso a correr alrededor del fuego y a darle patadas.

—¡Para, para! —gritó a Sunil, y sacudió los montones de papel tratando de sacarlos.

—¿Qué haces? —preguntó Sunil tirando de él, pero Sanjay siguió dando patadas a las llamas, sin importarle las nubes de pavesas encendidas que lo aguijoneaban. Salieron ardiendo páginas del diario —por supuesto, tenía que ser un diario— con los hilos de la narración interrumpidos y agujereados por el fuego.

—Salva esas páginas —pidió Sanjay, todavía bailoteando alrededor del fuego—. Las manuscritas en verde.

Entonces se dio cuenta de que Sunil se había dado la vuelta y no miraba el fuego ni le prestaba atención: estaban rodeados por media docena de jinetes, todos vestidos de amarillo brillante, lanceros barbados que los miraban con curiosidad, en realidad como si estuvieran locos.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó Sanjay.

—Somos de la caballería de Skinner —contestó uno de los lanceros—, y vosotros sois los ladrones que nos han encargado que atrapemos. Pero ¿por qué quemáis vuestro botín? ¿O no lo quemáis, sino que tratáis de salvarlo?

Sanjay no contestó, pero mientras los captores apagaban el fuego se las arregló para guardar el puñado de páginas bajo la camisa; simulando que ayudaba a los soldados se aseguró algunas otras, chamuscadas y diversamente quemadas. Luego, camino de vuelta a Delhi, rodeado de estos espléndidos jinetes, dispuso de bastante tiempo para estudiarlos; no había duda de su habilidad como exploradores y jinetes, pues aparecieron súbitamente y sin hacer ruido y en esto demostraban ser los aventajados seguidores de su comandante Sikander, pero fueron sus vestidos lo que más llamó su atención.

—¿Sois de la unidad de Sikander?

—Sí. Somos los jinetes del sol.

—¿Qué significa este color amarillo?

—Que quien lo lleva ya ha aceptado la muerte y, por consiguiente, no teme morir.

No objetó nada Sanjay a esta espléndida declaración rajput, pues todos los lanceros creían obviamente en ella: rieron, enseñando sus brillantes dientes blancos en medio de las barbas negras y puntiagudas, alzaron sus lanzas y galoparon sobre sus caballos, gritando salvajemente y gozando con el reflejo del sol en sus cascos de acero y en las puntas de las lanzas; un grupo jactancioso con la cabeza alta que cabalgaba con una osadía elegante y descuidada.

—Y bien —preguntó Sikander—, ¿Te gustan mis muchachos amarillos?

Estaba un poco más macizo, más ancho de pecho, como un toro, con la satisfacción de ese animal por su poder: la caballería de Skinner estaba encargada de hacer las labores de policía en las llanuras que rodean Delhi, de poner paz y someter a todos los malhechores, ladrones y bandidos, y esa mañana había actuado con la celeridad que le daba fama. Sanjay no sentía deseos de contar a Sikander por qué había robado los libros de Sarthey, porque el hombre que tenía delante era muy respetable y extraño hasta cierto punto, la clase de persona que se reiría como de un chiste del consejo de la begum Somrú, o lo tomaría por un primitivo cuento de hadas.

—Es mala época ésta para llevar a cabo tu venganza —siguió Sikander—, Sabemos por palomas mensajeras y otros medios que los marathas se verán dentro de muy poco con los ingleses, quizá hoy o mañana, en una batalla final y decisiva. Pronto se enfrentarán las brigadas de De Boigne con las tropas de Wellesley9. Ya no está el viejo, De Boigne se ha ido, pero sus brigadas permanecen junto a los marathas, y quizá sea la última batalla del antiguo Chiria Fauj.

—¿Dónde?

—Cerca de un pueblo llamado Assaye.

—Escucha, Sikander —dijo Sanjay—. Los dos hemos envejecido y hemos llegado lejos por caminos distintos. Pero en tus cartas sigues siendo mi hermano y hablaré al Sikander de las cartas. Lo que suceda en Assaye dependerá de lo que hagamos aquí: déjame quemar esos libros. De lo contrario, todo estará perdido.

—A ver, explícame eso con exactitud.

—No importa, pero recuerda lo que viste cuando estabas herido en el campo de batalla. ¿Vas a negarlo ahora? Tengo un hijo, un hijo brillante que morirá si no se queman esos libros.

—Me estás hablando de magia, Sanjay, y yo tengo que atenerme a los hechos.

—¿Sabes quién es este Sarthey? ¿Ya no te acuerdas para nada de tu madre?

Sikander lo miró sin contestarle y Sanjay se dio cuenta de cuán absurdas y locas sonaban sus palabras en aquella habitación: las paredes estaban desnudas, había una mesa oscura con un papel secante blanco y el mismo aire sereno parecía impregnado de un racionalismo procedente de otra orilla.

—¿Te acuerdas de esto? —preguntó Sikander sacando una cuchara de hierro del bolsillo interior de la chaqueta—. La he guardado siempre. Creo que de alguna forma me reconforta.

—Por la memoria de tu madre y sus últimas palabras, te conmino a que me concedas esto: un único combate y que el vencedor disponga lo que se haya de hacer con los libros.

—Realmente te has vuelto loco —dijo Sikander riendo—. Debe de ser el sol.

Sin mediar palabra, Sanjay saltó sobre la mesa e intentó atenazar la garganta de Sikander, pero sólo logró cogerlo de las solapas y, a pesar de la ágil retirada de Sikander, ponerle una mano en la cara, sin atender a los ruegos del otro, «para, para», y entonces, Sikander cambió ligeramente el peso de su cuerpo y puso un codo en el pecho de Sanjay, cortándole la respiración y doblándolo por la cintura. Luego, con un tremendo golpe en la nuca, lo arrojó al suelo y todo se oscureció.

Cuando Sanjay recuperó el conocimiento, su visión había vuelto a ser doble; estaba en una habitación pequeña y cómodamente amueblada, evidentemente no era una celda, pero no daba ninguna oportunidad de huida. La claraboya, alta en la pared, tenía barrotes de hierro y su pequeña y blanca imagen se duplicaba perfectamente, de modo que Sanjay no sabía distinguir lo real de lo irreal. Durante un buen rato estuvo sentado en la cama con la cabeza entre las manos, frotándose los ojos, pero terminó por sacar el montón de páginas ennegrecidas de su cintura, manchadas y pegajosas por el sudor, y se puso a leer. Eran páginas sueltas del diario de Sarthey y tuvo que ordenarlas sobre la cama, pero, aun así, había saltos entre ellas y el fuego había dejado ilegibles muchos pasajes, otros reducidos, de modo que era un relato parcheado, fragmentado y roto, pero Sanjay lo leyó como si de él dependiera su vida.

Había cuatro que se consideraban elegantes y creaban un estilo propio con corbatas, grandes puños y un modo de hablar afectado y retorcido. «Considerad este espécimen, caballeros», dijo Bowles (la primera vez que los vi a los cuatro juntos y de frente, paseando por el sendero de grava), «¿qué decís de este homúnculo?». «Una bruja color de nuez, ¿no os parece?», dijo Bailey. «Excesivamente marrón», apuntó Hodges. «Podrían inferirse ciertas inferencias», añadió Durrell, y se sentó en un banco del paseo, cruzó una pierna sobre la otra y balanceó un pie, mientras acariciaba con un dedo la empuñadura de plata de su bastón. «¿Cómo te llamas?», me preguntó. «Paul Sarthey, señor.» «¿Paul? No me gusta. Preséntate en mi estudio después de la clase. Te pondremos un nombre. Haremos una ceremonia y te daremos un nombre.» Y aquella noche fui a sus habitaciones.

La nueva casa de mi padre era la casa de mi nueva madre. Llegamos a ella una tarde gris de octubre y estuve resfriado sin parar durante cuatro meses, hasta que me enviaron al colegio. A pesar de las chimeneas, los abrigos y las mantas, me castañeteaban los dientes y tiritaba de frío, porque sólo había conocido el sol de Calcuta. Tenía frío y siempre estaba solo. Durante las comidas guardaba silencio. Algunas veces me decían que saliera a tomar el aire y entonces daba vueltas a la casa, sin alejarme mucho de sus piedras grises porque el campo me parecía enorme y fangoso, lleno de gente desagradable que hablaba con un acento para mí indescifrable. Dentro de la casa me perseguían sus ecos pero, al menos, podía estar a solas y seguro. Me iba a las habitaciones vacías del primer piso, sin nadie, donde no se oía sonido alguno, y luego caminaba en círculo, hasta caer en una especie de trance, y entonces empezaba a sentirme otra vez bajo un cielo cálido y sentía cerca el canto incesante de los pájaros, mis amigos, y así lograba escapar de la habitación, con sus muebles oscuros, sus cuadros en las paredes, hasta que una sirvienta me llamaba para que bajara a cenar. «No comas tan deprisa, querido Paul, te vas a atragantar. Usa el cuchillo.» Mi madrastra era una mujer alta, de ojos azules.

«Eres una negra.» «No, no lo soy.» «Eres una negra asquerosa.» «No, no lo soy.» «Negra.» «No lo soy.» «Eres una puta negra llorona. Mírala, está lloriqueando.» «No es verdad.» «Tampoco eso.»

Había dos escuelas, una de día y otra de noche. Durrell era el dueño de la noche y el doctor Lusk del día. Nada más llegar, me dijeron que fuera al estudio del doctor para una entrevista, porque quería tener una idea de lo que yo sabía. Me preguntó sobre los poetas antiguos, y yo no conocía a ninguno; de historia, de lo que tampoco sabía nada. Finalmente, me dijo: «Qué horrible acento tienes, hijo mío, has de trabajar para mejorarlo. Tu educación ha sido poco eficiente». Le dije que estaba bien en matemáticas y que se me daba bien la ingeniería, que podía hacer un modelo de puente o de un molino de viento. Eso está muy bien, dijo, pero estás aquí para aprender cosas que hagan de ti un caballero inglés. Personalidad, dijo, personalidad. Era de proporciones macizas: con sus ropas oscuras, su cabezota y su modo mesurado de hablar, con una voz de bajo profundo, me asustaba y me embelesaba. Sí, señor, le dije sin entender lo que me había dicho. Fuera, las nubes, grises y bajas, me devolvieron a los muelles del Hugli, donde aprendí a hacer nudos. Aquella noche tenía que ver a Durrell.

Creo entender que tu familia se dedica al comercio, dijo Durrell. Yo estaba callado, porque ¿qué iba a decir? Mi madre verdadera desapareció sin que yo pueda recordarla y mi padre era quien era. Luego se casó con mi otra madre. Había algo en él que atraía a las mujeres. En sus giras de conferencias se arremolinaban a su alrededor, impacientes y con los ojos brillantes. En sus conferencias, cuando hablaba de la gran tarea, se detenía a veces con las manos levantadas, demasiado conmovido para poder continuar. Me parece que era eso lo que les gustaba. Mi nueva madre se casó con él en contra de los deseos del padre de ella. Esperaron a que muriera. Mi madre era muy alta y su dinero le venía de un negocio de cirios y paños.

Tu nuevo nombre, dijo Durrell, tu nombre ahora y para siempre, es Mary. Guardé silencio. Después de aquello me llamaron Mary. Uno toma el nombre que le dan.

Bowles era el encargado de la casa; Bailey y Hodges eran prefectos y el último, además, capitán del equipo de criquet, pero Durrell no era nada. Nada, oficialmente, pero era indiscutiblemente el jefe. Todos lo seguían, y, en cuanto a mí, no puedo negarlo, lo seguí también. Era pequeño, o no tan alto como los demás, de cabello fino y negro (a las dos semanas me peiné con la raya en medio, como él), y te miraba como si te midiera, siempre con expresión divertida. Cuando trataba de pensar en por qué éramos todos sus discípulos, lo único que se me ocurría, incluso ahora, es que nos mandaba porque tenía una cierta fuerza moral, una personalidad fuerte como el acero, que sólo mostraba cuando quería. Creo que ningún maestro de Norgate sabía realmente quién era. Durrell, ninguno comprendía su posición en el mundo de los muchachos, un mundo que ellos entendían poco, si es que lo entendían algo. Estoy seguro de que todos lo consideraban como un colegial mediocre y un poco dandi. Siempre iba impecable. Incluso a mi edad de entonces, podía ver perfectamente que, a su lado, los demás eran unos simples brutos, con una crueldad, incluso cuando era maliciosa, de la variedad canina, babeante, gruñona y jactanciosa. Durrell era diferente. Y no lo entendí durante mucho tiempo.

El doctor Lusk se interesó mucho por mí, cosa que siempre le agradeceré. Sospecho que vio en mí un proyecto digno de sus instintos reformistas, lo que seguramente era yo: tempestuoso, caprichoso; emotivo más que analítico a pesar de mis inclinaciones científicas; propenso a lágrimas y rabietas. Cualquiera que fuese el motivo de su interés, mis conversaciones con él atemperaban mi soledad, por más que me aterrorizara. Era como hablar con Dios: el temor que me inspiraba no era suficiente para disipar por completo la enorme seguridad que me daba el sentirme atendido. Me llamaba a menudo cuando paseaba por los senderos de Norgate: bien, Sarthey, espero que te vayas adaptando, que te guste la comida. Buenos días, joven amigo. Sarthey, he oído que no te aplicas lo suficiente con Horacio, y no estoy contento con eso. Su voz era tan rica y redonda que parecía acomodarse fácilmente a las piedras onduladas de Norgate, y él parecía eterno. «No estoy contento con eso.» Aparecía como un lúgubre fantasma en los senderos, en los terrenos de juego, en los dormitorios, y siempre sabía con exactitud lo que se susurraba entre los muchachos, qué escándalos se tramaban y quién era el culpable. Era misterioso y temible en todas partes.

La primera vez que me zurraron fue por una falta observada por el doctor Lusk: saqué sigilosamente del refectorio un trozo de pan y me lo comí en los pasillos, fuera de las clases. «Nada de pan en la escuela, controla tu apetito, joven amigo», oí de pronto al doctor detrás de mí. «Preséntate el próximo sábado, por favor, en la sala de reuniones.» Le pregunté a Byrd qué quería decir aquello. «Van a azotarte, vieja Mary», me dijo sin miramientos, y en los días siguientes sólo pensé en eso. Soñaba con eso y me despertaba pensando en lo mismo. Supongo que aquellos días comí, estudié e hice todo lo habitual, pero no me acuerdo de nada, y llegó el sábado por la mañana y fui a la sala de reuniones. Los mayores recibieron primero. Se inclinaban sobre una mesa, con los pantalones bajados y la camisa subida hasta cubrirles la cabeza, agarrados al borde de la mesa. El doctor Lusk echó mano del látigo, un conjunto de ramas entrelazadas, y yo desvié la mirada, pero el sonido era como el de un cubo de agua arrojado sobre las piedras. Cuando siguió, no pude resistirlo, y cuando nos tocó el turno apenas podía tenerme en pie, me temblaban las piernas y lloriqueaba. Alguien me llevó a la mesa, me bajaron los pantalones y me subieron la camisa. Cuando me golpeó hubo un mínimo instante en que sentí sólo una sacudida en los muslos y pensé que eso era todo, que ya había terminado, pero entonces me escoció como el fuego y solté un aullido. He de admitir que no pude dominarme. Se oyó un murmullo cuando emití el rugido, porque los azotes eran la principal atracción de los sábados por la mañana y había un montón de compañeros que miraban desde los bancos y encontraron mi actuación estupenda. Tres latigazos me dieron y luego Byrd me dijo que tenía un bonito dibujo de rayas, uno de los mejores de Lusk, juntas y armoniosamente agrupadas. Después de esto, empecé a ir con Byrd al espectáculo de los sábados. Algunos de los mayores recibían el castigo sin decir ni pío. Pero incluso mirando me sobresaltaba cada vez que oía el silbido del látigo en el aire.

Durante las vacaciones estaba siempre solo. Me arrastraba por la casa de mi madre o saltaba la valla y me iba a los terrenos vecinos. Una vez mis padres invitaron a Markline a comer, y supongo que era una especie de noble, pero a mí me parecía un santurrón pelmazo. Me preguntó afectadamente sobre mis clases, con particular atención a las clases de ciencias, y escribía mis respuestas en un pequeño cuaderno. «¿Hay algo en Norgate que no te guste?», me preguntó con gesto significativo, mientras mi padre me miraba con ojos asustados. Eran los dos tan raros que yo siempre tardaba en entender lo que me decían, y cuando los entendía tenía que aguantarme las ganas de reír. Pero le contesté que no, porque se esperaba que yo fuera amable con él. Es lo que dijo mi madre, «sé amable con él». Porque era rico y, lo que es mejor, relacionado con gente importante, y les ayudaba en sus cruzadas, y fue él quien me metió en Norgate. Por lo cual le estoy agradecido. Pero no iba a hablarle de Durrell. No, a nadie le hablaba de Durrell.

...aquella noche Bowles me mandó ir a su habitación. Estuve sentado allí un rato en una dura silla de madera. Tenía litografías de caza en las paredes. Luego, cuando vino, parecía borracho, pero creo que exageraba. Quiero decir que tenía que hacerse el borracho para hacer lo que hizo, que fue ponerme sobre la cama. Maldecía y me empujaba, no porque me resistiera, sino porque fui totalmente pasivo, incluso cuando me hacía daño. La vela se consumió y él susurró, perra, pero no cerré los ojos, sólo aguanté su peso, como si estuviera muy lejos, y lo estaba. Después fui frío y metódico, poniéndome los pantalones y el cinturón, y eso lo impresionó. A la noche siguiente fue Hodges, y después, Bailey. Por eso, cuando Durrell me llamó y fui a su alojamiento y él entró, empecé a desabotonarme. Pero dijo en tono seco, deja eso, niño tonto. Debí de mostrarme confuso, porque se sentó enfrente de mí, cruzó las piernas y puso un codo en la rodilla. «Eres demasiado astuto para esos placeres sencillos», dijo. «Oh, no, eres demasiado listo. Tengo un plan para ti. Te he estado observando.»

Al principio nadie entendía lo que yo decía, porque medio cantaba las palabras. Tuve que aprender toda una jerga nueva. A los cagaderos se les llamaba retretes. Si te azotaban, te daban una buena tunda. El domingo por la mañana no íbamos a la capilla, sino a la trena, y no al oficio, sino al lamento. Nada era bueno, sino superior.

Muy pronto fui el primero de la clase en matemáticas. Hay algo de descanso en un teorema cuando estás lejos de tu casa y tienes el corazón dolido. Un ángulo en relación a otro ángulo es como todo el universo. La cuestión es el alivio.

Durrell dijo: tienes talento. ¿Qué? Atiéndeme, dijo, lo que quiero de ti no es lo que ellos quieren. Lo que quiero es que te busques un perro para ti, ¿comprendes? Tráeme a alguien que puedas follarte, y demuéstrame que puedes, aquí mismo, delante de mí. Durante un instante tuve una sensación rarísima. No puedo describirla ahora. Fue como si algo se abriera. Como si se abriera una costura, como si la noche se rompiera en su centro y apretara sobre mí su corazón cálido y secreto, revelándose por completo. Como si de pronto supiera y comprendiera. Y yo dije, pero cómo, pero ya decía que sí con la cabeza. Durrell sonrió y dijo, eres hábil con los experimentos, ¿verdad? Pues usa tu imaginación.

Mis padres siempre estaban hablando. Hablaban en habitaciones iluminadas por una piedad gris. Pero cuando me separé de Durrell con su encargo, nunca pregunté por qué.

Un verano encontré una cruz enorme en la buhardilla. Debía de proceder de una iglesia, alta y de tamaño natural. Pero quizá sufrió algún accidente, porque ahora sólo quedaban los maderos cruzados, de un suave color oscuro, y los clavos, de hierro negro. Había desaparecido el cuerpo de El, quizá roto, sacado para repararlo y luego olvidado, pero lo que quedaba me impresionó terriblemente. Me afectó tanto que ahora me parece inexplicable, porque, a fin de cuentas, se trataba de una cruz corriente, por grande que fuera, con los clavos intactos, cubierta de polvo. Debía de ser la pesadez de la madera y el grosor de los clavos.

Miré a mi alrededor, examiné a los que estaban cerca y vi al grupo habitual de maricas de cualquier colegio. Quiero decir que había unas pocas opciones claras, niñitos monos y suaves que siempre miran un poco asustados porque saben lo que son. Pero no me interesaba ninguno de ésos y me atrevo a decir que precisamente porque habrían sido fáciles o, al menos, asequibles. Sentía una cierta obligación de hacer las cosas bien, de ganarme la admiración de mi mentor. Puso un tono de reto en lo que dijo y, una vez arrojado el guante, no me parecía caballeroso ni varonil que yo me saliera por la tangente. No, esperaba de mí grandes cosas y yo quería que se sintiera orgulloso de mí. Así que seguí buscando y esperé, y entretanto, los rumores decían que yo era amigo de Durrell, y exageré mi papel, actué como si tuviera más edad y no permití bromas de nadie. Vio todo esto y creí advertir una cierta sonrisa en su cara, que yo imaginé de aprobación.

Cada mañana me miraba al espejo, esperando que el rocío, el frescor y la humedad rebajaran el color de mi cara. No me gustaba el frío, pero llegué a acostumbrarme y terminé por recordar con horror la claridad resplandeciente de la India y el calor de sus interminables llanuras. Pero ni mi rechazo de aquel sol implacable ni los vientos fríos de Norgate lograron rebajar el color moreno de mi piel, y hasta el final de mi estancia en el colegio tuve que oír risitas y comentarios, aunque al final tenían que ir con cuidado. Al final nadie me llamaba Mary.

Nunca conocí a mi madre. Tenía de ella un pequeño retrato en el medallón de un broche, una mujer delgada de ojos y cabello negros. La segunda esposa de mi padre me trataba bien y, como vinimos a Inglaterra y yo a Norgate gracias al dinero de ella, le estoy agradecido. Era una mujer gruesa, grasienta, muy seria, que había contrariado y escandalizado a su familia por seguir a mi padre a la India y casarse luego con él. Una fortuna desvelas y sebo era lo que tenían, y más tarde de paños, pero pretendían para ella algo mejor que un misionero indigente. Siempre la tuve por una mujer estúpida y sin encanto, y cuando crecí era precisamente su amabilidad infinita y su sentimentalismo lo que más me disgustaba de ella. Si la trataba groseramente, se ponía más dulce y más untuosa, incluso más inofensiva, lo cual me enfurecía siempre.

El jefe, avisó Durrell, y todos nos levantamos. Hodges escondió el cigarrillo en la espalda. Muy buenos días, dijo el doctor Lusk, y todos contestamos a coro, menos Durrell, que dijo un buenaaas arrastrado. El doctor lo miró fijamente, pero Durrell era un tío templado y le sostuvo la mirada. Señor Sarthey, usted sabe que sólo los mayores pueden llevar corbata. Quítesela y el sábado preséntese en la sala de reuniones. Señor Sarthey, debe prestar atención al reglamento. Y dicho esto, se fue. Marica, dijo Hodges, me parece que te has ganado seis. No importa, contesté, y soplé al humo. Estás creciendo, muchacho, dijo Durrell. Se había agenciado una serie de novelas americanas y ahora hablaba con el acento afectado y arrastrado que él llamaba yanqui. Puede que él sea el jefe, dije, pero no puede hacerme nada. Claro que no, ¿verdad?, dijo Durrell. Y yo le dije, espera, espera y verás. Y los demás, que no sabían nada de nuestro plan, de nuestra apuesta o de lo que fuera, nos miraron asombrados al ver nuestra charla amistosa. Para entonces ya habían dejado de llamarme a sus habitaciones. No entendían en qué andaba yo metido n,i por qué Durrell se interesaba por mí. Él será el jefe, dije, pero me lo voy a cargar.

Hicimos una fiesta de la Vieja Inglaterra. Los de tercero hicieron de campesinos, los de cuarto de comerciantes. Los de quinto de juglares y diplomáticos. Los de sexto hicieron de caballeros y barones. Se montaron tiendas en el césped y por todas partes había comediantes, teatrillos y retablos. Todo se hizo para un fin de semana dedicado a los padres de los alumnos y el doctor Lusk pronunció un discurso sobre la orden de caballería. Lo que intentamos hacer aquí, dijo, es producir ingleses. ¿Y qué se espera de los caballeros ingleses? Se espera aplicación, pero no que mis muchachos sean listos. No hay cosa peor que un muchacho listo que por orgullo se rezaga de sus compañeros, elude sus responsabilidades e hila fino sobre la verdad. Si uno de mis alumnos llegara a ser ministro del gobierno, pero fuera sofista y ateo, aún pensaría peor de él, mucho peor, que de otro que no hubiera alcanzado fama, riqueza ni tierras, pero que dijera siempre la verdad de modo directo y varonil, que mantuviera su cuerpo fuerte y sin mancha y que cumpliera sus deberes como cristiano y fiel súbdito del monarca. Vivimos en una época curiosamente invernal y, aunque presentimos la primavera, sabemos que la oscuridad nos rodea, que fueron mejores los viejos tiempos, cuando las lanzas chocaban con los escudos y los rudos caballeros cabalgaban para presentar batalla al enemigo. Había entonces honor, lealtad y camaradería, una fe verdadera, una cristiandad no afeminada ni debilitada, sino fuerte y potente, donde se podía luchar por el bien, para llevar la luz al mundo. Hoy, alrededor de vosotros, cuando miréis a vuestros hijos, no veáis bajo los yelmos emplumados los tiernos rostros de vuestra descendencia, sino las caras francas, impávidas y enérgicas, amorosas y firmes, de aquellos que cabalgan por san Jorge en defensa de la cruz y la corona.

Elevó su voz y nunca hubo cosa tan maravillosa como el ondear de las banderas, los colores de los escudos de armas y los uniformes de los pajes, todo bajo un cielo cerrado, y todos los muchachos nos miramos con ojos enardecidos y, realmente, formábamos una hermandad y no hubo uno solo que luego no dijera que estuvo a punto de llorar. Todos estuvimos de acuerdo en que fue el más esplendido Día de los Padres.

Los de sexto eran caballeros esforzados y debían lealtad al rey, y el papel de rey lo hacía Haliburton, favorito del doctor Lusk, un tipo larguirucho y corpulento, que se ruborizaba en los partidos de criquet y que gracias a su peso e ímpetu no lo hacía mal en el rugby. Era bueno en todo pero no destacaba en nada, habitualmente amable con los más jóvenes y sincero en los rezos. A mí me gustaba y todo el mundo sabía que le gustaba al doctor Lusk, por eso lo nombró rey de nuestra fiesta, y con su altura resultaba pintoresco. Durante el discurso se sentó al lado del doctor, y aún ahora recuerdo su cara vulgar, convencido y emocionado como todos nosotros. Tenía un delicado pelo rubio y la costumbre de inclinar la cabeza a un lado cuando sonreía, y lo seguía haciendo bajo su corona de cartón mientras miraba al doctor. Sí, el doctor nos emocionó aquella tarde con su visión de lo que éramos y de lo que podíamos llegar a ser, y lo creí, igual que todos, como debía ser, pero el día aún no había terminado y me faltaba por descubrir la otra mitad. Después de los discursos y los premios, hubo té, pastas y educadas conversaciones en el césped, delante de la casa del doctor Lusk. Yo estaba con mis padres, viendo cómo nos rehuían. Nadie se acercaba a ellos, porque a ella aún se la recordaba por el escándalo de su matrimonio y él no era nadie; pero ellos, mi padre y mi madre, decían admirados lo fragantes que eran las pastas, como si no pasara nada. Supongo que estaban acostumbrados o, más bien, a juzgar por su talante, lo esperaban y lo veían como parte de su martirio. Pero fue horrible, ninguna presentación, ni a ellos ni a mí, ninguna invitación para visitarse, y, por último, mi padre debió de pensar que ya era bastante y buscó al doctor con la mirada. Debo dar las gracias al doctor, dijo, y se puso a dar vueltas por allí, conmigo detrás (ella se quedó sola, como una Boadicea), hasta que un lacayo nos dijo que el doctor se había retirado por unos breves momentos a su estudio. Así que no se le ocurrió otra cosa que ir a aporrear la puerta de la casa del doctor, y es que mi padre tenía la confianza del diablo. Y nos fuimos sin dudarlo a los dominios del doctor Lusk, donde yo no había estado nunca ni, por lo que sabía, ningún alumno. Y resultó ser un sitio oscuro, lleno de muebles enormes y pesados, horriblemente tallados y adornados, todo amontonado, hasta tal punto que no podías moverte sin romperte las espinillas, con copias de cuadros en las paredes y una sola luz amarilla en toda la casa. Encontramos el estudio, oímos murmullos dentro y mi padre llamó educadamente, toc-toc, y la puerta se deslizó y allí estaba el doctor Lusk, todavía con el brazo extendido y, encogido delante de él, Haliburton, con la corona sobre las rodillas, los hombros hacia delante y la cara seria, interrumpido en mitad de su frase. Gratitud, quería agradecerle, empezó mi padre, y el doctor y mi padre se alejaron hacia la sala de estar para seguir hablando, dejándonos a Haliburton y a mí mirándonos el uno al otro. Pero había algo curioso o extraño en su semblante, podía ser ira o desafío, pero también miedo o, mejor dicho, terror. Lo vi claramente y entonces le dije sin pensar, no sé de dónde me vino, ¿qué le estabas diciendo, Haliburton? Dio un salto, se acercó a mí, y me dijo como si se ahogara: cállate, cállate. De pronto, tuve otra vez la sensación de que un secreto cálido y nuevo caía, superando obstáculos, en mis manos. Entendí todo de pronto, todo simetría y perfección. Sonriendo y sintiendo lágrimas de alegría en mis ojos, le dije: Haliburton, eres un chivato asqueroso. Y es que había entendido con entera claridad la omnipotencia del doctor, su conocimiento. Y Haliburton dijo, no, que no, pero entonces volvieron mi padre y el doctor, y vinieron las gracias y los adioses. Fuera esperaba mi madre, mascando pensativamente una pasta (qué apetito tenía), pero estaba demasiado excitado para sentirme ofendido por ella, incluso cuando me abrazó pegajosamente mientras me daba consejos y hablaba de Jesús y de plegarias. No, al día siguiente fui al desayuno y comí el miserable pan con mantequilla embargado por la emoción del don recibido. Haliburton y yo no nos vimos en todo el día, hasta que vino a buscarme después de las clases y me invitó a dar un paseo. Cuando estuvimos lejos, entre los árboles, me dijo, vamos a ver, no sé qué pensabas ayer diciendo aquello, y me lo dijo galleando, como si creyera que iba a asustarme, pero le dije secamente, déjalo, Haliburton, porque eres un chivato asqueroso. Y a la palabra chivato se desinfló, como si lo hubieran pinchado, y me maravillé de esta palabra que ni siquiera conocía unas semanas antes. Tuve que aprenderla y aprendí que en Norgate un chivato podía ser un vicioso, un derrochador, un tramposo, un raterillo, o se empleaba sin venir a cuento y hasta algunos creían que era bueno el serlo. Pero si se descubría que eras un chivato, era el fin de tu carrera y de tu vida. Quedabas marcado para siempre, y se te conocía por la peor palabra, la peor ofensa al honor del colegio, y ahora, para Haliburton, la palabra chivato tenía la fuerza de un cuchillo. Pero, vamos a ver, dijo esta vez en tono de súplica, el doctor Lusk cree que eres un buen chico, he visto cómo lo mirabas, conoces su trabajo, y necesita saber cosas, es muy importante, no puedes dirigir una escuela si no sabes ciertas cosas, todo cuanto pasa, ¿te das cuenta? De lo que me doy cuenta es de que eres un chivato, Haliburton. No hay nada deshonroso en eso, dijo, y eso me lo ha dicho el doctor Lusk. Eres un embustero y un chivato asqueroso, Haliburton, los caballeros no van contando cosas de sus amigos y compañeros. Pareció afectado y echó a correr y lo dejé ir. Supongo que pillado en su propia trampa porque no se lo podía contar a su mentor, ya que, incluso si encontraban un pretexto para expulsarme, yo lo contaría todo contra viento y marea y habría sido su fin. Al día siguiente, en la sala de reuniones, parecía asustado, esperando lo peor, mirando las caras de todos, como tratando de adivinar si lo sabían, y cuando me vio sonrió con una boquita de puchero, y entonces me di cuenta de que lo tenía pillado. Me acerqué a él después de la charla (el doctor Lusk habló magníficamente del campo del honor) y le susurré al oído, espérame en tu cuarto a las cuatro. Subí a las cuatro, entre miradas curiosas, porque todos sabían que gozaba de la protección de Durrell, entonces, qué pintaba Haliburton en esto, y lo encontré medio delirando de miedo. Tan pronto como cerró la puerta dijo temblando, no se lo habrás contado a nadie, ¿verdad, amigo? Había puesto la mesa, con tostadas, té y salchichas de hígado, y me senté y tomé un bocado antes de encogerme de hombros y decirle que no. Toma un poco de mermelada, invitó, y acepté fríamente, y le dije, escucha, Haliburton, no se lo voy a decir a nadie. Muy bien, muy bien, respondió. Estaba inclinado sobre la mesa ofreciéndome un tarro, bajé el cuchillo y alargué la mano, el diablo sabrá de dónde saqué tanta sangre fría, y toqué o, si se quiere, acaricié su cabello y le pasé el mango del cuchillo por la mejilla. Se le cambió el color, de rojo a blanco, una y otra vez. No se lo diré a nadie si haces lo que yo te diga. Cerró los ojos, temblando, todavía con el tarro en la mano, y dijo sí muy bajito. ¿Qué, qué has dicho, Haliburton? Sí.

Por la tarde, antes de la cena, hubo un tremendo partido de rugby, los chicos de la Upper House y de Gartner contra el resto. El número de jugadores variaba, pero siempre había bastantes para que se produjeran buenas melés de codos, botas y rodillas mientras el balón andaba por otro lado. Salías de allí a duras penas, sangrando, jadeante y con la cara encendida, deshecho, como después de una batalla. Te tendías en la hierba, sentías la opresión de tu pecho, con tu equipo desperdigado a tu alrededor. Entonces alguien decía, al ataque, caballeros, y tú decías, tu madre, pero de todas formas te ponías en pie de un salto y todo era maravilloso.

Aquí no mimamos a sus hijos, dijo el doctor Lusk. En estos campos de juego los convertimos en soldados.

Durrell hace ahora tres años que ha muerto, asesinado por un nativo enloquecido en Hong Kong, donde servía como funcionario consular. Pero el doctor Lusk todavía vive.

Y los muslos de Haliburton, blancos bajo la camisa y la cara de Durrell medio escondida en las sombras, pálida y perfecta. Y le dije a Haliburton, ponte allí, y se inclinó a los pies de la cama, y cuando le levanté la camisa, escondió la cara en la sábana que tenía apretada entre los puños, y temblaron sus hombros. Sentía los latidos de mi corazón en las sienes y aunque me arrodillé detrás de él no pude hacer nada. Relájate, maldito seas, le dije, tranquilo, tranquilo, pero yo seguía sin poder hacerlo; no era su culpa, sino la mía. Estaba demasiado nervioso y lleno de asco. Miré la cara de Durrell, parecía de mármol, con los ojos escondidos, y me sentí avergonzado. De un salto, cogí una fusta de la repisa de la chimenea y la sacudí en el aire. Al primer golpe pasó mi pánico y sentí en cambio un intenso interés y curiosidad. Apliqué el segundo fustazo con mi mejor habilidad, morosamente, calculando, y al oír su gruñido creí que no podría seguir. Pero seguí, cada vez mejor, viendo cómo sus nalgas se apretaban y encogían de miedo, y luego se relajaban y suavizaban, y seguí y seguí, hasta que la habitación se llenó del sonido agudo de los golpes y la sangre ennegreció bajo la luz. Entonces me incliné sobre ella y la cabeza de ella colgó inerte de su cuello, moviéndose al mismo tiempo que yo, con su pelo rubio sobre la blancura de la sábana, y miré a Durrell, que adelantó un codo sobre la rodilla que montaba la otra pierna, y sus ojos brillaron como puntas de cuchillo en la oscuridad, y dijo, no, observa, observa. Volvió la cara de ella hacia mí y juntos miramos su boca medio abierta, sus mejillas manchadas y entonces entendí.

Eh, Sarthey, ¿vienes conmigo a la ciudad?, dijo Byrd. Y nos fuimos juntos y lejos; delante de nosotros, por el camino que atravesaba los campos, iban compañeros brincando y charlando. Las ramas de los árboles caían sobre los bordes del camino, de modo que íbamos por un túnel de sombras, pero el sol bañaba los campos dorados. Y paseamos cogidos del brazo.

Cuando Sanjay terminó de leer lo que tenía del diario de Sarthey, se vio invadido por el miedo, por un horror que nunca había experimentado. No era miedo a lo desconocido ni a la muerte, ni el dolor por la sangre y la laceración. Era la sensación de hacerse pedazos, de destrucción interna y desvanecimiento, de una exigencia constante de esfuerzo, como si se encontrara sobre una escalera que resbalaba eternamente bajo sus pies. Estaba oscuro fuera, pero mientras Sanjay se esforzaba por seguir paseando en círculos por la habitación, sintió y vio la primera luz. Pensó en el problema que se le presentaba de inmediato, qué hacer con los papeles que tenía sobre la cama antes de vérselas con Sarthey, pues estaba seguro de que aparecería al poco de iniciarse el día. Pensó que tenía que ocultar de alguna manera lo que sabía, que le sería ventajoso aparentar ignorancia, y examinó la habitación cuidadosamente, pero no había ninguna ventana abierta, ninguna grieta en la pared, nada en absoluto que sirviera de escondite. Finalmente se detuvo ante la cama, cogió una página arrugada, tratando de no mirar la fina escritura, y se la metió en la boca; enseguida se convirtió en una masa pegajosa, elástica y de difícil ingestión, con sabor amargo a ceniza, pero, a pesar de un ataque de náuseas, persistió y finalmente se la tragó. Una a una, página tras página, mientras paseaba alrededor de la habitación, a veces doblándose por la cintura y sosteniéndose el estómago con las manos, se las comió todas, y cuando terminó se apoyó jadeante en la pared, temblando y bañado en sudor.

Oyó la voz de Sikander antes de que se abriera la puerta y se puso frente a ella, formalmente, con las manos en la espalda.

—Los marathas han sido derrotados en Assaye —anunció Sikander nada más entrar—. Acabamos de saber la noticia por un mensajero de postas.

Sanjay no dijo nada; lo supo con certeza durante la noche y ahora, como ya tenía decidido lo que debía hacer, encontraba intrascendente todo aquello.

—Las brigadas de De Boigne están destruidas —siguió Sikander—. El Chiria Fauj ya no existe: lucharon como leones. Sabían que habían perdido y siguieron. No fue una batalla de muchas maniobras, despliegues de caballería y grandes movimientos. Fue algo bastante duro, con las brigadas aguantando a pie firme y los británicos avanzando, disparando y disparando. Luego las brigadas cerraron filas para cubrir las bajas, y así siguieron toda la tarde, hasta que no quedó nada. Todo se ha perdido. Fue una carnicería y los ingleses ganaron.

Volvió a mirar a Sanjay esperando una respuesta, pero Sanjay sólo veía la luz pálida de la mañana, y las imágenes del Chiria Fauj desapareciendo en un caos de fango y huesos le parecían reales, lo que tenía que suceder... no había horror en ello.

—El señor Sarthey ha venido a verte —dijo Sikander.

Sanjay esperó con impaciencia, consumido por un sentido de la obligación; pensaba que algo había terminado —las brigadas del Indostán habían desaparecido—, como si algo hubiera cambiado o terminado para siempre y, por lo tanto, no hubiera lugar para conversaciones o recriminaciones ociosas. Esperó con ecuanimidad los insultos de Sarthey y, cuando apareció el inglés, lo miró directamente a los ojos, con tanta indiferencia que el otro se quedó desconcertado y sin habla.

—¿Qué estabas pensando? —preguntó por fin Sarthey—. ¿Tú, también tú? —luego, irritado por el silencio de Sanjay, continuó—: Supongo que fui tan necio que imaginé otra cosa. No puede esperarse nada de alguien tan primitivo como tú, sin que importe lo bien que hables el inglés. Debajo de esa capa, sigues siendo lo que has sido siempre: un pequeño salvaje sin educación.

El desprecio de Sarthey no hizo en él mella alguna, porque Sanjay ya se había hecho el propósito de dedicar su vida a matarlo y, aunque el miedo era enorme y presente, ya había aprendido a dominarlo tras un muro de resolución y lógica. Miró la boca abierta y vociferante del inglés.

—Está loco —concluyó Sarthey—. Dejad que se marche.

Tan pronto como Sanjay fue liberado, se fue a la casa de la begum Somrú, que estaba a poca distancia y era conocida en todo Delhi. Al salir, no miró a Sikander y sólo le dijo, «vendré por ti», y en la casa de la begum, dejó a un lado la fórmula de cortesía para interesarse por su salud y se mantuvo rígido, de cara a una pared, hasta que lo dejaron pasar dentro. Antes de que ella hablara le dijo, «quiero hablar contigo a solas». La begum se levantó airada por la falta de modales de Sanjay, pero luego se serenó y, con un gesto, hizo salir a sus ayudantes.

—No tengo tiempo —empezó Sanjay—. Tendrás que perdonarme. He venido a pedirte un favor.

—¿Qué?

—¿Soy hijo tuyo?

—He oído decirlo.

—¿Es verdad?

La begum Somrú se encogió de hombros.

—Una vez me contaron la historia de la primera vez que conociste a De Boigne. Y tú dijiste, «todo se volverá rojo». Y mencionaste algo de una idea.

—Lo dije, pero no sé lo que quise decir. Fue como un sueño. Lo vi y lo dije.

—No importa. Escucha. Las brigadas de la India han desaparecido. Los tiempos han cambiado. Yo expulsaré a los ingleses de la India. Pero para hacerlo te pido un favor.

—¿Qué?

—He oído que sabes cosas.

—Ni yo misma creo en la mitad de ellas.

—A pesar de eso, te pido que me aconsejes. Conoces los libros antiguos, por eso te pido que me aconsejes.

—¿Qué quieres?

—Deseo ser fuerte. Deseo ser duro. Deseo no morir nunca.

La begum se encogió, sus ojos se volvieron acuosos y viejos.

—Es muy difícil.

—Puedo hacerlo.

—Es peligroso.

—Lo haré.

—No me pidas eso.

—Debo pedírtelo.

—Soy tu padre y tu madre y no puedes pedirme esto.

—Soy tu hijo y te lo pido.

—¡Vete a casa, Sanjay! —se había levantado y le gritaba—. Vete a casa con tus pobres padres y sé bueno con ellos. Escribe poesía y ten hijos, vive en tu propia ciudad y muere allí como un hombre que es amado y tiene un hogar.

—No puedo. Cuando nací, mi madre me sostuvo en alto y dijo que había nacido para la venganza. No puedo evitarlo.

—No sabes nada de la libertad. Y menos aún del dharma.

—A pesar de eso, debes decírmelo.

La begum se hincó de rodillas.

—Sal en busca de la cima de una montaña.

Luego se inclinó junto a él y le estuvo hablando al oído durante un largo rato.

—Todo se volverá rojo —dijo Sanjay cuando ella terminó—. Volveré cuando haya acabado.

—Creo que cuando hayas acabado yo ya me habré ido —contestó ella negando con la cabeza.

Sanjay se arrodilló, cogió un pliegue del vestido de ella y se lo llevó a la frente.

—Gracias, madre.

—Y cuando Sanjay salió a toda prisa de la sala, la begum Somrú apoyó la cabeza en sus rodillas y lloró —contó Sandeep. Tras el largo relato, tenía la voz algo rota y el rostro demacrado—. La begum Somrú lloró y después de un rato volvieron los ayudantes a la sala y una de sus favoritas corrió junto a ella y puso su cabeza sobre la rodilla de la begum. Entonces la begum empezó a acariciar los cabellos de la muchacha, y la piel de su mano estaba surcada de finas arrugas. El cabello de la begum se había vuelto blanco, sus ojos eran profundamente negros, su cara estaba llena de arrugas y había perdido la mayoría de los dientes. Su casa era de oro y muy hermosa, los pájaros volaban sobre ella y estaba rodeada de mangos y guayabos. Así fue la begum Somrú.

—La malvada begum Somrú —dijeron los demás monjes.

—Sí —dijo Sandeep—. Y todo se volverá rojo.

Cuando Sanjay salió de la casa de la begum, encontró a Sunil esperando fuera, y juntos caminaron hacia el norte; fueron a Hansi, donde encontraron en las ruinas de la ciudad —otra vez arruinada— los restos del indómito ejército de Jahaj Jung, hombres desperdigados, sentados y meditando.

Sanjay les habló en nombre de su padre, George Thomas, y les habló del destino y de la venganza; estos soldados estaban ahora desnudos, barbados y con el pelo enmarañado, cada uno convertido en monje. Pero cuando Sanjay les habló, sus ojos brillaron con las lágrimas y poco a poco la pasión se fue apoderando de sus cuerpos, la ira colmó sus corazones, se agitaron furiosamente y dejaron atrás sus enormes y deliciosas soledades, iremos contigo, dijeron. Y Sanjay, acompañado por Sunil y cuarenta y siete soldados desnudos, se dirigió a las montañas del norte. Primero fueron de las pobladas llanuras a la intrincada selva del terai, y luego escalaron las pendientes, donde aldeas dispersas cuelgan milagrosamente de escarpados riscos, pero también las dejaron atrás y llegaron a la aridez de los valles de hielo y rocas, a las grietas y gargantas de los glaciares donde se oye el rugir del viento. Aquí se detuvieron, frente a la cima de una montaña sin nombre, retorcida y fea, con capas rocosas que el agua helada pintaba de negro y plata.

Sunil empezó a subir la ladera, pero Sanjay lo cogió del codo, tiró de él y señaló una oscura grieta en un lado de la montaña.

—Creí que tenía que ser en la cima —observó Sunil.

—La cima está demasiado expuesta para lo que debemos hacer —respondió Sanjay—. Lo haremos aquí abajo.

Era una caverna: la entrada era una estrecha ranura que se abría a una enorme caverna de oscuridad tan profunda que sus voces se perdían sin producir eco.

—Aquí lo haremos —anunció Sanjay—. Sunil, espera fuera y guarda la entrada. Cúbrela con rocas y arbustos, de modo que nadie nos moleste. Y vosotros, amigos míos: vamos a iniciar la gran aventura. Lo haremos por nosotros, pero también por nuestros compatriota^. Sufriremos, pero por una gran causa. Al final, triunfaremos y nuestros enemigos desaparecerán del campo de batalla. Seremos invencibles.

Sunil hizo una reverencia y se fue. Sanjay y sus compañeros se adentraron un poco en la cueva, hasta estar en plena oscuridad, en el corazón de la montaña, sin que las antorchas disiparan la ilusión de que estaban cayendo infinitamente a través del espacio.

—Vamos, hermanos —dijo Sanjay—, comencemos.

Se sentaron en círculo, y en medio encendieron un pequeño fuego con la madera de sándalo que habían traído de las llanuras. Cuando el humo aromático serpenteó en la oscuridad, cantaron juntos, «Muerte, ven a mí, ven a mí, Muerte». Luego, cuando lo hubieron repetido mil y una vez, cada uno de ellos, sin interrumpir el canto, desenvainó un pesado sable. Sanjay, imitado por todo el círculo, puso su mano izquierda sobre la dura piedra que tenía delante, levantó el sable y, de un solo golpe, cortó su dedo meñique. El golpe lo dejó tan aturdido que dejó caer el sable, y titubeó en su canto, pero éste continuó incesante, y cuando se habituó al dolor recogió el pequeño trozo de carne y lo arrojó al fuego con el de todos los demás. La llama languideció un instante, pero enseguida resurgió con mayor viveza, y el olor llenó la cabeza de Sanjay. Se llevó la mano al pecho y continuó su canto. Cuando le llegó el turno al dedo anular, Sanjay actuó sin dificultad, pero cuando le llegó la vez al pulgar, tuvo que recordar cada una de las ofensas e insultos sufridos, no sólo de los ingleses, sino cada pequeña herida o dolor de rechazo o de amor no correspondido, cada pizca de pasada miseria, para poder bajar el metal contra sí mismo. Le parecía ahora que el fuego crepitaba dentro de su cabeza y, a través de las lágrimas de sus ojos, vio formas oscuras que danzaban sobre el humo, y cuando se cortó el codo gritó agónicamente y la caverna le contestó con murmullos en mil idiomas, y el canto le sacudió todo el cuerpo. Vio una cara delante de él, la de uno de los compañeros, uno de los fieros soldados de Jahaj Jung, aterrorizado por el pánico, gritando, «esto es una locura, una locura, vámonos», pero lo apartó de un golpe y palpó el suelo buscando su sable, y sólo encontró huesos y sucia podredumbre. Hubo un torbellino que llenó la oscuridad de risotadas y que vio con entera claridad, pero le pareció que estaba solo en la caverna, y luego sintió caras que se apretaban contra la suya, ojos, lenguas y dientes de hombres, tigres y perros, todos haciendo ruido, rugiendo, todos los seres del mundo gritando, pero se sentía poseído por una fuerza enorme y se cortó los dedos de los pies uno a uno, riendo, mientras el fuego rugía como un ser vivo. Había un olor a podrido, tan espeso y húmedo que lo sintió como algo sólido en la nariz. Luego oyó una voz, «qué quieres, qué quieres», pero no contestó porque lo quería todo y sabía lo que tenía que hacer para conseguirlo. Y, ciego, giró a su alrededor hasta encontrar el sable, lo levantó consciente de su poder increíble, y con dificultad, pero sin vacilaciones, lo mantuvo a un lado de su cabeza diciendo, Muerte, ven a mí. Se asestó el golpe con tal decisión y rapidez que creyó haber fallado, hasta que vio que su cabeza rebotaba en el suelo como una pelota, separada del cuerpo, del que brotaba la sangre.

Estaba solo. La caverna estaba vacía y allí sentado, con las piernas cruzadas, creyó por un momento que lo había soñado todo, pero entonces vio, donde había estado el fuego, a Yama arrodillado, con la cabeza baja, sangrando y con todo el cuerpo lacerado. Yama levantó su gran cabeza negra y dijo, jadeando:

—Has quemado los tres mundos con tus depravaciones. ¿Qué es lo que quieres?

Sanjay seguía sintiendo su cuerpo, le parecía intacto.

—Sí, todo está ahí —continuó Yama—. Todo salvo el primer dedo, que fue la primera ofrenda horrible. Me han traído aquí contra mi voluntad. ¿Qué es lo que quieres?

—Así que, después de todo, te he vencido —dijo Sanjay.

—¿Qué es lo que quieres, hombrecillo?

—Deseo no morir nunca. Ser tan duro como la piedra. Ser más fuerte que sus máquinas.

Al oírlo, Yama miró a Sanjay y la ira de su rostro desapareció lentamente, sustituida por una expresión irreconocible.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Sanjay.

—No hagas esto.

—Escucha, miserable saco de viento, criatura que se llama a sí misma dios. No me digas lo que he de hacer. Nos has traicionado. Hemos perdido porque son mejores. Hemos perdido porque vivimos en un mundo de sueños, hemos perdido porque somos como mujeres y niños. Han ganado porque entienden la necesidad. Pero los derrotaré. Los superaré.

—No lo harás.

—Concédemelo. Digo que debes concedérmelo. ¿O tendré que repetirlo? —y buscó el sable.

—No —contestó Yama con la cara llena de lágrimas—. Ya lo tienes. Ya lo has conseguido.

Sanjay se levantó, y alzó las manos por encima de la cabeza.

—Pero —advirtió Yama— has de hacerme una última ofrenda para sellar el trato. Serás todo lo que quieres. No morirás nunca. Pero debes darme, ahora, aquello que es más sagrado para ti. Piénsalo cuidadosamente. Debes darme aquello que es para ti más precioso. Si mientes acerca de lo que es, tu cabeza estallará en mil pedazos y morirás ahora. Pero si eres capaz de hacerlo, tendrás lo que quieres.

Y Sanjay avanzó torpemente dos pasos hasta Yama y ninguno de los dos pudo desviar la mirada.

—Hijo mío —dijo Yama—, hijo mío.

Pero Sanjay levantó la mano, abrió la boca e introdujo en ella su puño, asió la lengua, que quiso escurrirse, la agarró firmemente y tiró, la arrancó de cuajo y, bañada en sangre, se la tiró a Yama. Esta vez el dolor fue irresistible y Sanjay cayó inconsciente al suelo.

Estaba desnudo cuando recuperó el conocimiento. Se incorporó para encontrarse en la mayor oscuridad que nunca había conocido y, mientras se arrastraba, fue apartando cosas que resonaban sordamente. Se agachó sobre ellas hasta que encontró un pequeño objeto redondo y palpó sus perfiles suaves y secos, encontró un agujero y luego otro, y cuando tocó unas formas regulares que reconoció como dientes, gruñó y tiró el cráneo. Hasta después de recorrer unos pocos metros no se dio cuenta de lo que podía significar aquel cráneo, hasta que pensó lo que podía ser uno de los huesos que iba apartando. ¿Cuánto tiempo había pasado? Podían estar muertos, todos ellos, pero ¿cómo podían estar convertidos todos en huesos? Pero entonces sintió por toda su piel no un rayo de luz, sino una zona de menor oscuridad, una corriente de aire fresco, y la siguió hasta tropezar con un muro de basuras, una avalancha irregular de piedras y barro. Empezó a abrirse paso a través de ella, y advirtió con satisfacción que podía apartar bloques que habrían extenuado a una pareja de bueyes y que sus dedos eran lo bastante fuertes como para encontrar un firme asidero en la roca más lisa.

Al final logró salir de allí con un tremendo golpe de su puño que hizo añicos una roca y dejó pasar un resplandor diamantino de sol que lo dejó cegado. Cuando recuperó la vista, se sintió herido por los colores de la montaña, apenas podía mirar el cielo y ni siquiera pudo recordar la incalculable complejidad de las texturas del mundo. De pie, delante de una rústica cabaña, con el terror dibujado en el rostro, había un anciano obeso que tenía un sorprendente parecido con Sunil. Sanjay intentó hablar, pero su garganta sólo produjo un sonido ahogado. Al ver esto, desapareció la expresión de desconcierto del otro, que, gozosamente, dio un paso adelante.

—Oh, mi Sanjay, eres tú.

Por supuesto que soy yo, idiota, habría querido decir Sanjay, pero, en lugar de eso, abrió la boca y señaló la lengua o, mejor dicho, su ausencia, y, al hacerlo, advirtió por primera vez su larga barba blanca, su piel suave e inmaculada como la de un recién nacido y más blanca que la nieve. Se tocó, incrédulo de su barba, asustado pero complacido al mismo tiempo por la elasticidad de su cuerpo, por su peso que sentía en los talones, sin que estas compensaciones menguaran lo que ya sabía. Se volvió y señaló la cueva.

—Oh, mi pobre Sanjay —dijo Sunil—, Nadie más saldrá de ahí. Todos los demás han muerto. Sólo salió uno, mucho después de haber entrado vosotros, y estaba loco y dijo que todos los demás habían muerto. Luego echó a correr y cayó montaña abajo, pensé que se había matado, pero se levantó y volvió a correr, gritando. Pensé en seguirlo, pero permanecí aquí, y una semana después subió hasta aquí una caravana y me dijeron que había muerto enloquecido al día siguiente. Todos se han ido. Pero yo he permanecido. No tenía la menor duda de que volverías, de que conseguirías el propósito que buscabas.

Sanjay miró a su alrededor desconcertado, luego se arrodilló y escribió en la roca: «¿Cuánto tiempo?».

—Amigo, amigo mío —contestó Sunil—. Han transcurrido treinta y dos años, dos meses y tres días.

Y Sandeep dijo, serenamente:

Aquí termina el cuarto libro,

el libro de la venganza y de la locura.

Ahora empieza el último libro,

el libro del regreso.